Lenin

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EL INGRESO EN LA REVOLUCIÓN » 05. En prisión

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EN PRISIÓN

Al regresar del extranjero, había reanudado su trabajo de militante sin perder un solo día. Su regreso data del 29 de septiembre. El 30, el policía encargado de seguir sus pasos señala ya en su informe que Ulianov pasó una parte de la tarde de ese día en un edificio habitado totalmente por obreros. El día siguiente, primero de octubre, siempre según la misma fuente, estuvo tres horas seguidas en un edificio análogo de los suburbios petersburgueses. El día 2, el gobernador de la capital informa al departamento de policía que un nuevo folleto de propaganda, titulado

La legislación industrial en Rusia, acaba de ser puesto en circulación «con el más directo apoyo del abogado Ulianov».

Poco después, en el curso de ese mismo mes de octubre, el círculo marxista a que pertenecía se agranda y su organización interior sufre una radical transformación. Se fusionó con el grupo de militantes originarios, casi todos ellos de Vilna, que había formado recientemente un marxista muy joven que, con veintidós años apenas, tenía ya en su activo dos temporadas en la cárcel y una prohibición de residir en las principales provincias del Imperio. Usaba el seudónimo de Martov. Su verdadero nombre era Julio Zederbaum. Era un muchacho muy inteligente, muy instruido y dotado de una memoria prodigiosa. Había nacido en el seno de una familia de la mediana burguesía y había tenido una infancia difícil. De su paso por el Liceo no había guardado un solo recuerdo grato.

Cuando apenas acababa de ser admitido en la Universidad, fue expulsado por haber participado en «disturbios anti-gubernamentales». Entonces se dedica por completo a la propaganda revolucionaria, despliega febril actividad, recluta afiliados y funda círculos. Para adquirir mayor seriedad y disimular su incipiente juventud en la medida de lo posible, se las arregla para dejarse crecer una barba abundante y trata de parecerse a un Engels o a un Axelrod. Después de purgar su última condena, reapareció enseguida en San Petersburgo, reanudó los contactos interrumpidos, creó otros nuevos y entró en relaciones con el grupo de Ulianov. A éste le agradaron su empuje e incluso su carácter voluble. Creyó ver en él un excelente animador que podría secundarle útilmente. Martov se presentaba con proposiciones precisas: su grupo poseía considerables medios técnicos: máquinas de escribir, multígrafos, tintas, etc. Si el grupo de Ulianov se fusionaba con el suyo, se podría organizar la edición de folletos de propaganda y su difusión en una gran escala. Según él, nada impedía el acuerdo, puesto que ambas partes perseguían la misma finalidad; sería fácil, por lo tanto, ponerse de acuerdo sobre el programa de acción. Ulianov captó enseguida las ventajas que ofrecía esa proposición a su círculo, cuyos miembros estaban obligados a copiar a mano, con letras de molde, los volantes y los carteles. Y fue aceptada.

Se celebró una asamblea general a la cual asistieron los miembros de los dos grupos, 17 en total. Había cinco ingenieros, cinco estudiantes, dos estudiantas, un abogado (Ulianov), un ex estudiante (Martov), una funcionaria del Estado (Krupskaia), un médico y una comadrona. Se creó una nueva organización que iba a comprender de ahora en adelante tres grupos de acción, cada uno de los cuales estaría encargado de trabajar un sector determinado de la capital. Un Comité central de cinco miembros, entre ellos Ulianov y Martov, dirigiría y coordinaría su acción. Una sección editorial colocada bajo la dirección de Ulianov se dedicaría a publicar volantes y folletos de propaganda destinados en parte a empresas determinadas y en parte a la población obrera de la capital en general.

Estaba empezando precisamente un período bastante agitado. Los tejedores de la gran empresa de paños Thornton preparaban una huelga para reivindicar mejores salarios. El grupo publicó una hoja que formulaba sus reivindicaciones y los animaba a luchar. La huelga estalló el 5 de noviembre. Ulianov se movió mucho para organizar la ayuda material a las familias de los huelguistas. Insistió en redactar él mismo un volante destinado a ser distribuido entre los obreros de los talleres que todavía seguían trabajando, para incitarlos a hacer una huelga de solidaridad. Lo hizo con el mayor esmero. Se documentó minuciosamente sobre las condiciones de la producción, sobre los salarios en vigor. Su exposición tenía que dar la impresión de estar redactada por un obrero que hablaba a sus camaradas; necesitaba, por tanto, estar perfectamente al corriente de los más pequeños detalles de su situación. Lo logró a la perfección. Desgraciadamente, su trabajo no pudo ser terminado con suficiente rapidez y se publicó cuando la huelga ya había terminado.

El proyecto que quizá más ambicionaba Ulianov era el de publicar un periódico clandestino donde pudiera polemizar a gusto con los adversarios del marxismo integral: los «legales», los populistas, los «economistas», que acababan de hacer una tímida aparición. Pero no se podía ni pensar en ello dadas las condiciones en que se hallaban los elementos técnicos del grupo, incluso después de haber entrado en posesión del material proporcionado por Martov, cuya importancia y calidad no correspondieron del todo a las esperanzas que su anuncio había suscitado entre Ulianov y sus amigos. Ahora bien, el grupo de jóvenes populistas fundado en 1891 y que se proponía continuar y mantener, aunque atenuando ligeramente su terca intransigencia, las tradiciones de sus mayores, hizo saber indirectamente al grupo marxista que pensaba publicar un periódico destinado a los obreros y que estaba dispuesto a entenderse con él a este respecto. Se comprometía a conferir al periódico el aspecto de una hoja de propaganda revolucionaria de carácter general, a no pregonar el terrorismo político que era una de las bases esenciales de su programa de acción, a no plantear polémicas sobre la cuestión de la prioridad del campesinado sobre la clase obrera, y viceversa. A cambio, pedía a los marxistas que no tocaran esos dos problemas y que se abstuvieran de atacar al populismo.

Ulianov fue encargado por sus camaradas de entrar en conversaciones con los populistas. La oferta era tentadora: la acogió con un sentido realista. Es cierto que procedía de un partido al que había combatido y del cual seguía siendo un adversario convencido. Pero no era eso lo que había que tener en cuenta ahora. Se trataba, antes que nada, de difundir lo más ampliamente posible las ideas revolucionarias en los círculos de los trabajadores y de terminar de conquistar a los elementos de la clase obrera que políticamente estaban todavía poco maduros. Y si para alcanzar esa meta había que tender la mano a un adversario que decía estar dispuesto a aceptarla, pues bien, se le tendería, sin dejar de permanecer alertas. Lo importante era que los populistas poseían una verdadera imprenta perfectamente bien equipada y que ya en múltiples ocasiones había demostrado su valor, mientras que él y sus amigos no tenían ninguna ni podían esperar el adquirirla. Y se concertó el acuerdo. No sólo en lo referente al periódico, ya que los populistas se encargaron además de la impresión de otros textos de propaganda redactados por los miembros del grupo marxista, empezando por un manuscrito de Ulianov que les fue entregado.

Este comunicó enseguida la noticia a Axelrod. «Envíe, si lo tiene —le escribió—, material para hacer pequeños folletos de propaganda. Ellos (los populistas) lo imprimirán gustosos.» Se convino que el periódico sería redactado por una especie de Comité mixto compuesto por representantes de ambos grupos, confiriéndose a cada uno derecho de veto sobre los artículos propuestos por el otro. La preparación del primer número fue confiada a los marxistas. Estos nombraron una comisión de la que formaron parte Ulianov, Martov y el ingeniero Krjijanovski, un polaco jovial y totalmente entregado al servicio de la causa. Ulianov fue quien hizo prácticamente todo el trabajo. «Cada línea pasó bajo sus ojos», escribe Krupskaia. Fue él quien redactó el editorial que hacia la profesión de fe del periódico y trazaba su programa. Por lo menos tres artículos más fueron escritos por él para el primer número. El 5 de diciembre estaba listo todo el material y preparada la formación. El grupo se reunió el 6 en pleno para escuchar la lectura. A continuación, uno de los camaradas presentes, Vaneev, se llevó el material para someterlo a una revisión puramente material. En la noche del 8, Ulianov fue a casa de Krupskaia a releer una vez más la copia del texto que ella había conservado y que debía ser llevada a la imprenta al día siguiente. Luego se fue a dormir. A altas horas de la noche llamaron a su puerta. Era la policía.

Ya hemos dicho antes que, inmediatamente después de su regreso, Ulianov fue sometido a una vigilancia particularmente cuidadosa. Krupskaia cuenta en sus

Recuerdos que una prima suya, empleada en el servicio de fichas del departamento de policía, fue a avisarla que había oído exclamar a un agente, mientras registraba un fichero: «Estamos sobre la pista de un gran criminal de Estado, Ulianov. Acaba de regresar del extranjero y no se nos escapará». Avisó inmediatamente a Ulianov, quien tomó buena nota y redobló las precauciones. No le pillaba de sorpresa. Hacía tiempo que había contraído la costumbre de sentirse seguido, de tener detrás a alguien siguiéndole los pasos, y a veces se divertía haciendo jugarretas de todas clases a sus sabuesos recurriendo a diversas argucias, más ingeniosas unas que otras, para despistarlos. Pero siempre estaba preparado para ser detenido de un momento a otro. Previendo esa eventualidad, había designado ya un suplente, o más bien una suplente: Nadia Krupskaia, quien, poco sospechosa en aquella época, servía de agente de enlace a su grupo. Cuando ésta se presentó la mañana del 9 en casa de Vaneev para recoger el manuscrito corregido, una criada le dijo que «el señor Vaneev se había mudado...»

Krupskaia y Ulianov habían convenido que en caso de «accidente», ella, en lugar de preguntar a su patrona y correr así el riesgo de ser detenida también, se dirigiría a uno de sus colegas de la dirección de los ferrocarriles, Chebotarev, en cuya casa comía Ulianov. Este le informó que no había ido a comer ese día... En consecuencia... Por la noche se supo que varios otros miembros del grupo habían sido detenidos igualmente en el curso de la misma noche. Pero el grupo en sí no fue aniquilado. Martov, que no había sido incluido en la redada policíaca del 8 de diciembre, asumió la dirección. A propuesta suya se adoptó el nombre de

Unión de Lucha por la Liberación Obrera. Un mes después también fue detenido. En cuanto al periódico, el proyecto fue abandonado. Los populistas, por prudencia, renunciaron a publicar el número. El material recogido en casa de Vaneev durante el registro fue sometido a un examen grafológico. Se reconoció en la mayoría de los artículos la escritura de un miembro poco notorio del grupo, el estudiante Zaporojetz (que, en efecto, había copiado a mano gran parte del material), lo que hizo creer a la policía que él era el autor y lo convirtió en el principal acusado del asunto, mientras que Ulianov, en cuyo domicilio no habían encontrado gran cosa, pasó como un simple comparsa.

Al llegar a la cárcel preventiva al alba del 9 de diciembre de 1896, Ulianov no tardó mucho tiempo en acostumbrarse a la situación en que el destino acababa de colocarlo. Desde hacía años conocía hasta en sus menores detalles las condiciones de vida de un prisionero político, cómo había que proceder para mantener correspondencia con los otros detenidos y con los camaradas del exterior; se había ejercitado larga y minuciosamente en el manejo del lenguaje convencional, había aprendido a escribir cartas con tinta invisible y a burlar la vigilancia de los carceleros usando una clave o cualquier otra estratagema sutil. También había previsto cómo debía repartir el empleo de su tiempo, a fin de que su estancia en la cárcel pudiera ser utilizada con el máximo provecho tanto desde el punto de vista intelectual como físico.

Para empezar mandó traer de su casa ropa y algunos objetos de primera necesidad, se las arregló para avisar a Chebotarev de su detención, rogándole que la comunicara a su madre, y se puso a esperar el interrogatorio. Sin gran temor, ya que en su domicilio no habían recogido más que dos volantes que se habían mezclado con sus papeles. Una nota con los títulos y precios de algunos libros también pareció sospechosa para los policías, quienes se la llevaron como «prueba de convicción». Y eso era todo

Esperó doce días. Por fin, el 21 lo condujeron ante el oficial de gendarmería encargado de interrogarle en presencia de un sustituto del procurador del Imperio. El texto de su declaración fue encontrado más tarde en los archivos del departamento de la policía y publicado. Helo aquí:

«Me llamo Vladimir Ilich Ulianov. No me considero culpable de pertenecer al partido socialdemócrata ni a ningún otro. Ignoro la existencia de un partido antigubernamental cualquiera. No he hecho propaganda antigubernamental entre los obreros. En cuanto a las pruebas de convicción que me son presentadas, debo explicar que el llamamiento a los obreros y el informe de una huelga fueron hallados en mi casa por casualidad. Los tomé para leerlos en casa de una persona cuyo nombre no recuerdo. La factura que se me presenta fue redactada por una persona cuyo nombre no deseo decir y que me encargó la venta de los libros mencionados... A la pregunta que se me ha hecho sobre mis relaciones con el estudiante Zaporojetz, contesto que, de una manera general, no deseo hablar de mis relaciones, a fin de no comprometer a nadie».

Le preguntaron también cuáles eran los libros que había comprado en el extranjero y dónde se encontraba la maleta que trajo al regresar de su viaje. Eso era, evidentemente, lo más comprometedor para Ulianov. Previsor y precavido hasta el extremo, se había deshecho de ella al llegar a San Petersburgo y la policía no pudo descubrirla. Contestó que la había dejado en casa de su madre.

Era necesario, por tanto, avisar urgentemente a su madre y a Ana, quienes muy próximamente recibirían la visita de la policía para reclamarles la maleta citada. «Que compren una parecida —decía en una carta en clave que logró mandar a Krupskaia—, y que la presenten como la mía. Y pronto, porque si no, las detendrán». Era Navidad. Nadia no vacila un instante. Toma el tren y se traslada a Moscú para explicar de viva voz a la señora Ulianov lo que pedía su hijo.

Mientras tanto, éste, que sabe ya de qué se le acusa y que su detención va a ser larga, toma sus disposiciones para organizarse en su nueva residencia una vida conforme a sus gustos. Empieza por preguntar al sustituto, que al parecer ha quedado muy impresionado por la sangre fría y la habilidad mostrada por Ulianov durante el interrogatorio, si se permite a los presos políticos entregarse a trabajos literarios. Le contestan que sí. Pregunta también qué cantidad de libros pueden mandarle desde fuera. Le contestan que no hay restricción y que incluso puede pedirlos y devolverlos, una vez leídos, a sus propietarios. Puede recurrir, por tanto, a las bibliotecas. Todo esto es sopesado y tomado en consideración enseguida. Va a emprender un gran trabajo científico, con el que sueña desde hace tiempo, y cuya realización le ha impedido la vida agitada y febril que ha llevado en estos últimos tiempos. En la tranquilidad y el recogimiento de la cárcel, Ulianov empezará su libró

El desarrollo del capitalismo en Rusia, que habrá de formar, con

¿Qué hacer?,

Materialismo y empiriocriticismo,

El imperialismo, etapa suprema del capitalismo, y

El Estado y la Revolución, la base de la obra leninista.

Ana había acompañado a su madre durante su último viaje a San Petersburgo. Quedó convenido entre ella y su hermano que en caso de detención de éste, Ana impediría que su anciana madre volviera a empezar, al cabo de diez años, las penosas gestiones que intentó antaño para salvar a Alejandro. La señora Ulianov se dejó convencer y su hija se trasladó sola a San Petersburgo. Creyendo que Vladimir se moría de hambre y que estaba privado de lo más estrictamente necesario, le mandó abundantes provisiones de todas clases, trajes, ropa, mantas, chalecos de lana, etc. El prisionero quedó literalmente inundado de cosas. Ya en los primeros días de su detención sus amigos de fuera le habían enviado numerosos paquetes. «Tengo una reserva enorme de víveres —escribe a su hermana—. Podría abrir, por ejemplo, un comercio de té... Como muy poco pan, trato de observar un régimen y tú me has traído una cantidad tan grande que necesitaría una semana para terminarlo.» Lo mismo con la ropa: «No me mandes más. No sé dónde ponerla.»

Trato de observar un régimen, dice Ulianov. En efecto, quería aprovechar su estancia en la cárcel para restablecer su mermada salud. Una alimentación insuficiente, comidas injeridas apresuradamente en medio del trabajo, a veces a horas inadecuadas, unidas al agotamiento que se imponía sin cesar, habían terminado por estropearle completamente el estómago. Un mes de cura y de reposo en una aldea suiza le hizo mucho bien, pero al regresar se habían recrudecido sus males. Frecuentes dolores de muelas le impedían dormir. Insomnios, mala alimentación, sobre su sistema nervioso. Tal era antaño el caso de Marat. Pero, a diferencia del

Amigo del Pueblo, la formidable fuerza de voluntad que poseía Ulianov le permitía no aparentar nada y conservar ese aspecto tranquilo y ligeramente burlón que le era habitual. Sin embargo, Nadia Krupskaia no se dejaba engañar y observaba con inquietud cómo su Vladimir adelgazaba a ojos vistas.

Había conservado la receta del médico suizo que lo curó, y resolvió ajustarse rigurosamente a sus prescripciones. Se entendió con el farmacéutico del barrio para que le llevaran todos los días una botella de agua mineral y consiguió un aparato para lavados intestinales. Le autorizaron a ver a un dentista privado para que le curara sus males dentales. Cuando estaba en libertad, se pasaba todo el día yendo de un lado para otro. Ahora, para suplir la falta de movimiento, va a practicar la cultura física con la mayor asiduidad. «Hacía gimnasia todos los días, y sentía con ello un verdadero placer —escribirá más tarde—. Me ponía tan bien en movimiento —agrega—, que tenía calor incluso durante los mayores fríos. El ejercicio consistía en inclinar la parte superior del cuerpo hasta el suelo, tocando el piso con la punta de los dedos sin doblar las piernas. Repetía ese «saludo» (así lo calificó él mismo) cincuenta veces seguidas. «No me molestaba en absoluto que el vigilante, al mirar por la rejilla de la puerta, quedara totalmente asombrado, al comprobar que un individuo que nunca había manifestado el deseo de asistir a un servicio religioso en la prisión, se hubiera hecho tan devoto.» Reservaba una gran parte de su tiempo a la correspondencia. No se trataba, naturalmente, de las cartas anodinas autorizadas por la administración penitenciaria y que cualquier prisionero podía dirigir a su familia. Era necesario mantener correspondencia con los amigos que habían quedado libres sobre las cuestiones relativas a su organización revolucionaria. Eso no era posible hacerlo en las cartas ordinarias. Había que emplear un lenguaje convenido, recurrir a una clave. Ulianov se comunicaba con los otros presos utilizando los libros de la biblioteca de la prisión, en los que punteaba las letras siguiendo un procedimiento que le había sido revelado antaño por viejos «políticos» de Samara y que él había tenido el cuidado de enseñar a sus camaradas marxistas de la capital. Para la correspondencia con los del exterior recurría a un procedimiento que le sugirió el recuerdo de un juego de la infancia, que le enseñó su madre, y que consistía en mojar la pluma en leche para trazar letras invisibles que luego podían leerse colocando el papel ante una vela o una lámpara.

Y luego, y sobre todo, se ocupaba de la preparación de su gran obra. Había que leer gran cantidad de libros. Ana le mandaba pilas enteras. En las pocas semanas que había durado su estancia en San Petersburgo, Ana le rindió valiosos servicios. Ni siquiera parecía darse cuenta de ello, y en una ocasión, hablando con ella en el locutorio de la cárcel, le preguntó con una especie de cándido asombro: «Pero, en fin, ¿qué es lo que haces aquí, en Peter?», como si ignorara que su hermana se quedaba únicamente para poderle ser útil. Al verse obligada a regresar a Moscú, Ana quiso encontrar alguien que pudiera reemplazarla junto a su hermano. El reglamento de la prisión no autorizaba más visitas que las de los miembros de la familia o las de la novia. Ulianov no tenía familiar alguno en San Petersburgo; había, pues, que buscarle una «novia». Krupskaia, que en el secreto de su corazón ya lo era, se ofreció. Pero Ulianov se opuso. No porque fuera contrario en principio a ese proyecto. Una «novia» neutra, de acuerdo. Pero, decía, no conviene que Nadejda Konstantinovna se comprometa demasiado. Una estudiante, amiga de Krupskaia, aceptó el papel y lo desempeñó con mucho celo.

Aunque absorto por su gran trabajo, Ulianov no abandonaba su tarea de propagandista revolucionario. Redactaba volantes, proclamas para comentar los acontecimientos diarios, y entre los escritos salidos de su pluma en la cárcel figura incluso el proyecto de un programa de partido socialdemócrata, acompañado de un comentario explicativo muy detallado.

Así, todos los días, durante horas y horas, Ulianov escribe en su celda, toma notas, redacta fichas, forma expedientes, hace hileras de cifras y traza cuadros estadísticos. Acumula montañas de papel ennegrecido con su letra fina y clara. La administración no le molesta. Su conducta de preso no merece más que elogios. Serio, ordenado, siempre sumergido en sus escritos, no la importuna con quejas fastidiosas ni reclama lo que se le debe en virtud del reglamento de la prisión, que conoce mejor que los propios vigilantes. De vez en cuando un gendarme echa un vistazo en su celda, hojea su manuscrito sin entender gran cosa y se retira para dejarlo trabajar. Ulianov ni siquiera oculta ya los borradores de sus llamamientos revolucionarios. Se limitaba a meterlos bajo las carpetas de sus documentos técnicos. Más tarde contó a su hermana que un día de verano un oficial de gendarmería, que había venido a comprobar sus ocupaciones, cogió un paquete de notas entre las cuales se hallaba precisamente el texto del proyecto de programa apenas terminado. Después de abrirlo miró al prisionero con una especie de conmiseración, declaró que «hacía demasiado calor hoy para ocuparse de estadística» y se fue. «Mi hermano me dijo entonces —escribe Ana, a quien debemos esta anécdota— que no se sintió inquieto en modo alguno en aquel momento. Es imposible encontrar nada en ese revoltijo —dijo riendo (era durante una visita de su hermana al locutorio de la cárcel)— y además estoy en mejor situación que cualquier otro ciudadano del Imperio ruso: ya no pueden detenerme.»

Para administrar sus fuerzas y no sucumbir al aburrimiento que acecha al prisionero, Ulianov variaba sus ocupaciones. Después de los trabajos sociológicos, que requerían una gran tensión mental, se ponía a traducir al ruso cualquier texto extranjero y luego volvía a traducirlo al idioma original. Luego hacía gimnasia o emprendía alguna lectura recreativa. «Ayuda mucho —le explicaba más tarde a su segunda hermana, María— alternar la lectura y la traducción, la escritura y la gimnasia, la lectura seria y la lectura ligera. El decaimiento nace a veces de la fatiga causada por impresiones uniformes o por un trabajo uniforme. Basta variar las ocupaciones para controlar los nervios. Recuerdo que por la noche, después de cenar, me sumergía invariablemente en las novelas y nunca las saboreé tanto como en la cárcel.» Y, sin embargo, no siempre lograba «resistir». Krupskaia escribe en sus

Recuerdos: «A pesar de su energía y de su voluntad, le invadió cierta nostalgia. En una de sus cartas trazó el siguiente proyecto: Cuando los detenidos hacían su paseo reglamentario, podían ver un pedazo de la calle durante un instante. Nos pidió a Yakubova (la «novia» ) y a mí que nos situáramos en ese lugar. Yakubova no pudo venir. Yo acudí a la cita y estuve varios días seguidos. Pero el proyecto fracasó, no recuerdo por qué.» Poco después ella también fue detenida.

En el curso del verano debían celebrarse en Moscú las fiestas de la coronación del nuevo emperador Nicolás II, que acababa de suceder a su padre, y la policía limpiaba activamente la ciudad de todos los elementos presuntamente peligrosos o simplemente sospechosos. Ana figuraba con ese último título en sus expedientes. Fue invitada, por tanto, a salir de Moscú durante el período de fiestas. Se fue a San Petersburgo. En esta ocasión, la señora Ulianov la acompañó con su otra hija. Las tres se instalaron en una villa de los alrededores. La señora Ulianov se puso a cocinar para su hijo platos especiales que exigía el régimen que observaba. La salud de Vladimir le inspiraba serias inquietudes. Su detención se prolongaba. Ya hacía seis meses que estaba en la cárcel y se seguía sin saber dónde andaba su asunto. Mientras tanto quiso obtener, por lo menos, su libertad provisional, y empezó su campaña valerosamente, como la hacía antaño para Alejandro. Como sus gestiones personales no dieron resultado alguno, se dirigió al «patrón» de Vladimir, el abogado Wolkenstein, quien intervino a su favor ante el decano del Colegio de Abogados, declarándose dispuesto a garantizar su conducta. Este escribió al vicedirector del departamento de la policía y recibió una negativa cortés, pero firme. Además, decía ese funcionario en su carta, la instrucción del asunto estaba terminada y el expediente iba a ser sometido a la consideración del ministro de Justicia.

Las cosas se prolongaron todavía durante más de cuatro meses. El 21 de octubre, el marido de Ana, que se había quedado en Moscú, escribió a un amigo de provincia: «Se espera que en noviembre habrá terminado... El hermano está maravillosamente. Trabaja en un estudio capital sobre los mercados interiores... Hasta estos últimos tiempos no hacía más que reunir su documentación, pero ahora se ha puesto a escribir. Lo único que teme es no poder terminar antes de que acabe el asunto.»

El ministro no consideró el caso de Ulianov y demás acusados lo suficientemente grave para cursarlo al tribunal. Lo liquidó, de acuerdo con el departamento de la policía, por la vía administrativa. Todos fueron deportados por tres años a las regiones de la Siberia oriental. Y únicamente Zaporojetz, que era para la policía el principal culpable, a cinco años. Al saber que iba a salir de la cárcel en virtud de la decisión ministerial, Ulianov exclamó: «Es una verdadera lástima. No he tenido tiempo de terminar mi trabajo.»

 

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