Lenin

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LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO SOCIALISTA » 25. La tregua ensangrentada

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Lenin empezó por ordenar que salieran de la sala del Congreso, sin interrumpir la sesión, todos los delegados bolcheviques, y de mantener a continuación encerrados a todos los del partido socialista-revolucionario de izquierda, incluida Spiridonova. El comandante de la división de los cazadores letones, Vazetys (un coronel del ejército zarista que se había puesto al servicio del Gobierno soviético), recibió la misión de liquidar la aventura de Popov y socios. A últimas horas de la noche, Lenin lo mandó llamar al Kremlin. En sus

Recuerdos, publicados en 1927, Vazetys cuenta: «Me introdujeron a la sala de espera, débilmente iluminada por una pequeña lámpara eléctrica. Instantes después apareció el camarada Lenin. Se acercó a mí con pasos rápidos y me interrogó en voz baja: «¿Podemos resistir hasta la mañana, camarada?» al hacerme esta pregunta me miraba fijamente a los ojos.» El coronel se mostró vacilante. Pidió un plazo de dos horas para examinar la situación. Lenin aceptó. Quedó convenido que se volverían a ver a las dos de la mañana. «Esperé a Lenin en el mismo lugar —escribe Vazetys—. Entró por la misma puerta y se acercó a mí con el mismo paso rápido. Yo fui a su encuentro y le declaré: «Al mediodía seremos vencedores en Moscú.» Lenin tomó mi mano y la estrechó fuertemente, muy fuertemente. «Gracias, camarada —me dijo—; me ha causado usted una gran alegría.»

Vazetys cumplió su palabra. El barrio donde se habla atrincherado Popov fue rodeado y el edificio donde estaban sus tropas fue bombardeado. Popov trató de responder mandando proyectiles en dirección del Kremlin. Algunos estuvieron a punto de dar en el blanco y estallaron en el patio adonde daban las ventanas del despacho ocupado por Lenin.

Este duelo de artillería fue, por lo demás, de corta duración. Los dos mil chekistas se formaron en columna, embistieron de frente y rompieron el cerco enemigo, tras lo cual no pensaron más que en huir precipitadamente en dirección de la carretera que conducía a Vladimir. Se les persiguió con mucha blandura y sólo trescientos fueron alcanzados y hechos prisioneros. Los demás lograron salvarse, así como sus jefes, que utilizaron su auto blindado para escapar de Moscú. Pero Spiridonova fue detenida y enviada a la cárcel. Fue juzgada meses después. El tribunal revolucionario, de reciente creación, fundado para juzgar a los enemigos de la revolución, debutó así juzgando a la revolucionaria más sincera y más pura. Spiridonova, a quien se acusó de haber conspirado contra la seguridad del Estado obrero y campesino, mostró en la audiencia una valentía y una abnegación admirables. Reivindicó con la cabeza alta toda la responsabilidad del complot. La pena capital acababa de ser restablecida para crímenes de esta índole. El tribunal, «teniendo en cuenta sus méritos ante la revolución», la condenó a un año de prisión. Dos días después, Lenin firmaba un decreto que le devolvía la libertad.

El fracaso de su tentativa insurreccional indujo a los socialistas revolucionarios de izquierda a cambiar de táctica. Volvieron a los mismos procedimientos de terrorismo individual de que hablan sido tan fervientes partidarios sus mayores. Antaño se utilizaba la bomba y el revólver contra el zar y sus ministros. Ahora se utilizarán contra Lenin y los suyos. Su organización de combate fue encargada de establecer todo un programa de atentados políticos. El nombre de Lenin encabezaba la lista, naturalmente.

No era difícil darle. En aquella época, ninguna escolta particular protegía a Lenin en sus desplazamientos. Se le veía con mucha frecuencia aparecer en las reuniones organizadas en las fábricas. Nada más fácil para el asesino que mezclarse con la multitud de obreros que acudía a su encuentro en cuanto se veía llegar su coche, y que lo acompañaba cuando se iba.

Así fue como el 30 de agosto, a la salida del mitin organizado por los obreros de la antigua fábrica Mikhelson, situada en un barrio de las afueras de Moscú, en los momentos en que Lenin se dirigía hacia su automóvil, rodeado de obreros que seguían abrumándole de preguntas, partió un disparo, luego un segundo y luego un tercero. Todo el mundo huyó, dejando solo a Lenin, quien, alcanzado por dos de las balas, había caldo al suelo. La asesina, una mujer joven, ex «presidiaria a perpetuidad», amiga de Spiridonova y que había obtenido la libertad como ésta gracias a la Revolución de 1917, hubiera podido salvarse mezclándose a la multitud de no ser por unos cuantos chiquillos que la vieron y se lanzaron a su persecución. Sólo al cabo de unos instantes aparecieron los miembros del Comité de fábrica completamente enloquecidos. Lenin yacía en tierra, quejándose quedamente. Su chófer, sin saber qué hacer, se mantenía a su lado. Lenin no quiso que lo llevaran al hospital. «No, a casa», dijo con voz débil. Las palabras salían difícilmente de su boca, pero conservaba totalmente el conocimiento. Le ayudaron a incorporarse y fue por su propio pie hasta su automóvil, subió al estribo y se sentó en el lugar de costumbre. Al llegar al Kremlin subió la escalera (el ascensor no funcionaba todavía) apoyándose en sus compañeros hasta el tercer piso, donde se hallaban sus habitaciones. Llevaba una bala en el antebrazo y otra en el cuello.

Lenin, que seguía perfectamente tranquilo, hizo al médico que lo examinaba la siguiente pregunta: «¿Para cuándo es el fin? Si es para pronto, dígalo francamente para que pueda liquidar algunos pequeños asuntos.»

Pronto se vio que su vida no estaba en peligro. Durante quince días, Lenin estuvo sin poder mover el cuello ni el brazo derecho. El 17 de septiembre, no repuesto todavía del todo, asistió a una sesión del Consejo de los Comisarios del Pueblo. Pero hasta el 22 de octubre siguiente no pudo tomar la palabra en la reunión del Comité ejecutivo central.

La noticia del atentado tuvo diversas acogidas en el país. Los enemigos del bolchevismo (todavía formaban un número considerable) exultaban. Pero los círculos del partido se dieron entonces clara cuenta de lo que significaría la desaparición de Lenin. Desde que había tomado en sus manos la dirección de los asuntos del país, los bolcheviques se habían acostumbrado, y muy rápidamente, a remitir a él todas las preocupaciones, todas las dificultades, a hallar en él al árbitro supremo de todas las diferencias. «Ilich36 sabrá sacarnos del enredo.» Tal era la opinión corriente, la convicción general. Y he aquí que, de pronto, se tuvo la súbita visión de un partido bolchevique sin Lenin, y la gente se estremeció de angustia. Se produjo entonces un desbordamiento de testimonios de afecto, de devoción. La masa de los militantes, conmovida, apretó filas unánimemente alrededor de su cabecera. También hubo conversiones. La que tuvo más repercusión fue la de Gorki. Desde la revolución de Octubre, Gorki insistía en una actitud de crítica acerba del nuevo régimen, y no dejaba de alzar su voz para protestar contra las bromas de que eran víctimas los intelectuales sospechosos de menchevismo o de cadetismo.37 Jamás había querido ver a Lenin. Ahora fue a verlo.

En su Retrato de Lenin, Gorki cuenta su visita. Es una página del mayor interés. «Como respuesta a mi indignación —escribe—, Lenin dijo con el aire aburrido que se adopta para hablar de las cosas de que está uno harto: «Así es la lucha. No puede ser de otro modo. Cada quien actúa según los medios de que dispone.» «Unos instantes después vuelve a hablar, animándose cada vez más: «—Quien no está con nosotros, está en contra. Los que pretenden poder mantenerse al margen de la lucha se equivocan. Aun admitiendo que antaño eso fuera posible, hoy, en todo caso, ya no hay gente así. Ya no es posible. Nadie los necesita. Todos, hasta el último, son arrastrados por el torbellino... Usted habla de unión con los intelectuales. No estaría mal. Dígales que vengan con nosotros. Según usted, sirven muy sinceramente al ideal de la justicia. ¿Qué les impide entonces unirse a nosotros? Somos nosotros los que hemos asumido la abruma dora tarea de poner en pie a nuestro pueblo, de mostrarle el camino que conduce en línea recta hacia la dignidad humana y que permite salir de la esclavitud, de la miseria, de la humillación.

»Una pausa. Y luego, con una risita exenta de todo rencor: «—Y he ahí por qué los intelectuales me han suministrado una zurra. «No hallando nada que contestar, Gorki le deja hablar. Y Lenin agrega: «—¿Niego yo acaso que necesitamos intelectuales? Pero ya ve usted hasta qué punto nos son hostiles, hasta qué punto comprenden mal las exigencias del momento, sin ver que sin nosotros no son nadie ni lograrán jamás llegar a las masas. Y será culpa de ellos si resultan muchos tiestos rotos.»

Dicho lo cual terminó la entrevista.

 

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