Lenin

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LA LUCHA POR EL PARTIDO » 12. Remontando la cuesta

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XII

REMONTANDO LA CUESTA

Un mes de ese régimen fue suficiente para equilibrar los nervios de Lenin. Después de haber puesto fin a sus excursiones alpestres, se trasladó a una pequeña aldea de los alrededores de Lausana, donde debía llevarse a cabo su entrevista con Bogdanov, que había venido a Suiza para verle.

Lenin había conocido a través de sus libros, cuando todavía estaba en Siberia, a ese hombre que se había hecho célebre al publicar, a la edad de veintitrés años, un

Compendio de ciencia económica. Lenin, que era muy exigente y muy difícil de complacer en esta materia, había hecho un comentario de lo más elogioso en una de las grandes revistas rusas de la época.

Luego estudió minuciosamente su segunda obra

La función de la naturaleza en la historia y se sintió atraído por esta inteligencia tan precoz, pero infinitamente seductora. Era, en efecto, un personaje singularmente atractivo y decepcionante a la vez. Convertido en uno de los maestros de la ciencia económica rusa, a la edad en que otros continúan todavía sus estudios universitarios, este joven médico, que se ha especializado en psiquiatría, se dedica a la filosofía y escribe un libro cuyo éxito es no menos sonoro. Paralelamente, hace un trabajo clandestino muy activo en las organizaciones socialdemócratas de Moscú, lo cual no le impide llevar una vida mundana bastante agitada: las revistas se disputan su colaboración, tiene numerosas relaciones en los círculos literarios, Gorki es amigo suyo. ¿Qué quiere, pues, de Lenin?

Bogdanov observaba muy atentamente la evolución de la crisis que había puesto una frente a otra a las dos fracciones del partido socialdemócrata ruso en el extranjero. Lamentaba esas discordias, pero, sin pronunciarse aún definitivamente, se inclinaba más bien del lado de Lenin y consideraba a Martov y a sus amigos charlatanes estériles incapaces de organizar el partido. Pero, sobre todo, estimaba que las funciones de dirección debían corresponder a los rusos, es decir, a los militantes del interior, y no a los «extranjeros». Veía que el Imperio de los zares había llegado al umbral de graves acontecimientos que no dejarían de sacudir profundamente su edificio ya suficientemente cuarteado. Una explosión revolucionaria parecía inminente. Para prender la mecha había que estar en el campo de batalla. No se podría dirigir el combate con artículos periodísticos y volantes que llegaban a Rusia un mes después de su envío. Por tanto, hacía falta, en su opinión, que el partido tuviera a la cabeza un Comité director único, con sede en Rusia. Nada de Consejo supremo, esa creación híbrida, fuente de todas las divergencias. En cuanto al órgano central del partido, seguiría publicándose en el extranjero, evidentemente, y sostendría, como en el pasado, su combate ideológico, pero en lugar de estar en un plano de igualdad con el Comité central estaría sometido a éste. Bogdanov quería ponerse de acuerdo con Lenin para reorganizar el partido sobre esas nuevas bases. De acuerdo con su plan, Lenin dirigiría el periódico del partido en el extranjero, lucharía contra todos los mencheviques, conciliadores y demás oportunistas, y mientras tanto, en Rusia, un Comité central, en el cual, naturalmente, se reservaba el papel principal, mandaría, sin tener que dar cuentas a nadie, a las tropas revolucionarias que marchasen a la batalla. En resumen, aspiraba a convertirse en el jefe del partido socialdemócrata ruso y a tener a su lado un director de propaganda en la persona de Lenin. Pensaba realizar esa propaganda en un plano muy amplio. Se creía capacitado para atraer a la empresa importantes apoyos financieros que permitieran a la nueva publicación reducir a la nada al periódico menchevique.

Entre los futuros comanditarios previstos por Bogdanov figura Gorki en primera fila. El célebre escritor, que se hallaba entonces en el apogeo de su gloria, se apasionaba por la causa de la Revolución. Entregaba al partido socialdemócrata ruso el 70 por 100 de los derechos de autor que cobraba.

Iskra le había gustado mucho desde su publicación, y a partir de octubre de 1902 se había comprometido a entregar todos los años 4.000 rublos a la caja del periódico. Ahora no había más que explicarle que la

Iskra de 1904 no era ya la de 1902 y que su dinero iría a parar en el futuro a otra publicación que tendría a su frente al verdadero animador de la antigua

Iskra, Lenin. Bogdanov venía, por tanto, a proponer a éste la organización de un nuevo periódico y a «rehacer el partido» a fin de sustraerlo a la influencia disolvente de los mencheviques.

Al llegar a Ginebra comunicó a Lenin que le complacería celebrar una entrevista con él, pero se le informó que Lenin se disponía a partir a pie a las montañas y que lo vería a su regreso, dentro de un mes. «No es la caminata, sino el reposo, lo que calma los nervios», observó sonriendo. Se instaló en una pequeña aldea de los alrededores de Lausana y esperó.

En efecto, a fin de mes llegó Lenin, reposado. La entrevista fue cordial. Bogdanov regaló a Lenin su nuevo libro. Lenin ofreció a Bogdanov el último folleto que había publicado contra los mencheviques. Luego se pusieron a hablar.

Lenin comprendió rápidamente el propósito de su interlocutor, pero simuló no darse cuenta y aceptó su proposición. Decidieron redactar una declaración en nombre de un grupo de bolcheviques. Esa declaración sería comunicada a los comités del interior, invitándoseles a adherirse. Cuando se haya recogido un número suficiente de adhesiones, los comités nombrarán una Directiva que exigirá en su nombre la convocatoria de un Congreso y encargará a Lenin que publique un periódico destinado a convertirse en su órgano oficial.

Lenin y Bogdanov prepararon, cada uno por su lado, un proyecto de declaración. El de Lenin estaba escrito en términos bastante agresivos y maltrataba rudamente a los mencheviques. El de Bogdanov tenía un aspecto más discreto. No daba tregua al adversario, pero evitaba dar a su texto las apariencias de una polémica. La conferencia se celebró en presencia de 22 personas. No se conocen los nombres de todos los que asistieron, pero parece que, aparte de los cuatro o cinco fieles colaboradores de Lenin que le seguían a todas partes, el resto estaba formado por oscuras comparsas con fuerte representación del elemento femenino.

Los dos proyectos fueron sometidos a la consideración de la conferencia. Lenin creyó que sería más hábil dejar el paso a Bogdanov, y el texto de éste fue adoptado definitivamente, con algunas ligeras correcciones de orden material sugeridas por él. Unos cuantos días después, Bogdanov salió de Suiza anunciando la próxima llegada de su cuñado Lunatcharski, que debía ayudar a Lenin en la redacción del periódico. Antes de partir reiteró sus promesas de ocuparse activamente de la empresa cuando hubiera regresado a Rusia, de conseguirle comanditarios y corresponsales. Cuando Lepechinski preguntó a Lenin qué pensaba de esta alianza con Bogdanov, le contestó que era puramente temporal y que no habría más remedio que separarse de él más adelante.

Lo primero que había que hacer era transmitir a los comités del interior la «declaración de los veintidós». ¿A quién confiar esa misión? Lenin no vaciló mucho tiempo: «la Paisa» se encargará. En el pequeño grupo de «duros» que había apretado filas a su alrededor, había una muchacha de apariencia endeble, delgada y lisa como una tabla. Se llamaba Rosalía Zalkind. El partido le puso el apodo de «la Paisa» y con él se quedó hasta el fin de sus días. Su devoción a la causa rayaba en el fanatismo. No vivía más que para el partido. Pero también tenía sus nervios, y su carácter difícil la hacía insoportable. Áspera y sumamente irascible, hacía una escena por cualquier cosa y disputaba con todo el mundo. Lenin era su dios. Pero no era la suya una devoción ciega, como la de Vera Zasulitch por Plejanov. A veces reprendía con bastante dureza a su divinidad y no le escatimaba las palabras fuertes. Acababa apenas de regresar de una gran gira a través de Rusia, muerta de fatiga, sin poderse tener de pie. Lenin le dijo: «¿Puede usted partir inmediatamente?» Le contestó: «Si hace falta, sí.» Al día siguiente tomaba el tren para Rusia.

Tenía que ir a Riga y entregar el valioso documento a Papá. ¿Papá?... Un hombrecillo rollizo, sonriente, de ojos vivos ocultos maliciosamente bajo unas cejas espesas: así era Máximo Litvinov, reputado ya en aquella época, a pesar de su corta edad, como uno de los mejores «técnicos» del partido. El apodo cuadraba muy bien con su aspecto paternal y bonachón que usaba para disimular una inteligencia muy fina, un espíritu astuto y práctico. Después de evadirse de la cárcel de Kiev en 1901 se había trasladado a Londres, donde conoció a Lenin, hizo amistad con él y poco después pasó a Suiza. Era miembro de la

Liga, se destacó muy rápidamente por sus cualidades de organizador, por su asiduidad en el trabajo, y fue elegido casi inmediatamente, por cooptación, para el Consejo de administración de la

Liga. Prácticamente fue él quien quedó encargado de preparar el Congreso durante el cual sufrió Lenin tan duras pruebas.

Personalmente se había puesto resueltamente a su lado, pero sus intervenciones, lo mismo que las de los demás partidarios de Lenin, no habían podido modificar en absoluto un resultado previsto por adelantado. Luego lo enviaron a Rusia, poniéndolo a la disposición del nuevo Comité central, quien lo nombró representante suyo en la región Noroeste, cargo que implicaba una gran responsabilidad y en el que le esperaban las tareas más delicadas. Era él quien tenía que organizar el paso clandestino de los militantes al extranjero, y viceversa; dirigir la fabricación de pasaportes falsos, recibir y distribuir la «literatura» que llegaba de Suiza. Tenía plena autoridad sobre el Comité de Riga y sobre las organizaciones de Vilna, Dvinsk, Reval, Derpt y Libau.

De acuerdo con el plan concebido por Lenin, Litvinov, al recibir la declaración, debía hacerla adoptar por el Comité de Riga, mandarla imprimir a continuación con el texto de la resolución en que éste se declaraba solidario con ella y ponerla en circulación inmediatamente. Así lo hizo.

Papá se mostró muy expedito. Provista de sus instrumentos y siguiendo un itinerario por él trazado, la Paisa se puso en camino. Iba de ciudad en ciudad, de Comité en Comité, amenazadora, exigente, obsesionante, camorrista, recibiendo portazos de unos, arrancando adhesiones a otros. Los resultados obtenidos fueron apreciables.

En septiembre, tres comités del Mediodía que se habían reunido en conferencia se pronunciaron en favor de la creación de una Directiva de los comités de la mayoría cuya lista de miembros, elaborada de antemano por Lenin, les fue sometida por la Paisa. Formaban parte de ella Bogdanov, Litvinov, los dos acólitos de Lenin, Liadov y Gusev, que por el momento seguían en Suiza, y la propia Paisa. En noviembre se celebró la conferencia de los cuatro comités del Cáucaso, que votaron una resolución análoga. En diciembre, seis comités del Norte se reunieron para pronunciarse en el mismo sentido. Con lo cual eran ya trece los comités que se habían declarado en favor de Lenin y que habían reconocido a la Directiva de los comités de la mayoría. En el último Congreso del partido habían estado representados veinte comités. Por tanto, Lenin hubiera tenido tras sí una fuerte mayoría si los dirigentes mencheviques, quizá para conjurar el peligro que presentían, no se hubieran apresurado a reconocer como comités a otras ocho organizaciones con cuya devoción podían contar plenamente. De esa manera, el número total de comités era de 28 a fin de año, lo que impedía a Lenin lograr en ese momento la mayoría exigida por los estatutos del partido.

Mientras Papá y la Paisa proseguían su tarea en Rusia, Lenin estaba totalmente absorbido en Suiza por la preparación de su nuevo periódico. Era muy difícil. Había que empezar desde abajo. No había papel ni imprenta. Y el dinero brillaba por su ausencia. Encontraron un impresor que aceptaba imprimir la hoja a crédito, a condición de que le entregaran algo a cuenta. Pero ni siquiera se podía reunir la suma necesaria. Liadov descubrió la manera de arreglar las cosas. Una joven camarada simpatizante había recibido cien rublos de sus padres para su viaje de vacaciones. Liadov, elocuente y buen mozo por añadidura, logró convencer a la muchacha de que le resultaría mejor renunciar al viaje y emplear ese dinero en la buena causa. Una vez en posesión de esa suma, se pudo tratar con el impresor. Pero no era suficiente. Bogdanov parecía haber olvidado completamente todas sus promesas en cuanto se fue. Ni dinero ni correspondencia. Contestaba las cartas con telegramas alentadores, pero de ahí no pasaba. El 21 de noviembre, Lenin perdió la paciencia y le escribió a Litvinov: «Querido amigo: Dígale, por favor, a Bogdanov que se está portando con nosotros como un verdadero cerdo. No se da cuenta hasta qué punto necesitamos aquí informaciones precisas y detalladas y no los telegramas que nos manda... No nos ha conseguido ningún enlace nuevo. Es monstruoso. Ni una sola corresponsalía. Es infecto... Se necesita por lo menos que una vez a la semana (no es mucho, Dios mío) se sacrifiquen dos o tres horas para escribir una carta de diez a quince páginas. De lo contrario, se van a romper todos los lazos. Bogdanov y sus ilimitados proyectos se transforman en sueños ilimitados, y mientras tanto la gente de aquí simplemente se desbanda, llegando a la conclusión, muy desolados, de que no hay ninguna «mayoría» y de que nunca la habrá.»

Lo más grave era que Bogdanov, que había asumido de hecho la dirección del Buró ratificado por los comités, estimaba que había que proceder «lealmente» frente al adversario y combatirlo abiertamente, sin rodeos. En consecuencia, había que empezar, según él, por dirigir una especie de ultimátum al Comité central, obligándose a convocar un Congreso. Si se negaba, la Directiva alegaría la mala voluntad de los dirigentes del partido y lanzaría su declaración. Lo mismo en lo que se refiere al periódico. También quería que éste siguiera «dentro de la legalidad» y que, conforme al reglamento en vigor en el partido, se solicitara previamente la autorización del Consejo o del Comité central para constituir un «grupo literario» encargado de publicar un órgano periódico. Eso equivalía a infligir a Lenin una suprema humillación. Le parecía el colmo del absurdo que le obligaran a pedir permiso a sus propios enemigos para publicar un periódico destinado a combatirlos. A todo esto, Liadov le informa (no se sabe dónde lo supo) que Bogdanov se ha puesto de acuerdo con sus comités para emprender, de acuerdo con el Comité central, la publicación de un periódico en Rusia. Inmediatamente escribe una carta fulminante a Bogdanov, a Litvinov y a la Paisa: «Nuevamente vuelven a no entenderse los bolcheviques rusos y los bolcheviques extranjeros. Todo va a la desbandada. Una experiencia de tres años no les ha enseñado nada... Retrasar la publicación del periódico de la mayoría en el extranjero (sólo nos falta dinero) es imperdonable. En la coyuntura actual, ese periódico lo es todo para nosotros. Sin él, vamos infaliblemente a una muerte segura y sin gloria. Por último, publicar algo en Rusia, hacer transacciones, las que sean, con esa infame canalla del Comité central, significa traicionar pura y simplemente. Está claro que el Comité quiere dividir y enemistar a los bolcheviques rusos y extranjeros. Únicamente los imbéciles más ingenuos podrían dejarse engañar... Si no se pone fin a la discordia que comienza en el seno de la mayoría, nosotros también abandonaremos aquí el trabajo y lo dejaremos todo.»

Al enviar a la Paisa a Rusia, Lenin, que quizá desde un principio no se había fiado enteramente de las promesas de Bogdanov, había encargado a su «misionera» que le consiguiera la mayor cantidad posible de dinero. A este respecto, los resultados por ella obtenidos fueron muy mediocres y no pudo reunir más que pequeñas sumas. Esto coincidió con que una joven bolchevique de reciente ingreso, que estaba a punto de regresar a San Petersburgo, donde decía tener múltiples relaciones en los medios acomodados, se había ofrecido como recolectora a Lenin, quien aceptó sus buenos oficios. Después de todo, debió decirse, si logra obtener algo siempre serán unos cuantos rublos que entrarán en la caja, en la que ya no hay casi nada. En cuanto a la Paisa, le mandó, días después de la carta citada, un «mensaje personal». «Todo está en desorden en Rusia —le escribía, entre otras cosas—. No hace usted nada. Se le ha mandado a Rusia para buscar dinero y sólo el diablo sabe de qué se ocupa usted.»

Al mismo tiempo que recibía esa carta, la Paisa se enteraba de la llegada de una joven que se decía enviada de Lenin, encargada por éste de solicitar fondos para su empresa y que ni siquiera se dignó venir a presentarse a ella. Eso llevó al colmo su desesperación, y he aquí lo que le contestó a su jefe: «Es difícil expresar la indignación que sentí al leer sus cartas del 3 y del 10 de diciembre... Comprendo que el tono empleado por usted es el resultado del estado de nerviosismo en que se encuentra ahora. Pero le pido que comprenda, de todos modos, que hemos llegado aquí al ultimo grado del agotamiento y que las cartas de ese género nos afectan demasiado penosamente. Le ruego, por tanto, que no me vuelva a hablar en ese tono... Escribe usted: Se le ha mandado a Rusia para buscar dinero y sólo el diablo sabe de qué se ocupa usted. ¿La conquista de quince comités significa ocuparse de «cosas que sólo el diablo sabe»? Me gustaría saber qué hubiera hecho usted si no los hubiera tenido de su lado... No conozco a mucha gente entre los ricos. Todo lo que me han dado se lo he mandado enseguida. En cuanto a su frase nosotros también abandonaremos aquí todo, me imagino que cuando la escribió se hallaba en un estado en que no se daba cuenta de lo que decía. Le han irritado y no ve usted más que a los bolcheviques extranjeros. Pues bien, en Rusia todavía no hemos llegado a ese punto... Subestima usted demasiado el punto de vista de los rusos. Hay que tomarlo en consideración, sobre todo actualmente. Siempre estaré a su lado, pero no le pido más que una cosa: tenga en cuenta mi conocimiento de los comités rusos. Sus últimas cartas demuestran lo poco que los conoce...

Considero que el enviar aquí una muchacha encargada de recoger fondos, sin advertirme previamente y sin ponerla en contacto conmigo, es totalmente improcedente. Si cree usted que yo y nuestros amigos trabajamos aquí contra sus intereses, le declaro que considero tal actitud suya sumamente nefasta para la causa y que abandono mi trabajo».

Lenin debió darse cuenta de que se le había ido la mano. Además, la noticia traída por Liadov resultó ser una fantasía. El caso es que su respuesta a la Paisa fue toda suave y conciliadora. «Hace usted mal en enfadarse —le escribía—. Si la reñí fue, Dios lo sabe, cariñosamente. Sin usted no podemos dar un solo paso. La muchacha de que habla usted prometió utilizar sus relaciones personales para conseguirnos dinero. Liadov había presentado la situación de una manera algo inexacta y le ruego que me excuse si me exalté y la ofendí. Créame que quiero tomar en consideración la opinión de los rusos, siempre y en cualquier circunstancia. Sólo le pido una cosa: por el amor de Cristo, infórmeme, se lo suplico, con la mayor frecuencia posible, de lo que piensan. Si me dejo influir por los bolcheviques extranjeros, soy culpable sin serlo, pues Rusia escribe endemoniadamente poco y muy rara vez... Trate de encontrar dinero y dígame que no está enfadada conmigo.»

Bogdanov reaccionó con una carta breve, pero precisa, que pretendía ser al mismo tiempo una aclaración. «No hay ningún desorden —anuncia a Lenin el 10 de diciembre—, sino que cada vez es más difícil encontrar dinero para el periódico porque los socios capitalistas ven en esto una empresa ilegal. Pero hay una esperanza de arreglar esto próximamente. Nadie ha pensado empezar la publicación de un periódico con el apoyo del Comité central. Fue un grupo de escritores quien tomó esa iniciativa, pero no hemos logrado atraerlos a nuestro partido.»

La verdad era que Gorki, a quien se le había sometido el proyecto, se mostraba indeciso. Sentía mucha admiración por Lenin, pero le afligían esas luchas fratricidas cuyos ecos tumultuosos percibía desde hacía un año y no quería que el nuevo periódico contribuyera a enconar todavía más la herida que sufría el partido. Pensaba, por otra parte, lo mismo que Bogdanov, que el centro de la organización debía estar en Rusia. Pero, según él, era Lenin quien debía tomar la dirección, regresando a la patria para ponerse resueltamente a la cabeza del movimiento revolucionario.

Finalmente, Gorki se dejó convencer... a medias. Entregó «mientras tanto» 3.000 rublos para el periódico, con el compromiso de dar «más y más si la publicación permanece ajena a las polémicas mezquinas», y 5.000 rublos para los gastos de organización del Congreso. Cuando la Paisa fue a cobrar la suma, le pidió que dijera a Lenin, de su parte, que le rogaba con apremio que viniera a instalarse a Rusia y que él se encargaba personalmente de arreglar las cosas. Al transmitir a Krupskaia la demanda de Gorki, la Paisa agregaba: «Sería muy importante que el Viejo (Lenin) conteste con una carta personal. Es necesario que el Viejo entable con él una correspondencia personal. Me dijo (Gorki) que sólo a él considera como un jefe político.» Lenin no parece haber recogido esa sugestión.

No tuvo paciencia para esperar el fin de las conversaciones y se lanzó a la aventura con la cabeza agachada. El 8 de enero Krupskaia escribía a Litvinov: «Hay que confesarlo, la situación es archidifícil. No hay dinero todavía y es terriblemente duro no tener dinero. Los mencheviques se han metido en todas partes, maniobran por todos los lados, mientras los nuestros van unos por un lado y otros por otro... Hemos empezado el periódico a crédito, pero no nos desesperamos.»

En efecto, el primer número acababa de salir el 4 de enero. El nuevo periódico se llamaba

Vpered (Adelante). Su publicación fue muy laboriosa. Tenía que ser impreso en un papel muy fino, papel biblia, y sólo el impresor de la

Iskra lo tenía. Pero no podía disponer de él sin autorización de la dirección del periódico menchevique, y verdaderamente no era fácil imaginar que Lenin fuera a hacer una demanda semejante a Martov o a Axelrod. Salvó la situación un tipógrafo a quien Lenin había interesado en el asunto desde el primer momento. Ese obrero conocía al dueño de la imprenta donde se imprimía la hoja enemiga. Se ignora qué argumentos esgrimió, pero el caso es que el ciudadano Zelner aceptó tirar el primer número del periódico bolchevique con papel perteneciente al periódico menchevique.

El acontecimiento se celebró con un gran regocijo. «Toda la banda se trasladó al café —escribe Liadov—. Bebimos cerveza y cantamos.» Ese mismo día, Ginebra celebraba su fiesta nacional: aniversario de la liberación del yugo saboyano. Una multitud alegre llenaba las calles, había máscaras y disfraces. Lenin propuso dar un paseo por la ciudad. Se agarran de las manos, Lenin se pone a la cabeza ¡y en marcha! Escuchemos a Liadov: «Tan pronto como veíamos una pareja de disfraces formábamos un círculo a su alrededor y no los soltábamos hasta haberlos obligado a besarse. Estuvimos fuera toda la noche. Parecíamos niños. ¡Y cómo se reía Lenin! ¡Qué alegría contagiosa sonaba en su risa!»

Después de unas cuantas horas de descanso, Lenin queda de nuevo frente a las preocupaciones que lo abruman, frente a una serie de preocupaciones que parece alargarse hasta lo infinito. Los rusos le reprochan subestimarlos, sacrificar los intereses del «interior» a las disputas entre «extranjeros». Pero no se molestan en facilitarle el contacto con el país. Todavía en diciembre le escribía a un militante de Moscú: «Sólo publicaremos nuestro periódico a condición de que sea el órgano del movimiento ruso y no el de los cenáculos del extranjero. Por eso necesitamos, antes que nada, la más activa ayuda literaria de Rusia.» Al anunciar a Bogdanov la publicación del primer número, subraya la importancia que ha atribuido a la colaboración del interior. El éxito de la empresa depende de ello. Desgraciadamente, una larga experiencia le ha enseñado, dice Lenin, que los rusos son a este respecto «increíble e imperdonablemente difíciles de mover». Por eso recomienda a su corresponsal que «no se conforme con promesas y que no suelte la presa hasta no obtener el artículo... Simplemente hay que imponer a esa gente una entrega regular de material, semanal o bimensual, y decirles: «de lo contrario, no le consideramos un hombre horado y rompemos todas las relaciones con usted».

Todo esto no le hacía olvidar que allí mismo, al alcance de la mano, tenía un temible enemigo que combatir: el «menchevismo». Gorki dice que nada de luchas fratricidas ni de «polémicas mezquinas». Es un santo, un idealista que planea por las esferas celestes, mientras que él, Lenin, vive en la realidad, en la dura e implacable realidad de la lucha diaria sin cuartel. Por lo tanto, hay que sostener en toda la línea el combate contra «la canalla neoiskrista». Sin cuartel, sin tregua. Que no haya un solo número del

Vpered en que la maza bolchevique no caiga sobre «la bestia menchevique». Desde el primer número, en un artículo titulado

Hay que acabar, Lenin declara: «Ha llegado el momento de anunciar abiertamente, y de confirmarlo con actos, que el partido rompe todas las relaciones con esos señores.» Para él, el partido es él y sus partidarios. Sus adversarios no son más que un grupo de disidentes que se agitan tramando complots e impiden que el partido trabaje. Su deber consiste, por tanto, en desenmascarar todas sus intrigas y en colocarlos en una situación en la que ya no puedan seguir perjudicando.

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