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CAPÍTULO VIII

EL FILISTEO Y EL REVOLUCIONARIO

En una de las numerosas obras que se han dedicado a Lenin hallé un artículo del escritor inglés H. G. Wells[68] con el título El soñador en el Kremlin[69].

Hay en esta obra una nota del editor, en la que se dice: «Hasta hombres progresistas como Wells no han comprendido la revolución proletaria, que se produjo en Rusia». Uno podía pensar si esto no era una razón suficiente para que el artículo de Wells no se incluyera en el libro dedicado al jefe de esta revolución. Pero no vale la pena criticarlo; personalmente he leído algunas páginas de Wells no sin interés, de lo que, a buen seguro, no tiene la culpa el autor, como se verá más adelante.

Tengo ante mis ojos, vividos, los días en que Wells visitó Moscú. Fue el invierno famélico y frío de 1920-21. Se presentía las inquietantes dificultades que plantearía la primavera. El Moscú hambriento yacía enterrado bajo la nieve. Nuestra política económica se hallaba en vísperas de un cambio brusco.

Recuerdo muy bien la impresión que Vladimir Ilich sacó de su conversación con Wells.

—¡Qué burgués! ¡Es un filisteo! —repetía, y levantaba las dos manos sobre la mesa, riéndose y suspirando, como era característico en él cuando sentía una cierta vergüenza ajena.

—¡Ah! ¡Qué filisteo! —exclamó reanudando la conversación.

Nuestra conversación se realizó antes de la apertura de la sesión del gabinete político, y se limitó esencialmente a repetir esta corta calificación de Wells. Pero ya era bastante. Confieso que he leído muy poca cosa de Wells y que no lo he vuelto a ver. Pero al socialista de salón de la Sociedad Fabiana[70], al literato inglés, disertador sobre temas utópicos o visionarios que viajó por aquí para ver con sus propios ojos los experimentos comunistas, a este puedo retratarlo con bastante fidelidad. Y la exclamación de Lenin, especialmente su tono, completaban sin dificultad mi impresión.

El artículo de Wells, que llegó al libro referido por vías desconocidas, no sólo ha hecho volver a mi memoria la exclamación de Lenin, sino que le ha conferido todo el significado que él había querido darle. Porque si en el artículo de Wells hay algún vago vestigio de Lenin, es el propio Wells, tal como es, quien está retratado en él.

Comencemos por la queja con que Wells se presenta sí mismo: el pobre se vio obligado a hacer muchas gestiones —fíjense en esto— antes de obtener una entrevista con Lenin, lo que le «irritaba» (a Wells) muchísimo. ¿Es que Lenin había mandado llamar a Wells? ¿Estaba obligado a recibirlo? ¿Acaso a Lenin le sobraba tiempo? Al contrario, en aquellos días tan difíciles no perdía el tiempo: no era cosa fácil encontrar una hora libre para recibir a Wells. Ni aun un extranjero tendría dificultad en darse cuenta de esto. Pero por desgracia Wells, en su calidad de ilustre extranjero, y a pesar de su «socialismo» de inglés de estirpe conservadora de modelo imperialista, venía completamente obsesionado por la convicción de que con su visita hacía un gran honor a esta tierra bárbara y a su gobernante. El artículo de Wells desde la primera a la última línea, delata esta presunción injustificada.

La descripción psicológica de Lenin comienza, como era de esperar, con una revelación. Lenin no es «en modo alguno un hombre de letras».

¿Quién podía decidir esta cuestión, sino un hombre de letras profesional, como Wells?

«En fin, los cortos y violentos panfletos que aparecen en Moscú con su firma (la de Lenin), llenos de ideas falsas acerca de la psicología de los obreros occidentales… dan una pequeña idea del carácter real de la mentalidad de Lenin».

El honorable caballero no debe saber, naturalmente, que Lenin ha escrito un gran número de libros fundamentales sobre la cuestión agraria, sobre teorías económicas, sociológicas y filosóficas. Wells no se ha dado cuenta más que de los «cortos y violentos panfletos», y hasta en éstos hace notar que «sólo aparecen con la firma de Lenin»; dando a entender que los han escrito otros. El verdadero «carácter de la mentalidad de Lenin», por tanto, se revelaría tal cual es, no en las docenas de volúmenes que ha escrito, sino en esta hora de conversación que se dignó conceder al esclarecidísimo visitante de la Gran Bretaña.

Al menos podía esperarse de Wells una descripción interesante del aspecto externo de Lenin, y en obsequio a un pequeño rasgo bien observado hubiéramos estado dispuestos a perdonarle todas sus mediocridades inspiradas por su socialismo fabiano. Pero nada de esto puede observarse en el artículo.

«Lenin tiene un rostro agradablemente moreno cuya expresión cambia constantemente, y una sonrisa llena de vida».

«Lenin se parece poco a sus fotografías».

«Durante nuestra conversación gesticulaba un poco».

En estas banalidades Wells no se diferencia en nada de un reportero de un periódico capitalista. Además descubre que la frente de Lenin le recuerda la cabeza larga, extraordinariamente asimétrica, de Arthur Balfour[71] y, en su conjunto, Lenin es un «hombrecito»; «cuando se sienta en el borde de su silla sus pies apenas tocan el suelo».

Por lo que respecta al cráneo de Arthur Balfour, no tenemos nada que decir de este venerable objeto y admitimos con gusto que es alargado. ¡Pero por lo demás, qué indecente falta de propiedad en los términos! Lenin era de un rubio rojizo; de ninguna manera se le puede describir como un hombre moreno. Era de estatura media, quizá un poco menos; pero esto de que daba la impresión de un «hombrecito» y que sentado apenas tocaba el suelo con los pies, podía ser únicamente una opinión de Wells, que vino con la conciencia de un Gulliver civilizado a la tierra de los liliputienses comunistas del norte.

Además, Wells observa que en las pausas de la conversación Lenin tenía la costumbre de cubrirse los ojos con la mano.

«Quizá esto se debe a algún defecto visual», dice el ingenioso literato.

Conocemos tales gestos. Lenin los hacía cuando se encontraba ante un hombre extraño, un hombre con el que no tenía nada en común: con la mano sobre la frente como una pantalla miraba profundamente al visitante a través de los dedos. El defecto visual de Lenin consistía en que leía el pensamiento de su interlocutor, viendo su pomposa vanidad, su estrechez de miras, su soberbia civilizada y su ignorancia civil también, y cuando formaba su retrato, movía la cabeza, y repetía: «¡Qué filisteo! ¡Qué monstruoso pequeñoburgués!»

El camarada Rothstein estuvo presente en esta entrevista y Wells, al pasar, hizo un descubrimiento admirable: según él, la presencia de este testigo «caracteriza la situación actual en Rusia». Rothstein, por orden del Comisariado del Pueblo de Asuntos Extranjeros, vigilaba a Lenin para moderar su extremada franqueza y su imprudencia soñadora. ¿Qué se puede decir de esta observación que no tiene precio? Cuando Wells entró en el Kremlin traía consigo, en su conciencia, toda la confusión de las informaciones internacionales burguesas y con sus ojos perspicaces —que naturalmente no tenían «defecto» alguno— descubrió en el despacho de Lenin lo que de antemano había sacado de la lectura del Times o de algún otro depósito de respetables y graciosas habladurías.

Pero ¿en qué consistió realmente la conversación? En cuanto a este punto, Wells no nos transmitió más que lugares comunes sin valor alguno, lo que prueba de qué manera pobre y desdichada los pensamientos Lenin se reflejaban en otro cerebro cuya simetría en otros aspectos no nos hubiera causado ninguna clase de duda.

Wells llegó con la creencia de que «iba a discutir con un doctrinario marxista convencido, pero no fue así». No nos sorprende. Ya sabemos que el «profundo» pensamiento de Lenin no había que buscarlo en su actividad política y literaria de más de treinta años, sino en su conversación con el filisteo inglés. «Me habían dicho —continua Wells—, que a Lenin le gusta aconsejar, pero a mí no me sucedió nada de eso». ¿Cómo puede alguien aconsejar a un caballero que sustenta tal vanidad? Esto de que a Lenin le gustaba aconsejar no es, además, exacto. Es cierto que Lenin sabía hablar de una manera instructiva. Pero solamente usaba esta manera de hablar cuando creía que su interlocutor estaba dispuesto a aprender algo. En otro caso, no gastaba tiempo ni se molestaba. Pero en presencia del magnífico Gulliver, a quien el favor de la suerte había llevado al despacho del «hombrecito», Lenin debió llegar, después de dos o tres minutos, a la convicción terrible que refleja la inscripción del infierno dantesco: «¡Abandonad toda esperanza…!»

La conversación trató sobre las grandes ciudades. A Wells se le había ocurrido por primera vez, desde que estaba en Rusia —según declaró—, que el aspecto de las grandes ciudades está determinado por el comercio de sus negocios y mercados. Compartió este descubrimiento con su interlocutor. Lenin «reconoció» que en un régimen comunista, las ciudades debían disminuir considerablemente su extensión; Wells «señaló» a Lenin que la restauración de las ciudades sería una tarea gigantesca y que muchos de los enormes edificios de Petersburgo no conservarían más que el valor de monumentos históricos. Lenin también se mostró de acuerdo con esta incomparable conclusión de Wells.

«Tuve la impresión —añadió este último—, que le agradaba hablar con un hombre que comprendía las consecuencias inevitables del colectivismo, que han escapado a la comprensión de sus propios jóvenes partidarios».

Esto nos da la medida del nivel de Wells. Considera como el resultado de su extraordinaria perspicacia este descubrimiento de que bajo el comunismo las actuales concentraciones ciudadanas desaparecerán y muchos de los actuales monstruos arquitectónicos capitalistas conservarán solamente su significado de meros monumentos históricos (mientras no merezcan el honor de ser destruidos).

¿Cómo pudieron los pobres comunistas («los fastidiosos fanáticos de la lucha de clases», como los define Wells) hacer descubrimientos semejantes, que además ya figuran en un comentario popular del viejo programa de la socialdemocracia alemana? Sin mencionar a los utopistas clásicos del socialismo que ya los conocían.

Espero que ahora se comprenda por qué Wells «no prestó atención especial», en el curso de su conversación, a la risa de Lenin de la que tanto había oído hablar. Era evidente que Lenin no tenía deseos de reír. Temo incluso que su gesto con la boca hubiera expresado algo muy diferente de la risa. Pero su mano y su inteligencia hacían lo necesario para evitar que su interlocutor, tan ocupado consigo mismo, advirtiese un bostezo descortés.

Como ya hemos visto, Lenin no aconsejó a Wells, por razones que comprendemos plenamente. No obstante, Wells insistió todo el tiempo en enseñar a Lenin. Se dedicó a hacerle entender este pensamiento absolutamente nuevo de que para el éxito del socialismo es «necesario reorganizar no sólo el aspecto material de la vida, sino también la psicología de todo pueblo». Indicó a Lenin que «los rusos son por naturaleza individualistas y comerciantes». Le declaró que el comunismo «iba demasiado rápido» y que destruía antes de haber podido crear, y otras verdades de este tipo.

«Esto nos lleva al punto principal —dice Wells—, donde nuestros puntos de vista divergen: la diferencia entre el colectivismo evolucionista y el marxismo».

Bajo el colectivismo evolucionista tenemos la mezcla fabiana de liberalismo, filantropía, una legislación social y meditaciones dominicales acerca de un futuro mejor. Wells mismo formula la esencia de su colectivismo evolucionista como sigue:

«Creo que por medio de un sistema regularmente establecido de educación para toda la sociedad, el sistema capitalista existente puede civilizarse y ser transformado en un régimen colectivo».

Wells no explica, no obstante, quién en los momentos actuales puede realizar «un sistema de educación» y a quién será aplicado regularmente este sistema: ¿es necesario pensar que los lores con su frente alta establecerán su sistema sobre el proletariado inglés o, por el contrario, que el proletariado inglés pasará por encima de los cráneos de los lores? ¡Oh, cualquier cosa antes que esto último! ¿Para qué estarían los miembros instruidos de la Sociedad Fabiana, gente de inteligencia, de imaginación desinteresada, caballeros y damas, el señor Wells y la señora Snowden, si no era para civilizar la sociedad capitalista produciendo, de una manera regular y sistemática, lo que se esconden bajo sus cráneos y transformarla en una sociedad colectivista de una manera evolutiva tan razonable y tan feliz que incluso la dinastía real de Gran Bretaña no se daría cuenta de ello?

Esto es lo que le explicaba Wells, y Lenin tuvo que escuchar todo esto.

«Para mí —señalaba Wells graciosamente— fue realmente un placer (!) entrevistarme con este extraordinario hombrecito».

¿Y en cuanto a Lenin? ¡Qué prueba de paciencia! Probablemente profirió varias palabras rusas de significado fuerte y expresivo. No las tradujo en voz alta al inglés, no solamente porque su vocabulario en inglés no había llegado a tal grado de perfección, sino también por razones de cortesía. Ilich era muy cortés. Pero no pudo limitarse a un silencio cortés.

«Se vio obligado —dice Wells— a contestarme, y declaró que el capitalismo de hoy es incurablemente voraz y destructor y es imposible tratar con él».

Lenin se refirió a una serie de hechos contenidos en el nuevo libro Money: que el capitalismo había destruido los puertos nacionales ingleses, no había permitido explotar razonablemente las minas de carbón, etcétera. Ilich conocía el lenguaje de los hechos y de los números.

«Confieso —concluye Wells inesperadamente—, que era muy difícil para mí discutir con él». ¿Qué quiere decir esto? ¿Puede ser el comienzo de una capitulación del colectivismo evolucionista ante la lógica del marxismo? No, de ninguna manera «Dejad toda esperanza…». Esta declaración inesperada no tiene nada de accidental, sino que pertenece al sistema y consiguientemente confirma su carácter de la Sociedad Fabiana, del colectivismo evolucionista, de la pedagogía inglesa. Está destinada a servir a los capitalistas, banqueros, lores ingleses y sus ministros. Wells les dice: «Ya ven, la conducta de ustedes es tan mala, tan destructora y egoísta, que en una discusión con el visionario del Kremlin me era muy difícil justificar los principios de mi colectivismo evolucionista. Sean más razonables, hagan cada semana las abluciones según el rito de la Sociedad Fabiana, civilícense, sigan el camino del progreso».

Así la turbada confesión de Wells no es el principio de una autocrítica; simplemente persigue aquel trabajo de educación de la sociedad capitalista del cual hemos visto los métodos perfeccionados, los principios morales y «fabianizados» aplicados después de la guerra, especialmente después de la paz de Versalles.

Es con un tono protector que Wells parece aprobar a Lenin cuando declara: «su fe en su causa es ilimitada». Nada hay que decir en contra de esto. Lenin tenía una fe absolutamente suficiente en su causa. Lo que está bien debe reconocerse. Esta fe inquebrantable le dio, entre otras cosas, paciencia, en aquellos meses desesperados de bloqueo para conversar con todo extranjero que aun indirectamente quisiese relacionar Rusia con Occidente.

Así fue la entrevista de Lenin con Wells. Lenin hablaba otro lenguaje totalmente diferente cuando recibía a los obreros ingleses. Con ellos tuvo relaciones realmente activas. Enseñaba y aprendía al mismo tiempo. En la entrevista con Wells, por el contrario, dio muestras de un carácter diplomático y reservado. «Nuestra entrevista terminó con vagas generalidades», dice el autor. En otras palabras, el partido jugado entre el colectivismo evolucionista y el marxismo acabó en un empate. Wells se volvió a Inglaterra y Lenin se quedó el Kremlin. Wells escribió una espantosa serie de artículos para el público burgués, mientras Lenin, moviendo la cabeza repetía: «¡Éste es un burgués! ¡Ay!, ¡ay! ¡Qué filisteo!»

Quizá se pregunten por qué después de casi cuatro años vuelvo sobre un artículo tan insignificante como el de Wells. Que el artículo haya sido reproducido en uno de los libros consagrados a la memoria de Lenin no es para nada una razón suficiente. Tampoco me puedo justificar diciendo que escribí esto en Sujum durante mi convalecencia. Sino que tenía motivos más importantes para hacerlo.

Actualmente[72], el partido de Wells detenta el poder en Inglaterra con los más ilustrados representantes del colectivismo evolucionista a la cabeza. Y encuentro —quizás bastante correctamente— que las líneas de Wells dedicadas a Lenin nos revelan, quizá mejor que muchas otras cosas, el alma secreta de los dirigentes del partido laborista inglés: al fin y al cabo Wells no es el peor de ellos.

¡De qué terrible manera estos hombres se han quedado atrás bajo su pesada carga de prejuicios burgueses! Su arrogancia, el último reflejo del gran papel histórico de la burguesía inglesa, no les permite reflexionar, como debieran, en la existencia de otros pueblos; todo lo que significa nuevas ideas, procesos históricos, pasa por encima de sus cabezas.

Con su estrecha rutina y empirismo, junto con la opinión pública burguesa, estos caballeros van con sus prejuicios por el mundo entero y acaban por no advertir nada que no sea ellos mismos.

Lenin había vivido en todos los países de Europa, dominaba idiomas extranjeros, leía, estudiaba, profundizaba en ellos; comparaba y generalizaba.

Hasta cuando estuvo al frente de una gran revolución no dejó pasar oportunidad para informarse cuidadosamente, conscientemente, interrogaba a los hombres y a los hechos. Nunca se cansó de seguir con el pensamiento la vida del mundo entero. Hablaba y leía fácilmente en alemán, inglés, francés y leía en italiano. En los últimos años de su vida, abrumado por el trabajo, en las sesiones del Buró Político estudiaba con calma la gramática checa, a fin de procurarse una idea directa del movimiento obrero de Checoslovaquia: de vez en cuando le «regañábamos». Se reía con turbación y se excusaba.

En comparación con él, Wells representaba esa raza de pequeñoburgueses falsamente cultivados, infinitamente limitados, que miran pero no ven nada, y creen que no tienen nada más que aprender, puesto que les basta con sus prejuicios hereditarios.

Y, por otra parte, el señor Mac Donald[73], una variedad más firme y oscuramente puritana del mismo tipo, calma a la opinión pública burguesa diciendo: «Hemos luchado con Moscú y hemos vencido».

¿Han derrotado a Moscú? ¡En realidad éstos son pobres «hombrecitos» aunque sean altos! Hoy, después de todo lo que ha pasado, no saben prever nada del mañana. Los jefes liberales y conservadores desprestigian a los pedantes socialistas de la «evolución» que están en el poder; los comprometen y manifiestamente les preparan su caída que no será sólo la de sus ministeriales, sino su hundimiento político. Al mismo tiempo preparan —aunque no es una mera cuestión de sentido común— la llegada al poder de los marxistas ingleses. Sí, por cierto, los marxistas, «los molestos fanáticos de la lucha de clases»… Porque al fin y al cabo la revolución social inglesa sigue también las leyes que Marx definió en sus teorías.

Con la gracia que les es peculiar —pesada como un budín— Wells nos amenazó una vez con tomar sus grandes tijeras y rasurar a Marx, quitándole su cabellera y su barba de «doctrinario», para hacerlo «inglés», respetable y fabiano. Pero él sigue allí, no es un Wells quien podrá cambiar a Marx. Y Lenin seguirá siendo Lenin, después de que Wells los haya querido afeitar con una tijera desafilada. Y tenemos la intrepidez de profetizar que en un futuro no lejano figuras de bronce se levantarán en Londres, en Trafalgar Square, por ejemplo; dos estatuas puestas una al lado de la otra: Carlos Marx y Vladimir Ilich Lenin. Los proletarios ingleses dirán entonces a sus hijos: «¡Qué suerte tuvimos de que los hombrecitos del ‘partido laborista’ no hayan logrado cortar el pelo ni la barba a estos dos gigantes!».

Esperando este día, que trataré de ver, cierro los ojos un momento y veo claramente la figura de Lenin en la misma silla en que Wells lo había visto y oído, al día siguiente de esta reunión —quizá el mismo día— acompañando sus palabras con un suspiro: «¡Qué burgués! ¡Qué filisteo!»

6 de abril de 1924

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