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EL INGRESO EN LA REVOLUCIÓN » 03. En busca de Carlos Marx

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III

EN BUSCA

DE CARLOS MARX

La señora Ulianov pudo obtener un permiso para que su hijo fuera a vivir a Kokuchkino, esa propiedad que había heredado junto con sus hermanas, situada a 40 verstas2 de Kazán y en la cual vivía ya Ana, en una situación idéntica. Poco después se instaló ella también allí, con los demás niños. Había abandonado la casa de Simbirsk para estar más cerca de Vladimir en Kazán, con la esperanza de que su presencia le impidiera seguir el camino funesto que le había costado la vida a Alejandro. No había servido de nada. Pues ahora irá a Kokuchkino para cuidar de cerca a ese hijo al que cree amenazado por nuevos y terribles peligros.

En cuanto a Vladimir, supo aceptar su destino con sabia resignación. Comenzó por estudiar la situación. El castigo le hacía perder un año. Era enojoso, desde luego; pero después de todo, a los diecisiete años eso no representa un peso excesivo para el porvenir. Creía firmemente que al terminar el año escolar, es decir, dentro de unos seis meses, se levantaría la sanción y sería reintegrado. Mientras tanto, había que aprovechar en toda la medida de lo posible las vacaciones improvisadas.

Era el primer invierno que Vladimir se veía libre de sus deberes de estudiante. Por primera vez en ocho años empezaba las jornadas sin verse obligado a tener que encerrarse todas las mañanas, durante seis largas horas, en el sombrío edificio del Liceo de Simbirsk. Libre ya de cualquier trabajo obligatorio, el tiempo le parece ahora prodigiosamente largo. Quiere utilizarlo lo mejor posible. En primer lugar, el contacto con la naturaleza. Hasta ahora no ha conocido el campo más que en verano; ahora, cubierto por la nieve y el hielo, el campo se le aparece bajo un aspecto nuevo, rico en atractivos hasta entonces ignorados. Su eterno apetito de acción, de movimiento, lo lleva constantemente afuera. Se inicia en las peripecias de la caza —sin gran éxito por lo demás—, patina y esquía. Así transcurren las mañanas. Las tardes y las veladas son dedicadas a la lectura. Lee todo lo que cae en sus manos. Devora los periódicos que llegan de Moscú y las colecciones de las principales revistas de la época dejadas por un tío difunto. Pero eso no le basta. Se las arregla para sacar libros de la biblioteca de Kazán. Fue seguramente en esos meses de invierno solitarios, pasados en un estricto recogimiento, cuando Vladimir Ulianov empezó a acumular esa suma inmensa de conocimientos precisos: hechos, cifras, fechas, que constituirán más tarde su fuerza y que harán tan temibles sus ataques.

Llegó la primavera. Vladimir estimó que era hora de iniciar las gestiones necesarias para obtener su reincorporación. El 9 de mayo, la señora Ulianov dirigió una súplica al ministro de Instrucción Pública, el cual, antes de pronunciarse, pidió la opinión del rector de la Academia de Kazán. Este, que había tenido al padre de Vladimir entre sus colaboradores más allegados, contestó que ese estudiante era un individuo altamente sospechoso desde el punto de vista político «a pesar de sus notables cualidades de inteligencia y de las excelentes informaciones dadas sobre su conducta». El ministro tuvo en cuenta esa apreciación, y se contestó a la señora Ulianov que su petición «era prematura».

Esta fórmula de cortesía burocrática debió despertar en la madre de Vladimir la esperanza de que la misma solicitud, repetida al cabo de algún tiempo, tendría probabilidades de ser satisfecha, y el 15 de julio siguiente vuelve a la carga para recibir, unas tres semanas después, una respuesta análoga. Las vacaciones terminan. Las puertas de la Universidad, donde van a reanudarse en breve los cursos, permanecen obstinadamente cerradas para Vladimir. No queriendo perder un segundo año, concibe entonces el proyecto de ir a continuar sus estudios en el extranjero y pide un pasaporte al Departamento de Policía, el cual, repitiendo la fórmula tradicional, le contesta que su demanda es «prematura».

La perspectiva de pasar otro invierno en el campo debió desagradar por igual a la madre y al hijo. La señora Ulianov recurrió a unas cuantas amistades que le quedaban todavía en los círculos administrativos y obtuvo la anulación del destierro de Vladimir. A principios del otoño de 1888 se traslada con todos sus hijos a Kazán, con excepción de Ana, que se reunirá con ellos unos meses más tarde. Mientras tanto, la señora Ulianov, después de vender la casa de Simbirsk, consigue alquilar en los suburbios de Kazán un pequeño pabellón que poseía, por razones desconocidas, dos cocinas. Vladimir transformó una de ellas en su gabinete de trabajo.

En Kazán, a donde llegó a principios de octubre, Vladimir seguía bajo la vigilancia de la policía, lo cual no le impidió reanudar las relaciones con sus antiguos camaradas de la Universidad ni entrar en contacto con algunos cenáculos clandestinos. Durante el año de su ausencia, la propaganda revolucionaria había cobrado un impulso considerable en la capital de la región volgiana gracias a los esfuerzos de un joven militante, Fedoseev, que a pesar de sus escasos diecinueve años se había convertido en el principal organizador y animador de los círculos ilegales de Kazán.

Es asombroso que Ulianov que tenía un año menos, se abstuviera de entablar relaciones con él y ni siquiera quisiera conocerlo, aunque sin dejar por ello de participar en la actividad de esos grupos ni de frecuentar sus reuniones. Se han forjado diferentes hipótesis a este respecto. No es desdeñable la que supone que Vladimir Ulianov no quería ser el segundo de Fedoseev. Pero hay otra también plausible. El joven jefe representaba una tendencia a la que Vladimir, que aún no estaba totalmente libre de la influencia del populismo, permanecía por el momento ajeno. Fedoseev era el pionero del marxismo en Kazán; en cuanto a Ulianov, su iniciación marxista iba a empezar apenas.

Dejemos ahí las hipótesis. Lo que importa señalar es que fue precisamente ese invierno cuando Vladimir empezó a estudiar los textos de Marx, particularmente el primer tomo de

El Capital, cuya traducción al ruso se había publicado en 1872 y había sido reeditada en 1885. Ya había tenido ocasión de formarse una idea general al hojear el ejemplar traído por Alejandro durante las vacaciones de 1886. Pero ése fue sólo un primer contacto rápido y superficial. Ahora iba a ser muy distinto.

Los historiadores soviéticos han hecho grandes esfuerzos para determinar dónde y cómo pudo Vladimir procurarse entonces ese libro. Y, forjando una hipótesis más, se han preguntado si no fue esta búsqueda de

El Capital la que lo puso en contacto con los primeros círculos marxistas de Kazán. Creo que las cosas debieron suceder más sencillamente. La biblioteca de la Universidad de Kazán poseía un ejemplar de la traducción rusa de esa obra. Su catálogo general, publicado en 1895, lo menciona entre los libros puestos a la disposición de los estudiantes. Es indudable que si esa obra se hubiera considerado peligrosa y «subversiva» no la habrían dejado figurar en esa lista.

Lo cierto es que Vladimir se sumergió en ella con una especie de voluptuosidad. Constituyó para él una revelación que transformaba de arriba abajo su concepción —que por lo demás era todavía tan primitiva y rudimentaria— de la lucha revolucionaria. Comprendió entonces que no era el heroísmo individual ni la iniciativa aislada quienes la regían, sino que debía adaptarse a las leyes fundamentales de la evolución económica de la sociedad. Enfebrecido con la pasión de un neófito, tenía prisa por comunicar a los otros los descubrimientos milagrosos que estaba haciendo en ese libro que había de ser su evangelio.

El caso es que la señora Ulianov tuvo que ver con angustia la reaparición del fatídico volumen que dos años antes había visto en manos de su hijo mayor. Una idea la obsesionó desde ese momento. ¿Cómo librar a Volodia de ese sortilegio? ¿Cómo salvarlo a pesar suyo, cómo evitarle una catástrofe que su corazón de madre considera inminente? He aquí lo que se le ocurrió finalmente. Con el dinero obtenido de la venta de la casa de Simbirsk y con unos cuantos ahorros que le quedaban reunió una suma de 7.500 rublos. Adquirió una propiedad de cierta importancia en la vecina provincia de Samara. Allí se retiraría para dedicarse a la explotación de sus nuevas posesiones. Vladimir la ayudaría, vigilaría los trabajos, se entendería con los futuros clientes. En todo caso, en el campo estaría protegido contra las influencias nefastas y las amistades peligrosas. Y más adelante, ¿quién sabe? Acabaría quizá por acostumbrarse a esa vida tranquila y laboriosa, se convertiría a la larga en un verdadero

pomiechtchik (gran terrateniente) y viviría días felices, casado y padre de familia.

Su hijo veía las cosas de otra manera. Naturalmente, la situación en que se hallaba no le resultaba cómoda. Pero lo que más le afligía era la imposibilidad de proseguir sus estudios universitarios. Quería absolutamente volver a ser estudiante, en Kazán o en cualquier otra parte, incluso en el extranjero. Consiguió un certificado médico donde se declaraba que su estado de salud requería una cura en el extranjero, y solicitó de nuevo un pasaporte. El gobierno de la provincia transmitió su petición con una carta en la que calificaba al «susodicho Ulianov» de «personaje políticamente perjudicial». Después de examinar el caso, el ministro mandó contestar a Ulianov que si estaba enfermo no tenía más que ir a curarse al Cáucaso, donde abundaban los balnearios. Y se desvaneció una vez más la esperanza de Vladimir de reanudar sus estudios universitarios.

Quieras que no, tenía que emprender el camino que había trazado su madre. Se resignó, sin gran entusiasmo tal vez. Más tarde le dirá un día a Nadia Krupskaia, su mujer: «Mamá quería que me ocupara de los trabajos del campo. Lo hice, pero vi que aquello no marchaba.» ¿Por qué? Según él, «las relaciones con los campesinos no eran normales».

La verdad era que las dos partes no podían entenderse. La señora Ulianov se había convertido en propietaria de un dominio, pero no disponía de obreros ni de material para explotarlo. Hubo que entrar en relaciones con los habitantes de la aldea vecina. Era un pobre villorrio cuya población no pasaba de las 200 almas. Unos cuantos kulaks ricos eran los verdaderos amos. Con ellos se vio obligada a tratar, probablemente por mediación de Vladimir. Seguramente no les costó gran trabajo a esos hombres rapaces y astutos aprovechar la inexperiencia de éste para engañar a la madre y al hijo. El caso es que el primer balance de esta empresa rústica se saldó con tal déficit que la señora Ulianov renunció a seguirse ocupando de la explotación de su propiedad. La tierra fue dada en arrendamiento y la familia no conservó más que la casa y el jardín contiguo.

Los sombríos presentimientos que habían agitado a la madre de Vladimir durante los últimos tiempos de su estancia en Kazán no estaban totalmente injustificados. Dos meses después de partir la familia Ulianov, la policía echó el guante a toda la organización clandestina creada por Fedoseev. Un gran número de militantes fueron detenidos. Entre ellos el propio Fedoseev y los miembros del círculo a que pertenecía Vladimir. Así, pues, gracias a los temores maternos, había logrado no compartir la suerte de sus camaradas. «Creo que me habrían detenido fácilmente si me hubiera quedado en Kazán», contaba Lenin más tarde.

Pasó el verano muy agradablemente. Baños, paseos por el bosque vecino, lecturas en un rincón aislado del jardín, a la sombra de los tilos. Todo esto le hacía olvidar fácilmente las fastidiosas discusiones de negocios con algún campesino obtuso y desconfiado que le encargaba su madre de vez en cuando. Por la noche, la familia se reunía en la terraza alrededor del samovar. Allí estaban Ana, que era ahora una guapa muchacha de veinticinco años; su novio Elisarov (su boda debía celebrarse a principios del otoño); Olga, la hermana menor, que se preparaba a partir para San Petersburgo; el propio Vladimir y a veces unos cuantos invitados. Se cantaba. El futuro marido de Ana exhibía su talento de cantante. A veces Vladimir entonaba también una romanza. La tentativa terminaba por lo general muy rápidamente, en medio de una risa general: sus dotes vocales eran nulas y no tenía oído para la música.

Los buenos días pasaron pronto. Había que pensar en el invierno. Puesto que el experimento del «retorno a la tierra» había fracasado, la señora Ulianov se resignó a reemprender el camino de la ciudad. Pero no quería regresar a Kazán por ningún motivo. Optó esta vez por Samara, ciudad tranquila y somnolienta donde no había Universidad ni grandes escuelas y donde su hijo, pensaba ella, no correría el riesgo de un nuevo «contagio».

Alquiló un gran apartamento de siete habitaciones en el que también se instaló el joven matrimonio de los Elisarov. Vladimir siguió dócilmente a su madre. Pero no había renunciado a su idea. Sólo cuando se ha fijado una meta —y ésta es una característica que retrata de cuerpo entero al futuro Lenin —está dispuesto a variar hasta lo infinito los medios que utilizará para alcanzarla. Habiéndosele negado la reincorporación primero y más tarde el pasaporte, ahora tratará de dar un rodeo. Puesto que no quieren volver a abrirle las puertas de la Universidad, no insistirá más. ¡Pero que le permitan, por lo menos, pasar los exámenes de Estado en calidad de externo! En la súplica que dirige al ministro de Instrucción Pública en octubre de 1889, es decir, tan pronto como llega a Samara, Vladimir declara que en los dos años que han seguido al fin de sus estudios secundarios ha podido darse cuenta de que un hombre desprovisto de conocimientos especiales no puede ganarse la vida. Y él necesita absolutamente encontrar un empleo que le permita mantener a una familia integrada por una madre anciana, un hermano y una hermana de corta edad. El ministro permaneció inexorable. «Es un individuo abyecto», anotó al margen de la súplica presentada.

No demostró gran perspicacia la señora Ulianov al escoger Samara como «lugar seguro». Es cierto que no había prácticamente estudiantes. Obreros contagiados por la propaganda revolucionaria, tampoco. Eso era lo que había incitado al Gobierno a tolerar la estancia allí de los «políticos» que habían terminado su deportación en Siberia y a enviar en residencia vigilada a los militantes detenidos en San Petersburgo y en Moscú.

Todos esos «sospechosos» no tardaban en trabar relaciones con los círculos intelectuales de la ciudad; había en Samara abogados, magistrados tildados de liberalismo, médicos, profesores, funcionarios de la administración regional de reciente creación. Gracias a esos contactos se formaron varios centros en los que se propagaban ideas revolucionarias.

Vladimir no quería hacer vida de recluso. Su cuñado Elisarov, que conocía mucha gente en Samara, se encargó de introducirlo en algunos salones «liberales», particularmente en el del juez de paz Samoilov, reputado como un hombre de ideas muy avanzadas. Su hijo había de contar más tarde, en sus

Recuerdos, la impresión que produjo en él Ulianov cuando lo vio por primera vez. «Cuando fui a saludar a los invitados me llamó de pronto la atención una figura nueva. Sentado a la mesa en actitud desenvuelta había un joven muy delgado, con un rostro un poco calmuco, pómulos salientes, bigote y perilla clarísimos de un rojo cobrizo, de tono bermejo y ojos hundidos, vivos e irónicos. Hablaba poco, pero ello no se debía seguramente a que se hallara incómodo en un medio desconocido. Al contrario. Era a todas luces evidente que esa circunstancia no le molestaba en modo alguno... En la conversación salieron a colación los incidentes de Kazán que motivaron su expulsión de la Universidad. No parecía hacer de ello una tragedia. Después de decir algunas palabras cáusticas, estalló de pronto, visiblemente satisfecho, en una risita entrecortada y breve, muy rusa... Esa risita, franca y burlona a la vez, realzada por las pequeñas arrugas maliciosas en las comisuras de los párpados, se quedó grabada en mi memoria. Todos se echaron a reír, pero él, silencioso e inmóvil de nuevo, no hacía más que escuchar la conversación general y observar a todo el mundo con una mirada atenta y un tanto burlona.»

Entró en relaciones también con militantes enviados a Samara en residencia vigilada, entre los cuales había varios populistas con un pasado revolucionario suficientemente acreditado. De creer a su hermana Ana, las conversaciones con esos hombres fueron para él una verdadera escuela práctica de la revolución. Escuchaba ávidamente sus relatos y obtenía toda clase de informaciones: sobre los procedimientos de conspiración, sobre la técnica de la acción clandestina, sobre la ciencia de las evasiones, sobre el arte de fabricar pasaportes falsos y de engañar a la administración penitenciaria, etc. Aunque ya estaba iniciado en el marxismo y aunque había reconocido la importancia y la superioridad de sus concepciones económicas y sociales, se sentía arrastrado todavía por su temperamento combativo y fogoso hacia el populismo, subyugado por el fascinante ejemplo de sus heroicos representantes. En el curso de este primer año de su estancia en Samara, trabó estrecha amistad con un joven propagandista del populismo, Skliarenko, de su misma edad, quien después de pasar un año en la cárcel había reanudado su actividad clandestina. Mantuvo relaciones muy amistosas con él y con los miembros de su círculo. No lo habría hecho, desde luego, si no hubiera compartido sus concepciones de lucha revolucionaria. Sin embargo, cediendo quizá a las instancias de su madre, no tomaba la palabra en sus asambleas ni en las que organizaban los marxistas, a quienes también frecuentaba. Señalaremos a este respecto el testimonio del futuro socialdemócrata alemán Buchholtz, que vivía entonces en Samara. «Que yo recuerde, Vladimir Ilich Ulianov no manifestaba ninguna actividad particular en las reuniones en que coincidíamos, y en todo caso no exponía opiniones marxistas.» Cosa que, por lo demás, no impedía a la gendarmería local, que no lo perdía de vista, considerarlo «sospechoso desde el punto de vista político y digno de ser vigilado».

El proyecto de hacer los exámenes oficiales como externo no ha sido abandonado. Al llegar la primavera, Vladimir vuelve a la carga. Pero esta vez pone en movimiento a su madre. La señora Ulianov, cada vez más preocupada por el porvenir de su hijo, acepta gustosa ir personalmente a San Petersburgo para obtener una audiencia del ministro y arrancarle ese favor. Este no pudo soportar sus lágrimas y se dejó convencer. Pidió informes a la gendarmería de Samara, la cual contestó que Vladimir Ulianov mantenía relaciones con personas de reputación dudosa, pero no se destacaba en ninguna actividad subversiva. Finalmente, en julio, la policía informó a la señora Ulianov que su hijo quedaba autorizado a examinarse en una de las universidades del Imperio. Vladimir escogió la de San Petersburgo, y su elección fue aceptada.

Se trasladó a San Petersburgo en los primeros días de agosto a fin de entrar en contacto con el ambiente universitario y darse cuenta de las condiciones en que debería examinarse. Se proponía llevar a cabo una verdadera hazaña anunciando que estaba decidido a presentarse en la próxima sesión, lo cual no le dejaba más que unos cuantos meses para asimilar los materiales de cuatro años de estudios universitarios. Permaneció dos meses en la capital. Se poseen pocas informaciones sobre esta primera estancia de Vladimir Ulianov en San Petersburgo. Unicamente se sabe que a través de Olga, su hermana menor, que vivía allí desde hacía un año, había conocido al estudiante de Derecho Vodovosov, que fue amigo de su hermano Alejandro y que, después de ser deportado en 1887, acababa de regresar, luego de haber sido autorizado a examinarse. Vodovosov le fue de una gran utilidad. Gracias a él pudo Vladimir penetrar en la sala donde se interrogaba a los candidatos y observar de cerca a los examinadores y su manera de hacer las preguntas.

Después de haber tanteado el terreno, volvió a Samara a finales de octubre y se puso a trabajar con febril premura. No había que perder ni un solo día, ni una sola hora. Tenía que prepararse para las pruebas orales de catorce materias: derecho romano, derecho civil, procedimiento civil, derecho comercial, derecho criminal, historia del derecho romano, historia del derecho ruso, derecho eclesiástico, derecho público, derecho internacional, derecho administrativo, economía política, legislación financiera y filosofía del derecho. Amén de una prueba escrita sobre un tema no señalado por adelantado y una memoria en que debería abordar a fondo un problema de derecho criminal por él escogido. Los exámenes se llevaban a cabo en dos veces: sesión de primavera en abril y mayo, y sesión de otoño de septiembre a noviembre. Vladimir no tenía más que cinco meses para preparar las materias sobre las cuales le iban a interrogar durante la primera sesión. Eso representaba todo el derecho civil, la historia del derecho ruso, la filosofía del derecho, la economía política y la legislación financiera. Y una memoria que tenía que redactar...

Vladimir salió airoso del reto: en abril del año siguiente se presentó perfectamente preparado ante la Comisión examinadora, hizo con éxito la prueba escrita, presentó una memoria que fue calificada de «muy satisfactoria»3 y afrontó las pruebas orales. Precisamente en esos momentos cayó enferma su hermana, declarándosele la fiebre tifoidea. Necesita ser llevada urgentemente al hospital y es Vladimir quien se ve obligado a encargarse de ello, entre dos exámenes. La madre, a quien se ha avisado por telegrama, llega para recoger el último suspiro de su hija. Mientras tanto, Vladimir, conservando toda su sangre fría, contesta sin desfallecer las preguntas de los examinadores.

Regresa a Samara con su madre. En tres meses tenía que asimilar la enorme masa de conocimientos diversos de las materias reservadas para la segunda sesión. El período de vacaciones estaba en pleno apogeo. La familia Ulianov, nuevamente enlutada, se trasladó al campo. Verano triste para la madre, época de tensión intelectual sobrehumana para el hijo. Vladimir tenía no sólo que aprobar —de eso ya estaba seguro—, sino aprobar brillantemente, «batiendo un récord». Y helo aquí poniendo manos a la obra. Se reunía en su persona una singular amalgama de fuerzas morales directamente opuestas cuya interdependencia lo capacitaba para sostener victoriosamente las pruebas más difíciles. Apasionado y devoto por ardiente deseo de la acción, poseía al mismo tiempo un asombroso dominio de sí mismo, un sentido muy agudo del equilibrio moral y físico que le permitía dosificar juiciosamente su esfuerzo. Sabía llegar hasta el último límite de lo posible. Pero también sabía no excederse. Ana, que había podido observarlo de cerca durante esos meses de dura labor, anotó escrupulosamente el empleo de su tiempo. Por la mañana temprano, y muy puntualmente, se traslada, doblado bajo su carga de libros, a su «gabinete de trabajo», un rincón retirado del jardín, al fondo del sendero de tilos. Ningún miembro de la familia se atrevía a ir a molestarlo allí. A las tres de la tarde enviaban a la criada para que lo llamara a comer Vladimir recogía entonces sus manuales, sus cuadernos y sus notas y venía a sentarse a la mesa. Después de la comida, a guisa de descanso tomaba un libro de Marx o de Engels, iba a pasearse por los alrededores, se bañaba y regresaba a casa para tomar el té de la tarde. «Entonces —dice Ana—, volvía a mostrarse parlanchín, exuberante y alegre, con una alegría que comunicaba a los demás.»

En la sesión de otoño, Vladimir obtuvo el mismo éxito. Resultado final: fue aprobado el primero sobre 134 candidatos, estudiantes y externos.

Al entrar en posesión, por fin, del diploma conquistado a costa de tan largos y perseverantes esfuerzos, ahora veía el porvenir más claro. Ya podía abrazar la profesión de abogado que había escogido. No se trataba de satisfacer un amor propio que había estado demasiado tiempo despierto. La situación material de su madre era cada vez más difícil. Los ingresos de la propiedad disminuían. Había dificultades con los campesinos morosos. A los veintidós años, Vladimir vivía totalmente a expensas de su madre. Aquello no podía seguir. Era absolutamente necesario que empezara a ganarse la vida, y lo más rápidamente posible. La abogacía era considerada entonces como una profesión bastante lucrativa. Pero había que saberse crear una clientela... Vladimir no lo logró. Fue autorizado oficialmente a ejercer en julio de 1892 (se habían necesitado seis meses para cumplir las diferentes formalidades administrativas derivadas de su antigua condición de «sospechoso vigilado»), pero no defendió, en el curso del semestre siguiente, más que tres causas, todas ellas de mínima importancia, y las perdió todas. Pero mientras tanto tuvo que actuar siete veces ante el tribunal, en calidad de abogado de oficio, o sea a título puramente gratuito, sin mayor éxito por lo demás.

Poco ocupado por los deberes de su profesión, Ulianov disponía de tiempo más que suficiente para dedicarse a las actividades políticas. Así lo hizo, en efecto. Pero desde el principio se vio que esa actividad iba a revestir formas muy particulares.

El verano de 1891, excepcionalmente cálido, provocó la sequía. El hambre azotó cruelmente a varias provincias, dejando una secuela de epidemias. Esta calamidad sacudió a todo el país. Mientras la muerte despoblaba los campos, los habitantes de las ciudades temblaban por su suerte. Las masas campesinas, hambrientas y desesperadas, eran capaces de invadir las ciudades y saquear las casas de sus habitantes. Numerosas propiedades rurales habían sido ya incendiadas y devastadas. El Gobierno, tomado por sorpresa, era incapaz de hacer frente a la situación y decretaba medidas inoperantes. A la iniciativa privada se debió la organización de los socorros. En todas partes se formaron comités, se hicieron colectas, se organizaron envíos de víveres y se crearon equipos sanitarios. Los intelectuales dieron un apoyo ferviente a esta obra de salvamento. Incluso los elementos más avanzados, los más hostiles al régimen, aceptaron, ante una calamidad sin precedentes, practicar una especie de tregua política y trabajar en los comités locales de los populistas con los reaccionarios más empedernidos. Un Comité de ese género se había formado en Samara. Lo mismo que en las demás partes, se llegó a una especie de unión sagrada entre los representantes de las tendencias políticas radicalmente opuestas. ¿Qué haría Ulianov? Su hermana Ana había aceptado trabajar en un dispensario y cuidar enfermos. El se negó categóricamente a adherirse al Comité local y empezó contra éste una campaña sistemática entre los miembros de los cenáculos clandestinos con los cuales estaba en contacto. No consiguió adeptos. Unicamente le siguió sin vacilar una «sospechosa» recientemente llegada y que profesaba una admiración ilimitada al joven maestro.

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