Lenin

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LA LUCHA POR EL PARTIDO » 11. El vencedor vencido

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Iskra». «El autor del artículo —dice— tiene mil veces razón al insistir en la necesidad de velar por la unidad del partido y en evitar nuevas escisiones... Ya es hora, en efecto, de rechazar resueltamente las tradiciones de un sectarismo estrecho y de poner por delante, en un partido que se apoye en las masas, la consigna: ¡más claridad! Que el partido lo sepa todo, que todos los elementos de información, absolutamente todos, sean puestos a su disposición para permitirle que juzgue, con pleno conocimiento de causa, todas las divergencias, todas las faltas a la disciplina, etc... A la pregunta de ¿qué es lo que no hay que hacer?, yo contestaría: antes que nada, no ocultar al partido los motivos susceptibles de provocar una escisión, no disimular las circunstancias y los acontecimientos que dan lugar a esos motivos... ¡Claridad! ¡Más claridad! Necesitamos una orquesta inmensa. Debemos adquirir suficiente experiencia para distribuir exactamente las partes, confiar a uno al violín sentimental, el contrabajo feroz a otro, la batuta al tercero.»

Fue publicada, pero Plejanov le añadió un comentario que no era, de cabo a rabo, más que una burla tan hábil como malévola. Se declara perfectamente de acuerdo con «el camarada Lenin». El partido necesita un máximo de luz, y le complace comprobar que Lenin recomienda urgentemente la supresión de un sectarismo estrecho. «Sólo lamentamos —prosigue Plejanov— que el camarada Lenin parece haber olvidado que son sobre todo los individuos imbuidos de sectarismo estrecho los que se placen en importunar al mundo con sus querellas, imaginándose muy seriamente que la suerte de la humanidad depende de ellas y creyendo ingenuamente que esas revelaciones contribuyen a la educación política de la mesa. El camarada Lenin parece haber olvidado que la luz política tiene también sus leyes de interferencia, y que una aplicación torpe de la consigna más claridad puede conducir a veces a un eclipse. Tratar de convertir al proletariado en juez de innumerables disputas intestinas que nacen en el seno de los grupos, sería tender al peor de los seudodemocratismos... En lo que se refiere a la futura orquesta, nada tenemos que decir en contra del violín y del contrabajo. En cuanto a la batuta del director, permítasenos expresar nuestra propia opinión... Nos parece que en una «orquesta inmensa» que se compone de un violín y de un contrabajo (y según ciertos camaradas, reconozcámoslo, el partido “ideal” empieza a cobrar esas dimensiones gigantescas) no se necesita un director de orquesta especial. Y, sin embargo, cuanto más se acerca el partido a esas dimensiones “ideales”, más importancia cobra la cuestión de la batuta. Debemos adoptar todas las precauciones posibles para que la cuestión de saber quién será encargado de empuñarla no nos haga insociables, intolerantes, obtusos, miopes, y, en consecuencia, absolutamente incapaces de formar parte de una orquesta cuyas dimensiones superarían un poco las de la orquesta colosal formada por un tierno violín y un feroz contrabajo.»

Lenin se abstuvo de dar una réplica personal. Pero sus partidarios, que adoptan ya definitivamente el nombre de bolcheviques, por oposición a sus adversarios, que han sido bautizados con el de mencheviques, sabrán actuar oportunamente. Formaron el proyecto de atacar a Plejanov en toda una serie de cartas abiertas dirigidas a la redacción de

Iskra. Esas cartas, firmadas, entre otros, por ex delegados al Congreso (había varios entre los bolcheviques), debían ser publicadas obligatoriamente. Las minutas de esas cartas fueron comunicadas primero a Lenin y aprobadas por él. Liadov, en su calidad de ex delegado, abrió el fuego. Dio a su carta el aspecto de un cuestionario en el que se instaba a Plejanov a responder punto por punto a los reproches formulados contra él.

Liadov era muy joven, «un chiquillo» según Plejanov, quien prefirió tomar la cosa en broma. Adoptando el mismo tono de burla que había usado con Lenin, contestó como si se hallara ante un juez de instrucción, sometido a un interrogatorio: «Yo, Plejanov, Jorge, hijo de Valentín, natural de la provincia de Tambov, noble de nacimiento, contesto a las preguntas que se me hacen, etc...»

El pequeño equipo bolchevique saltó de alegría al leer ese preámbulo. Surgió inmediatamente el apodo, que se hizo popular rápidamente, de «gentilhombre de Tambov». Se reunían en un pequeño restaurante montado por el ex jefe de los iskristas de Pskov, Lepechinski, quien después de haber sido detenido y deportado a Siberia, había logrado evadirse y llegar, tras múltiples peregrinaciones, a Ginebra, donde lo esperaba su mujer, una militante enérgica que sabía guisar muy bien. El fondista bolchevique tenía algunas nociones de dibujo. Empezó a garabatear caricaturas, como la de «los ratones que entierran al gato». El gato dormido es Lenin, naturalmente. Un ratoncito con un sombrero de paja le tira de la cola: es Vera Zasulitch. Otros dos ratones se abrazan tiernamente en un rincón: uno es negro, Trotski, y el otro, gris y muy gordo, Plejanov. Pero he aquí que el gato se despierta y los ratones huyen. Los ratones Martov y Potresov, que se habían subido al lomo del gato Lenin, no han tenido tiempo de salvarse, caen entre sus garras y van a ser devorados. En otra caricatura se ve a Plejanov vestido de comisario de policía, en uniforme, luciendo todas sus condecoraciones, o bien en calidad de San Jorge arcángel «que no es el vencedor...»

Estas bromas afectaron sobre todo a la mujer de Plejanov. Adoraba a su marido y no podía tolerar que nadie se burlara de él. Un día no pudo aguantar más y se presentó en casa de Lepechinski para quejarse a éste de «ese asqueroso caricaturista» que se atrevía a ridiculizar a su marido.

—Y sepa usted —anunció para terminar, conteniendo a duras penas las lágrimas— que mi Jorge, a quien ustedes creen ridiculizar llamándole «gentilhombre de Tambov», es un gentilhombre auténtico y contestará a sus insultos como corresponde a un gentilhombre, ¡provocando a duelo a quien lo insulta!

No hacía falta nada más para que el grupo, sentado ante el bortch tradicional, entonara una marcha triunfal en honor del «gentilhombre de Tambov» que marchaba a la guerra.

Para dirigir mejor su tiro (le gustaban los giros militares), Lenin se había atrincherado en el Comité central, donde lo hicieron entrar sin ninguna dificultad, y siempre por medio de la cooptación, sus amigos Krjijanovski y Lengnik, que habían sido nombrados miembros del mismo en el segundo Congreso. Una vez en él, fue designado para formar parte, como representante del Comité, del Consejo del partido, instancia suprema en la jerarquía administrativa establecida por el mismo Congreso. Ese Consejo se componía de cinco miembros, uno de los cuales era elegido directamente por el Congreso; el Comité central y el órgano central, es decir,

Iskra, designaban cada uno dos miembros.

El órgano central se encontró en una situación bastante embarazosa al tener que nombrar sus representantes. A consecuencia de la negativa de Martov, la redacción estaba reducida a dos miembros: Lenin y Plejanov, quien ya había sido elegido en el Congreso para formar parte del Consejo. Lenin se convirtió, por tanto, en el único delegado del Órgano central. Al salir de

Iskra se vio obligado, pues, a dimitir su cargo en el Consejo. Ahora volvía en calidad de representante del Comité central.

Los estatutos votados en el segundo Congreso habían determinado la función y la competencia del Consejo. Debía coordinar y unificar la acción del Comité central y del órgano central. Estaba encargado de convocar el Congreso del partido. Se reunía a petición de dos de sus miembros. Después de la reconstitución de la redacción de

Iskra, ésta estaba representada en el Consejo por Axelrod y por Martov. Junto con el presidente, Plejanov, formaban la mayoría antileninista que se oponía sistemáticamente a su reunión, para dejar al Comité central frente a los ataques de los mencheviques que, después de haberse adueñado del periódico, querían conseguir la mayoría en el Comité.

Por fin, el Consejo se reunió, a instancias de Lenin, él 28 de enero de 1904. ¿Por qué esa insistencia suya? No podía ignorar que, hallándose en minoría, no lograría imponer ninguna de sus mociones. A eso se resignaba por adelantado. Pero necesitaba esa tribuna para dirigirse, por encima de sus adversarios, a todo el partido. Contaba con que las actas de las sesiones del Consejo debían ser comunicadas obligatoriamente a todas las organizaciones rusas, lo que le permitía hacer una excelente propaganda en favor de su causa, a través de sus propios adversarios.

Lengnik vino de Rusia para asistir a la sesión. De acuerdo con él, Lenin presentó un proyecto de resolución que condenaba una vez más el «espíritu de grupo», el «sectarismo estrecho», pero que al mismo tiempo preconizaba el restablecimiento de la paz en el interior del partido y hacía un llamamiento a todos sus miembros para trabajar en común, unidos bajo la égida de sus dos órganos directores. El Consejo del partido, agregaba la resolución, debía examinar la cuestión así como las formas de lucha que podían ser admitidas en el interior del partido y cuáles eran las que debían ser prohibidas.

Lenin recibió la agradable sorpresa de ver que Plejanov apoyaba su resolución, que fue adoptada por tres votos contra dos, los de Martov y Axelrod. Pero su ilusión fue de corta duración. Inmediatamente después, en lugar de abordar, como reclamaba, la cuestión de lo que debía estar permitido o prohibido en las polémicas entre los miembros del partido, Plejanov presentó su propia resolución, en la que, sin dejar de lamentar esas querellas internas, estimaba que se debían a la composición anormal del Comité central, que no representaba más que a una sola fracción del partido y que para hacerla desaparecer había que introducir en él, por cooptación, a camaradas pertenecientes a la «pretendida minoría» del Congreso. Es adoptada también por tres votos contra dos, los de Lenin y Lengnik. Lenin, furioso, retira inmediatamente la suya porque en esas condiciones, declara, es perfectamente inútil. En nombre del Comité central se opone categóricamente a la introducción de mencheviques en el seno de éste y anuncia, siempre en nombre del Comité, que no ve más que una solución: convocar inmediatamente un nuevo Congreso del partido. Su moción es rechazada.

Habían encargado la redacción de las actas de las sesiones a los dos secretarios: un menchevique y un bolchevique. Este último, que era precisamente el caricaturista fondista Lepechinski, se mostró, tal vez por instigación de Lenin, particularmente asiduo a la tarea. He aquí lo que cuenta en sus

Recuerdos:

«Después de pasar a limpio mi texto, tras haberlo confrontado con las notas tomadas por el secretario menchevique, sometí mi gran cuaderno a la consideración de Vladimir Ilich. Lo hojeó y lo firmó. Lengnik hizo lo mismo. Me faltaba obtener las firmas de Martov, Plejanov y Axelrod. V. I. me recomendó a este respecto la mayor circunspección y que no soltara ese valioso documento, del cual no había más que un solo ejemplar.

Me traslado a casa de Martov.

—Aquí tiene, camarada Martov, las actas de las sesiones del Consejo... Tenga la bondad de firmarlas.

—Déjemelas. Les echaré un vistazo y se las devolveré mañana.

—No. Necesito que las vea enseguida. Me urge acabar. Todavía tengo que ir a casa de Plejanov para pedirle su firma.

—Por eso no se preocupe. Yo le haré firmar, y a Axelrod también. No se preocupe por eso.

—Es que no tengo más que un solo ejemplar. Si se perdiera...

—Vamos, hombre, no soy tan descuidado como para perder documentos importantes. Bueno, le doy mi palabra de honor de que se los devolveré mañana. ¿Qué más quiere?»

Lepechinski no se atrevió a protestar, dejó las actas a Martov y se fue a dar cuenta a Lenin de su visita a éste.

«Cuando supo que le había dejado a Martov las actas hasta el día siguiente —escribe Lepechinski— se puso tremendamente rabioso. Nunca lo he visto en un estado parecido, ni antes ni después. Se agitaba recorriendo la habitación como un león enfurecido en su jaula, y en una especie de soliloquio echaba sobre mí todas las iras del cielo. Luego, de pronto, plantándose frente a mí, me espetó en plena cara:

—Si no tiene usted más inteligencia que un bebé, ¿por qué se ocupa de asuntos serios?

—Pero si Martov me ha dado su palabra de honor —balbuceé conteniendo apenas las lágrimas.

—¡Oh, cállese! ¡Santa ingenuidad! —me dijo despectivamente, como si quisiera aplastarme bajo el peso de su desprecio».

El «trío» del Comité central elegido en el Congreso había sido completado en el siguiente mes de octubre con la cooptación de cuatro miembros, todos ellos partidarios de la «mayoría». En noviembre entró con Lenin al Comité otro más de sus adeptos, Galperin, llamado Koniaguin, lo que elevó a nueve el total de miembros del Comité. Todos estaban muy favorablemente dispuestos respecto a Lenin, pero las disputas continuas que no cesaban de sostener los miembros de las dos fracciones rivales, y que producían la más penosa impresión en los medios obreros, acabaron por cansar a la mayoría de ellos y algunos empezaron a buscar la manera de imponer de nuevo la paz y la concordia en la gran familia socialdemócrata. Para esto tenían que conseguir que Lenin se reconciliara con sus adversarios. De ahí el nombre de conciliadores que no tardaron en ponerles los bolcheviques, muy disgustados por esta «traición».

Entre los «traidores» figuraban el amigo más viejo de Lenin, el ingeniero Krjijanovski, el «neutral inofensivo» Glebov y un recién llegado, el ingeniero Krassin, que formaba parte del cuarteto de reciente ingreso. Era hermano de aquel joven estudiante del Instituto Politécnico, miembro del cenáculo petersburgués a que se había adherido Lenin al llegar a la capital y cuya memoria sobre los mercados exteriores había sido sometida antaño por Lenin a una crítica tan severa. Krassin era preciso y ordenado y aplicaba en el ejercicio de la propaganda revolucionaria los métodos de un hombre de negocios acostumbrado a calcular las ganancias y pérdidas que podían derivarse de la empresa. Estimaba que la convocatoria de un nuevo Congreso, preconizada por Lenin, no haría más que agriar todavía más las pasiones ya suficientemente sobreexcitadas. Logró imponer su opinión a la mayoría del Comité y éste se pronunció contra la convocatoria del Congreso. Lengnik, que había apoyado la moción de Lenin, fue retirado del Congreso y reemplazado por el «conciliador» Glebov. En cuanto a Lenin, el Comité central le dio un voto de censura. Profundamente humillado, su primera reacción fue enviar su dimisión, pero luego lo pensó mejor y dio marcha atrás. En junio se celebró la segunda sesión del Consejo. Esta vez fue Glebov quien vino de Rusia y Lenin quedó en un estado de aislamiento completo en el seno del Consejo. Unas cuantas semanas después hubo profundos cambios en la composición del Comité central. Dos partidarios de Lenin cayeron en manos de la policía y el tercero fue «licenciado» por sus propios colegas. Krjijanovski, a quien Lenin había puesto sobre aviso desde febrero contra la invasión del Comité por los mencheviques (para él «conciliadores» y «mencheviques» eran lo mismo), dimitió, así como otro miembro, Gusarov, quien también, aunque no era partidario de la táctica por él adoptada, no militaba entre sus adversarios. Krassin y sus dos acólitos, Glebov y Koniaguin, cooptaron entonces por tres «conciliadores» y el primer acto del nuevo Comité fue expresar a Lenin el deseo de verle ocupar nuevamente su puesto en

Iskra al lado de Plejanov, Martov, etc. Lenin contestó con una negativa categórica y envió su dimisión, que esta vez resultó irrevocable.

A partir de entonces ya no es nada, ni tiene nada ni quiere nada. Sólo aspira a una cosa: olvidar. Cerrar los ojos. Borrar de su memoria imágenes que se han convertido en sombras con muecas de odio y de envidia. No pensar más. Dejar que viva su cuerpo. Sepultar su cerebro. Tal es el Lenin de ese mes de julio de 1904.

«Preparamos nuestras mochilas y nos fuimos a la montaña —escribe Krupskaia—. Estuvimos vagabundeando durante un mes; por la noche no sabíamos en dónde estaríamos el día siguiente. Al terminar la jornada estábamos tan cansados que apenas caíamos en la cama nos sumíamos en el más profundo de los sueños.» Krupskaia se había llevado en la mochila un libro francés para traducir; no lo abrió una sola vez.

 

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