Lenin

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LA LUCHA POR EL PARTIDO » 11. El vencedor vencido

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Entonces..., Pero al llegar aquí cambia el tono, se hace cada vez más autoritario, demoledor e imperativo: «Estoy perfectamente de acuerdo con el camarada Martov en que la decisión que acaba de tomarse tiene un alcance político considerable. Pero ese alcance no es el que le atribuye el camarada Martov. Ha dicho que era un episodio de la lucha por la influencia en el Comité central. Yo llegaré más lejos diciendo que toda la acción de

Iskra como grupo privado no fue hasta ahora más que una lucha por esa influencia. Ahora se trata de algo más importante: no se trata ya de luchar por esa influencia, sino de consolidarla organizándola. Puede verse hasta qué punto nos alejamos políticamente el uno del otro el camarada Martov y yo, si comprobamos que él me reprocha el crimen de aspirar a esa influencia mientras yo lo considero un mérito. Eso quiere decir que ya no hablamos el mismo lenguaje... Sí, el camarada Martov tiene perfecta razón: el paso dado es, indudablemente, un paso decisivo que dejará su huella en el futuro trabajo constructor de nuestro partido. Y no me impresiona en modo alguno la comparación con un «estado de sitio», con «leyes de excepción» para ciertos grupos y ciertas personas. No sólo podemos, sino que debemos declararnos en estado de sitio para protegernos de los elementos vacilantes y frívolos. Y todos nuestros estatutos, todo nuestro «centralismo» que acaba de aprobar el Congreso, no son más que un estado de sitio permanente contra las fuentes, tan numerosas, de la inestabilidad política. Y para luchar contra éstas no vacilaremos en recurrir a las leyes particulares o de excepción.»

Tal vez en ese discurso pensaba Plejanov cuando unos días más tarde, contestando a los reproches que le hacía su amigo Axelrod por haber apoyado a Lenin, le dijo: «¡Qué quiere usted! ¡De esa misma madera estaba hecho un Robespierre!» El escrutinio dio los resultados previstos. Fueron elegidos para el Órgano central Plejanov, Lenin y Martov; para el Comité central, Krjijanovski y Lengnik, dos amigos de Lenin, y un «neutral» inofensivo, Gliebov. Lenin tenía, pues, asegurada la mayoría. Martov anunció que no aceptaba formar parte del «trío» del Órgano central y éste quedó reducido a dos miembros solamente: Plejanov y Lenin.

El Congreso había terminado. Los «rusos» se disponían a regresar a su país. Uno de ellos abordó un día a Lenin y se puso a lamentar las querellas intestinas y las ásperas polémicas que habían azotado sus sesiones. «¡Qué triste atmósfera se respiraba!», se quejaba. «¡Qué cosa más bella ha sido nuestro Congreso! —le replicó Lenin—. Una lucha franca y libre. Se han expresado las opiniones. Se han delineado los contornos. Se han determinado los grupos. Se han tomado las decisiones. Hemos cruzado una etapa. ¡Adelante! ¡Yo lo comprendo, esto es la vida!»

Esas palabras optimistas no reflejaban exactamente el estado de ánimo de Lenin. Tras esa máscara alegre ocultaba una gran angustia y profundos tormentos. Resentía dolorosamente todas esas disputas. Bajo una apariencia seca y escéptica, Lenin ocultaba una sensibilidad aguda, casi enfermiza. Era difícil que concediera su amistad, pero una vez que la había dado a alguien no podía separarse sin que la ruptura lo hiciera sufrir cruelmente. Martov le inspiraba un sentimiento complejo de afecto burlón y de indulgente ternura. Se burlaba frecuentemente de él, lo consideraba insoportable y huía como de la peste de su charlatanería que le impedía trabajar, pero apreciaba su inteligencia y su devoción. Ahora lo veía alzarse contra él, y el fin de una amistad de diez años parecía inevitable: para Lenin, las divergencias políticas no podían dejar de tener su repercusión directa e inmediata en el terreno privado. Quien dejaba de compartir sus opiniones era borrado de la lista de sus amistades personales. Pero eso constituía para él una fuente de desgarramientos atroces. Ya en Bruselas se mostraba muy agitado. «Tenía tantas preocupaciones —escribe Krupskaia— que no pensaba en comer.» En Londres fue peor. También aquí conviene señalar el testimonio de su mujer, que lo observaba con inquietud solícita: «su nerviosismo se agravó. Pasaba las noches sin sueño, terriblemente agitado.» Pero sólo ella lo sabía. Ninguno de sus amigos y de sus enemigos, que lo veían siempre tranquilo y sonriente, sospechaban.

Volvieron a Ginebra. «Entonces —sigue hablando Krupskaia— empezaron los días malos.» En efecto, la situación se presentaba bastante sombría. En lugar de consolidar la unidad del partido, el Congreso no había hecho más que acentuar las divisiones que existían en los círculos de la socialdemocracia rusa. En lugar de una fusión con los bundistas y de un entendimiento con los unionistas, se había llegado a una ruptura con unos y con otros. Pero lo grave, sobre todo, era que en el seno mismo de las organizaciones iskristas se perfilaba una escisión que amenazaba con dividir al partido en dos sectores. Los «vencidos» acababan de declarar una guerra sin cuartel a los «vencedores». Aunque habían sido puestos en minoría en el Congreso, tenían a su lado a la gran mayoría de los emigrados. Lenin, a pesar del prestigio del nombre de Plejanov, que se había puesto a su lado, no pudo reunir más que un puñado mínimo de partidarios. O sea que los «mayoritarios» del Congreso no formaban en realidad más que una minoría ínfima, mientras que los «minoritarios» representaban efectivamente a la mayoría y tenían en sus filas a los personajes más representativos de la emigración rusa de aquella época. Hicieron todo lo posible para «darle» a Lenin y reducir a cero el alcance de su victoria en el Congreso. Para empezar: boicot total de «su»

Iskra. Se dio la consigna de negarse a colaborar en él bajo ningún aspecto y de no entregar nada a la caja del periódico. Después: negarse a reconocer las decisiones tomadas por el Congreso y la autoridad del Comité central elegido. Por último: intervención apremiante ante las organizaciones del interior, donde los adeptos de Lenin eran mucho más numerosos que en el extranjero. Se escribe a los comités y se actúa entre los delegados que se han retrasado en Ginebra. Lenin es acusado de haber «tiranizado» al Congreso, de querer someter al partido a un régimen de cuartel, de jugar al dictador. En su informe a sus camaradas de Siberia que lo habían comisionado, Trotski decía:

«Creyó el Congreso que entre el oportunismo auténtico y el iskrismo pura sangre se había introducido un iskrismo blando o «girondino». Inmediatamente resonó el grito: «¡La patria está en peligro! ¡Las puertas del partido están abiertas de par en par!» Las dos terceras partes de la redacción fueron enseguida declaradas sospechosas. La Montaña ortodoxa se puso a devorarse a sí misma: «¡La patria está en peligro! ¡Caveant consules!...» El camarada Lenin ideó un Comité de Salud Pública en el que pensaba desempeñar el papel del incorruptible Robespierre. Todo lo que le cerraba el paso debía ser aniquilado y el camarada Lenin no vaciló en exterminar a la Montaña iskrista para poder instalar sin obstáculos su «república de la virtud y del terror».

Robespierre no pudo mantener su dictadura en el Comité de Salud Pública más que reclutando partidarios en el seno del propio Comité y colocando a sus criaturas en todas las funciones importantes del Estado... La primera condición se ha realizado en nuestra caricatura del robespierrismo con la supresión de la antigua redacción. La segunda, mediante la selección de los candidatos para el «trío» del Comité central y mediante el sistema de cooptación mutua que debe ser aplicado a continuación. Un régimen así no puede ser viable. El sistema de terror conduce a la reacción. El proletariado parisiense puso a Robespierre en un pedestal con la esperanza de que lo sacaría de la miseria. Pero el dictador le trajo demasiadas ejecuciones y muy poco pan. Robespierre cayó y arrastró en su caída a toda la Montaña y, con ella, a toda la causa de la democracia en general.

Y nosotros también, en estos momentos, nos hallamos frente a ese mismo peligro: el inevitable e inminente hundimiento del centralismo leninista va a comprometer, para muchos de nuestros camaradas rusos, la idea misma de la centralización. Las esperanzas nacidas del «gobierno» del partido han sido demasiado grandes, desmesuradamente grandes. Los Comités estaban convencidos de que les proporcionaría hombres y medios de acción. Pero un régimen que para poderse sostener mejor empieza por desterrar a todo un equipo de excelentes trabajadores no puede más que prometer demasiadas ejecuciones y poco pan. Está destinado infaliblemente a provocar una decepción que podría ser fatal no sólo para los Robespierres y para los islotes del centralismo, sino también para el principio de una organización unificada del partido. Y entonces se adueñarían de la situación los «termidorianos» del socialismo oportunista y las puertas del partido se abrirían de verdad de par en par.

¡Que no suceda así, camaradas! Viendo que había tropezado con una oposición en masa cuya amplitud superaba sus previsiones, Lenin trató de tantear el terreno con vistas a una reconciliación. Se dirigió a Martov. En el curso de una entrevista celebrada a iniciativa suya, propuso a su viejo amigo olvidar todo lo que acababa de ocurrir y entrar en el «trío» iskrista, haciéndole ver que como ambos tenían la misma opinión sobre la mayoría de las cuestiones, podrían entre los dos dominar a Plejanov. Martov no quiso saber nada, obstinándose en creer que los alegatos de Lenin lo habían deshonrado ante sus colegas. Poco después de esa conversación, Lenin escribía a un iskrista que formaba parte de la minoría: «Todo esto conducirá inevitablemente a una escisión en el partido. Y yo me pregunto: en resumen, ¿por qué razones vamos a separarnos? Repaso en mi memoria todos los acontecimientos del Congreso. Reconozco que a veces actué en un estado de terrible exasperación y que me conduje con rabia. Estoy dispuesto a reconocer ante quien sea esta falta mía, si es que hay que considerar como una falta las reacciones provocadas por la atmósfera general del Congreso, en la excitación de la lucha. Pero ahora, examinando con sangre fría los resultados adquiridos a costa de una lucha furiosa, no veo decididamente nada humillante ni ofensivo para la minoría. Es cierto que el hecho de quedar en minoría tenía que ser resentido como una humillación, pero protesto categóricamente contra la idea de que hubiéramos tenido la intención de humillar a nadie... Estuvimos en desacuerdo, Martov y yo, como lo hemos estado decenas de veces. Habiendo sido vencido en la cuestión del artículo primero de los estatutos, tenía que aspirar, con toda mi energía, al desquite... Indudablemente, la creación del «trío» permitía una línea de conducta política y de organización dirigida en cierto modo contra Martov. De acuerdo. ¿Pero es una razón para romper? ¿Romper el partido por eso...? Lo repito: lo mismo que la mayoría de los iskristas del Congreso tenía la profunda convicción de que Martov había emprendido el mal camino y que había que traerlo al bueno. Ofenderse, creerse humillado y «manchado» no es razonable. No queremos manchar ni apartar del trabajo común a nadie. Provocar una escisión porque se ha sido apartado de la dirección del periódico sería, en mi opinión, una simple locura.» La mano que tendía Lenin quedó suspendida en el aire.

El 6 de octubre envió a Trotski, a Martov y a los tres miembros separados de la redacción de

Iskra una carta circular firmada por él y por Plejanov: «Querido camarada: la dirección del órgano central del partido estima que es su deber expresarle oficialmente su pesar al ver que se abstiene de colaborar en

Iskra y en

Zaria. A pesar de nuestras reiteradas invitaciones, no hemos recibido ningún escrito suyo. La dirección del órgano central del partido quiere dejar asentado que su negativa de colaboración no podrá serle imputada en ningún caso. Una rencilla personal no puede ser evidentemente un obstáculo para el trabajo en el órgano central del partido. Si su abstención es consecuencia de una divergencia entre usted y nosotros, estimamos que sería infinitamente deseable, en interés mismo del partido, que se le presentara, en las columnas de la publicación que dirigimos, una exposición detallada que aclarara el carácter y la amplitud de esa diferencia».

Todos, con excepción de Martov, se limitaron a responder brevemente que habían suspendido sus relaciones con

Iskra desde el advenimiento de la nueva redacción. Martov hizo saber además que pensaba explicarse ante todo el partido, pero de una manera muy distinta a la propuesta por Plejanov y Lenin.

La

Liga de los Socialdemócratas Rusos en el Extranjero, fundada por Plejanov después de su ruptura con los unionistas, disponía de dos mandatos en el Congreso. Habían sido confiados a Lenin y a Martov. La víspera de la apertura de las sesiones, se supo que el delegado de la organización central rusa de

Iskra se hallaba en la imposibilidad de trasladarse al extranjero. Para no privarla de un representante en el Congreso, se decidió que uno de los dos delegados de la Liga recogería su mandato. ¿Pero cuál? Se zanjó la cuestión echándolo a suertes. Así fue como Martov se convirtió en delegado de la

Iskra y Lenin siguió siendo el de la

Liga. Era costumbre que, después de un Congreso, el delegado hiciera un informe a sus compañeros sobre la forma en que había cumplido su mandato. Martov, que tenía numerosos amigos entre los miembros de la

Liga, consiguió que, al mismo tiempo que se invitaba a Lenin a presentar su informe, le autorizaran a él, en su calidad de segundo delegado, aunque no había ejercido efectivamente esa función, a presentar también el suyo. Eso era lo que, en su respuesta a Lenin, había calificado de «una explicación ante el partido».

Lenin no podía esquivar esa confrontación. Y fue hacia ella sabiendo que era un golpe montado por sus adversarios, quienes, seguros de su mayoría, saboreaban su triunfo por adelantado. «Poco antes de esa reunión —escribe Krupskaia— le había ocurrido un accidente a V. I. Se paseaba en bicicleta. Perdido en sus pensamientos, fue a chocar contra un tranvía y estuvo a punto de perder un ojo. Se presentó ante la asamblea de la

Liga con la cara tumefacta y la cabeza vendada.» «Como un acusado ante sus jueces», ha dicho Plejanov, que asistía a la sesión.

Las cosas se anunciaban mal desde el principio. Comenzó, por tanto, por sostener que Martov había renunciado a su mandato y que él, Lenin, había sido el único delegado de la

Liga. En consecuencia, Martov no debía ser admitido como segundo ponente. Eso estaba conforme, en efecto, con la lógica más elemental. La asamblea, sin embargo, no compartió esa opinión y autorizó a Martov a presentar su informe. Dijo a continuación que, para poder aclarar mejor la relación de los hechos, pensaba hablar de lo que había pasado no sólo en el Congreso, sino también en las conferencias privadas de la redacción de

Iskra. Martov se opuso. Eso sería demasiado indiscreto. Además, no se habían levantado actas de esas entrevistas. Podrían surgir controversias por parte de los interesados. Más vale no tocar lo que ha pasado entre bastidores. Lenin protesta. ¿No hay actas? Eso no tiene importancia ninguna. También faltan por el momento las del Congreso, y eso no impide que se discutan sus sesiones.

«Además —agrega en tono amenazador—, si considero que las reuniones privadas de

Iskra son susceptibles de aclarar el asunto, hablaré de ellas, e incluso ante un auditorio mayor. De todas maneras, el camarada Martov no logrará ocultarlas.»

Murmullos desaprobadores acogen esa declaración. Plejanov, deseoso de apoyar a Lenin, expresa su asombro por ver en el discurso de Martov «un extraño método para buscar la verdad que consiste en escamotear los medios de conocerla». Martov, vivamente picado, reaccionó nerviosamente: ¡Bueno, no importa! Las palabras del camarada Plejanov me dejan las manos libres. Declino toda responsabilidad por lo que pueda suceder y propongo que se hable de todo, absolutamente de todo». Martov sabía lo que decía. Lenin pareció comprenderlo y quiso batirse en retirada: él quiere hablar de las conferencias privadas de

Iskra, pero también quiere señalar que durante el Congreso no hubo reuniones de la redacción. En cuanto a las conversaciones particulares, el repetirlas sería caer en comadreos de portera. No lo hará. Pero Martov insiste. Puesto que de aclarar se trata, de aclararlo todo, hablemos de todos y de todo. La asamblea le da la razón. Lenin cae en la trampa que él mismo se ha tendido.

La lectura de su informe no provocó incidentes. Sus partidarios aplaudieron.

Martov tiene ahora la palabra. Primero, un panorama general de las sesiones del Congreso. Tiene que cumplir bien sus deberes de ponente. Pero tiene prisa en abordar su propio caso. Desde hace dos meses —se queja— le persigue la calumnia, se le deshonra, y ya no aguanta más. Lenin se ha atrevido a afirmar que estaba de acuerdo con él para reducir la redacción de

Iskra a tres miembros. Es mentira. ¡Traicionar él a sus camaradas! Sólo el pensar que hubiera sido capaz de hacerlo constituye para él una injuria mortal. Y no la tolerará. He aquí cómo sucedieron las cosas: en una conversación a la que asistió Potresov, Lenin propuso nombrar una redacción de tres miembros que completaría inmediatamente su equipo nombrando cuatro miembros con el sistema de cooptación. Era según él, afirma Martov, la única manera de evitar la discusión en el seno de la redacción si se planteaba la cuestión del nombramiento de un séptimo miembro. Él, Martov, había dado su consentimiento porque estaba convencido de que se trataba de volver a introducir a los tres antiguos miembros de la redacción.

Se oye gritar a Lenin: «¡No es verdad! ¡No es verdad!» Martov persiste en sostener que Lenin lo ha engañado al proponer al Congreso una solución diferente a la que había expuesto durante su conversación. «Le pregunto directamente a Lenin: ¿He mentido? Si Lenin contesta que he mentido, lo cito ante un jurado de honor que decidirá quién de los dos ha engañado al partido. Si el jurado considera que quien ha mentido he sido yo, sacaré la conclusión de que un hombre convicto de haber mentido al partido debe ser considerado indigno de ocupar un puesto responsable.»

Mientras hablaba Martov, Lenin escribía febrilmente sobre un pedazo de papel. Cuando el otro se calla, se levanta y lee la declaración siguiente, que él mismo depositará a continuación en la Mesa de la Asamblea: «Protesto con la mayor energía contra ese miserable medio de combate que consiste en preguntar: ¿quién ha mentido al relatar la entrevista privada que se celebró entre Martov, Potresov y yo?... Declaro que Martov lo ha contado de una manera totalmente inexacta. Declaro que acepto cualquier clase de jurado de honor, y yo también lo cito ante ese jurado si se cree autorizado para acusarme de haber cometido una acción incompatible con el desempeño de un cargo responsable en el partido. Declaro que el deber moral de Martov, que en lugar de una acusación precisa hace vagas insinuaciones, es formular su acusación abiertamente y con su firma. En mi calidad de miembro de la redacción del órgano central del partido, le propongo, en nombre de toda la redacción, que publique inmediatamente esa acusación en un folleto especial. Si no lo hace, demostrará que sólo ha buscado el escándalo y no el saneamiento moral del partido.»

Al terminar la sesión, Martov sintió algún remordimiento. «Debo señalar —dijo— que fue el propio Lenin quien, después de que le advertí el inconveniente de sacar a relucir las conversaciones privadas, las utilizó en su informe y me obligó a hacer lo mismo... No he dicho que Lenin hubiera mentido. He dicho que si sus declaraciones son exactas yo soy un mentiroso, y que no podré soportar tal responsabilidad. Lo mismo en cuanto a las intrigas. No he acusado a Lenin de haber intrigado, y él me presenta como un intrigante.» Tras lo cual se levantó la sesión.

Al comenzar la del día siguiente, Lenin anuncia que después de lo ocurrido la víspera estima inútil e imposible participar en los debates que van a comenzar. Dicho esto, se dirige hacia la salida, seguido por la mayoría de sus partidarios. La sesión continúa. Trotski hace votar una moción: «El Congreso de la

Liga lamenta profundamente que el camarada Lenin, delegado suyo al segundo Congreso del partido socialdemócrata ruso, abandone la sala de sesiones sin haber terminado de dar cuenta de su mandato, so pretexto de que el camarada Martov le ha ofendido, y sustrayéndose así a sus deberes para con el partido.» Dan, otro antiguo compañero de lucha de Lenin, propone a la asamblea una resolución que especifica que «la posición adoptada por el camarada Lenin en las cuestiones de organización debatidas en el Congreso no corresponde en absoluto a los principios sobre los cuales se basa la actividad de la

Liga». También es aprobada. Al hablar ante la asamblea de la

Liga, Martov no había omitido mencionar el ofrecimiento que le hizo Lenin, después de la clausura del Congreso, de formar una alianza contra Plejanov en el seno de la nueva redacción de

Iskra. Plejanov estaba presente. Por el momento no reaccionó. Pero es poco probable que esa revelación lo dejara indiferente. Por lo demás, no hacía sino confirmar lo que sus allegados le repetían sin cesar: «El maridaje con Lenin era antinatural.» Le aseguraban que todo el mundo decía de él: «Plejanov ya no existe; se ha convertido en un juguete de Lenin.» Todo esto acabó por producir el efecto deseado: Plejanov se dejó convencer de que había que «terminar». La ocasión no se hizo esperar.

La escisión parecía inminente, puesto que el Congreso de la

Liga había declarado, antes de separarse, que no reconocía la autoridad ni la competencia del nuevo Comité central. Plejanov esperaba evitarla llamando a los cuatro antiguos miembros de la redacción de

Iskra, y le propuso a Lenin, puesto que los dos formaban toda la redacción, usar su derecho de cooptación respecto de Martov y de sus tres colegas. Lenin se negó categóricamente. Fueron inútiles todos los esfuerzos para hacerle cambiar de parecer. Entonces Plejanov pierde la paciencia y anuncia que si Lenin persiste en su negativa se irá del periódico. Lenin no se atrevió a aceptar el reto y declaró que en ese caso sería él quien se iría. Eso era lo que quería Plejanov. Al quedarse dueño de los destinos de

Iskra le faltó el tiempo para llamar a los cuatro «ex», y la redacción del periódico quedó reconstruida tal como estaba antes. Sólo faltaba un miembro: Lenin.

Su salida había sembrado la consternación en las filas de sus partidarios. Uno de ellos, Liadov, que se había quedado en Ginebra al terminar el Congreso, escribe en sus

Recuerdos: «Todos nosotros nos pronunciamos en contra de esa decisión. Nos parecía que Lenin no tenía derecho a tomarla. Pero era irreductible.» De creer al propio Lenin, éste había tomado esa decisión por una parte porque no podía resignarse a infringir una decisión tomada por el Congreso del partido, que había reducido la redacción a tres miembros (y, sin embargo, el mismo Congreso había admitido la eventualidad de una cooptación) y por otra porque no quería «ser un obstáculo en un camino que podría conducir hacia una paz posible en el interior del partido». Liadov da otra explicación que parece más verosímil: «No podía Lenin decidirse a asumir la dirección de

Iskra teniendo a Plejanov entre sus adversarios. Se daba cuenta de que entre nosotros, los bolcheviques, no había escritores ni con la mínima experiencia. Eramos sólo hombres de acción, mientras que los mencheviques habían agrupado a su alrededor a la flor y nata de los literatos. En esas condiciones, V. I. temía que los militantes de Rusia le acusaran de haber obligado a Plejanov a abandonar la dirección de

Iskra

En todo caso, Lenin, personalmente, no pensaba en modo alguno renunciar a la lucha. Al contrario, parecía más combativo que nunca y animado por un ardor guerrero. Al ir a ver a Plejanov días antes de su dimisión, le declaró: «Chamberlain salió del Ministerio para consolidar mejor su posición. Lo mismo hago yo.» El proyecto de comparecer ante un jurado de honor no se llevó a cabo: los dos bandos juzgaron preferible ahogar el asunto. Un compañero amable se ofreció como mediador y Lenin y Martov se cruzaron unas cartas liquidando el incidente a satisfacción común. Uno y otro reconocieron que no dudaban de la probidad y de la sinceridad de su adversario. «Me agradaría saber que las acusaciones hechas contra mí se basaban en un equívoco», escribía Lenin. Y Martov contestaba: «Reconozco que el conflicto surgido en ese terreno es resultado de un equívoco.»

Helos aquí, pues, frente a frente. De un lado la temible cohorte en la que se hallan, ahora fraternalmente unidos, Plejanov, Axelrod, Martov, Potresov, Zasulitch, Trotski, Dan y todos sus acólitos. Del otro, Lenin solo. Los que vienen a ponerse a su lado son desconocidos cuyos nombres no significaban nada para nadie. Y no son numerosos. Una decena, en total, como mucho. Sus adversarios poseen poderosos medios de combate. Lenin no tiene más que su pluma. Esa será la única arma con que marchará al ataque.

Empieza por enviar a

Iskra, con el ruego de que se publique, una carta abierta titulada «Por qué he salido de

Iskra». No se publica. Se ve obligado a imprimirla en forma de folleto y a distribuirla por su cuenta. En el número de

Iskra publicado inmediatamente después de su dimisión, lee un artículo de Plejanov titulado (alusión directa a su libro

¿Qué hacer?)

Lo que no se debe hacer. No hay que reñir constantemente, estima Plejanov. Hay que ser tolerante y pacífico, si se quiere evitar una escisión. «Ya había demasiadas entre nosotros y lo único que nos han hecho ha sido mucho daño. Ahora hay que mantener la unidad por todos los medios. De lo contrario, nuestro partido va a perder todo su crédito político. Si seguimos discutiendo, los obreros, a quienes nuestras querellas pasadas han desconcertado suficientemente, como todo el mundo sabe, acabarán por no comprendernos, y ofreceremos al mundo el triste y ridículo espectáculo de un estado mayor abandonado por sus tropas y completamente desmoralizado a causa de sus luchas intestinas.»

Lenin aprovecha en el acto esta ocasión para enviar una nueva Carta a la dirección de «

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