Lenin

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LA CONQUISTA DEL PODER » 14. Años sombríos de París

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XIV

AÑOS SOMBRÍOS DE PARÍS

Un viento glacial barría las calles de la ciudad, desierta y silenciosa bajo un cielo de plomo, en la mañana del 20 de enero de 1908, cuando Lenin bajó del tren que lo traía a Ginebra. La primera impresión fue penosa. Le dijo a su mujer: «Tengo la impresión de haber venido a encerrarme a una tumba.» La carta de Gorki le trajo cierto consuelo al día siguiente. El gran escritor se había instalado en la isla de Capri, donde respiraba feliz el aire del Mediterráneo y gozaba de su sol. Invitaba a Lenin a pasar una temporada en su casa. La proposición era tentadora. Pero no la aceptó. «Imposible por el momento —le contestó a Gorki—; es necesario organizar el periódico.» Esa era nuevamente su gran preocupación principal: volver a poner en marcha su hoja y reanudar inmediatamente el combate interrumpido. El problema de su instalación quedó resuelto rápidamente: alquilaron una habitación en una pensión familiar de las más modestas.

Antes de salir de Ginebra, Lenin había hecho embalar cuidadosamente todo el material de la imprenta, el cual fue depositado a continuación en la bodega de la biblioteca rusa. Su primera visita fue, por tanto, para el bibliotecario Karpinski, que había seguido en su puesto. Después de enterarse de que todo estaba intacto mandó llamar a uno de sus antiguos tipógrafos, que tampoco se había movido de Ginebra, y le encargó que reinstalara urgentemente la imprenta y que se pusiera de nuevo a trabajar. Unos días más tarde llegaron Bogdanov y Dubrovinski. El «trío» de la redacción estaba ya completo. No había más que empezar la preparación del número. Los fondos no escaseaban. Los bolcheviques acababan de cobrar un legado muy importante cuyo origen había provocado múltiples comentarios.

La parte esencial del asunto se reduce a lo siguiente: el sobrino del multimillonario Morozov, Nicolás Schmidt, que era uno de los mayores fabricantes de muebles de Moscú, profesaba por la Revolución sentimientos todavía más fervientes que su tío. Durante las jornadas de diciembre de 1905 sus talleres sirvieron de cuartel general a los insurgentes. Finalmente lo encarcelaron. Su débil complexión no le permitió soportar el régimen penitenciario y murió haciendo saber a quien correspondiera que legaba su fortuna a los bolcheviques9. Sus dos hermanas, que entraron legalmente en posesión de la herencia, debían, por tanto, entregar cada una su parte al centro bolchevique. La mayor estaba casada con un abogado, miembro del partido socialdemócrata, pero perteneciente a otra tendencia. Se negó a dar la autorización necesaria a su mujer. Fue citado ante un jurado de honor y obligado a pagar a los bolcheviques la mitad de la suma que había cobrado su mujer, o sea 85.000 rublos. En cuanto a la menor, la situación se presentaba más delicada. Esta muchacha era la amante de un bolchevique activo, muy considerado en los círculos dirigentes de su organización. Víctor Lodzinski, alias Taratuta. Como la muchacha era menor de edad, no poda disponer de sus bienes. Era necesario que se casara. Desgraciadamente, su amante, que llevaba una existencia clandestina, no poseía los documentos civiles necesarios. Buscaron, pues, un militante que tenía sus papeles en regla y lo casaron, formulariamente, con la señorita Schmidt, quien al convertirse en la señora de Ignatiev pudo cumplir al pie de la letra la última voluntad de su hermano. Así entraron en la caja de los bolcheviques cerca de 200.000 rublos, cantidad muy suficiente para garantizar la marcha de la nueva publicación.

El periódico podía, por tanto, permitirse el lujo de retribuir a sus colaboradores. Pero había que encontrarlos... Lenin sabía muy bien que no debía confiar demasiado en Bogdanov para el material corriente. Su otro colega sólo servía para la tarea puramente técnica (fue nombrado secretario de redacción). Lunatcharski, pegado a Gorki desde que había empezado su nueva emigración, se pavoneaba en Capri y no manifestaba el menor deseo de volver a coger su pluma de periodista. Liadov no daba señales de vida. En general, los intelectuales que en 1905 ofrecían tan solícitos su colaboración a la causa revolucionaria, se esquivaban ahora y se mantenían al margen. Lleno de amargura, Lenin escribía a Gorki: «Los intelectuales abandonan al partido. No se podía esperar otra cosa de esta canalla. El partido se depura de las escorias pequeño-burguesas. ¡Más vale que así sea! El campo de acción estará más despejado para los obreros revolucionarios.»

Se pensó en entenderse con Trotski, que había ido a radicarse a Viena. Pero se hizo la cosa un poco torpemente. Lenin no quería escribirle una carta personal y la invitación para colaborar en el

Proletary le fue hecha en nombre de la «redacción del periódico», sin la firma de ninguno de los tres directores. Trotski se ofendió y contestó indirectamente: «Se informa a la redacción del Proletary que el camarada Trotski no puede escribir por estar demasiado ocupado.»

Pero, sobre todo, Lenin quería conseguir la colaboración de Gorki. Se la pidió con insistencia. Gorki le contestó que no compartía su hostilidad contra los intelectuales y que esa divergencia le impedía escribir en su periódico. Al saberlo, Lenin se apresura a enviarle esta aclaración: «Ha habido un equívoco... Yo no he pensado en modo alguno proscribir a los intelectuales ni negar su utilidad en el movimiento obrero. No puede haber a este respecto divergencia alguna entre usted y yo. Estoy firmemente convencido.» Gorki acabó por ceder y prometió enviar un artículo. Lo más grave era que acababa de perfilarse un desacuerdo profundo entre Lenin y Bogdanov. Durante los dos años que habían pasado luchando juntos en Rusia habían logrado, haciéndose mutuas concesiones de amor propio, mantener buenas relaciones. Lenin trataba de no herir, en la medida de lo posible, la susceptibilidad de su colega. Un día, cuando ambos habitaban la misma casa en Kuokalla, uno de sus fieles le había dicho con voz un poco elevada: «Bogdanov no tiene condiciones para ser jefe del partido, ¡el jefe es usted!» Lenin le hizo una señal enérgica de que se callara y corrió inmediatamente hacia la puerta para ver si por casualidad estaba Bogdanov en la habitación de al lado y había escuchado esas palabras10.

Después del aplastamiento del movimiento revolucionario, Bogdanov había reanudado sus trabajos filosóficos. En un trabajo colectivo llamado

Ensayos sobre la filosofía del marxismo, que pretendía mostrar el verdadero aspecto de éste, publicó un estudio en el que trataba de buscar los orígenes y los antecedentes del materialismo histórico y esbozaba una especie de prehistoria del marxismo, para llegar con todo esto a yuxtaponer la doctrina de Marx y la del idealismo filosófico de Mach y Avenarius; otros trataron, a su lado, de oponer al materialismo el realismo crítico y de interpretar el método dialéctico a la luz de la teoría moderna del conocimiento; otros aún, entre ellos Lunatcharski, osaron proclamar la necesidad de crear una nueva religión para el marxista y se pusieron a buscar a la divinidad susceptible de ser adorada.

Lenin se puso furioso al leer ese libro. Disputó violentamente con Bogdanov. Una nota de inspiración menchevique publicada en la revista socialdemócrata alemana

Neue Zeit, dirigida por Kautsky, anunció que los bolcheviques estaban en pleno desacuerdo entre ellos por cuestiones de orden filosófico y que a causa de ello su grupo se hallaba en un estado de total disgregación. Lenin creyó poder salvar la situación insertando en su periódico una especie de comunicado oficial diciendo que «las opiniones filosóficas de los miembros del partido eran independientes de sus opiniones políticas» y que «las discusiones que pudieran surgir entre ellos a ese respecto no tenían ningún alcance político». Entretanto llega un artículo de Gorki. Después de leerlo, Lenin vio que opinaba en el sentido de Bogdanov. Por lo tanto, no podía publicarse. Al enterarse Bogdanov quedó atónito. ¡Rechazar un artículo de Gorki! Lenin persiste en su decisión. Las relaciones entre él y Bogdanov son cada vez más tirantes. Finalmente Bogdanov se va de Ginebra y se instala en Capri. Lenin se quedaba solo para dirigir el periódico. Afortunadamente, acaba de llegarle un nuevo recluta de Rusia que le ayudó mucho.

En la época en que Lenin había entrado en conflicto con Plejanov y con la nueva

Iskra, Grigory Zinoviev era todavía un joven estudiante en la Universidad de Berna. ¿Es necesario decir que asistía más asiduamente a las reuniones de los socialdemócratas que a los cursos de la Facultad? Demasiado joven todavía para desempeñar un papel activo en los asuntos del partido, se mantenía voluntariamente entre los allegados a los «grandes», lleno de entusiasmo y dispuesto a realizar cualquier misión que quisieran confiarle. Ponía en juego un ímpetu y una fogosidad juvenil que parecían no tener límites. En octubre de 1905 fue a Rusia, naturalmente. En San Petersburgo se destacó también por su energía desbordante. Orador, periodista, agitador, lo era todo al mismo tiempo. Esa actividad multiforme le valió ser nombrado delegado al Congreso de Londres y ser elegido miembro del Comité central. A su regreso conoció la cárcel. Una vez liberado, emprendió de nuevo el camino del extranjero y tan pronto como llegó a Ginebra se puso a la disposición de Lenin. Este descargó en él, a partir de ese momento, una buena parte de la faena de la redacción. Esto le permitió enfrascarse en otra tarea que consideraba sumamente urgente.

Acababa de apoderarse de él una obsesión: todos esos pretendidos escritores-filósofos, que so capa de aclarar el marxismo, de consolidar sus bases científicas, habían en realidad emprendido su destrucción, debían ser puestos en su lugar. Y era su deber darles una buena lección. Pero no iba a realizar esta empresa por el simple placer de lanzarse a una polémica, a una más. Es cierto que le gustaban esos combates con la pluma y que le faltaba algo cuando no tenía delante un adversario a quien tirar un tajo. Pero ahora se trataba de algo diferente. Y de algo muy grave. Habían osado tocar el dogma marxista, se habían permitido querer quebrantar sus cimientos. Era inadmisible. Se hallaba en la situación de un San Agustín llamado a defender la Trinidad contra los ataques de los pelagianos. El edificio construido por Marx y Engels debía permanecer intacto. Lenin se encargará de ello.

Esto le obliga a emprender la redacción de una gran obra filosófica. Trabajo nuevo para él. Lenin, amo absoluto del terreno cuando se trata de analizar un fenómeno económico o social, de sacar conclusiones de un cuadro de datos estadísticos, no se siente muy sólido en materia de especulaciones metafísicas, y el vocabulario técnico de la filosofía no le es nada familiar. Cuando proclamó un día, hablando con su «edecán» de Kuokalla, que el marxismo era la única filosofía que debía utilizar un proletario, sólo bromeaba a medias. Personalmente, había estudiado muy cuidadosamente a Hegel (¿podía no hacerlo, siendo marxista?), pero sin duda no profundizó más en sus investigaciones. Bogdanov y sus amigos se inspiraban en las doctrinas de los filósofos alemanes contemporáneos: Mach, Avenarius, Ostwald. Necesitaba, por tanto, conocerlos a fondo. Al primer contacto con ellos comprendió que debía remontarse mucho más arriba, a los ingleses del siglo XVIII: Berkeley y Hume, y no era todo... Se puso a estudiar a los filósofos con una especie de rabia. Se pasaba días enteros en la biblioteca de Ginebra, sumergido en sus libros. «Me emborracho de filosofía —escribía a Gorki— y descuido el periódico.» Mientras tanto, su mujer se aburre en la triste y pequeña habitación que ocupan. Ya no tiene que entregarse a esa tarea absorbente, pero tan apasionante, de cifrar y descifrar la correspondencia con los innumerables agentes informadores del «interior». Ya casi no había. Los pocos que quedaban apenas si daban noticias. Había empezado a aprender francés, armándose valientemente de manuales y gramáticas, tratados de fonética, diccionarios. Así pasaba las tardes esperando que Lenin regresara de la biblioteca. «Por la noche no sabíamos cómo matar el tiempo —escribe ella en sus

Recuerdos—; no teníamos el menor deseo de permanecer en nuestra fría y poco confortable habitación y salíamos todas las noches, unas veces al cine, otras al teatro, aunque la mayoría de las veces abandonábamos la sala a la mitad del espectáculo para ir a pasear a alguna parte, sobre todo a orillas del lago.»

En mayo, respondiendo a las reiteradas invitaciones de Gorki, que parecía querer reconciliarlo con Bogdanov, Lenin se trasladó a Capri. No le gustó. La casa estaba llena de gente de toda ralea. Gorki recibía a todo el mundo con la mayor cordialidad y abusaban evidentemente de su hospitalidad. Tuvo una última explicación con Bogdanov que tomó mal giro. Lenin se exaltó y le dijo que «no les quedaba más que separarse durante dos o tres años». La mujer de Gorki tuvo que intervenir para calmar su irritación. Regresó al cabo de dos días. Cuando Krupskaia le preguntó sus impresiones de la estancia en Capri se limitó a anunciar lacónicamente que el mar era bello y el vino bueno. «Pero no dice casi nada de las conversaciones que celebró en casa de Gorki, porque aquello le dolía», anotó ella después. Otro conflicto vino a unirse al que había surgido entre él y Bogdanov, y amenazaba con sembrar la mayor perturbación en los espíritus bolcheviques.

En la nueva Duma, dócil y halagada, había dieciséis diputados socialdemócratas. Ese minúsculo grupo no pesaba mucho en la balanza y no podía ejercer influencia alguna sobre la asamblea, ni impedir en modo alguno la votación de las leyes que se complacía en presentar el Gobierno para aplicar su política reaccionaria. Los hombres que componían el grupo carecían además de envergadura y sus raras intervenciones en la tribuna pasaban casi inadvertidas. En los círculos socialdemócratas se oyeron voces pidiendo la retirada de esos diputados, so pretexto de que su presencia en una Duma que se había convertido en criada obediente del Gobierno no podía sino perjudicar a los intereses de la clase obrera y de la revolución en general, puesto que al permanecer en esa asamblea de nobles y de burgueses conferían a ésta una apariencia de prestigio ante los ojos de las masas. En cambio, su dimisión colectiva acabaría por desacreditarla completamente y el pueblo se daría cuenta entonces de que no cabía esperar nada de ella. Así se formó en el seno del partido la fracción de los «abstencionistas», que se asignó el propósito de obtener la retirada de los diputados socialdemócratas de la Duma. El bolchevique Alexinski, que había sido diputado en la Duma anterior, fue el promotor de ese movimiento en el extranjero. Se hallaba en Londres, en mayo de 1907, asistiendo al Congreso del partido. Eso le permitió no ser detenido al ser disuelta la segunda Duma. Y helo en París haciendo una enérgica campaña en favor de la retirada.

Lenin se mostró francamente hostil a ese proyecto. Estimaba que en un momento en que la revolución, vencida, se hallaba obligada a batirse en retirada en todos los frentes, había que tratar de mantenerse por lo menos en las pocas posiciones estratégicas que no se habían perdido todavía y que permitían seguir ejerciendo, aunque fuera en proporciones muy reducidas, una acción sobre las masas. En el período de octubre a diciembre de 1905 se podía predicar el boicot de la Duma porque había muchos otros medios, más directos y más eficaces, de actuar sobre el pueblo. Pero ahora, confinados de nuevo a los estrechos límites de la propaganda clandestina, los socialdemócratas deben saber utilizar hasta el final todas las posibilidades que se les ofrecen: presencia tanto en el Parlamento como en el consejo de administración de la más humilde sociedad de socorros mutuos. La tribuna de la Duma, que permite dirigirse al país entero, debe ser explotada en toda la medida de lo posible y sería una locura, estima ahora Lenin, renunciar a ella voluntariamente. Lenin quedó enfrascado así, simultáneamente, en una cruzada contra Bogdanov el «empiriomonista», Lunatcharski el «buscador de Dios» y Alexinski el «abstencionista», quienes se habían puesto de acuerdo y habían formado en el interior de la fracción bolchevique un grupo aparte con cuartel general en Capri, en casa de Gorki, a quien Bogdanov y Lunatcharski consiguieron ganar para su causa.

Lenin se daba perfecta cuenta del peligro que amenazaba a su obra. Hasta ahora sólo tenía que luchar contra el «enemigo exterior». El bloque bolchevique por él creado a costa de tantos esfuerzos parecía inquebrantable. Aunque de vez en cuando surgían en su interior ligeros desacuerdos, eran liquidados rápidamente y no perjudicaban en modo alguno a la unidad del grupo. Ahora veía surgir fisuras a derecha e izquierda. Por un lado los «empiriomonistas», por el otro los «abstencionistas». ¿Pero con qué tropas? Tenía pocas o ningunas... Necesitaba crearse una mayoría estable. Únicamente podían dársela los comités rusos o, para hablar con más exactitud, aquellos que le seguían siendo fieles. Para que esa mayoría pudiera representar un peso auténtico había que forjarla en una consulta general de las organizaciones del partido. Dadas las circunstancias por que éste atravesaba, era imposible pensar en un Congreso. Aunque se lograra imponer, en principio, la idea de un Congreso, la organización y la preparación material de éste exigirían demasiado tiempo. Y, además, no era seguro que hubiera una mayoría claramente definida. Más valía, en esas condiciones, reunir una conferencia y obtener de ella una condenación expresa de todos esos disidentes y sembradores de disturbios. Escribió entonces a uno de sus fieles partidarios, Vorovski, quien después de haber formado parte, en 1904, del pequeño grupo de los bolcheviques de Ginebra, había vuelto a Rusia y seguía desarrollando el trabajo revolucionario en la clandestinidad. «En la próxima conferencia —decía— se entablará inevitablemente una lucha sin cuartel. Es muy probable que surja una escisión. En caso de que triunfe la tesis del boicot de izquierda abandonaré la fracción.»

Mientras tanto, la gran obra filosófica de Lenin quedaba terminada. Ana recibió el manuscrito y la misión de buscarle editor. Fue encargada, además, como antaño en la época de la deportación de su hermano, de vigilar la impresión y la corrección de las pruebas. Se acercaba el invierno. Lenin consideraba con el mayor desagrado la perspectiva de pasarlo de nuevo en Ginebra. Después de la vida agitada que había hecho durante los dos años pasados en Rusia, la tranquila y apacible ciudad helvética le parecía, usando las palabras de Krupskaia, «un pequeño lago burgués de aguas estancadas». La verdad es que se aburría, lejos de los centros activos de la emigración que ahora estaban fuera de Suiza. Trotski, como ya se ha dicho, había ido a instalarse en Viena, donde eran fáciles las relaciones con los jefes de la socialdemocracia alemana que dominaba entonces en la Internacional y en el movimiento socialista en general. Los mencheviques y los socialistas-revolucionarios se establecieron en París. A Lenin le hubiera gustado seguir el ejemplo de Carlos Marx e instalarse en Londres. Le gustaba el ritmo metódico y preciso de la vida inglesa y apreciaba enormemente la perfecta organización del Museo Británico, que facilitaba mucho sus investigaciones documentales. Pero también estaba alejado de los centros donde su presencia le parecía necesaria y la vida costaba más cara que en cualquier otra parte de Europa.

Liadov, llegado de París, a donde había recalado después de múltiples peregrinaciones, con su nuevo amigo, el vivaracho «doctor» Jitomirski, el mismo que tan bien había expresado su admiración por Lenin en sus informes a la policía rusa, fue quien logró convencer a Lenin de que debía elegir París. El principal argumento que invocaron él y el camarada provocador, y que convenció a Lenin, era que allí la vigilancia policíaca sería más fácil de burlar.

Comenzaron inmediatamente los preparativos del viaje. No se trataba sólo de transportar a París el mobiliario, más que somero, de Lenin. Había que organizar el traslado de la redacción del periódico con todos sus expedientes, y de su imprenta. Consideraron necesario encontrar primero un local que pudiera recibir a una y otra. Para esa tarea Lenin no quiso utilizar a Liadov, que había sido antaño quien se lo hacía todo. Sospechaba, no sin razón, que Liadov quería nadar entre dos aguas y mantener contacto con Alexinski. Prefirió prescindir de él y recurrió a otro. Ese «otro» era Kamenev, quien llevaba en París unos tres meses y gozaba ya en Ginebra de la reputación de un «viejo parisiense».

En el tercer Congreso, celebrado en Londres en 1905, Lenin se había fijado en ese joven de veintidós años, de aspecto dulce y tímido, extraordinariamente serio y aplicado. Estaba allí en calidad de delegado de la organización del Cáucaso. Después de la clausura de la sesión, Lenin le propuso pasar algún tiempo en Ginebra antes de regresar a Rusia, a fin de completar su educación marxista. Kamenev aceptó con agradecimiento. Luego vino lo de octubre. Se apresuró, como los demás, a ponerse a la disposición del proletariado revolucionario y, como los otros, aunque con cierto retraso, reanudó en 1908 el camino del extranjero. Después de una breve estancia en Ginebra se trasladó a París. Era un hombre lleno de buena voluntad, muy servicial, siempre dispuesto a ayudar a los camaradas, pero incapaz de medir la extensión de sus fuerzas y de sus capacidades. Por eso no podía a veces cumplir sus promesas y se convertía en una causa de molestia para su amigo, cosa que lo afligía todavía más que a las víctimas de sus errores o de sus olvidos.

Al llegar a París en la noche del 3 de diciembre en compañía de su mujer y de Zinoviev, Lenin se hospedó en el Hotel des Gobelins, en el número 24 del bulevar Saint-Marcel, donde vivía su hermana menor, María, que había venido a estudiar a París. Su primera pregunta fue ésta: «¿Ha encontrado Kamenev algo para la imprenta?» Al enterarse de que no se había hecho nada se limitó a observar: «Era de esperarse...» Al día siguiente, los dos tipógrafos rusos de Ginebra, que habían seguido a Lenin a París, se pusieron a buscar un local. Encontraron en la calle Antoine-Chantin, a unos cien metros de la iglesia Saint-Pierre de Montrouge, una tienda sombría, sin gas ni electricidad, que fue alquilada en el acto: había que retirar de la estación lo más rápidamente posible las cajas del material. Camaradas voluntarios, reclutados probablemente por Kamenev, se encargaron del transporte. Al mismo tiempo recogieron de la consigna el equipaje personal de Lenin y lo depositaron en su hotel. Al abrir la caja que los cargadores aficionados habían manipulado un poco torpemente en la escalera, Krupskaia reniega: una buena parte de la vajilla traída de Ginebra está rota. Lenin no toma la cosa por lo trágico. «Mozos de mudanza excesivamente entusiastas», observa, aunque agregando: «No es bueno descuidar lo que está bajo la responsabilidad de uno.» Pero al día siguiente, a primera hora, corre a la calle Antoine-Chantin para ver si el material de la imprenta no ha corrido la misma suerte. Respiró tranquilo al ver que no había sufrido ningún daño.

Se planteó la cuestión del departamento. Eran cuatro: Lenin, su mujer, su hermana María y su suegra, que había llegado de Rusia poco antes de que salieran de Ginebra. El barrio de los Gobelins, donde pululaban los emigrados rusos, no le atraía. Prefería, como siempre, alguna callecita tranquila en un extremo de la ciudad, pero sobre todo quería estar lo más cerca posible de su imprenta.

En el número 24 de la calle Beaunier, inmediata a la puerta de Orleáns, había un departamento desalquilado. Era un segundo piso con cuatro piezas: entrada, cocina, cuartos traseros, agua, gas, roperos y espejos sobre las chimeneas (lo que parece haber impresionado bastante a Krupskaia). Casa sólida, de aspecto muy burgués, de seis pisos. Renta: 840 francos al año, más los gastos adicionales. Evidentemente hubieran podido encontrar algo más barato. El propio Lenin lo reconocía. «Con relación a los precios que se pagan aquí —escribía a Ana— es caro. Pero, por lo menos, estaremos a gusto.» El estado de sus finanzas le permitía ahora ese gasto. Fue aceptado por el propietario, a quien le pareció serio y honorable, «no como esos otros rusos». Se hizo abrir una cuenta bancaria en la agencia Z del Crédit Lyonnais, en el 19 de la avenida de Orleáns, y se mudó sin esperar que empezara a correr el mes de enero.

Para Krupskaia fue laboriosa y más bien desagradable la iniciación de la vida parisiense. Era necesario, al entrar en poder del departamento, hacer ciertas gestiones que le parecieron fastidiosas e inútilmente complicadas. «Todo se retrasaba —quejábase después en sus

Recuerdos—. Para conseguir el gas, por ejemplo, tuvo que ir en tres ocasiones a alguna parte en el centro de la ciudad antes de obtener el papel necesario.» De ahí la conclusión: «Francia es un país monstruosamente burocrático.» Corría el mes de diciembre. Hacía frío. Las chimeneas no funcionaban. Se helaban en esas grandes habitaciones vacías que no tenían más muebles que una mesa de madera blanca y algunas cuantas sillas y taburetes adecuados. La portera ponía mala cara. «Había que ver el desprecio con que miraba nuestro pobre mobiliario», escribe Krupskaia. En cuanto a Lenin, todo esto le dejaba indiferente. Sus pensamientos estaban en otra parte. Iba a abrirse la conferencia. Los delegados llegaban a París uno tras otro.

La elección hecha por las organizaciones del interior que habían aceptado participar en ese concilio no parecía favorecer a la posición de Lenin. De cinco delegados bolcheviques, tres eran «retiradistas». En la reunión preliminar celebrada por ellos se votó una resolución, por mayoría de votos, que suprimía el periódico de Lenin, renovaba la composición del centro bolchevique dando la dirección a los «retiradistas» y entregaba a éstos las llaves de la caja bolchevique, que en aquella época estaba bien forrada. Lenin fue obligado a comprometerse a no participar en la votación, en caso de que las opiniones de la conferencia quedaran empatadas y su voto pudiera dar la mayoría a los adversarios de la «retirada». Ese «golpe de Estado» no dio resultado porque la conferencia, una vez reunida, no quiso tomar en consideración esa votación. Pero, mientras tanto, Lenin vivió horas muy penosas.

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