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EL INGRESO EN LA REVOLUCIÓN » 04. El aprendizaje de un jefe

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IV

EL APRENDIZAJE DE UN JEFE

El día 17 de agosto de 1893, Vladimir Ulianov salía de Samara. Llevaba en la maleta el frac de su padre, que pensaba usar para presentarse ante el tribunal en sus futuros alegatos, y también, sin que se sepa por qué, el sombrero de copa de su difunta excelencia.

De camino, se detuvo en Nijni, donde conocía a varios militantes. Dio una conferencia y obtuvo una carta de presentación para un marxista de San Petersburgo que había de abrirle las puertas de los círculos clandestinos de la capital. Esto es digno de señalarse y de ello puede llegarse a la conclusión de que en aquella época el renombre del marxista Ulianov no había rebasado los límites de la región volgiana y que todavía no había hallado la manera de entrar en relaciones con los círculos revolucionarios de San Petersburgo. De otro modo no habría pensado seguramente en recurrir a la ayuda de sus amigos de Nijni.

El destinatario de la carta era un militante muy joven de la Universidad de San Petersburgo, Miguel Silvin, natural de Nijni-Novgorod, que habitaba en los alrededores de la capital y que vivía más mal que bien dando clases. Recibió muy cordialmente al recién llegado y enseguida lo puso en contacto con los miembros de su círculo. Eran una docena de estudiantes del Instituto Politécnico que se reunían una vez por semana, en rotación, en casa de uno de ellos. Charlaban y cambiaban impresiones sobre los acontecimientos del día. Estaban animados por las mejores intenciones, pero carecían de plan de acción y de programa. Para tener derecho a ejercer su profesión, Ulianov estaba obligado a inscribirse como pasante con un abogado colegiado. Escogió a un viejo jurista liberal, Wolkenstein. Se ignora dónde y cómo lo había conocido. Desde el 3 de septiembre ya era cosa hecha y no había más que esperar clientes. Pero éstos no se apresuraban a ir a llamar a su puerta, lo que permitió a Ulianov dedicar todo su tiempo a sus deberes de revolucionario. Empezó en el interior del círculo donde había sido admitido. La primera impresión que produjo en sus camaradas no le fue precisamente favorable. Les parecía un dependiente, y su correcto pero trivial atuendo contrastaba con el desaliño pintoresco de ellos. Mas cuando oyeron sus intervenciones en las discusiones se dieron cuenta de que estaban frente a una poderosa personalidad claramente superior a todos ellos, y muy rápidamente reconocieron su autoridad.

Ulianov empezó por poner regularidad y orden en las reuniones semanales. Propuso e hizo adoptar que cada uno de los miembros del círculo haría un informe sobre el trabajo de propaganda efectuado por él. También se daría cuenta de la actividad de los otros grupos y se estudiarían los diferentes problemas de la vida económica a la luz de la doctrina marxista. Quedó convencido que cada miembro escogería un tema a su gusto para dictar una conferencia. Esto no dejó de parecer algo embarazoso para algunos de ellos. Su conocimiento del marxismo era todavía, en general, bastante rudimentario. Muchos de ellos no habían leído más que el primer tomo de El Capital e ignoraban el Manifiesto comunista. Un miembro del círculo, el futuro ingeniero Krassin, escogió como tema de su conferencia la cuestión de los mercados en sus relaciones con el capitalismo, que era entonces uno de los problemas más discutidos por los economistas rusos. Hizo una disertación académica y abstracta que fue refutada por Ulianov con vehemencia. Pero éste no se detuvo ahí. El debate fue llevado a otro terreno más amplio: Ulianov arremetió contra el sistema general de los marxistas rusos para abordar las cuestiones, hacerlas estériles y usar sus fuerzas en un trabajo improductivo. De eso es de lo que hay que ocuparse. «En cuanto a los mercados, ya se ocupará de ellos la burguesía. Nuestra tarea es organizar el movimiento obrero ruso. Y no hacemos nada para ello.» Los intelectuales siguen siendo extranjeros para los obreros. Hablan un lenguaje que éstos no comprenden o que les deja indiferentes. Hay que decirles cosas positivas que les interesen, hay que ocuparse de sus problemas, apoyar sus reivindicaciones y al mismo tiempo iniciarlos en la ciencia marxista.

Su conferencia, pronunciada con una fogosidad apasionada, impresionó profundamente a su auditorio. Una muchacha que se hallaba presente dirá más tarde con emoción, convertida ya en una vieja militante comunista: «Vivo y concentrado, con la mirada penetrante y algo burlona, derrochaba energía y vitalidad; era como una chispa.» Otra joven que no asistió, pero que había oído hablar de la conferencia, consiguió el cuaderno que contenía el texto de la misma. Quedó maravillada. «Me gustaría conocer mejor al autor de estas notas y sus ideas», escribió más tarde. Andando el tiempo sería su mujer.

Mucho se habló en los cenáculos clandestinos de la capital del debut del «marxista volgiano». Incluso en Moscú. Cuando a finales de diciembre, en que se trasladó a esa ciudad para pasar las fiestas de Navidad y Año Nuevo con su madre, que se había radicado allí desde su salida de Samara, apareció en la fiesta organizada por un cierto simpatizante moscovita, lo señalaban como una especie de curiosidad. El futuro jefe de los socialistas revolucionarios, Chernov, que se hallaba entre los invitados, apuntó en sus recuerdos: «Alguien me dijo con aire misterioso: Mire aquel joven un poco calvo que está allí. Es un hombre muy interesante. Es un personaje entre los marxistas de San Petersburgo.»

Un incidente característico se produjo durante aquella velada. Había comenzado con una conferencia dictada por el eminente teórico del populismo, el doctor Vorontzov. Hubo entre los concurrentes un estudiante marxista que quiso entablar una discusión con él. El conferenciante no tuvo dificultades para acallar a su contradictor. Pero entonces se escuchó una voz burlona y ceceante que reanudaba el debate. Era Ulianov. Los esfuerzos de Vorontzov para acallar al adversario no dieron resultado ahora. A cada una de sus réplicas, éste oponía objeciones pertinentes. La discusión se envenenaba y amenazaba ser interminable. Acabaron por ponerle fin de todos modos, pero quedó la impresión de que Ulianov se había impuesto. Parece que ignoraba quién era su contradictor. «¿Con quién he discutido?», le preguntó a la «Jacobina» Yasneva, su vieja amistad de Samara que lo había llevado a aquella velada. «Pues con Vorontzov», contestó ésta. Entonces se puso furioso. «¿Por qué no me lo dijo antes? Si hubiera sabido que era él no hubiera tomado la palabra.» ¿Era, como lo da a entender Yasneva, a quien debemos el conocer esta escena, porque consideraba inútil y vano discutir con un populista, o, como lo ha supuesto Martov, quien señala el mismo incidente en sus

Notas de un socialdemócrata, porque hubiera preferido por deferencia a un escritor eminente, no atacarlo públicamente? El lector puede escoger entre las dos hipótesis.

Al regresar a San Petersburgo, Ulianov pone de nuevo manos a la obra. Primero se muda. Abandona la cómoda habitación que había alquilado en un barrio burgués al precio de quince rublos por mes, precio bastante elevado para la época (tal vez estimaba que un abogado que tendría que recibir a eventuales clientes estaba obligado a observar un cierto decoro), y se instala más modestamente. Sigue, sin embargo, sin tener clientes, pero eso es todo, o casi todo. Había vuelto a dar consulta en un gabinete jurídico de barrio, pero eso no le dejó más que sumas irrisorias. Un día, cuando Silvin le preguntó cómo andaba su trabajo de abogado, Ulianov contestó que ni siquiera había ganado lo que le había costado su inscripción en el foro.

Pero ésa era la menor de sus preocupaciones. Sólo se ocupaba de una cosa: realizar la tarea revolucionaria que se había impuesto. En primer lugar, reorganización radical del círculo marxista de que formaba parte. De ahora en adelante había que desterrar rigurosamente el «amateurismo». A instancias suyas fueron introducidos en el grupo elementos obreros. Así se formó un grupo central compuesto por cuatro intelectuales (entre ellos Ulianov) y dos obreros. Ese grupo estaba encargado de dirigir la acción del círculo, de organizar reuniones y conferencias, de formar cenáculos obreros, de delegar en cada uno de esos cenáculos propagandistas reclutados entre sus miembros. Los obreros, debidamente educados, debían reclutar simpatizadores en la fábrica, entre sus camaradas, y constituir a su vez círculos a los que el grupo enviaría instructores. Uno de esos obreros reclutadores, V. Kniazev, cuenta:

«Después de haber organizado algunos círculos, le dije a nuestro centro que había que enviar intelectuales para dar conferencias. Me contestaron: “Está bien. Irá Nicolás Petrovitch. Es uno de los mejores. Pero es necesario que la gente sea segura y seria.” La primera reunión se celebró en mi casa, en mi habitación, que tenía una entrada independiente que daba directamente a la escalera. A la hora convenida oí tocar a mi puerta. Abrí y vi a un hombre de unos treinta años, de rostro redondo, con una barbita rojiza, mirada escrutadora, la gorra hundida sobre los ojos y el cuello del abrigo levantado (aunque era verano). “¿Es aquí donde vive Kniazev?”, preguntó al entrar. Al escuchar mi respuesta afirmativa dijo: “Soy Nicolás Petrovitch.” “Le esperábamos.” “He tenido que venir dando rodeos; por llego un poco tarde. ¿Ha llegado ya todo el mundo?”, preguntó mientras se quitaba el abrigo. Su cara era muy seria y parecía dar órdenes. Lo tranquilicé, diciéndole que no faltaba nadie y que podíamos empezar. Se instaló en el lugar que se le había reservado y empezó a hablar. Su discurso se distinguía por la seriedad, la precisión y la claridad de su exposición. Parecía no caer en contradicción. El auditorio le escuchaba atentamente y contestaba a sus preguntas: lugar de trabajo, desde cuándo, nivel intelectual de los camaradas, si eran capaces de asimilar las ideas socialistas, sus lecturas, etc. Su discurso había durado más de dos horas. Se le escuchó sin esfuerzo alguno, ya que nos explicaba enseguida lo que no nos parecía claro. Comparando su lección con las de otros intelectuales a quienes habíamos escuchado, se veía enseguida que no era lo mismo, y cuando se fue Nicolás Petrovitch después de haber convenido la fecha de la próxima reunión, me preguntaron: “¿Quién es? Habla estupendamente bien y sin tartajear...” Pero no podía decirles nada porque yo mismo no sabía quién era Nicolás Petrovitch».

Poco tiempo después, Kniazev, que tenía que recoger la herencia de su abuela, pidió a sus camaradas que le indicaran un abogado consciente y que no fuera caro. Le aconsejaron que se dirigiera al abogado Ulianov y le dieron su dirección. Al presentarse en su casa fue recibido por su patrona, quien le informó que Ulianov había salido, pero que no tardaría en volver, y lo invitó a pasar a la habitación de su huésped.

«La habitación tenía dos ventanas —cuenta Kniazev en sus

Recuerdos—. Estaba amueblada muy modestamente: una cama de hierro, una mesa, tres o cuatro sillas, una cómoda... Sonó la campanilla y entró en la habitación un hombre con sombrero de copa. “¡Ah, me esperaba usted ya!”, me dijo mientras se quitaba rápidamente el abrigo y arreglaba su frac bastante arrugado. “Un momento; voy a cambiarme y nos ponemos enseguida a trabajar.” Yo lo miraba atónito. Era mi Nicolás Petrovitch».

Ulianov no se conformaba con instruir a los grupos obreros que le correspondían. Se interesaba también por aquellos donde enseñaban los otros miembros del círculo. ¿Lo hacía en calidad de dirigente de la propaganda deseoso de darse cuenta de la actividad de los instructores y de los progresos realizados por sus alumnos, o sencillamente porque quería ampliar lo más posible los límites de su campo de observación en los medios obreros? Es imposible determinarlo. ¿Lo guiarían tal vez ambos motivos? Una obrera que formaba parte del grupo confiado a su amigo Redchenko nos cuenta:

«Un domingo, en lugar de un solo intelectual que se ocupaba de nosotros, vino uno más que nos era desconocido. Era un hombre de corta estatura, regordete, de frente amplia, vestido como un obrero y que, a primera vista, no parecía un intelectual... Fuimos nosotros los que hablamos y Radchenko. El desconocido escuchaba atentamente nuestra conversación y parecía estudiarnos escrutando a cada uno de nosotros con su mirada penetrante. En nuestras conferencias hablamos principalmente de los problemas económicos de la vida cotidiana. Se nos hablaba a veces de la necesidad de emprender un día la lucha política, pero sólo de pasada, sin tomarlo muy en serio. De vez en cuando, el desconocido intervenía en la discusión para hacer comentarios. Luego, bruscamente, empezó a hablar con fogosidad: “Con una lucha económica nunca obtendréis una mejoría seria de vuestra situación. Lo esencial es la lucha política. ¡Tenéis que sostener la lucha política!” Esas palabras habían sido pronunciadas con tal autoridad, con tal fuerza de convicción, que no he podido olvidarlas desde entonces. Luego hizo todavía algunas observaciones. Más tarde los dos intelectuales se fueron. Los obreros cambiaban impresiones. Todos hablaron del nuevo propagandista. Un tejedor declaró: “Ese muchacho va a dar mucho que hablar si la policía no lo quiebra allí de donde nunca se vuelve.”»

Se interesaba sobre todo por los obreros inteligentes, conscientes de sus intereses de clase que, habiendo llegado poco a poco al marxismo, trataban de propagar las nuevas ideas entre sus camaradas menos instruidos y que, una vez debidamente educados, se convertían a su vez en agitadores propagandistas encargados de reclutar militantes en su fábrica. Pero se mostraba particularmente exigente con ellos, se ocupaba de su vida privada, que, según él, debía ceder el lugar al apostolado de que estaban encargados, y velaba por su asiduidad a la tarea que habían asumido. El obrero Kniazev, ya conocido, ha anotado las palabras, en las que transpiraba una cierta censura, que le dirigió Ulianov un día:

«Ha formado usted un círculo. En consecuencia, debe usted hacerse superior en conocimientos con relación a sus camaradas para poder dirigirlos. Debe usted leer más, instruirse e instruir a los demás. He oído decir que le gusta el baile. Hay que dejar eso. Hay que trabajar de lleno. Debe usted desarrollarse políticamente. Entonces su trabajo en el círculo será una alegría para usted».

Kniazev le escuchó, fue a verlo regularmente, llevándole cada vez informaciones sobre lo que ocurría en la fábrica. Ulianov le hacía preguntas sin cesar. Quería saberlo todo: en qué condiciones trabajaban los obreros, cuánto les pagaban, todos los incidentes menudos de su existencia cotidiana. Y cifras. Sobre todo, cifras: piezas fabricadas, número de horas, multas percibidas, etc. Todo era anotado en fichas, clasificado, registrado, como en un despacho de estadística de un inspector del trabajo. Otro obrero, más perseverante, más profundamente entregado a la causa, Babuchkin, quien más tarde habría de ser un militante bolchevique muy activo, habla con una admiración infinita de aquel que en aquella época era a la vez su profesor y su director de conciencia:

«Nos hablaba sin ningún libro, tratando de provocar discusiones entre nosotros e incitarnos a cada uno a defender su punto de vista... Estábamos encantados con nuestro profesor, admirábamos su inteligencia y bromeábamos entre nosotros diciendo que era esa inteligencia la que le había costado perder el pelo. Nos obligaba también a trabajar fuera de las conferencias; nos distribuía cuestionarios, y para contestar a esas preguntas había que conocer a fondo la vida de la fábrica».

Babuchkin fue el encargado de difundir el primer volante de propaganda revolucionaria redactado por Ulianov. Corría el mes de diciembre de 1894. Empezaba a notarse cierta agitación entre los obreros de la fábrica donde trabajaba. Ulianov hizo personalmente cuatro copias del volante. Babuchkin tuvo que colocarlas en los talleres. Este primer experimento sólo dio resultado a medias. Únicamente dos copias llegaron a manos de los obreros. Las otras dos fueron requisadas por los vigilantes.

Pero la actividad de Ulianov no quedaba encerrada en ese terreno. Se esforzaba, al mismo tiempo, por extender su influencia en los medios intelectuales, de establecer contacto con otros grupos clandestinos, con vistas a una futura fusión. Así fue como en febrero de 1894 se le ocurrió entrar en relaciones con el círculo del ingeniero Klasson, a quien se consideraba entonces como «uno de los mejores marxistas de San Petersburgo». Se concertó un encuentro en casa de éste. Ulianov llegó en compañía de Radchenko. Entre los representantes del grupo de Klasson invitados a asistir a la entrevista se hallaba una muchacha, Nadia Krupskaia, la misma que, unas semanas antes, había leído con tanta atención el cuaderno manuscrito del «marxista volgiano».

«Se inició la conversación sobre los métodos de acción» —escribe ella en sus

Recuerdos—. «Tantas opiniones como personas. Uno de nosotros dijo que lo más importante era crear comités de instrucción popular. Vladimir Ilich se rió, con una risa fea —nunca jamás le oí reír así— y anunció: «Pues bien, ¡que aquel que crea que la patria puede ser salvada por comités de instrucción popular, que los haga!...» No llegamos a ningún resultado, naturalmente. Vladimir Ilich habló poco y se limitó a observar a la gente que lo rodeaba. Esta parecía sentirse un poco incómoda en su presencia».

Nadejda Konstantinovna Krupskaia, hija de un modesto funcionario, tenía entonces veintiséis años. Un rostro franco y simpático, típicamente eslavo, ojos claros, límpidos, una boca firme, voluntariosa, cabellos rubios, abundantes, peinados para atrás sin ninguna preocupación de coquetería. Vivía con su madre que cobraba una módica pensión de viuda, y se ganaba la vida trabajando de empleada supernumeraria en la Dirección General de los Ferrocarriles del Estado. Los domingos daba clases en los cursos nocturnos en los barrios obreros. Volvió a ver a Ulianov al azar de algunas reuniones clandestinas.

«En el invierno de 1894-1895» —cuenta Krupskaia en los

Recuerdos antes citados— «mis relaciones con Vladimir Ilich se estrecharon más. Se ocupaba de los círculos obreros en los barrios de la Nevskaia Zastava, mientras yo enseñaba desde hacía cuatro meses en la escuela nocturna del barrio de Smolensk... Muchos de los obreros que frecuentaban los círculos que dirigía Vladimir Ilich eran alumnos míos... El domingo, después de las reuniones solía venir a verme y entablábamos conversaciones sin fin».

Paralelamente a la difusión de las ideas marxistas emprendidas por círculos clandestinos, el conocimiento de la doctrina de Carlos Marx empezaba a extenderse en los círculos cultos de la sociedad rusa a través de un grupo de escritores sociólogos que recibieron el nombre de «marxistas legales». Interpretaban la enseñanza del maestro despojándola de su contenido revolucionario.

El Capital era para ellos la base de un sistema económico que preconizaba el desarrollo del capitalismo, potencia mundial a quien pertenecía el porvenir. Esta tesis coincidía con la expansión cada vez más intensa que iba cobrando entonces la industria capitalista en Rusia. Ese marxismo, por endulzado que estuviera, chocaba radicalmente, sin embargo, por su esencia misma, con las tesis populistas. De ahí las acerbas polémicas que sostenían los adversarios en revistas y libros.

Ulianov observaba con mirada vigilante la actividad de esos nuevos «compañeros de viaje». Se daba cuenta del abismo que separaba su concepción del marxismo de la de ellos, pero no podía dejar de reconocer que los golpes que asestaban al populismo eran mucho más eficaces que aquellos con que él y sus amigos, reducidos al empleo de medios de lucha muy rudimentarios, trataban de sacudirle. El caso es que, para empezar, Ulianov adoptó frente a ellos una actitud francamente hostil. En septiembre de 1894, cuando se publicó el libro de Pedro Struvé, considerado entonces como el jefe de los marxistas legales,

Notas críticas sobre la cuestión del desarrollo económico de Rusia, Ulianov lo tomó como tema para una conferencia que tituló

El reflejo del marxismo en la literatura burguesa.

Esa conferencia fue dictada en casa de un representante del marxismo legal, Alejandro Potresov, con quien mantenía, en lo privado, cordiales relaciones. Ulianov sometió el libro a una crítica despiadada. El autor, que estaba presente, no se mostró vejado en modo alguno, o por lo menos no lo pareció. Hizo saber a Ulianov que deseaba verlo para proponerle un trabajo conjunto y una eventual colaboración de Ulianov en la revista que dirigía. En efecto, el joven jefe del marxismo legal (nacido en el mismo año que Lenin, Struvé no había cumplido todavía los veinticinco años en aquella época) acababa de asumir la dirección de una revista que se publicaba legalmente y que se proponía difundir la doctrina marxista; además, abrigaba el ambicioso proyecto de editar, también legalmente, una antología de trabajos marxistas para repartirla profusamente entre el público letrado. Ulianov contestó que esperaba la visita de Struvé, y éste fue a verle.

«Una noche» —cuenta Silvin—, «al presentarme en casa de V. I. encontré allí a Struvé. Cuando se fue, le pregunté a V. I.: “¿Qué quería Struvé?” V. I. me miró con su habitual gesto irónico y dijo: “Usted cree que no es interesante para nosotros, y yo pienso que sí lo es”». Potresov, en cuya casa se había celebrado la conferencia de Ulianov, era un hombre dúctil y afable que tenía amigos en casi todos los círculos militantes de la capital y útiles relaciones con los revolucionarios emigrados. Al lado del «jefe», Struvé quedaba un poco a la sombra, pero se apreciaba su viva inteligencia, su buena voluntad y el celo que ponía al servicio de la causa común. No se sabe si fue a él o a Struvé a quien se le ocurrió primero la idea de crear una especie de frente común que agrupara a los marxistas legales e ilegales, así como a los miembros del grupo

Emancipación del Trabajo residentes en el extranjero. En todo caso, Potresov fue quien se convirtió en la pieza clave de esta empresa. Se decidió publicar «legalmente» una antología de estudios en la que colaborarían los representantes de las tres tendencias. Plejanov, el ilustre desterrado, prometió su cooperación. A Ulianov, considerado como el jefe de los marxistas ilegales, también se le pidió la suya. En un principio se mostró vacilante. «Las cosas acabaron por arreglarse —escribe Martov en sus

Notas—cuando Ulianov obtuvo plena libertad para resaltar en su trabajo, en la medida en que ello podía hacerse en un libro legal, el carácter revolucionario de la ideología marxista.» A fin de demostrar hasta dónde podía llegar su objetividad, Struvé aceptó que Ulianov incluyera en la antología proyectada el texto de la conferencia en que aquél había emprendido la destrucción radical de su libro. «Lo suavicé un poco —escribía más tarde Lenin— en parte a causa de la censura y en parte a causa de la “alianza” con los marxistas legales para la lucha común contra los populistas.» Lo que le seducía sobre todo era la posibilidad de dirigirse a un vasto público de lectores legales al que no podía llegar con los medios de difusión clandestina que tenía que utilizar su organización. Su estudio apareció bajo el seudónimo de K. Tulin. Plejanov firmó los suyos D. Kusnetzov y Utis. La censura no se dio cuenta de nada y dejó pasar el libro. Pero la policía descubrió muy rápidamente el subterfugio. Toda la edición fue confiscada y todos los ejemplares que pudo recoger fueron quemados. Potresov logró salvar un centenar y los hizo circular clandestinamente.

A principio de 1895 los representantes de algunos grupos provinciales vinieron a San Petersburgo para entenderse con los marxistas de la capital sobre el establecimiento de un enlace con los emigrados. Por su parte, Plejanov, el maestro indiscutido de los marxistas rusos de todos los colores, tanto del interior como del exterior, estimaba que, teniendo en cuenta el desarrollo cada vez más intenso de la clase obrera en los centros industriales del Imperio, había llegado el momento de reunir a todos los grupos marxistas aislados en un solo y único partido obrero socialdemócrata. Se celebró la conferencia. Se discutió mucho. Los provincianos no estaban de acuerdo con los de la capital. No se pudo llegar a un acuerdo para enviar al extranjero un delegado único que representara a todas las organizaciones. Los marxistas de San Petersburgo designaron a Ulianov. Un militante de Vilna fue en calidad de representante de los grupos de su provincia. Los otros parecen haberse abstenido pura y simplemente de dar su investidura a nadie.

Ulianov pensaba ponerse en camino en la segunda quincena de marzo. Por lo menos, desde el 15 de ese mes poseía el pasaporte que el gobernador de San Petersburgo no había juzgado necesario negarle, por muy «sospechoso vigilado» que fuera. Pero cayó enfermo y tuvo que retrasar su viaje un mes y hasta el 25 de abril siguiente no salió de Rusia. El gobernador tardó una semana en informar de su salida al departamento de policía. Este necesitó veinticinco días para advertir a la gendarmería de las estaciones fronterizas de la necesidad de proceder, a su regreso, a un examen más minucioso de su equipaje.

El tren lleva a Ulianov hacia Suiza. Es la primera vez en su vida que viaja al extranjero y es la primera vez que oye hablar a su alrededor un lenguaje que le resulta indescifrable. Y ésa es su primera decepción: después de haber leído cantidad de obras alemanas, creía conocer suficientemente ese idioma para hablar, pero he aquí que se da cuenta de que no entiende nada. En la carta que envía a su madre desde Salzburgo escribe: «Me cuesta un gran esfuerzo entender a los alemanes, o, para decirlo mejor, ¡no los entiendo en absoluto! Hago una pregunta al revisor, me contesta y yo no le entiendo. Repite más alto; yo sigo sin comprenderlo; se enfada y se va.» Pero el paisaje le encanta. De creer lo que dice, durante todo el trayecto de Salzburgo a Ginebra no pudo separarse de la ventanilla de su compartimiento. «La naturaleza es magnífica aquí», anuncia a su madre.

El 8 de mayo llega a Suiza y se encuentra con Plejanov, el «Papa de la socialdemocracia rusa». Era entonces un hombre que había pasado ligeramente de los treinta años. Lunatcharski, que tuvo ocasión de verlo en el mismo año, ha dejado de él este retrato: «Delgado, esbelto, con el talle ajustado en una levita impecable, llamaba la atención por su mirada de una extraordinaria brillantez, bajo unas cejas espesas que conferían a su fisonomía un carácter particular... Porte, pronunciación, voz, maneras, todo en él respiraba una distinción suprema; era un gran señor de la cabeza a los pies.»

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