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LA LUCHA POR EL PARTIDO » 07. La gran partida

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VII

LA GRAN PARTIDA

Después de tres años de inacción forzosa, pero que había sabido aprovechar para transformar su cerebro en un verdadero arsenal repleto de armas de la más rigurosa crítica marxista, Vladimir Ulianov recuperó su puesto en la primera fila del combate revolucionario. Tiene ahora treinta años y está lleno de ardor; la sed de acción lo devora, está listo para la lucha. Lo ha previsto y lo ha calculado todo en Siberia, durante su último año de exilio, y sin duda quizá antes. El plan de trabajo está ahí, trazado minuciosamente hasta en sus menores detalles. No tiene más que llevarlo a la práctica.

Mientras él contaba en Chuchenskoe los días que lo separaban de su liberación, en los círculos revolucionarios rusos se había producido un gran acontecimiento. A principios del mes de marzo de 1898 se había celebrado en Minsk el primer Congreso de las organizaciones socialistas de Rusia. Un congreso bien modesto: no reunió más que a nueve delegados. Pero se había tomado una decisión capital: la de lanzar un manifiesto que anunciara el nacimiento del partido socialdemócrata ruso. Se eligió un Comité central. Sus miembros fueron detenidos casi inmediatamente después y no pudieron ser reemplazados, puesto que no había nadie para ello. Pero el hecho subsistía: ya existía un partido en Rusia. Faltaban dirigentes. Pues bien, a Ulianov incumbiría, por lo tanto, la tarea; tal es al menos su profunda convicción: velar por los destinos del partido. Pero para poder cumplir esa misión se necesitaba primero que la masa confusa y heteróclita de militantes admitiera la necesidad de una organización centralizada con una dirección firme y homogénea. Ahí residía, por el momento, la principal dificultad. La agitación obrera que se había manifestado en los grandes centros industriales del Imperio ruso durante la última década del siglo XIX había creado la impresión de que la clase trabajadora empezaba a despertar de su prolongado letargo y se preparaba a dar la gran batalla revolucionaria que debía aplastar definitivamente al zarismo. El resultado de esto fue que la juventud de las escuelas y de los círculos liberales se sintió atraída, en una proporción mucho mayor que antes, hacia la socialdemocracia. El marxismo estaba cada vez más de moda y las organizaciones socialdemócratas gozaron de una gran afluencia de militantes. Masas de jóvenes intelectuales, más ricos en buena voluntad que en espíritu de disciplina y en experiencia revolucionaria, invadieron los círculos marxistas. Cada uno de esos grupos desarrollaba su propia actividad y más que un compañero de lucha veía un competidor en la organización vecina. Cada grupo defendía tenazmente su independencia y no aceptaba orientaciones de nadie. Por tanto, había que empezar por vencer el particularismo de los grupos provinciales.

Otra cosa, más grave ésta: la mayoría de los marxistas recién convertidos tenían del marxismo una idea bastante vaga y más bien falsa, sacada esencialmente de los escritos de los marxistas «legales», que eran los únicos asequibles al grueso público no iniciado. A consecuencia de ello había aumentado considerablemente el número de los que preconizaban la conquista metódica y perseverante de las ventajas económicas inmediatas en lugar del combate político con finalidades revolucionarias. Los «economistas» estimaban que la clase obrera no necesitaba un partido político para defender sus intereses vitales y mejorar su situación material y que bastaban para ello las organizaciones profesionales, como, por ejemplo, las cajas de socorros mutuos, las cooperativas, las instituciones de asistencia social, etc.

En cuanto a los grupos marxistas, no tendrían más que continuar con toda independencia su tarea cultural, dedicándose a elevar el nivel intelectual de los trabajadores sin tener que rendir cuenta a nadie de la forma en que pensaban realizar su tarea. En la época correspondiente a los años de exilio de Ulianov, los «economistas» se habían convertido en toda una potencia. Desde octubre de 1897 disponían de un periódico que les permitía extender considerablemente la esfera de su influencia.

Ulianov, que en víspera de su salida para Siberia había tenido ya ocasión de romper lanzas con algunos representantes de esa tendencia, veía en ellos a los principales enemigos del socialismo, y esos enemigos, en su opinión, debían ser combatidos con un arma idéntica: un periódico. Necesitaba tener uno a toda costa. La abortada tentativa de 1895 se le había grabado profundamente en la memoria y ardía de impaciencia por repetirla. Su decisión era firme: tan pronto como regresara a Rusia organizaría un periódico para dirigir la palabra a todos los socialdemócratas rusos, exhortándolos a unirse en un partido unido y fuerte y a deshacerse de la influencia suavizante de los «economistas».

Al mismo tiempo que creó el partido socialdemócrata, el Congreso de 1898 había decidido que ese partido tendría un órgano central. El proyecto no había podido llevarse a cabo por razones evidentes. Ahora se encargaría de ello Ulianov. Pero se daba cuenta de que eso era imposible en Rusia, donde a cada instante se corría el riesgo de ser sorprendido por la policía. La única manera, según él, de garantizar cierta estabilidad a la empresa, era llevarla al extranjero y mandar luego clandestinamente al país los números impresos. Eso suponía necesariamente una estancia permanente en el extranjero, es decir, una vida de emigrado con todas sus miserias. Esa perspectiva, inútil decirlo, no lo hizo vacilar un solo instante. Lo que él quería era poner manos a la obra lo antes posible. No esperó que su mujer terminara de purgar su pena (todavía le faltaba alrededor de un año). Tan pronto como regresó de Siberia empezó los preparativos para partir. Pero antes le esperaba un gran trabajo: establecer puntos de enlace en las principales ciudades del Imperio, encontrar corresponsales, reclutar agentes que se encargaran de la difusión del periódico, hallar los fondos necesarios para poner en marcha la empresa. Pero lo más importante era ponerse de acuerdo con el extranjero, conseguir la cooperación de Plejanov y de su grupo, que era el único que podía dar al futuro periódico toda la autoridad necesaria. Para realizar esta tarea múltiple, Ulianov se unió a sus dos camaradas de deportación, Martov y Potresov, que acababan de ser liberados5.

Después de pasar varios días en Ufa, ciudad asignada a su mujer como lugar de residencia, y en la que no dejó de establecer algunas relaciones con militantes locales, Ulianov se trasladó a Moscú. Allí lo esperaba su madre. Llegó hacia el 15 de febrero y tuvo que vivir escondido en casa de su cuñado Elisarov, ya que la entrada a esa ciudad le estaba prohibida. El 19 recibió la visita de Lalaiantz, su viejo camarada de Samara que se había convertido en uno de los dirigentes de la organización socialdemócrata de Ekaterinoslav. Este venía a hacerle una proposición concreta. Su grupo pensaba convocar para principios de mayo un segundo Congreso del partido de común acuerdo con la Unión de los socialdemócratas judíos, llamada el

Bund, y con la de los socialdemócratas rusos en el extranjero. Pensaban nombrar un Comité central y publicar un periódico. Lalaiantz ofrecía a su amigo la dirección de esa hoja.

La proposición no fue del agrado de Ulianov. Era totalmente incompatible con el plan trazado por él. Estimaba que no era oportuno aún convocar un segundo Congreso y que éste correría actualmente la misma suerte que el anterior. Los organizadores del Congreso no se dejaron convencer y persistieron en su idea. Ulianov recibió una invitación para ir a Smolensk el 6 de mayo. No fue y se limitó a enviar un informe en el que decía que, por el momento, lo único importante era crear un periódico y conseguir para él el apoyo de las organizaciones locales. Ese periódico se convertiría de esa manera en un puente de enlace entre esas organizaciones, y sus dirigentes constituirían automáticamente el núcleo que fácilmente podría transformarse en Comité central que tomara en sus manos la dirección del partido cuando estuviera preparado el terreno para la unificación. Su informe no pudo ser leído: sólo tres delegados llegaron a Smolensk el 6 de mayo. Después de esperar en vano a los demás, se separaron y cada quien volvió a su casa...

De Moscú, Ulianov se trasladó a San Petersburgo para conferenciar con la enviada del grupo

Emancipación del Trabajo, Vera Zasulitch, que le traía la respuesta de Plejanov. Vera Zasulitch era en aquella época una mujer de unos cincuenta años que, después de haber gozado de una gloria casi mundial, vivía pobremente en Ginebra, trabajando al lado de Plejanov, por quien sentía una admiración infinita. Comunicó a Ulianov los desiderata del Maestro: adhesión de un gran número de organizaciones locales y... dinero. En Ginebra carecían de dinero, y la impresión de un periódico debía costar cara. Quedaba trazado así, con toda la precisión requerida, el plan de acción que le incumbía desarrollar en primer lugar.

Como no tenía derecho a residir en ninguna de las grandes ciudades del Imperio, Ulianov se radicó en Pskov, vieja y pequeña ciudad dormida, de glorioso pasado, situada cerca de San Petersburgo. De esa manera podía serle fácil mantener el contacto con la capital. Potresov, que vivía en ésta, se ocupó de ello. Martov, radicado desde su retorno de Siberia en Poltava, se encargó de «trabajar» la región del centro.

Ulianov llegó a Pskov el 26 de febrero. Quedó colocado en el acto bajo la vigilancia de la policía local y declaró a las autoridades que pensaba reanudar su profesión de abogado, para lo cual empezó a buscar relaciones en los círculos intelectuales de la ciudad. Fue sin duda Potresov, que había llegado por la noche a Pskov, quien lo puso en contacto con el príncipe Obolenski, descendiente de una de las más antiguas y más ilustres familias de la nobleza rusa. Ese aristócrata liberal, que será años más tarde uno de los dirigentes del partido constitucional-demócrata destinado a soportar los ataques más violentos del partido bolchevique, le fue muy útil y se esforzó mucho por facilitar su tarea. Para empezar, el príncipe organizó en su casa una velada a la que fue invitada toda la élite intelectual de Pskov: profesores, abogados, médicos, etc., para que Ulianov los pudiera ver a todos al mismo tiempo y eligiera después de pasar revista. Al principio todo marchó bien. La conversación discurría sobre temas neutros; inofensivos: problemas de estadística, de administración provincial, etc... Pero alguien tuvo la malhadada idea de sacar a colación el conflicto que dividía a los «economistas» y a los marxistas revolucionarios. Entonces Ulianov estalló bruscamente y empezó a abrumar a sus adversarios. Le escucharon en silencio. Esta intervención intempestiva echó un jarro de agua fría sobre los concurrentes. Es poco probable que su causa ganara muchos simpatizantes en aquella velada.

También fue el príncipe Obolenski quien lo presentó al jefe de la oficina de estadística regional, Lopatin, quien poseía una fortuna bastante considerable que no le impedía divertirse jugando al socialdemócrata. De vez en cuando daba dinero a los marxistas locales «para la causa de la Revolución». Ulianov no vacilará en recurrir a su bolsillo cuando llegue el momento de reunir los fondos necesarios para poner en marcha su proyecto.

Pero antes tenía que recibir el espaldarazo de la mayoría, o por lo menos de las organizaciones del «interior», para poder presentarse ante Plejanov y anunciarle que tenía un mandato del conjunto de los grupos socialdemócratas de Rusia. Con esa finalidad convocó, en los últimos días de marzo o en los primeros de abril, la «conferencia de Pskov», en la que participaron también los representantes del marxismo legal. Ulianov presentó un informe con una explicación de motivos que exponía su plan para crear en el extranjero un periódico político y una revista marxista de carácter científico. A continuación leyó un proyecto de declaración, una especie de profesión de fe de la futura redacción. Uno y otro fueron aprobados y adoptados. Ulianov, Martov y Potresov recibieron la misión de salir lo antes posible al extranjero, de entrar en contacto con Plejanov y con su grupo, y de ponerse de acuerdo con él para iniciar sin demora la publicación del periódico y de la revista.

Potresov fue el primero en partir, casi inmediatamente después de terminar la conferencia, para «preparar el terreno». Ulianov permaneció todavía algún tiempo en Pskov. Había que buscar dinero, conferenciar con unos cuantos militantes de la región volgiana, especialmente con su camarada de deportación, el ingeniero Krjijanovski, que se había instalado en Samara y del cual esperaba mucho para el porvenir. Y además quería volver a ver a su madre y a su mujer antes del «gran viaje».

Ulianov, que estaba resuelto a viajar «legalmente», empezó por pedir al gobernador de la provincia de Pskov el pasaporte que necesitaba para poder salir de Rusia. Para ese fin había que presentar un certificado extendido por la policía local declarando que era «políticamente seguro», y el cual era concedido después de una investigación de las más minuciosas. Y, cosa extraña, las autoridades locales entregaron sin dificultad alguna el documento solicitado por ese «sospechoso» que era objeto de una vigilancia tan cuidadosa por parte del departamento de la policía que éste había considerado necesario instalar en Pskov a uno de sus «pesquisas» más finos. Es posible que estuviera de por medio la intervención del príncipe Obolenski, que gozaba de un gran prestigio en aquella pequeña ciudad. El caso es que Ulianov recibió su pasaporte el 5 de mayo siguiente.

A partir de ese momento se pone a preparar activamente su partida. No tenía ninguna instalación propia en Pskov; su guardarropa se reducía al mínimo más estricto. Pero sus libros... Nunca había creído que tuviera tantos. Y surgieron conflictos más desgarradores unos que otros. No podía llevarlos todos. Había que resignarse, por tanto, a hacer una selección. ¿Pero cómo escoger? ¿Qué escoger? Ulianov halló una solución sencilla y radical. Sacrificó todo lo que no era literatura marxista, obras de economía política y diccionarios: novelistas, poetas, dramaturgos, ensayistas. Únicamente el Fausto de Góethe y las poesías de Nekrasov conservaron su favor. Una vez hecha la selección, tres cajas, con un peso total de casi una tonelada, fueron encaminadas a la estación, donde su aparición no dejó de provocar viva sensación entre los encargados de la expedición de equipajes.

La última visita de Ulianov en Pskov fue la que hizo el 19 de mayo a Lopatin. Lo dejó llevándose en el bolsillo interior de su chaleco un millar de rublos en billetes de Banco. Tras lo cual se trasladó a la estación, acompañado por Martov. Lo esperaban en San Petersburgo: cita con Struvé, quien debía entregarle algún dinero; últimas conversaciones con los futuros agentes de enlace de su periódico, visitas a unos cuantos editores y directores de revistas que podrían ser utilizados en caso necesario. En cuanto a Martov, antes de regresar a Poltava, donde debía trasladarse a continuación al extranjero, pensaba pasar unos cuantos días con su familia, que vivía en los alrededores de la capital. Para despistar a los sabuesos que los seguían, los dos compañeros tomaron el tren de noche y como dos buenos conspiradores se bajaron la mañana siguiente en Tsarkoe-Selo, donde, después de vagar por el parque durante dos horas, tomaron el tranvía que los condujo a San Petersburgo a eso del mediodía. Una vez allí, los viajeros se separaron y cada quien se fue por su lado. Ulianov estaba convencido de que había logrado burlar así la vigilancia de la policía. ¡Cuál sería su asombro cuando, después de haber pasado la noche en casa de la madre de su viejo camarada, el ingeniero Malchenko, se sintió agarrado por un brazo, con bastante brutalidad, apenas salido de la casa, y arrastrado hacia un fiacre parado en la esquina!

Fue llevado al departamento de la policía y registrado. Le sacaron del bolsillo del chaleco los billetes de Banco que tenía y lo llevaron ante el jefe de Seguridad, el coronel Pyramidov. Este, que ya había sido avisado de su captura, lo esperaba con una sonrisa burlona en los labios. Era un policía de un tipo bastante especial. Procedía con cierta urbanidad indiferente, lo cual no le impedía perseguir despiadadamente a los revolucionarios. Recibió a su «cliente» adoptando un aire compasivo e irónico al mismo tiempo. «¡Dios mío, qué imprudente es usted! —exclamó—. ¿Cómo se le ha ocurrido bajar en Tsarkoe-Selo? ¡No sabía usted que nuestra vigilancia es más rígida allí que en cualquier otra parte!» Ulianov no contestó nada.

A las preguntas que le hizo el coronel, contestó: «—En camino hacia Podolsk, me detuve en San Petersburgo para arreglar mis asuntos literarios y financieros antes de salir para el extranjero, donde pienso continuar mis investigaciones científicas y trabajar en las bibliotecas, ya que en Rusia se me sigue prohibiendo el acceso a los centros universitarios. Parto también por razones de salud. En cuanto a las personas a quienes ví ayer, me niego a nombrarlas, puesto que no tienen relación alguna con el delito que se me imputa: mi llegada clandestina a San Petersburgo... Al ser detenido no quise decir dónde había pasado la noche porque me ofendió la forma en que me detuvieron y porque no quería causar molestias a las personas cuya complacencia aproveché... Los 1.300 rublos que han hallado sobre mí constituyen mi fortuna personal y he tenido que llevarlos conmigo porque necesitaba unos centenares de rublos para mi viaje al extranjero y también porque tenía que pagar mi deuda a mi suegra y dejar algún dinero a mi mujer, que está actualmente sin trabajo y necesita atención médica. Los llevaba cosidos en el interior del chaleco porque no tuve tiempo de mandarlos por correo. Siempre llevo así gruesas sumas de dinero. Eso se puede comprobar fácilmente examinando mis otros chalecos, que tienen todos en el interior un bolsillo similar. En cuanto a la procedencia de esas sumas, la explico así: Primero, una suma de unos 850 rublos me fue pagada a finales del año pasado por mi traducción del libro de Webb; segundo, he recibido alrededor de 150 rublos de la revista

La Vida en Pskov, por correo; tercero, el resto, que forma mis ahorros personales, me fue entregado en pequeñas fracciones por revistas en las cuales colaboraba...»

Se consideraron verosímiles las explicaciones de Ulianov y lo soltaron al cabo de diez días. Escoltado por dos policías pudo tomar el tren para Podolsk. Al llegar, sus ángeles guardianes lo pusieron en manos del jefe de la policía local. Este lo dejó en libertad de hacer lo que quisiera, pero le recogió el pasaporte. En un gesto de audacia, Ulianov empezó a citar artículos del Código del Imperio que prohibían el secuestro de los documentos del estado civil, pero que en realidad no tenían relación alguna con su caso personal, y amenazó con elevar una queja a las altas esferas «por abuso de poder». Su actitud seca y autoritaria impresionó a tal punto al policía de Podolsk, que éste ordenó la devolución del pasaporte casi con excusas.

Su madre se había radicado, con su hija mayor, en esta pequeña ciudad cercana a Moscú. Se sintió muy feliz al saber que su Volodia se reintegraba por fin a la vida normal. Lo único que pedía era verlo instalado en algún rincón apacible de provincia, resguardado de las privaciones y de las preocupaciones de orden material. Pero lo que su hijo le anuncia es que se va al extranjero, por largos años, quizá para siempre... La madre no protesta. Además, ¿de qué serviría? Lo decidido por Volodia debe llevarse a cabo porque tal es su voluntad y esa voluntad, ella lo sabe bien, es inquebrantable. En cuanto a Ana, que se aburre junto a un esposo plácido, comprende y aprueba a su hermano. Es más, está dispuesta a seguirle. Los tres fueron a Ufa, donde languidecía la joven mujer de Ulianov. Estaba convenido que tan pronto como fuera liberada, Nadia se reuniría con su esposo en el extranjero. Durante la semana que pasó en Ufa, éste logró reclutar todavía unos cuantos nuevos agentes de enlace para su empresa y partió muy satisfecho de los resultados obtenidos.

Ulianov desbordaba alegría durante el viaje de regreso. La esperanza de ver realizado por fin su proyecto lo llenaba de alegría y de entusiasmo. «Respiraba con deleite el aire del río y de los bosques circundantes —escribe Ana—. Recuerdo nuestra conversación sobre el puente, totalmente desierto, de nuestra pequeña embarcación, y que terminó a altas horas de la noche.»

El 16 de julio lo llevaba el tren hacia su nuevo destino. Unas semanas más tarde, la señora Elisarov tomaba el mismo tren. Su marido, dócil y obediente como siempre, la acompañó hasta la estación y le deseó buen viaje...

 

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