Lenin

Lenin


LA CONQUISTA DEL PODER » 14. Años sombríos de París

Página 30 de 66

Todo iba mal. Su trabajo en la Biblioteca no adelantaba. Privado de su bicicleta, obligado a sufrir durante media hora un tranvía que avanzaba con una lentitud exasperante a través de las calles embotelladas y en las cuales todavía se desconocía la circulación en sentido único, llegaba ya regularmente irritado. La espera de los volúmenes y las explicaciones con el personal de la sala de trabajo no hacían más que aumentar su irritación. Regresaba a casa (otra media hora de tranvía) cansado y deprimido, y aun tenía que soportar, al pasar ante la portería, alguna observación agria por alguna visita recibida la víspera a una hora indebida o por alguna mancha descubierta en la alfombra de la escalera frente a su puerta. Lo mismo que en la calle Beaunier, su pobre mobiliario inspiraba en la calle Marie-Rose un desprecio apenas disimulado y las inquietudes del propietario, que, temeroso de que Lenin se fuera sin pagar la renta, quería deshacerse de él.

Un día se quejó de todas esas molestias domésticas al obrero de la imprenta del Comité, Vladimirov, que había venido a verle. Era un muchacho muy despierto que se había sabido «parisinear» rápidamente. «Yo me encargo», le dijo a Lenin. Baja la escalera. Precisamente ante la portería se encuentra con el propietario. Vladimirov lo aborda cortésmente, con la gorra en la mano, y entabla una conversación. El otro le comunica sus quejas: «Es un inquilino muy raro. No tiene ni con qué amueblar su vivienda. Ya estoy harto. Que se vaya.» «No hay que juzgar por las apariencias —observa suavemente Vladimirov—. El señor Ulianov es un gran propietario y tiene cuenta en el Banco. Infórmese usted en el Crédit Lyonnais.» El buen tipógrafo sabía lo que decía. En efecto, todo el dinero de la fracción bolchevique estaba depositado a nombre de Lenin. El Banco, a donde el propietario no dejó de acudir, debió darle los mejores informes sobre su solvencia, puesto que días después, al encontrárselo en la escalera, Lenin vio que lo saludaba con un obsequioso sombrerazo acompañado de un sonoro: «¡Buenos días, señor Ulianov!» Lo cual no le impedía escribir a su hermana: «París es un cochino lugar, y en muchos aspectos.»

Tampoco su mujer lograba adaptarse al ambiente parisiense. Ella, que solía ser tranquila y tener un humor siempre igual, se había vuelto nerviosa, hipocondríaca. Las humildes pero abrumadoras preocupaciones domésticas habían venido a reemplazar las emocionantes peripecias de la lucha revolucionaria subterránea. No conseguía, a pesar de todos sus esfuerzos, familiarizarse con la lengua francesa, y chocaba con incesantes dificultades en los pequeños comercios del barrio (difícilmente se aventuraba más allá de la avenida de Orleáns); ello provocaba a veces un cruce de réplicas poco amenas. Y la vida era cada vez más cara. Después de vivir un año en París, los recursos personales de Lenin habían disminuido considerablemente. En Rusia le dejaron sumas importantes sus artículos y sus folletos, así como la antología de sus escritos publicada bajo el título de En doce años. Ahora no disponía más que del sueldo que le pagaba el partido: cincuenta francos por semana. Con eso tenía que vivir Lenin y mantener a su mujer y a su suegra.

El buen tiempo le trajo alguna tranquilidad. Recibió una carta de Gorki que le invitaba a pasar unos días en Capri. Lenin aceptó; convinieron que no se hablaría de política en las conversaciones. Fue allí a principios de agosto, y Krupskaia fue a instalarse con su madre en Pornic, donde el partido socialista francés había creado una colonia de vacaciones para sus miembros, Gorki cumplió su palabra e hizo todo lo posible por evitar a su huésped discusiones sobre temas espinosos. Los interlocutores de Lenin fueron sobre todo pescadores de la isla que no sabían una palabra de ruso, y como él ignoraba totalmente el italiano estaban obligados a explicarse por medio de gestos acompañados por una mímica apropiada, de lo cual se declaró encantado. Después se reunió con los suyos en Bretaña y a fin de mes partió para Copenhague, donde debía celebrarse el Congreso de la Segunda Internacional.

Cerca de un millar de delegados, 887 exactamente, habían venido a asistir al Congreso, entre ellos 188 alemanes y 48 franceses. La delegación rusa comprendía veinte miembros: diez socialdemócratas (entre ellos Plejanov, Lenin, Zinoviev, Kamenev, Martov, Dan, Trotski y Lunatcharski), siete socialistas-revolucionarios y tres sindicalistas. Lo mismo que en Stuttgart, o más tal vez que en Stuttgart, Lenin se sentía perdido en medio de esa multitud ruidosa y heteróclita. Pasó completamente inadvertido, a pesar de que ocupaba un lugar en la tribuna en su calidad de miembro del Buró Socialista Internacional. El corresponsal de L'Humanité, al dar cuenta de la sesión inaugural, cita a un sólo ruso, Rubanovitch, al nombrar a los «militantes más conocidos». Es cierto que éste colaboraba entonces en el periódico de Jaurés. Lenin no tomó la palabra en ninguna sesión plenaria. Tal vez no le interesaba mucho: la Internacional le parecía cada vez más dominada por los socialdemócratas alemanes, que se deslizaban cada vez más hacia la derecha. Se le ocurrió, lo mismo que en Stuttgart, intentar una «agrupación de izquierdas» en el seno del Congreso y quiso reunir en una conferencia particular a los delegados que se consideraban marxistas revolucionarios. Dos mujeres, Rosa Luxemburgo y la holandesa Roland-Holst, hicieron una campaña para conseguirle adhesiones. «No logramos atraer —escribía más tarde Zinoviev— más que una decena de personas cuando mucho, y la mitad de ellas no se atrevieron a ir a las sesiones.» Cobró su desquite en las reuniones de la delegación rusa. Allí surgían discusiones tumultuosas en las que Lenin parece haber sufrido duros asaltos. La mujer de Krjijanovski, que asistía al Congreso como simple espectadora, cuenta en sus

Recuerdos: «Se oía decir durante las sesiones de la sección rusa: «Uno contra todos, ¡es insensato! ¡Pierde al partido! ¡Qué felicidad sería que desapareciera, que se muriera!» «Cuando le dijo a uno de los que hablaban así, a Dan sobre todo: ¿Cómo es posible que un solo hombre pueda perder a todo el partido y que todos vosotros seáis tan impotentes frente a él hasta el punto de veros obligados a llamar en auxilio a la muerte?, me contestó, irritado y huraño: «Pues porque no hay un solo hombre en el mundo como él que se ocupe de la revolución durante las veinticuatro horas del día, que no tenga más pensamientos que los relativos a la revolución y que, hasta cuando duerme, no vea más que la revolución en sus sueños. ¡Trate de vencer a un hombre así!».

Tuvo la satisfacción, por lo menos, de que sus compatriotas adoptaran la idea de un nuevo periódico socialdemócrata destinado especialmente a los obreros. Cabría preguntarse, sin embargo, si para tomar esta decisión era absolutamente necesario ir a Copenhague...

El Congreso terminó el 3 de septiembre y Lenin se embarcó para Estocolmo, donde debía encontrarse con su madre. La señora Ulianov iba camino ya de los setenta y dos años. Su rostro totalmente arrugado de anciana encorvada bajo el peso de las múltiples pruebas a que la había sometido la vida, conservaba unos ojos límpidos, luminosos y asombrosamente jóvenes. El destino no quería permitirle que terminara en paz sus últimos años. Estaba separada de su hijo mayor, y en cuanto a su otro hijo y a sus dos hijas, tan pronto eran detenidos como sufrían algún accidente. En las cartas que le escribía, Lenin trataba de ocultar las dificultades y las preocupaciones que lo abrumaban, pero ella sabía leer entre líneas y sufría cruelmente. Estuvo una semana en Estocolmo y se fue con un soberbio abrigo de invierno que le regaló la señora Ulianov, madre previsora. Ya no había de volverlo a ver.

La paz entre las fracciones, concertada en el pleno de enero de 1910, no había durado mucho tiempo. Además, los mencheviques estaban sufriendo en su propio grupo divisiones internas análogas a las que diezmaban a la fracción bolchevique. Se formó entre ellos, a partir de 1908, un llamado movimiento de «legalistas», que estimaban que en la nueva situación creada por el aplastamiento de la revolución, el partido socialdemócrata debía salir de la clandestinidad y llevar una existencia legal, como en los demás países de Europa donde funcionaba un régimen parlamentario. Había diputados socialdemócratas en la Duma que hacían oír su voz en la tribuna, los socialdemócratas podían escribir en periódicos y revistas, aunque a condición de plegarse a las exigencias del momento, porque si bien había sido abolida la censura, un artículo demasiado imprudente causaba inmediatamente la prohibición del periódico. Los oradores socialdemócratas también podían tomar la palabra en reuniones públicas, por su cuenta y riesgo naturalmente. Esa era, estimaban los «legalistas», una buena escuela en la que la clase obrera iba a prepararse para someterse a la próxima prueba de una república burguesa, puesto que estaba previsto que antes de que el proletariado tomara el poder había que pasar por ahí. Pero, puesto que se trataba de crear una organización legal del partido, la existencia del aparato ilegal ya no tenía razón de ser. El Comité central, el órgano central, el Buró extranjero, que por lo demás no gozaban ya más que de una autoridad sensiblemente reducida, eran superfluos y estaban llamados a desaparecer. No quedaba más que liquidarlos. De ahí el apodo de «liquidadores» que pusieron a los partidarios de esa tendencia sus adversarios, los cuales insistían en la absoluta necesidad de mantener íntegramente la organización ilegal existente. Plejanov se pronunció abiertamente contra los «liquidadores», quienes tenían en Potresov, que se había quedado en Rusia, a uno de sus principales animadores del interior. La mayoría de los dirigentes mencheviques en el extranjero, Martov, Dan y Axelrod entre otros, se pronunciaron en favor de pasar a la legalidad en el periódico de fracción que habían conservado. Lenin, que tras la supresión del suyo se había dedicado enteramente a su trabajo de codirector del órgano central, arrastró desde un principio a los «liquidadores» hacia las gemonias. Lo cual volvió a acercarlo a Plejanov.

El combate abierto se entabló, o para usar su lenguaje, «la bomba estalló» en marzo, a raíz de un pequeño incidente ocurrido en la redacción. Lenin había publicado en la Hoja de discusiones, y no en el periódico, el artículo de Martov en el que éste declaraba que como el pleno había admitido la paridad de votos en el interior de la redacción del Socialdemócrata, ese principio debía ser aplicado también a los «legalistas». Inmediatamente, Martov atacó con vehemencia en el periódico de los mencheviques legalistas. «Mi artículo —escribía— no se pronunciaba en modo alguno contra las decisiones del pleno; no hacía más que exigir una aplicación equitativa de esas decisiones.» No se conformó con eso. En una Carta abierta a las camaradas, publicada con su firma y con las de Axelrod, Dan y Martynov, se dirigió a todo el partido y denunció el despotismo de algunos miembros de la dirección del órgano central. Un grupo de dieciséis miembros del interior, entre ellos tres miembros del Buró ruso del Comité central, se solidarizó con la Carta. En el número del 5 de abril, Lenin censuró el gesto de esos «Eróstratos» y llamó a las armas a todos los verdaderos socialdemócratas sin distinción de tendencias. «La conspiración contra el partido ha sido descubierta —exclama—. Que se alcen en defensa suya todos aquellos que quieran su existencia.» En Copenhague se abordaron como enemigos. De regreso a París, la hostilidad entre los dos bandos llegó a su apogeo.

La situación de Lenin era lamentable. No podía escribir más que en el órgano central, donde, teniendo en cuenta su cargo oficial, se imponía cierta reserva. Los mencheviques habían conservado su periódico. Plejanov tenía el suyo. Trotski lo mismo. Sólo él, por querer sin duda predicar con el ejemplo, había cometido la imprudencia de suspender el

Proletary. Seguramente le hubiera gustado reanudar su publicación ahora, pero ya no disponía de los fondos necesarios. El dinero bolchevique seguía «bloqueado» con los depositarios alemanes.

La gaceta obrera empezaba mal. Después de un primer número, publicado el 13 de noviembre, el segundo no salió hasta el 13 de diciembre siguiente. Trotski, que la consideraba como una competidora de su

Pravda, había emprendido una fuerte campaña contra ella, pretendiendo que, lejos de servir a los intereses del partido, esa publicación no serviría más intereses que los de los bolcheviques-leninistas. Lenin le atacó a su vez en un artículo del

Socialdemócrata del 21 de diciembre de 1910. «Una discusión de principios con Trotski es imposible —decía— por la sencilla razón de que no los tiene. Se puede y se debe discutir con liquidadores y con convencidos “retiradistas”, pero no se discute con un hombre que se las ingenia en escamotear las faltas de unos y otros; se le desenmascara como un “diplomático” de la más baja ralea.» Y pidió a Kamenev que regresara de Viena.

Paralelamente lo asaltan preocupaciones de orden material. No encuentra editor para su libro. Su carta a Gorki, en la que le ruega que le ayude, es un verdadero grito de desesperación. Los periódicos y las revistas rusas ponen dificultades para aceptar sus artículos por estimar sin duda que su colaboración es ahora demasiado comprometedora. Afortunadamente, los socialdemócratas del interior, resueltos a explotar las posibilidades legales que se les ofrecen, crean en diciembre una hoja semanal,

Zvezda, considerada como el órgano parlamentario de su partido, y una revista mensual en la que varios periodistas bolcheviques, cuidadosamente camuflados, son invitados a escribir. Lenin aceptó colaborar en esa empresa «legalista» y dio algunos artículos firmados unas veces con su seudónimo de antaño, Mine, y otras sin firma alguna. Mientras tanto, lograba sostenerse penosamente. En una de sus cartas a su madre se le habían escapado algunas alusiones a sus dificultades materiales. La señora Ulianov se conmovió y le mandó algunos centenares de rublos, sacados de su modesta pensión de viuda que desde hacía mucho tiempo no correspondía ya al costo de la vida. Lenin queda desconsolado. «Por favor, no me envíes dinero —le escribe—. Por el momento mi situación no es peor que antes: no estoy en la miseria. Y te suplico, querida madrecita, que no me envíes nada de tu pensión y que no pases estrecheces por mí.» La anciana madre ya no reincide. Pero a través de sus hijas manda a París paquetes en los que Krupskaia, boquiabierta, descubre jamón, pescado ahumado, tocino, dulces e incluso mostaza, para que Volodia por lo menos pueda comer hasta hartarse.

Todas esas complicaciones materiales repercuten en su estado general. Se vuelve sombrío, distraído, y sufre a veces olvidos que sorprenden a quienes le rodean.

Una vez —escribe Alin— Lenin vuelve a casa y le pregunta a Nadejda Konstantinovna:

—¿Hay alguna respuesta de Nueva York?

—¿De Nueva York? ¿Qué respuesta? ¿A qué carta?

—¡Pues a la última!

—Pero si apenas la mandaste hoy.

—¿Sí? ¿Hoy?

—Ve usted —me dice Nadejda Konstantinovna con reproche—, está completamente agotado.

Olvida echar al correo las cartas que le confía su mujer. Estas las encuentra días después en los bolsillos de su abrigo. Finalmente decide prescindir de sus buenos oficios. Las noches no le son clementes. Padece insomnios. Le acometen continuos dolores de cabeza. La mujer de Krjijanovski, que ha venido a pasar unos días en París después de la reunión de Copenhague, queda sorprendida por su mal aspecto.

Así es Lenin cuando conoce a Elisabeth Armand, «Inés» para los revolucionarios, cuya imagen, dice Alin, «no se borrará nunca del recuerdo de los que la conocieron». Era francesa, parisiense, hija del actor Pécheux d'Herbenville, apodado Stephen. Fue recogida por una tía suya, que trabajaba de ama de llaves en casa de un rico industrial de Moscú, y llevada a Rusia. Su estancia en la familia Armand terminó con su matrimonio con el hijo de la casa. En 1905 abandona su vida confortable de joven burguesa acomodada y se arroja ciegamente a la vorágine revolucionaria. Deportada a Arcángel en 1907, emigra en 1909, dejando en Rusia a su marido y a sus tres hijos, y después de una breve estancia en Bruselas se traslada a París en 191013.

El nombre de Inés Armand no era desconocido probablemente para Lenin. En todo caso la recibió enseguida en su intimidad y la convirtió en una de sus colaboradoras más allegadas. Sabía utilizar el trabajo de las mujeres. Sin hablar de Krupskaia, estrechamente asociada a toda su obra, y de sus dos hermanas, sobre todo la mayor, cuya ayuda le fue tan valiosa en tantas ocasiones, todas las «misioneras» que empleaba para las necesidades de la Causa le servían con una devoción absoluta. Pero el caso de Inés Armand era diferente. Hasta entonces no había tratado más que con militantes que no conocían ni querían conocer nada que no fueran sus deberes para con el partido y la revolución. Ahora se hallaba frente a una mujer. Militante, Inés lo era, y por lo menos tanto como las demás. Pero tenía también una cultura general muy amplia y un encanto personal de que carecían completamente las otras. «Se desprendía de ella una inmensa alegría de vivir», ha dicho Krupskaia, explicando a su manera esa especie de fulgor interior que emanaba de todo su ser. Tenía entonces treinta años, pero nadie le daba más de veinte, inmensos ojos negros y unos cabellos rebeldes a todo freno que daban a su cabeza el aspecto de una Medusa. Parecía ir por la vida radiante, respirando felicidad, y, sin embargo, su salud era frágil y estaba desahuciada por los médicos. Parecía tener prisa por disfrutar en su existencia terrestre el máximo de gozos susceptibles de tentarla. Se apasionaba por la revolución, pero también por la música (tocaba admirablemente el piano), y Beethoven era su Dios.

Para empezar, Lenin hizo entrar a Inés en el presidium del grupo bolchevique del extranjero formado por tres miembros, y en el seno del cual eclipsó rápidamente a sus colegas: el Dr. Semachko, conocido sobre todo como revolucionario en los círculos médicos y como médico en los círculos revolucionarios, e Ilya Safarov, militante consciente, pero de mediana envergadura.

En los comienzos de la primavera de 1911, Lenin, que había recogido la experiencia de Bogdanov, ideó a su vez crear en los alrededores de París, en Longjumeau, una escuela de formación marxista; Inés se dedicó en cuerpo y alma a esa tarea. Lo mismo que en Capri, trajeron de Rusia unos doce obreros jóvenes; igual que en Capri, había un policía entre ellos. Impartían los cursos el propio Lenin (economía política, problema agrario, teoría y práctica del socialismo científico), Zinoviev y Kamenev (historia del partido socialdemócrata). Inés fue encargada de dirigir los trabajos prácticos de los alumnos. Alquiló por su propia cuenta toda una casa en la aldea y organizó una cantina para los alumnos así como alojamientos para algunos de ellos. Lenin y su mujer se habían instalado muy modestamente en casa de un obrero curtidor y comían en la cantina escolar. Después de las clases, todos —maestros y alumnos— se iban al campo a respirar la dulzura del anochecer. Se tumbaban cerca de una hacina de trigo y se dejaban arrastrar por los sueños y por el silencio. A veces se oía una voz lánguida que llevaba a lo lejos palabras nostálgicas y tiernas. Era el policía, que cantaba.

La lucha contra los liquidadores y los trotskistas se reanudó y llegó a su punto culminante tan pronto como Lenin regresó a París. Estimaba que había llegado ya el momento de hacerles correr a todos la misma suerte que a los vperedistas. Era más difícil, sin embargo, puesto que no se trataba de un asunto entre fracciones que pudiera ser liquidado «en familia». Esta vez estaba obligado a recurrir a todo el partido.

Cuando Kamenev regresó de Viena, Lenin le hizo firmar una memoria que llevaba ya su propia firma y la de Zinoviev, y que señalaba al Buró extranjero del Comité central la necesidad absoluta de reunir urgentemente, en alguna parte del extranjero, el pleno del Comité. La respuesta tardó en llegar más de un mes. Fue negativa. Cabía preverlo: dicho Buró era menchevique en su mayoría. No habiendo podido obtener satisfacción, Lenin retiró al único bolchevique que formaba parte de él; tras ello invitó a «los miembros del Comité central que se hallan en el extranjero» a reunirse en conferencia. Tres fueron los que respondieron a esa invitación: el propio Lenin, Zinoviev y Rykov. Para dar mayor peso a esa reunión se permitió que asistieran seis personas más con voz consultiva. Se reunieron en junio, precisamente la víspera de la salida para Longjumeau. Se decidió, lo mismo que antaño en víspera del tercer Congreso, que se crearía en Rusia una comisión de organización encargada de preparar la próxima conferencia general del partido. Rykov y un militante georgiano recientemente llegado de Teherán, donde se ocupaba del transporte de las publicaciones clandestinas, Sergio Ordjonikidze, recibieron la misión de trasladarse a Rusia para organizar esa comisión. Rykov partió y fue detenido nada más llegar. Ordjonikidze, que previamente había sido autorizado, a título de «alumno libre», a seguir los cursos de la escuela de Longjumeau, tuvo más suerte. Pudo llegar a Bakú, entró en contacto con Spandarian, un militante local muy activo, y estableció el enlace con Stalin, quien se había evadido una vez más de Siberia y estaba escondido en la región. Una vez juntos, lograron convocar una especie de reunión constituyente a la que asistieron los representantes de los cinco grupos socialdemócratas y en la cual nació la comisión de organización prevista por Lenin. Esta acabó por poner en pie la famosa Conferencia de Praga, que estaba destinada a convertirse en la cuna del partido bolchevique. El mérito corresponde sobre todo a los tres caucasianos: Ordjonikidze, Spandarian y Stalin. Este último, detenido a finales de 1911, no pudo asistir.

La Conferencia comenzó el 19 de enero de 1912. Se habían dirigido invitaciones a todas las organizaciones. Naturalmente, los liquidadores, los trotskistas y los vperedistas no participaron en esta empresa debida a la iniciativa de Lenin. Plejanov, que en aquella época podía ser considerado como un aliado suyo en la lucha contra los liquidadores, tampoco vino y se limitó a contestar a los organizadores: «Los miembros de la Conferencia se parecen tanto los unos a los otros que creo que es mejor, en interés de la unidad del partido, que yo no participe.» Sin embargo, algunos de sus partidarios enviaron representantes. Pero, cosa grave, las «nacionalidades» estaban ausentes. En cuanto al Bund, era de esperar. Los polacos y los letones se desolidarizan a su vez de Lenin y desaprueban su campaña «antiliquidadora» que, según ellos, conduce al partido a la ruina y a la disgregación total. Lenin prescindirá de ellos. Además, estima, ya es hora de acabar con esa situación paradójica que se ha creado a causa de la superioridad numérica de los grupos «nacionales», cuyos votos han impedido en varias ocasiones la adopción de iniciativas útiles y necesarias para la buena marcha de las organizaciones rusas.

La Conferencia estuvo reunida durante doce días, y votó una larga e importante resolución redactada por el propio Lenin.

«Considerando —decía el art. II— que las persecuciones del gobierno zarista y la expansión de las ideas contrarrevolucionarias, en ausencia del centro de acción militante, habían creado durante los años 1908-1911 una situación sumamente difícil en el interior del partido socialdemócrata ruso;

»Que actualmente se observa en todas partes, junto con el recrudecimiento del movimiento obrero, la tendencia, entre los trabajadores avanzados, a reconstituir las organizaciones ilegales del partido;

»Que las finalidades prácticas inmediatas del movimiento obrero y de la lucha revolucionaria contra el zarismo (reivindicaciones económicas, agitación política, campaña electoral) imponen las medidas más energías para el restablecimiento de un centro director activo ligado estrechamente a las organizaciones locales;

»Que tras una interrupción de más de tres años se ha logrado por fin reunir a más de veinte organizaciones rusas alrededor de la comisión de organización;

»Que todas las organizaciones del partido que funcionan en Rusia están representadas en la Conferencia;

»Que varios militantes del movimiento obrero legal que han sido invitados han enviado mensajes de adhesión,

»La Asamblea se ha constituido en Conferencia general del partido, con calidad y autoridad de un órgano supremo.»

El art. V llamaba particularmente la atención de los camaradas sobre la necesidad de intensificar la reconstrucción de las organizaciones ilegales y de reforzar la agitación política.

El art. VI declaraba que era necesario participar en las elecciones para la cuarta Duma, al margen de cualquier entendimiento con los partidos no proletarios, aunque concertando algunos acuerdos en caso de empate en el escrutinio para no dejar pasar al candidato de la reacción, y daba las tres consignas que debían ser utilizadas durante la campaña electoral: 1.º República democrática; 2.º Jornada de ocho horas; 3.º Confiscación de las tierras de los grandes terratenientes en provecho de los campesinos.

El art. XII condenaba a los liquidadores y exhortaba a todos los miembros del partido «sin distinción de matiz y de tendencia» a luchar contra el «liquidacionismo», a denunciar el mal que causaba a la obra de la liberación de la clase obrera y a concentrar todos los esfuerzos en el restablecimiento y la consolidación del partido ilegal.

El art. XIV reconocía a la

Rabotchaia Gazeta como órgano oficial del Comité central, y el art. XV anulaba el acuerdo concertado en enero de 1910 con la redacción del periódico de Trotski, lo que privaba a éste de la subvención que estaba recibiendo.

El art. XVII anunciaba que el dinero confiado a los alemanes pertenecía sin ninguna clase de dudas al Comité central elegido por la Conferencia, y que éste quedaba encargado de emprender todas las gestiones necesarias para entrar inmediatamente en posesión de ese dinero.

El art. XIX prohibía la utilización del nombre de «Partido socialdemócrata ruso» a todos los grupos extranjeros que no se sometieran al Comité central nuevamente elegido y que trataran directamente con el interior sin pasar por él. Eso equivalía, evidentemente, a dejar fuera del partido a los trotskistas y a los vperedistas.

Formaron parte del nuevo Comité central, integrado por siete miembros, Lenin, Zinoviev, que cada vez estaba más unido a él, y los dos caucasianos Ordjonikidze y Spandarian, que tan bien había trabajado para él. En cuanto al tercero, Stalin, que seguía deportado, Lenin no quiso poner a prueba la complacencia de los delegados haciéndoles votar por un candidato ausente y cuyo nombre todavía no les decía gran cosa. Pero tan pronto como se clausuró la Conferencia se apresuró a introducirlo en el seno del Comité valiéndose del art. XVI de la resolución que enmendaba el II párrafo de los Estatutos y que restituía al Comité central el derecho de cooptación que había caído en desuso durante los años 1905-1906. Juzgó conveniente conceder un puesto a un bolchevique-conciliador, lo mismo que a un menchevique—«partista»14 y también hizo entrar al delegado de la organización de Moscú, un antiguo menchevique convertido que en las sesiones de la Conferencia bolchevique reveló tal ardor y tal convencimiento que Lenin lo comprometió a presentar su candidatura en las próximas elecciones legislativas. Se llamaba Roman Malinovski y estaba inscrito en la lista de los colaboradores del departamento de la policía bajo el nombre de «Sastre».

Trotski se enfureció grandemente al conocer las decisiones tomadas en Praga. En

Ir a la siguiente página

Report Page