Lenin

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EL INGRESO EN LA REVOLUCIÓN » 04. El aprendizaje de un jefe

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Su amigo y asociado para la fundación del grupo Emancipación del Trabajo, P. Axelrod, unos quince años mayor que él, formaba con él, desde el punto de vista exterior, un contraste sorprendente. Más bien abandonado en su indumentaria, bigotón, barbudo y armado de un imponente monóculo, era un espécimen clásico de intelectual de los años de 1880. Tenía un largo pasado de propagandista y de técnico revolucionario. Sus trabajos, de un alcance científico más reducido que los de Plejanov, gozaban, sin embargo, de una gran acogida entre los marxistas rusos de la época 1890-1900. Ulianov los apreciaba mucho. Profesaba entonces la más profunda admiración por Plejanov. Pero su aire distante y solemne parece haberlo indispuesto algo contra él. En cambio, se sintió atraído inmediatamente hacia Axelrod. Este, por su parte, se declaró encantado. Más perspicaz que Plejanov, parece haber visto más rápidamente en el joven delegado de los marxistas petersburgueses al gran jefe futuro. Por lo pronto, se limitó a anunciar que nadie le parecía más capaz que Ulianov para realizar la tarea proyectada.

Los dos asociados estuvieron perfectamente de acuerdo sobre ese punto. No les costó trabajo convencer a su huésped de que los círculos marxistas, en lugar de permanecer aislados y diseminados, debían unirse y actuar como partido, colocándose a la cabeza del movimiento político que empezaba a perfilarse en Rusia. Se convino también que el grupo

Emancipación del Trabajo emprendería una publicación periódica en Ginebra, bajo la dirección de Axelrod. Ulianov recibió la misión de reclutar colaboradores en Rusia, de repartirles los temas de los artículos y de hacer llegar sus escritos a Ginebra. Se le pidió también que organizara, una vez que hubiera regresado, la ayuda financiera para la empresa proyectada. Los emigrados carecían de dinero y se veían obligados a recurrir a la generosidad de los militantes y de los simpatizantes del «interior». Ulianov prometió hacer todo lo posible. Permaneció en Suiza alrededor de un mes. Después se trasladó a París, donde vivían entonces muchos emigrados rusos. En su mayoría no reconocían la autoridad del grupo

Emancipación del Trabajo y formaban una organización aparte: la

Unión de los Socialdemócratas rusos en el extranjero, cuyo animador, Steklov, aunque no tenía la autoridad ni el renombre de un Plejanov o de un Axelrod, había conquistado cierta consideración en los medios de sus correligionarios políticos. Ulianov lo vio. Steklov le fue muy útil en París. Gracias a él, sin duda, pudo conocer a Pablo Lafargue. El yerno de Carlos Marx le preguntó cómo marchaba la propaganda revolucionaria en Rusia. Ulianov le explicó que se estaba empezando la vulgarización del marxismo en los círculos estudiantiles y que después se estudiaban las obras de Marx con los obreros más avanzados. Lafargue quedó boquiabierto. Martov cuenta en sus

Notas el diálogo habido entre Ulianov y él a este respecto:

«—¡Cómo! ¿Los obreros leen a Marx? —exclamó Lafargue. —Lo leen. —¿Y lo comprenden? —Lo comprenden. —Pues se equivoca usted. ¡No comprenden nada! En nuestro país, en Francia, después de veinte años de propaganda socialista nadie comprende a Marx».

Ulianov vivió un mes en París. «Es una ciudad colosal», escribe a su madre el 8 de junio. Le gusta: «La impresión es muy agradable: calles anchas, bien iluminadas, mucho césped.» Es sobre todo el aspecto libre y desenvuelto del hombre de la calle el que parece haberle llamado la atención. «Asombra incluso un poco al principio —le confía a su madre—, sobre todo cuando se está acostumbrado a la decencia ceremoniosa y a la austeridad de San Petersburgo.»

El aire de París no debió incitarlo a un trabajo intenso. Él mismo confiesa que se pasaba el tiempo visitando las curiosidades de la capital y vagando por las calles. Se le vio también penetrar en los almacenes e incluso comprar un soberbio sombrero de paja del que luego estaba orgulloso.

Precisamente la víspera de su partida, el director de la agencia extranjera del departamento de policía, Ratchkovsky, instalado en París, recibió de San Petersburgo una nota confidencial donde le recomendaban que sometiera a Ulianov a una vigilancia constante. «La finalidad de su viaje es buscar los medios de introducir publicaciones revolucionarias en el interior del Imperio y establecer el enlace entre los círculos obreros revolucionarios y los emigrados que residen en el extranjero.» La nota llegaba demasiado tarde. El tren se llevaba ya de nuevo hacia Suiza al «tal Ulianov».

Ahora iba de turista. Recorrió el país durante diez días y finalmente se instaló en una pequeña ciudad termal, donde una muy confortable pensión familiar le ofrece la más acogedora hospitalidad. Pero eso cuesta caro y no le queda mucho dinero. Ulianov se verá obligado, por tanto, a recurrir a la bolsa de su madre. «He sobrepasado mi presupuesto —le escribe— y no creo poder salir adelante con mis propios recursos. Si es posible, envíame unos cien rublos más.» Más... Eso hace suponer que la madre había enviado ya fondos a su hijo, para permitirle que completara la suma, probablemente muy módica, que el grupo marxista debió entregar a Ulianov al encargarle esta misión.

En los primeros días de agosto lo vemos en Berlín. Se aloja en los suburbios y también se declara encantado de su estancia en la capital alemana. Un solo punto negro: el idioma. Una vez más confía su desilusión a su madre: «Entiendo muchísimo menos el alemán hablado que el francés. Los alemanes pronuncian de tal manera que no logro ni siquiera distinguir las palabras en un mitin, mientras que en Francia lo entendía todo y desde un principio.» Fue a ver

Los tejedores, de Hauptmann. Aunque tuvo buen cuidado de leer previamente la obra para seguir mejor la interpretación de los actores, confiesa que no entendió gran cosa. Pero, en general, los teatros, lo mismo que los museos, le llaman poco la atención. «Prefiero pasearme por las fiestas populares», le escribe a su madre. En Berlín ha vuelto a trabajar y frecuenta asiduamente la Biblioteca Real. Así pasa el día. «Por la noche suelo pasearme estudiando las costumbres de la población berlinesa y acostumbrando el oído al idioma.» Pero de nuevo ve que va a faltarle dinero. Y de nuevo recurre a su madre: «Con gran espanto me veo otra vez en dificultades con mis finanzas: el placer de comprar libros es tan grande que no sé adónde se va el dinero. Me veo obligado una vez más a pedir socorro: si es posible, envíame cincuenta o cien rublos.» Naturalmente, recibió el dinero pedido.

Había llegado el mes de septiembre. Ulianov llevaba ya cuatro meses en el extranjero. Había que pensar en el regreso. Se preparó para emprenderlo, no sin pesar. El día 7 se presentaba en la frontera rusa. Llevaba consigo, escondida en una maleta de doble fondo, una gran cantidad de folletos y de volantes clandestinos que le habían dado Plejanov y Axelrod. Su equipaje fue examinado, según el informe dirigido al departamento de la policía por el jefe de la gendarmería fronteriza, «con el mayor cuidado», pero no hallaron nada sospechoso.

Ulianov no regresó directamente a San Petersburgo. Se detuvo primero en Vilna, donde conferenció con los dirigentes de los círculos marxistas locales, que adoptaban una actitud disidente. Al conocer el acuerdo concertado con el grupo

Emancipación del Trabajo y la proyectada publicación de una antología periódica en el extranjero, esos dirigentes manifestaron cierto escepticismo: habría que ver primero, estimaban, si eso podía encajar con su táctica general en materia de propaganda y si no se resentía la lucha por los intereses económicos inmediatos de los obreros. Ninguno de los argumentos invocados por Ulianov pudo convencerlos.

De allí se trasladó a Moscú, donde le esperaba impaciente su madre. Pasó unos cuantos días en su casa y no encontró ningún marxista. Todavía estaban de vacaciones. Por fin, el 29 de septiembre, San Petersburgo volvía a recogerlo en su seno. Le esperaba su trabajo cotidiano. Y también diarias preocupaciones.

Se acercaba el invierno. ¿De qué iba a vivir? No podía seguir subsistiendo a expensas de su madre. Pero su profesión de abogado no le daba más utilidad que en el pasado. La clientela acomodada brillaba por su ausencia. A los obreros que habían recurrido a sus luces les cobraba las consultas con unas tarifas más que modestas y a veces no les cobraba nada. Un primo lejano le había propuesto que se ocupara del asunto de una herencia, pero no acababa de tomar una decisión definitiva. Le habían prometido un puesto de abogado consejero en una casa comercial, pero el nombramiento no llegaba. Un cliente de Samara seguía debiéndole dinero. Le había escrito para reclamar la suma adecuada. El otro contestó que pagaría dentro de algunas semanas. Así, pues, Ulianov podía abrigar la esperanza de cobrar unos 70 rublos en noviembre. Pero apenas corrían los primeros días de octubre y los rublos que aún le quedaban desaparecían rápidamente uno tras otro.

Lo que más le fastidia es que en su casa no puede trabajar tranquilamente. Sus patrones le hacen la vida imposible. Hay ruidos a todas horas. Sufre físicamente. Es necesario que encuentre otra casa. Y eso es difícil cuando se dispone de un presupuesto tan restringido. Por fin, el 17 de octubre le anuncia a su madre: «Creo que por fin he encontrado una buena habitación. No hay más inquilinos que yo, la familia de la patrona no es numerosa y la puerta de mi habitación que comunica con el salón está condenada con papel pegado; así apenas se oye nada. La habitación es limpia y clara. La entrada es decente. Y como no estoy lejos del centro (hay cuando mucho unos quince minutos de camino hasta la biblioteca) me hallo muy contento.» Pero se da cuenta de que sus recursos están casi completamente agotados. Y, una vez más, recurre a su madre. Le escribe: «Tengo que pedirte un poco de dinero; el mío se está acabando.» La señora Ulianov se trasladó personalmente a San Petersburgo, arregló las cosas, y su hijo quedó liberado de las preocupaciones pecuniarias inmediatas. Desde ese momento decide imponerse el más estricto ahorro. Renuncia incluso a comprar su diario preferido, el

Moskovskie Vedomosti («Informaciones de Moscú»). Lo lee en la biblioteca «con dos semanas de retraso», lo cual lo desespera. «Tal vez me abone cuando encuentre trabajo aquí», dice, no sin cierta melancolía, en una carta a su hermana menor, María.

Pero vuelven los inconvenientes con su habitación. La esperanza de poder trabajar en paz se ha esfumado rápidamente. Una carta dirigida a su madre el 5 de diciembre cuenta sus penas. «No estoy muy contento con mi patrona —le dice—. Primero, por su carácter liante. Después, porque resulta que mi habitación está separada de la de al lado por una pared muy delgada, debido a lo cual se oye todo, y a veces tengo que irme para huir de la balalaika con que el vecino me revienta los oídos.» Y agrega: «¿Resistiré un mes más aquí? No lo sé todavía. Ya veré.» No tuvo tiempo para pensarlo. Tres días después era detenido.

 

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