Lenin

Lenin


LA LUCHA POR EL PARTIDO » 10. Lenin forja sus armas

Página 17 de 66

Trotski solía acompañar a su jefe en sus paseos dominicales. Este lo llevó una vez a la Brotherhood Church, Iglesia de la Fraternidad, que pertenecía a la secta socializante de los Congregacionistas, donde los fieles, a guisa de sermón, escuchaban discursos auténticamente revolucionarios. «Mientras el orador, un obrero tipógrafo, hablaba —escribe Trotski—, Vladimir Ilich traducía en voz baja su discurso. Luego se levantaron todos y se pusieron a cantar: «Dios todopoderoso, suprime a los reyes y a los ricos en la tierra.» A la salida, Lenin observó: «En el proletariado inglés hay una cantidad de elementos revolucionarios y socialistas, pero todo esto está entremezclado de conservadurismo, de religión y de prejuicios, y esto no logra despuntar ni consolidarse»... «De vuelta de la iglesia socialdemócrata —sigue contando Trotski— almorzábamos en la pequeña cocina-comedor del apartamento, que se componía de dos piezas. Todavía me parece ver —escribía en 1924— los pequeños pedazos de carne asada a la parrilla que fueron servidos sobre la estufa. Tomamos té.»

Lenin no se dedicaba únicamente a su trabajo de organizador en Londres. También se trasladaba al continente. En el otoño de 1902 se le vio tomar la palabra en Lieja, Lausana, Ginebra, Berna y Zurich. Luchaba entonces contra la influencia que estaba conquistando en los medios de la emigración y en los de los estudiantes rusos en el extranjero el nuevo partido de los socialistas-revolucionarios, dirigido por Víctor Chernov, un jefe hábil y expeditivo. Lenin observaba, no sin inquietud, la actividad desarrollada por éste. Los socialistas-revolucionarios habían sabido explotar, desde el principio, un error táctico de los socialdemócratas, que se habían dedicado enteramente a su labor de educación marxista de la clase obrera, descuidando ostensiblemente a los campesinos. No subestimaban en modo alguno su importancia, pero estaban convencidos de que la revolución sería hecha por los obreros y que el papel dominante en la construcción del socialismo pertenecía a éstos. Por el contrario, los socialistas-revolucionarios, haciendo suyas las tesis populistas, estimaban que en un país esencialmente agrícola como Rusia debía reservarse el primer lugar a los campesinos y que la revolución no podría hacerse sin ellos.

Era necesario, por tanto, según Lenin, demostrar que los socialdemócratas no habían subestimado en modo alguno la misión de la clase campesina, que ellos tenían un programa agrario propio y muy preciso que enfocaba, a la luz de la doctrina marxista, todos los problemas planteados por la cuestión de las relaciones que deben existir entre los campesinos y el proletariado obrero. Comenzó por enviar al continente a Trotski, después de haberlo ensayado en los mítines en White-Chapel, donde aquél se reveló un orador muy brillante. Después, él también emprendió una gira de conferencias.

Los socialistas-revolucionarios reaccionaron delegando oradores que tomaban la palabra detrás de él. En Ginebra, los debates duraron dos noches seguidas. «Los S. R. llevaron la voz contradictoria babeando de rabia —escribe un estudiante marxista que asistió—, pero fracasaron.»

Poco después, Lenin recibió la proposición de dar una serie de conferencias en la Escuela de Altos Estudios Sociales fundada en París, en 1901, por profesores de las universidades rusas revocadas por el Gobierno zarista. El Consejo de Administración de la Escuela se inclinaba más bien en favor de los socialistas-revolucionarios. Había invitado a Chernov a exponer la doctrina de su partido a los estudiantes de la escuela. Fueron éstos, según parece, o por lo menos aquellos que profesaban opiniones marxistas, quienes consiguieron de sus maestros que se concediera también la palabra, después de que hablara el jefe de los socialistas-revolucionarios, al representante de la parte adversa8.

Lenin aceptó la invitación. Las conferencias se celebraron los días 23, 24, 25 y 26 de febrero. Trotski, que se encontraba entonces en París, asistió a ellas. «Recuerdo —cuenta en su libro— que Vladimir Ilich estaba muy emocionado antes de empezar su primera conferencia. Pero se dominó en cuanto subió a la cátedra, o por lo menos así lo aparentaba.»

Trotski parece exagerar un poco al decir eso. Pero, efectivamente, Lenin pudo parecerle bastante nervioso en ese momento. Tenía sus razones para estarlo. Un representante de la dirección de la Escuela le había instado a no entablar ninguna clase de polémica durante su conferencia. Lenin respondió secamente que hablaría como le pareciese o que no hablaría en absoluto. Tras lo cual se presentó ante su auditorio. Sus primeras palabras fueron para declarar que el marxismo, como teoría revolucionaria, provocaba necesariamente la polémica, pero que ello no estaba en modo alguno en contradicción con su carácter científico. Se abstuvo, sin embargo, de lanzar ataques a los socialistas-revolucionarios y se mantuvo dentro de los límites de una exposición puramente científica. Los dirigentes de la escuela se mostraron satisfechos. Uno de ellos, deseoso de elogiarlo, no halló nada mejor que anunciar que «era un verdadero profesor».

El grupo parisiense de

Iskra aprovechó la estancia de Lenin en París para organizar una conferencia política que permitiera a éste abordar con toda libertad la cuestión candente del momento: el programa agrario de los socialdemócratas y la actitud de éstos frente a los socialistas-revolucionarios. Se celebró el 25 de febrero en una sala de la avenida de Choisy. Varios contradictores tomaron la palabra. «No recuerdo sus nombres —escribe Trotski—, pero sí recuerdo que la réplica de Vladimir Ilich fue admirable. Uno de nuestros camaradas me dijo a la salida: «Lenin se ha superado hoy.» Fueron al café, como de costumbre, después de la conferencia. Lenin estaba de muy buen humor, reía y bromeaba con todo el mundo. Los organizadores del acto se mostraban encantados: los ingresos habían pasado de 70 francos.

Una semana después sostuvo durante cuatro días seguidos una controversia pública sobre esa misma cuestión, organizada por el grupo de

Iskra junto con otras organizaciones de emigrados rusos. Una carta fechada en París el 4 de marzo de 1903 e interceptada por la policía zarista permite darse cuenta de la impresión que produjeron esos debates en el auditorio. «La lucha entre socialistas-revolucionarios y socialdemócratas está en su apogeo —escribe el autor de la carta, que no ha podido ser identificado—. De un lado ha intervenido una fuerza como la de Lenin, del otro Chernov y consortes. Naturalmente, esta lucha ha provocado entre los jóvenes una profunda escisión, un antagonismo espantoso. Pero era inevitable. Hoy le toca hablar a Chernov, y los socialdemócratas, con Lenin al frente, se preparan a contradecirle. Lenin habla admirablemente; cautiva literalmente a su auditorio.»

Para iniciar a su jefe en la vida parisiense, los iskristas resolvieron llevar a Lenin a la Opera Cómica. Una joven camarada, Natalia Sedova, la futura compañera de Trotski, fue la encargada de invitarlo. Aceptó gustoso, y sin separarse de su cartera atiborrada de expedientes y de fichas de toda clase, se fue a escuchar

Luisa en compañía de la muchacha, de Martov y Trotski. Este conservó de aquella salida un recuerdo más bien desagradable. Dejemos que él mismo nos diga por qué.

«Lenin —cuenta en su libro— había comprado unos zapatos en París. Le estaban muy estrechos. Los sufrió durante algunas horas y finalmente decidió deshacerse de ellos. Como de costumbre, mis zapatos exigían ser reemplazados. Lenin me dio los suyos y en un principio el regalo me causó tanto placer que creía que eran exactamente de mi número. Quise estrenarlos para ir a la Opera Cómica. A la ida todo marchó muy bien pero en el teatro empecé a sentir que el asunto se estropeaba. Esa es quizá la razón por la cual no recuerdo la impresión que pudo producir la ópera en Lenin y en mí mismo. Recuerdo solamente que se mostraba entonces muy dispuesto a bromear y que se reía a mandíbula batiente. Al regreso, yo sufría cruelmente y él se divertía burlándose a todo lo largo del camino, pero sin maldad y no sin cierta conmiseración.»

Desde Suiza, Plejanov seguía con una mirada inquieta la actividad que desplegaba su asociado. Sus relaciones se habían hecho bastante tensas. Cuando terminó

¿Qué hacer?, Lenin había leído su manuscrito a Plejanov. Este hizo algunas observaciones de detalle que atenuaban la intransigencia de algunas de sus tesis. Lenin prometió tenerlas en cuenta y hacer algunos retoques antes de enviar su texto a la imprenta. Pero no lo hizo. Plejanov, ya de por sí muy susceptible, se sintió vivamente ofendido. Cuando vio que los militantes del interior habían entablado estrechas relaciones con Londres y parecían dar de lado a Ginebra, no aguantó más y, desconfiando de los informes optimistas de su «observadora», Vera Zasulitch, se trasladó personalmente a Inglaterra. Entre otras cosas, tenía que ponerse de acuerdo sobre el proyecto de programa del partido que debía ser presentado al próximo Congreso. Cada uno de ellos tenía el suyo. Las diferencias radicaban en cuestiones de detalle, pero no lograban ponerse de acuerdo. Al regresar a Suiza, Plejanov puso en práctica un proyecto que sin duda había concebido mucho antes.

Iskra sería trasladada a Ginebra. Había un pretexto muy cómodo: los precios de los impresores suizos eran mucho más bajos que los de sus colegas ingleses, e incluso la vida costaba infinitamente menos. Supo llevar el asunto muy bien. Aprovechando la ausencia de Potresov, siempre enfermo, y habiendo convencido a Martov, que detestaba Londres, planteó la cuestión de la redacción. Le dieron la razón, y Lenin tuvo que acatar una decisión tomada casi por unanimidad. Lenin se hallaba entonces en un estado de gran excitación. Cuando más se acercaba la fecha de la convocación del Congreso más nervioso y agitado se sentía. Enfrentado a la mala voluntad de algunos comitards y a la indiferencia de algunos de sus agentes acabó por caer enfermo. Se le declaró uña especie de erisipela del cuero cabelludo que le hizo sufrir mucho. «Creí —escribe Krupskaia— que se trataba de una enfermedad cutánea, algo así como una peladera.» Como los médicos costaban caros, pidió consejo a un emigrado, ex estudiante de Medicina, quien confirmó su diagnóstico. Entonces, armada con un frasco de yodo, se puso a refregar valerosamente el cráneo de su esposo. Este se dejó curar estoicamente, perdió casi todo el pelo que aún le quedaba y partió para Ginebra en ese estado. En el camino agarró la gripe y al bajar del tren tuvo que encamarse. Estuvo inmovilizado durante dos semanas.

 

Ir a la siguiente página

Report Page