Lenin

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LA LUCHA POR EL PARTIDO » 12. Remontando la cuesta

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Un círculo bolchevique de Zurich le preguntó cuál era su actitud y la de su grupo frente al Comité central y al órgano central del partido; si consideraba que esas dos instituciones existían legalmente, pero habían actuado ilegalmente, o si no las reconocía en absoluto como centros dirigentes del partido. Lenin contestó: «El Comité central, el órgano central y el Consejo han roto con el partido. Lo han engañado de la manera más cínica y han usurpado sus lugares a la manera bonapartista. ¿Cómo es posible, en esas condiciones, hablar de su existencia legal? Un estafador que cobra un dinero con un cheque falso, ¿lo posee legalmente...? Repito: los centros dirigentes se han colocado fuera del partido. No hay término medio: se está con ellos o con el partido. Ya es hora de delimitar nuestras posiciones y, a diferencia de los mencheviques, que minan al partido taimadamente, de aceptar su reto con la cabeza en alto. Ruptura, sí, puesto que vosotros habéis querido que sea total. Ruptura, sí, puesto que hemos agotado todos los medios para zanjar la diferencia en el interior del partido. Ruptura, sí, porque siempre y en todas partes el acercarse vergonzosamente a los desorganizadores sólo sirve para perjudicar a la causa.»

No se puede hablar con más claridad: la guerra contra los mencheviques se convertía en el primero de todos los objetivos que perseguía Lenin, y debía hacerse incansable e implacablemente. Martov y sus amigos reaccionaron en forma análoga. Se entabló una polémica muy áspera que amenazaba ser interminable. «Neo-iskristas» y «vperedistas» mostraron igual encarnizamiento. Lenin había conseguido un valioso recluta en la persona del cuñado de Bogdanov. Lunatcharski, poseedor de una cultura que a falta de profundidad tenía la ventaja de ser extraordinariamente variada, era no sólo un periodista muy hábil, sino también un orador notable. Tenía el don de gustar al público. Era, decían en los círculos bolcheviques, «un encantador». Los mencheviques lo calificaban de charlatán. Lenin no dejó de explotar útilmente esa cualidad de su colaborador. La casi totalidad de los estudiantes rusos de las universidades suizas simpatizaban con los mencheviques. Lunatcharski recibió la misión de «seducir» a toda esa juventud. Se organizaron conferencias del camarada Voinov (su nombre de militante). Los mencheviques trataron de oponerse. Una noche invadieron la sala y quisieron impedir que hablara el orador. En las

Memorias de Lepechinski puede leerse cómo logró poner en fuga a Martov y a sus trescientos «jenízaros» al simular que iba a hacer una caricatura de aquél.

El 23 de enero, por la mañana, Lenin, acompañado de su mujer, iba como de costumbre a la biblioteca de la Sociedad ginebrina de lectura, que era su preferida porque estaba generalmente desierta, no era frecuentada por los emigrados rusos y en la que, por tanto, podía trabajar sin ser molestado. Allí era donde al leer los periódicos (recibían no sólo los periódicos suizos, sino también los principales diarios extranjeros) entraba en contacto con los acontecimientos políticos del día. «Vimos venir hacia nosotros —cuenta Krupskaia en sus

Recuerdos—a los Lunatcharski. Me parece estar viendo todavía a la mujer de Lunatcharski. No podía ni hablar y su emoción la hacía agitar frenéticamente su pañuelo.» El titular del número de La Suisse que traía en la mano anunciaba en letras enormes: REVOLUCIÓN EN RUSIA. Lenin se arrojó febrilmente sobre el diario. Leyó: Inmensas masas obreras se dirigieron hacia el Palacio Imperial; la tropa disparó contra el pueblo y dispersó a los manifestantes. Las víctimas se cuentan por millares. Por todas partes han estallado huelgas.

Se trasladaron inmediatamente al restaurante de Lepechinski. Este, que supo la gran noticia al ir al mercado, se halla también en un estado de gran excitación. A su mujer, apenas levantada, aun a medio vestir, le sucede lo mismo. Quieren decir algo. Pero las palabras no salen. Entonces se ponen a cantar. El canto fúnebre a la gloria de las víctimas caídas en la lucha.

Lenin regresa a su casa totalmente trastornado. La cabeza le da vueltas. ¡Así, pues, ha sucedido! No se atreve a creerlo. La información dada por el periódico es demasiado vaga, demasiado escueta. Pero algo ha debido suceder. Eso es seguro. Y la mano se tiende instintivamente hacia la pluma. El número 3 del

Vpered que debe salir al día siguiente está en prensa. Tendrá tiempo para agregar unas cuantas líneas. Y escribe apresuradamente: La clase obrera, que durante largo tiempo parecía mantenerse al margen del movimiento de la burguesía dirigido contra el Gobierno, acaba de hacer escuchar su voz. Las grandes masas trabajadoras han alcanzado con una rapidez fulminante el nivel de sus camaradas socialdemócratas conscientes. El movimiento obrero de San Petersburgo ha marchado en estos días a pasos de gigante. Las reivindicaciones económicas han cedido el lugar a las reivindicaciones políticas. La huelga es general y desemboca en una manifestación colosal cuya amplitud supera todo lo imaginable. El prestigio del zar está destruido para siempre. Comienza la insurrección. Fuerza contra fuerza. Atruena la batalla callejera, se alzan las barricadas, crepita el tiroteo y truena el cañón. Corren ríos de sangre, se enciende la guerra civil por la libertad. Moscú y el Mediodía, el Cáucaso y Polonia están dispuestos a unirse al proletariado de San Petersburgo. La libertad o la muerte, tal es desde ahora la divisa de los obreros. Las jornadas de hoy y de mañana van a ser decisivas La situación evoluciona hora tras hora. El telégrafo trae noticias que cortan la respiración y todas las palabras parecen huecas en comparación con los acontecimientos que se están viviendo. Cada uno debe estar dispuesto a cumplir su deber de revolucionario y de socialdemócrata. ¡Viva la Revolución! ¡Viva el proletariado insurrecto! Durante una semana vivieron en una especie de vértigo, esperando ansiosamente noticias, acechando ávidamente el menor eco llegado de «allá». Hubo emigrados ingenuos y consecuentes que pensaban que no les quedaba más que hacer las maletas y tomar el primer tren que saliera para Rusia, a fin de subir a las barricadas al lado de sus hermanos los obreros. Los hubo también que lamentaban que en un momento tan solemne la emigración rusa siguiera desgarrándose entre ella. ¿No había llegado el momento de olvidar todas esas lamentables disputas, de tenderse fraternalmente la mano y de ponerse a trabajar en común, a mayor gloria de la Revolución?

Incluso entre los allegados a Lenin se oían palabras en ese sentido. Un día, un grupo de sus más allegados colaboradores, encabezados por Lepechinski, se presenta en su casa. Vienen a pedir consejo. Los mencheviques proponen organizar un mitin conjunto en el que tomarían parte todos los revolucionarios rusos sin distinción de grupo o de matiz. ¿Hay que aceptar?

El «Viejo», con visible embarazo, se refugia en una cita latina, eco de un viejo recuerdo del colegio: Timeo Danaos... Alguien se permite hacer una objeción: «¡Pero, hombre, Europa entera tiene los ojos puestos en nosotros, los rusos, ¿y ni siquiera ante las barricadas vamos a ser capaces de darnos la mano los unos a los otros?»

Entonces Lenin, recobrando todo su aplomo, replica pausadamente: «En primer lugar, vuestra proposición concreta consiste en reunirse con los mencheviques en una sala de reunión, en Ginebra, y no en las barricadas de San Petersburgo. En segundo lugar, se tiene la impresión de que allí no se ha llegado todavía a las barricadas. En tercer lugar, ¿de dónde os viene la certeza, mis buenos amigos, de que los mencheviques no os dominarán, como ya os han dominado decenas de veces y como lo volverán a hacer otras tantas en el futuro?»

Lepechinski, que se había comprometido ante sus camaradas a convencer a Lenin, hizo acopio de valor y declaró solemnemente: «El momento es único. De ambos lados se tienden manos fraternas en un impulso espontáneo. La inmensa masa de los militantes medios exige la paz. Si nos mostramos irreductibles se apartará de nosotros.» Lenin acabó por ceder. Pero puso sus condiciones: 1) La presidencia del mitin debía confiarse a una persona conocida por su imparcialidad; 2) Cada organización, bolcheviques, mencheviques, bundistas, polacos, letones, etc., estaría representada por un solo y único orador; 3) Los oradores se comprometían a evitar en sus discursos cualquier polémica de fracción; 4) Los ingresos se repartirían entre todas las organizaciones que hubieran participado en el mitin, sobre la base de la más estricta igualdad.

Los mencheviques aceptan. Las conversaciones empiezan. Primer punto de fricción: la presidencia. Los mencheviques proponen a Vera Zasulitch, «la decano de la democracia rusa», cuyo nombre «es venerado por todos los revolucionarios del mundo». La delegación bolchevique emite sus dudas sobre su imparcialidad, pero, ansiosa de llegar a un acuerdo, no se opone.

Lunatcharski fue designado como orador de los bolcheviques. Media hora antes de abrirse la sesión, Lenin se encerró con él y lo catequizó largamente. Tomó la palabra detrás de Martov, que habló mediocremente, y obtuvo un gran éxito. Mientras los aplausos entusiásticos saludaban a Lunatcharski, se vio al menchevique Dan acercarse a la presidenta y hablarle al oído. Inmediatamente después ésta anuncia: «El camarada Dan tiene la palabra.» ¿Era para atenuar el efecto producido por el brillante discurso del orador bolchevique? Quizá. En todo caso, era contrario al acuerdo concertado. Lenin, que se había instalado con 'sus colaboradores en las últimas filas, se levantó entonces y dijo fríamente: «Camaradas, vámonos. Ya no tenemos nada que hacer aquí.» Y el pequeño grupo abandonó el salón. Los promotores del acuerdo con los mencheviques marchaban cabizbajos, completamente avergonzados. «Vamos al café de Landolt», decidió Lenin.

En el fondo, había triunfado. Una vez más era él quien tenía razón. Al llegar al café pidió un vaso de cerveza, luego otro y otro más. Probablemente tenía mucha sed. El bueno de Lepechinski lo entendió de otra manera. «Por primera vez en mi vida —anotó en sus

Recuerdos—ví a ese hombre dotado de una voluntad de acero recurrir al alcohol para calmar sus nervios.» En cuanto a los ingresos, los mencheviques, aprovechando la ausencia de sus adversarios, cobraron la parte que correspondía a todo el partido socialdemócrata y la ingresaron en la caja del partido, cuyas llaves poseían. Lo que permitió a los bolcheviques acusarles de haber «robado el dinero que les pertenecía».

A todo esto llegó a Ginebra el héroe del «domingo sangriento», el animador de la manifestación del 9 de enero, Jorge Gapón. Era un personaje muy extraño este sacerdote de ojos ardientes, cara pálida y demacrada de apóstol. Hijo de un campesino acomodado, hizo sus estudios primero en el seminario y luego en la Academia eclesiástica. Cuando ingresó en el sacerdocio fue enviado a un barrio obrero. Le sorprendió la miseria de sus feligreses y quiso ayudarlos en la medida de sus posibilidades. Al hablarles, condenaba la iniquidad, el egoísmo de los ricos y de los poderosos de la tierra. Pero no tocaba al zar. Estimaba que éste ignoraba los abusos que cometían sus servidores. Era fácil de palabra y sabía utilizarla admirablemente. La gente sencilla le escuchaba y le seguía cada vez más.

El departamento de la policía no tardó en darse cuenta. Dirigía entonces la «sección especial», encargada de descubrir y de luchar contra las actividades subterráneas de los revolucionarios, un hombre también muy curioso. Su nombre, Zubatov, se había hecho tristemente célebre. Fue expulsado del Liceo por «actividades antigubernamentales» y, no habiendo podido introducirse en ninguna organización revolucionaria, dio otro empleo a sus facultades haciéndose policía, profesión en la que hizo rápidamente una brillante carrera. A los veinticinco años era jefe de la Dirección de Seguridad de Moscú y cuando se creó la «sección especial» le confiaron la dirección de ésta. «Revolucionó» los métodos de acción caducos y rudimentarios de la vieja policía zarista. Fue él quien introdujo el empleo sistemático y en gran escala de agentes provocadores en las organizaciones revolucionarias, y pudo alabarse de los resultados obtenidos. Pero quería llegar más lejos y hacer algo más grande. Abrigaba la ambición de separar completamente a los obreros de los revolucionarios utilizando, para suplantarlos, la misma táctica que éstos empleaban para atraer a los trabajadores a su causa.

El éxito obtenido por la propaganda de los «economistas» fue sin duda el que le sugirió esa idea. Debió pensar que los obreros podían ser desviados de las reivindicaciones políticas satisfaciendo sus reivindicaciones económicas, concediéndoles la jornada de ocho horas y dándoles salarios más elevados. Por iniciativa suya se crearon en las fábricas grupos de obreros que se reunían para examinar, bajo la dirección de sus agentes, la manera de mejorar su situación.

Esos grupos cobraron importancia y empezaron incluso a discutir con los patronos. Los pretextos sobraban. Y a veces sucedía que, al no haber acuerdo, decretaban la huelga. Entonces se presenciaba este curioso espectáculo: un enviado del departamento de la policía se presentaba en la dirección de la fábrica y exigía que se diera satisfacción a los huelguistas. O bien, cuando el patrono de una fábrica en huelga se dirigía a la policía para que le enviara agentes que hicieran entrar en razón a sus obreros, se le negaban. Los industriales, descontentos, se quejaban al servicio de inspección del trabajo colocado bajo las órdenes del ministro de Hacienda, quien intervenía entonces ante su colega del Interior para moderar el ardor de los «zubatovistas». Pero éstos, validos de la protección de su jefe, volvían a las andadas con más ganas.

Zubatov enfiló, pues, su mira sobre Gapón. Quería ponerlo en contacto con sus agentes, que se proponían crear en San Petersburgo una organización zubatovista similar a las que había creado en Moscú. Gapón prefirió actuar por su propia cuenta y reunió en la primavera de 1903 un pequeño grupo de obreros. Poco después Zubatov, que no se había entendido con el nuevo ministro del Interior, Plehve, tuvo que dimitir. Sin embargo, Gapón siguió en buenas relaciones con el departamento de la policía. Su grupo se desarrolló rápidamente y recibió numerosas adhesiones de antiguos «zubatovistas». Sus estatutos fueron legalmente reconocidos por la autoridad pública. Tomó el nombre de

Asociación de los obreros rusos de las fábricas de San Petersburgo. Gapón era considerado como su «representante». Junto a él funcionaba un comité de «responsables» que compartían con él la dirección de la asociación. En noviembre de 1904 la Asociación tenía ya once secciones que agrupaban a 9.000 obreros. El departamento de la policía proporcionaba los fondos.

Desde principios de diciembre se hizo tormentosa la atmósfera en el interior de la Asociación, como repercusión del estado de agitación general en que vivía el país. Las administraciones regionales y algunas corporaciones burguesas habían presentado peticiones al Gobierno, insistiendo en la necesidad de hacer algunas concesiones a la opinión pública. En los círculos «gaponistas» se alzaron entonces voces que decían que había que usar el mismo procedimiento para llamar la atención de los gobernantes sobre la penosa situación en que se hallaba la clase obrera. Se habían infiltrado en la Asociación militantes socialdemócratas y socialistas-revolucionarios que trataban de introducir en sus reivindicaciones artículos de alcance político. Los socialistas-revolucionarios fueron más expeditos y emprendedores para convencer a Gapón. Este se opuso en un principio al proyecto de petición, pero luego, a finales de diciembre, dio su consentimiento.

La Asociación acababa de entrar precisamente en conflicto con la dirección de la fábrica Putilov, que había despedido a cuatro militantes gaponistas. Las negociaciones, en las cuales participaron el Gobierno de la capital y el inspector general del Trabajo, no dieron resultados, y el 3 de enero de 1905 (viejo calendario ruso) los obreros de la fábrica se declararon en huelga. El 4 otras fábricas siguieron su ejemplo. El 5 cesó el trabajo en la gran fábrica Semiannikov. El 6 era día de fiesta. El 7, la huelga de las fábricas era casi general. Al día siguiente, 8, no se publicaron los periódicos. Un corresponsal de Lenin le escribía ese mismo día desde San Petersburgo: «Estamos contemplando aquí un cuadro que nunca se había visto, y la angustia oprime el corazón ante la incógnita: ¿podrá la organización socialdemócrata tomar en sus manos la dirección del movimiento? La situación es extraordinariamente seria. Todos estos días se celebran reuniones en todos los sectores de la Asociación de los obreros rusos. Las calles están llenas de gentes desde la mañana hasta por la noche. De vez en cuando aparecen socialdemócratas que pronuncian discursos y distribuyen volantes. Se les escucha, en general, con simpatía, pero en cuanto tocan al zarismo los zubatovistas empiezan a gritar: «¡Eso no nos importa! ¡El zarismo no nos molesta!» Y, sin embargo, en sus propios discursos figuran todas las reivindicaciones de los socialdemócratas, incluida la jornada de ocho horas y la reunión de una Asamblea Constituyente mediante sufragio directo y universal».

En esas reuniones se toma la siguiente decisión: el domingo, 9 de enero, los obreros deben ir en masa a la plaza del Palacio de Invierno y entregar al zar, por mediación de Gapón, una petición que enumere sus dolencias y que termine con estas palabras: «Concédenos esto o moriremos todos.» Esta decisión es acogida en todas partes con un entusiasmo delirante. En la mañana del 8, la petición circula en las secciones gaponistas, donde los obreros la firman jurando que marcharán al día siguiente acompañados de sus mujeres y de sus hijos. A las dos de la tarde los reúne un mitin grandioso en la Casa del Pueblo. La policía no interviene. Pero en los círculos de la corte se estima que Gapón ha desbordado los límites que le han sido asignados y se acuerda que la proyectada manifestación no será tolerada. El gran duque Vladimir, tío del zar, toma la dirección de las operaciones. Las tropas ocupan las plazas y todas las grandes vías que corren de los suburbios al Palacio de Invierno. Las columnas de obreros que se habían puesto en marcha en la mañana del 9 chocan con barreras militares y son dispersadas por los cosacos.

Gapón marchaba, con una gran cruz en la mano, a la cabeza de la columna formada por los obreros de la fábrica Putilov en el suburbio de Narva. Elevaban delante iconos y un retrato de Nicolás II. Por todas partes ondeaban las banderas. La multitud entonaba cánticos mientras marchaba. En la puerta de Narva la tropa disparó contra ella. Todo el mundo huyó. Gapón estuvo a punto de ser aplastado en el tumulto. Un socialista-revolucionario, Rutenberg, que está a su lado, logra sacarlo de allí y conducirlo, medio desvanecido, fuera de peligro.

Al reponerse, Gapón dirige un llamamiento al pueblo: «Camaradas, obreros rusos, ya no tenemos zar. Un río de sangre lo separa desde ahora del pueblo ruso. Ha llegado la hora de empezar sin él el combate por la libertad del pueblo. Hoy os doy mi bendición. Mañana estaré con vosotros.» Y parte para el extranjero. Los dirigentes del partido socialista-revolucionario le facilitaron el viaje y lo pusieron en contacto con sus camaradas de Ginebra. Pero Gapón no quiso adherirse a su partido. Manifestó el deseo de conocer a los jefes de la socialdemocracia rusa. Plejanov lo recibió muy secamente; no se fía de él y creía que se trataba de un simple agente provocador de la policía zarista. Lenin se mostró más acogedor. Y eso que acababa de recibir una carta de su colaborador Gusev, a quien había enviado recientemente a San Petersburgo, quien le ponía en guardia contra Gapón, «un zubatovista de primera clase, sin duda alguna», según él. «Aunque no hay pruebas formales —decía—, el solo hecho de que no lo hayan detenido ni expulsado de la capital a pesar de sus discursos incendiarios, lo demuestra mejor que todas las pruebas.»

Para Lenin, el caso de Gapón no se presentaba en forma tan sencilla. Policía o no, Gapón había resultado ser un conductor de masas incomparable. Hombres así son infinitamente valiosos en tiempos de revolución. No se les puede rechazar por simples razones pudibundas que resultan fuera de lugar en las circunstancias por que se atraviesa. Al contrario, hay que tratar de obtener las mayores ventajas posibles para la causa revolucionaria y, si es posible, tratar de ponerlos en el buen camino y hacerlos abjurar de los amos a quienes han servido. Es lo que quiso intentar con Gapón. Se entrevistó, pues, con él. La entrevista se celebró en un café. De creer a Lenin, Gapón producía en él «la impresión de un hombre indudablemente devoto de la revolución, inteligente y lleno de iniciativa, pero, desgraciadamente, sin ideología revolucionaria bien definida».

Después de la entrevista le confió a su mujer: «Necesita que le guíen. Le he dicho: “Padre, desconfíe de los aduladores, déjese guiar; si no, mire dónde acabará”; le señalé debajo de la mesa.» Por tanto, Lenin se ofreció como guía a Gapón. Empezó por prestarle una cantidad de libros sobre la doctrina marxista. Interesaron mediocremente al sacerdote, tanto más cuanto que, en una buena parte, eran obras de Plejanov, de ese mismo Plejanov que acababa de tratarlo con tan poca consideración. Además, no había venido a Ginebra para leer libros, sino para preparar, de acuerdo con las organizaciones revolucionarias del extranjero, una insurrección armada en Rusia. En lugar de sumirse en la literatura marxista puesta a su disposición por Lenin, se pasaba el tiempo ejercitándose en el disparo de pistola o montando a caballo.

Al mismo tiempo, Gapón había empezado a preparar una especie de amplio frente único de la Revolución que debía englobar a todas las organizaciones socialistas sin distinción de matices, incluidos los representantes de las minorías nacionales del Imperio ruso. Dirigió a todos ellos una «carta abierta» exhortándolos a «concertar inmediatamente un acuerdo» y a dedicarse a la organización de la lucha armada contra el zarismo. «Los partidos deben movilizar todas sus fuerzas —escribía—. Bombas y dinamita, terrorismo individual o colectivo, todo lo que pueda contribuir a la caída del zarismo debe ser empleado. Finalidades inmediatas: abolición de la monarquía, gobierno revolucionario provisional que proclame inmediatamente la amnistía general y convoque una Asamblea Constituyente sobre la base del sufragio universal y directo.»

Lenin dispensó una buena acogida a esa carta. La publicó en su periódico, acompañada de un comentario bastante elogioso y que no formulaba más que algunas reservas de detalle. No le disgustaba mostrar a sus adversarios que no era en modo alguno el sectario ciego que ellos decían, que no se apartaba de todos los que no compartían sus puntos de vista y que no era hostil al menor compromiso. Decía: «Estimamos posible, útil y necesario ese acuerdo. Felicitamos a G. Gapón por haber hablado precisamente de un acuerdo, ya que sólo el mantenimiento de la independencia completa de cada partido, en materia de doctrina y de organización, puede garantizar a esta tentativa de alianza militar posibilidades de éxito... Estaremos obligados, inevitablemente, a marchar separadamente (

getrennt marschieren, escribe Lenin en alemán), pero ahora podemos, y aun podremos todavía más de una vez, en el futuro, golpear juntos (

vereint schlagen)».

Evidentemente, la finalidad inmediata proclamada por Gapón no tiene nada en común con la meta final que se propone alcanzar la revolución socialista. Pero tal como se presenta es justa y, por el momento, todo el mundo debe adoptarla como el objetivo más inmediato de la lucha. Lo enojoso es la posición vacilante que ocupa Gapón fuera de los partidos. Lenin trata, sin embargo, de hallarle una excusa: «Es natural —observa— que por haber cambiado tan rápidamente de fe, Gapón no haya podido formarse en el acto una clara concepción posible.» Eso es lo que le desea Lenin muy cordialmente en la parte final de su artículo.

Unos días después, Gapón le envía una invitación para la conferencia, así como, la lista de las organizaciones que deben participar en ella. Ignorando las divisiones políticas y dejándose influir por los socialistas-revolucionarios, con los cuales se entendía mejor (éstos, por lo menos, no le imponían dosis masivas de sabias lecturas), había incluido sobre todo en esa lista grupos en los que dominaba la tendencia socialista-revolucionaria y no se había preocupado por sopesar la verdadera importancia de cada uno de ellos. Plejanov se negó a asistir. Lenin fue.

Nada más empezar surgió un incidente. El partido socialdemócrata letón protestó contra la presencia del delegado de la «Unión socialdemócrata letona» afirmando categóricamente que esa organización no existía más que en el papel y que el personaje admitido en la conferencia no representaba más que a sí mismo. Las organizaciones socialistas-revolucionarias salieron en defensa del letón. No habiendo podido obtener una satisfacción, el partido socialdemócrata letón abandonó el salón de sesiones. Lenin, los bundistas y los armenios, que se habían solidarizado con él, siguieron su ejemplo. La conferencia siguió reunida, votó una resolución que exigía la aplicación del principio federalista en las relaciones de las minorías nacionales con el Imperio, la socialización de la tierra conforme al programa del partido socialista-revolucionario y la convocación de un Asamblea Constituyente. Y se separó sin lograr ningún resultado positivo.

Desilusionado, Gapón decidió regresar a Rusia y llamar a los obreros al combate en su nombre personal. Pero necesitaba armas. Pudo conseguir fondos (su nombre gozaba entonces de un gran prestigio en el extranjero), compró en Inglaterra una cantidad bastante considerable y fletó un barco para transportarlas a Rusia. Al llegar a la desembocadura del Neva, el navío inglés encalló en la arena y la carga tuvo que ser abandonada. Completamente desalentado, Gapón anduvo algún tiempo de acá para allá, haciendo una vida clandestina, acabó por reanudar sus contactos con el departamento de la policía y se convirtió en un vulgar agente provocador a sueldo. Un año más tarde fue muerto por el mismo socialista-revolucionario, Rutenberg, que le había salvado la vida la mañana del 9 de enero de 1905.

La marcha de los acontecimientos incitaba a Lenin a apresurar en lo posible la convocatoria de su Congreso, que debía, según él, poner fin al desorden que reinaba en el partido. Desgraciadamente, la Directiva rusa encargada de preparar la convocatoria parecía olvidar la misión que le había sido confiada. Bogdanov, que era el alma y el cerebro, no daba señales de vida. El 29 de enero Lenin escribe a Litvinov: «Querido amigo: Tengo un gran favor que pedirle. Regañe, por favor, a Bogdanov, pero regáñele bien... Ya no se oye hablar de él. Ni una línea para el periódico. Ni una palabra sobre los asuntos, sobre los proyectos. Es algo increíble.»

Litvinov debió cumplir muy bien el encargo que le hizo Lenin, porque unos cuantos días después se reunió la Directiva y empezó a discutir el proyecto de declaración destinado a ser dirigido al partido. Bogdanov, que conducía el debate, logró imponer su tesis: creación de un centro de dirección única en Rusia con plena autoridad sobre el órgano central del partido, lo cual implicaba cambios importantes en los estatutos votados en el segundo Congreso. Gusev, ese «empleado de Lenin», como le llamaban en broma sus camaradas por el celo que ponía en servir los intereses de su patrón, había tratado de protestar. Bogdanov le objetó que la organización tripartita de la dirección había provocado ya una escisión en el seno del partido. Lo mismo les sucedería a los bolcheviques si la mantenían. Gusev tuvo que inclinarse ante ese argumento. También triunfó el punto de vista de Bogdanov sobre la composición del futuro Congreso: los ocho nuevos comités creados por los mencheviques serían oficialmente invitados a participar con voz deliberativa. También se enviarían invitaciones al Consejo del partido, al Comité central, al órgano central, es decir, a la

Iskra de Plejanov y Martov, y a la

Liga. El pretexto era que había que seguir «en la legalidad», actuar «legalmente» con el adversario, tratar de convencer a los mencheviques «con la dulzura». Finalmente, en lugar de reunirse en Ginebra, como lo deseaba Lenin, se decidió que el Congreso se reuniría en Londres.

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