Lenin

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LA CONQUISTA DEL PODER » 15. Relámpagos en la noche

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Se convocó una Conferencia en Poronin para el 23 de septiembre (calendario ruso). Acudieron, además de los diputados bolcheviques y de los miembros del Comité central, los representantes de las principales organizaciones locales. Algunos socialdemócratas polacos fueron invitados a participar en los debates.

Antes de abrirse la Conferencia, los diputados celebraron una entrevista particular con Lenin. Uno de ellos, Badaev, le dijo: «Evidentemente, nos manifestamos cuando los ministros y los Negros suben a la tribuna. Pero eso no basta. Los obreros nos preguntan: ¿Cuál es vuestro trabajo práctico en la Duma? ¿Dónde están vuestros proyectos de ley?»

Lenin se echó a reír y contestó: «La Duma reaccionaria no aprobará jamás una ley que mejore la vida de los obreros. La tarea del diputado obrero consiste en recordar todos los días desde la tribuna, a los Negros, que la clase obrera es fuerte, poderosa, y que no está lejano el día en que la revolución creciente barrerá de un solo golpe a los reaccionarios, a sus ministros y a su gobierno. Naturalmente, eso no impide intervenir con enmiendas e incluso con proyectos de ley. Pero todas esas intervenciones no deben tener más que una sola finalidad: condenar el régimen zarista, subrayar todo el horror del despotismo gubernamental, denunciar la feroz explotación de la clase obrera. Eso es lo que los obreros deben esperar de sus diputados.» Comenzaron por escuchar los informes de los delegados de las organizaciones locales. Comprobaron unánimemente la creciente agitación que se manifestaba en el seno de la clase obrera y la intensificación del movimiento huelguístico. Lenin, tomando la palabra en nombre del Comité central, declaró que todo esto confirmaba el acierto de las decisiones tomadas en Praga y era exactamente el resultado del trabajo del partido dirigido por el Comité central bolchevique. «Podemos decir con la conciencia tranquila —terminó diciendo— que hemos cumplido enteramente las tareas fijadas.» Ahora se trata de abordar las que siguen. En primer lugar, la creación de una fracción parlamentaria bolchevique independiente. La resolución propuesta por él es adoptada por la conferencia, la cual comprueba al mismo tiempo que la actitud de los siete diputados mencheviques «que gozan fortuitamente de un voto de mayoría y violan los derechos más elementales de los seis otros, que representan a la aplastante mayoría de los obreros rusos», amenaza a la unidad del grupo parlamentario socialdemócrata, y pide que dicha unidad sea garantizada «sobre la base de derechos iguales para las dos fracciones que lo constituyen».

A continuación decidieron convocar un Congreso destinado a sancionar las decisiones tomadas y a consolidar así la estructura nueva del organismo del partido, unido, homogéneo, libre por fin de los elementos hostiles y divisionistas. «Hasta ahora —observó Lenin a este respecto —el partido socialdemócrata estaba representado en sus congresos casi exclusivamente por intelectuales. Actualmente hay que hacer todo lo necesario para que los delegados sean auténticos obreros. Hay que obtener que cada sindicato, cada cooperativa, cada escuela o club obrero, cada organización local, envíe sus representantes.» Y, naturalmente, todos los diputados bolcheviques deben asistir al Congreso, «en primer lugar porque todos son obreros y, en segundo término, porque son verdaderos representantes de la clase obrera rusa».

La conferencia terminó el 1 de octubre (calendario ruso). Los diputados bolcheviques regresaron a San Petersburgo con un proyecto de declaración, redactado por Lenin, que debían dirigir a sus colegas mencheviques en la primera ocasión que se presentara.

En medio de la conferencia vieron llegar con sorpresa a Poronin a Inés Armand. Había salido de la cárcel con síntomas muy pronunciados de tuberculosis, pero conservando todo su entusiasmo, toda su alegría de vivir y de actuar, y vaciando su cigarrera siempre al mismo ritmo; era una fumadora empedernida y lo seguía siendo.

Desde Poronin, Inés siguió a Lenin a Cracovia y alquiló una habitación en la casa de la familia polaca donde se alojaba la mujer de Kamenev y su hijo, que se habían quedado en Cracovia. Se pasaba los días en casa de Lenin. Cuando éste trabajaba, se quedaba con Krupskaia, diez años mayor que ella y que le había tomado gran afecto, o se ponía a charlar con la vieja «abuela», que también sentía una pasión inmoderada por el tabaco. Cuando hacía buen tiempo daba grandes paseos con Lenin por los alrededores. Krupskaia, que se había vuelto más sedentaria desde su reciente enfermedad, hubiera preferido, quizá, el cine, a donde la atraían invariablemente los Zinoviev, pero al final se dejaba ganar por el partido de los «paseantes», como llamaban a Inés y a Lenin, con gran desesperación de los «cineantes», puestos en minoría por esa defección.

A veces, en las noches de invierno, Inés reunía en su casa a los dos matrimonios. Había un piano en su habitación. Se ponía a tocar. Una vez tocó la Appassionata. Lenin quedó asombrado. En materia de música sus gustos eran más bien rudimentarios, pero los acordes tumultuosos y desgarradores de la sonata de Beethoven le trastornaron el alma. Desde entonces, le pidió varias veces a Inés que la volviera a tocar, y cuando la joven le anunció la próxima llegada a Cracovia de un cuarteto vienés que había ido a interpretar obras de Beethoven, exigió que cotizaran para comprar un abono a toda la serie de conciertos. Pero en esta ocasión, Lenin sufrió un desengaño. No comprendió nada y se aburrió mortalmente en el primer concierto. Su mujer, lo mismo. Únicamente Inés parecía maravillada y totalmente extasiada. La vida tranquila y somnolienta de la pequeña ciudad provincial se le hacía pesada. No resistió mucho tiempo. Un día le dijo a Lenin que había decidido dar una serie de conferencias en las principales ciudades de Europa: donde había grupos bolcheviques y radicar luego en París para asumir la dirección del Buró central de los bolcheviques del extranjero. Lenin la dejó partir: contaba por adelantado con los valiosos servicios que Inés Armand podía prestarle en ese cargo.

La reanudación de los trabajos de la Duma, después de las vacaciones de verano, se llevó a cabo el 15 de octubre. Al día siguiente, en la reunión del grupo parlamentario socialdemócrata, antes incluso de pasar a examinar el orden del día, los diputados bolcheviques reclamaron la igualdad de derechos en las deliberaciones. «Nuestra reivindicación está presentada en forma de ultimátum —escribe Badaev—. Exigimos una respuesta inmediata. En caso de negativa, los seis abandonaremos el grupo.» Los siete tratan de ganar tiempo. Piden a sus colegas que presenten una declaración por escrito. Se les contestará en el curso de la semana. Mientras tanto, nada impide continuar al trabajo común.

Lenin parece haberlo previsto al proveer a los seis con un texto de declaración redactado por anticipado. Esta fue leída a los mencheviques al día siguiente. Les decía: «Durante un año de trabajo común en la Duma se han producido numerosas fricciones y conflictos entre vosotros y nosotros... Sabéis que siempre hemos actuado y que seguimos actuando con el espíritu del marxismo consecuente y que seguimos ideológicamente todas sus prescripciones. Sabéis muy bien que existen hechos que demuestran que no exageramos cuando decimos que nuestra actividad está totalmente de acuerdo con el pensamiento y la voluntad de la inmensa mayoría de los obreros marxistas avanzados de Rusia... En cuanto a vosotros, procedéis con toda indiferencia e incluso contra esa voluntad. Tenéis la audacia de tomar decisiones que van en contra de la mayoría de los obreros conscientes rusos...

»Es evidente que, en tales condiciones, cualquier socialista de cualquier país, cualquier obrero consciente considera monstruoso el hecho de que os esforcéis por ahogarnos gracias a un voto de mayoría, por privarnos de un lugar de cada dos en las comisiones de la Duma o en otras instituciones parlamentarias, por suprimirnos de la lista de oradores, etc., y de arrastrarnos a una política y a una táctica que han sido condenadas por la mayoría de los obreros avanzados de Rusia.

»Reconocemos, no tenemos más remedio que reconocer que nuestros desacuerdos son absolutos y no solamente en materia parlamentaria. Nos vemos obligados a considerar vuestros esfuerzos por ahogarnos como actos de escisión que imposibilitan cualquier trabajo en común. Pero dado el gran deseo que tienen los obreros de preservar la unidad del grupo socialdemócrata, aunque sólo sea en apariencia, aunque sólo sea en la Duma, teniendo en cuenta que un año de experiencia ha demostrado la posibilidad de realizar esa unidad mediante acuerdos en las intervenciones parlamentarias, os proponemos reconocer, de una buena vez, que es inadmisible aplastar por siete votos a los seis diputados elegidos en las elecciones obreras. La unidad del grupo socialdemócrata en la IV Duma sólo será posible a condición de reconocer a los «siete» y a los «seis» derechos iguales y de adoptar el principio de que las cuestiones del trabajo parlamentario deben ser decididas de común acuerdo entre ellos.»

Hasta el 25 de octubre no dieron su respuesta los mencheviques. Fue negativa. La escisión era un hecho consumado. Había nacido la fracción parlamentaria bolchevique. Nombró presidente a Malinovski. El «Bebel ruso» no parecía del todo feliz a pesar de haber sido elevado al pináculo. Sombríos presentimientos le agitaban desde hacía algún tiempo. El cambio que se había operado en él había sorprendido ya en Poronin a sus camaradas. Ya se sabía que era irascible y que, como no toleraba la menor contradicción, era presa de crisis de histeria cuando las cosas no salían como él quería. Pero ahora su estado superaba con mucho los límites habituales. «Se emborrachaba por las noches —escribe Krupskaia—, lloraba y se quejaba de la desconfianza de sus camaradas.»

La verdad es que cada vez sentía más miedo. Temía que se descubriera su juego sutil y temblaba en espera de la denuncia que lo confundiera. Por otra parte, corrían rumores de que el departamento de la policía iba a ser reorganizado próximamente, y el prestigio de su jefe Bieletski parecía declinar. Pero, sobre todo, tenía miedo a Burtzev. Ese hombre temible, que había adquirido un renombre mundial al revelar la actividad de dos caras del jefe de la organización de combate socialista-revolucionaria, Azev, se había convertido en el terror de los provocadores que pululaban en los círculos revolucionarios rusos. Sus informes, que procedían siempre de fuente segura (contaba con devotos informadores en los servicios más secretos del departamento de la policía), eran irrefutables, y aquel a quien señalaba como provocador era un hombre acabado. A finales de 1911, mientras Lenin se hallaba todavía en París, Burtzev le había advertido que el doctor Jitomirski, que seguía participando activamente en las actividades del grupo bolchevique parisiense, estaba a sueldo de la policía. Lenin, que se hallaba entonces en plena guerra contra los liquidadores, no prestó gran atención. Luego se fue. Pero Burtzev no soltó su presa y denunció al doctor ante el Buró del grupo. Este envió a Lenin un telegrama pidiendo instrucciones. Lenin, muy circunspecto, contestó: «Esperad pruebas concretas y sed prudentes.» Burtzev, que había recibido mientras tanto la confirmación de sus informes, anunció entonces que «haría un escándalo público si no se daba curso a ese asunto». Esto ocurría poco después de la conferencia de Poronin. Lenin, que pensaba precisamente trasladarse al Congreso del partido socialdemócrata letón que debía celebrarse en Bruselas a principios de enero de 1914 (se trataba de separar a los letones de la coalición antibolchevique formada por Trotski en agosto de 1912), le comunicó que se detendría a su paso por París, y que entonces hablarían.

Malinovski, que tenía sus razones para temer un encuentro de Lenin con Burtzev, quiso participar en el viaje. Le explicó que su presencia en el Congreso letón sería sumamente útil y se ofreció a acompañarle. Lenin, que no se malició nada, aceptó.

Mientras tanto, Malinovski le había participado el siguiente proyecto: la provocación sigue haciendo estragos en los medios socialdemócratas. Los agentes de la policía se cuelan en todas partes. Hay que emprender una lucha implacable contra ellos y sostenerla con más energía que nunca. Burtzev, solo en París, aislado de Rusia, a merced de informaciones esporádicas, no puede con toda la tarea. Hay que ayudarle. Él, Malinovski, está dispuesto a trabajar con él, bajo la alta dirección de Lenin, naturalmente. Sería bueno, por tanto, crear una especie de triunvirato: Lenin, Burtzev y Malinovski, que se convertiría en un centro de contraespionaje que operaría simultáneamente en Rusia y en el extranjero. A Lenin le gustó la idea y resolvió tan pronto como llegó a París poner a Malinovski en contacto con Burtzev, con quien no simpatizaba (éste, aunque afirmaba mantenerse independiente de todos los partidos que luchaban contra el zarismo, se inclinaba más bien por los socialistas-revolucionarios), pero cuya competencia reconocía en materia de lucha contra la provocación.

Para empezar, Malinovski quiso conquistarse las buenas voluntades de la colonia bolchevique de París. Dio ante ella una conferencia sobre la actividad de la fracción parlamentaria desde la apertura de la Duma. Un emigrado socialdemócrata cuenta así la impresión que le produjo Malinovski: «Cayó sobre nosotros como un águila. Alerta, inteligente, conquistó desde el primer momento todas las simpatías. Rara vez suscitaba una conferencia, entre los miembros de nuestro grupo, un interés comparable a la de Malinovski.» Lenin se mostró encantado. Cuando alguien le hizo observar que Malinovski carecía de agilidad política, Lenin objetó: «Eso no importa. Se va a pulir. Ya verá qué águila sale de él.» Al mismo tiempo recibía una nota de Burtzev que decía: «Hay un agente provocador entre sus allegados» y le invitaba a ir a verle a este respecto. Lenin envió a Malinovski. Burtzev, que ignoraba entonces sus relaciones con la policía, no desconfió del enviado de Lenin y lo puso al corriente del asunto. Había escrito a Lenin basándose en la carta de un funcionario de la Dirección de Seguridad de Moscú, el cual, sin citar nombres ni dar precisiones, declaraba estar dispuesto a revelar la identidad del personaje a un hombre de confianza designado por Burtzev. Que Malinovski vaya, pues, a verlo y que se informe de quién se trata. Este se declaró dispuesto a cumplir la misión que le ofrecían y se retiró después de haber esbozado ante su interlocutor los lineamientos generales de un plan de lucha contra el espionaje. Al regresar a Rusia, se cuidó mucho de ir a ver al policía que había escrito a Burtzev y que lo conocía perfectamente. Pero contó el asunto a Bieletski, quien inmediatamente mandó destituir al hombre y lo envió a un rincón perdido de la Siberia. Malinovski estaba salvado. Pero el respiro que le concedía el destino fue de corta duración.

Poco después, un nuevo ayudante del ministro del Interior centralizó en sus manos la dirección general de la policía y de la gendarmería. Bieletski se vio obligado a jubilarse. Esto hizo quedar a Malinovski en una situación muy comprometida. Antes de ser ayudante del ministro, el general Djunkovski había sido gobernador de Moscú y estaba perfectamente al corriente del papel desempeñado por él. Pero no compartía el orgullo que manifestaba Bieletski por esa táctica del doble juego. Trató de hacer un balance de «pérdidas y ganancias» y llegó a la conclusión de que la actividad de Malinovski, si bien había permitido, en efecto, la detención de cierto número de militantes notorios y la destrucción de varias organizaciones socialdemócratas, también había favorecido en una gran medida su propaganda; y los discursos incendiarios que estaba obligado a pronunciar en la Duma para inspirar confianza a sus camaradas perjudicaban seriamente a la causa monárquica al contribuir a excitar el espíritu revolucionario de las masas. Por eso fue por lo que, en resumidas cuentas, estimó preferible renunciar a sus servicios. Malinovski recibió la orden de entregar al presidente de la Duma su dimisión como diputado y de desaparecer. Se le pagaría una indemnización de 6.000 rublos en los momentos en que recibiera su pasaporte para el extranjero. Malinovski obedeció.

La noticia de que Malinovski acaba de renunciar a su mandato corre enseguida por los pasillos del Parlamento. Nadie entiende nada. Los diputados bolcheviques menos que los demás. Envían a casa de Malinovski a uno de los suyos, conminándole a presentarse en el acto ante la fracción. Se niega so pretexto de que se siente «demasiado emocionado para dar explicaciones», y promete enviar, tan pronto como se reponga de la emoción, una carta que aclarará todo. El grupo alerta a Kamenev y a toda la redacción de

Pravda. Parte una nueva conminación que alcanza a Malinovski en la estación, en los momentos en que sube al tren que sale para Austria.

Se presenta en casa de Lenin enloquecido, con la mirada perdida; apenas si se tiene en pie. Lenin lo escucha totalmente consternado. Apenas si puede captar de qué se trata a través de sus palabras incoherentes. Una cosa es cierta: Malinovski ha abandonado su puesto de diputado. ¿La razón? De creerle, ha llegado al convencimiento de que seguir en esa Duma ultra-reaccionaria sería una verdadera traición a la clase obrera. El sitio de un verdadero bolchevique no está en esa cueva de Negros; no es el momento de las palabras vanas, sino de la acción, etc. Lenin le deja hablar. Comprende que el infeliz ha perdido completamente la cabeza. ¿Es una hábil comedia? ¿Ha sufrido verdaderamente un choque nervioso que ha terminado por dislocar enteramente sus ideas? No se puede decir. Por el momento se limita a mandarlo a dormir. Al día siguiente llegan informaciones inquietantes. Se han descubierto las huellas de las relaciones de Malinovski con la policía. Extrañas e inquietantes coincidencias acuden a la memoria. Las cartas que siguen traen nuevas sospechas. La prensa burguesa se regocija. Los mencheviques hacen coro: esos son los incorruptibles, los perfectos rigoristas que pretenden dar lecciones a los demás; pretenden sanear y depurar al partido y ni siquiera son capaces de distinguir la mentira y la traición en su propio seno. Tanto y tan bien se regocijan que Lenin acaba por imaginarse que todo este asunto ha sido montado por los mencheviques. Pero lo cierto es que ha tenido demasiada repercusión y que es imposible ahogarlo. Se decide formar una comisión investigadora bajo la presidencia de un «neutral»: el socialdemócrata polaco Ganetzki. Miembros: Lenin y Zinoviev. Se envía un telegrama a Burtzev: «Rumores penosos, acusación terrible. Haga todo lo necesario por aclarar.» Burtzev queda asombrado: no se lo esperaba. Hace varias verificaciones apresuradamente. Pero no logra obtener informaciones claras. Como su respuesta tarda en llegar, parte un nuevo telegrama: «Apresúrese a aclarar.» Bujarin, que fue el primero en llamar la atención de Lenin sobre el caso de Malinovski, es llamado urgentemente. «Es necesario que, dejándolo todo, venga a declarar ante la comisión. Mientras tanto, el asunto absorbe a Lenin por completo. Sin embargo, sigue convencido de que, si bien Malinovski ha cometido un acto de deserción que merece la más severa sanción, no es un traidor.» «Empero —informa Krupskaia— una vez le asaltó la duda. Un día que volvíamos a casa después de haber estado con los Zinoviev y que hablábamos de Malinovski, Vladimir Ilich se detuvo bruscamente en mitad de una pasarela y me dijo: «¿Y si fuera verdad?» Sus facciones revelaban inquietud y angustia. «¡Cómo crees!», le repliqué. Vladimir Ilich se calmó enseguida y se puso a fulminar a los mencheviques, que no desperdiciaban medio alguno para luchar contra los bolcheviques. Desde ese día dejó de mostrarse inclinado a dar fe a los rumores que corrían sobre Malinovski.»

A todo esto llegó la respuesta de Burtzev: consideraba a Malinovski como un individuo sucio, pero no poseía dato alguno que le permitiera afirmar que fuera un agente provocador. Luego llegó Bujarin. Sostuvo sus alegatos ante la comisión investigadora. La sentencia fue aplazada para el día siguiente. Lenin pasó la noche en blanco. Bujarin, a quien había ofrecido hospitalidad, contaba después: «Le oí claramente bajar la escalera. Salió a la terraza, preparó el té y se puso a caminar de arriba abajo. Caminaba, se detenía, volvía a caminar, se detenía de nuevo. Así pasó la noche... Al día siguiente bajé. Lenin estaba pulcramente vestido. Estaba ojeroso y su rostro era el de un hombre enfermo. Pero se reía con animación y conservaba su aplomo acostumbrado. «¡Buenos días! ¡Qué tal! ¿Ha dormido bien? Ah, ah, muy bien. ¿Quiere té? ¿Pan? ¿Vamos a dar una vuelta?» ¡Como si no hubiera pasado nada, como si no acabara de vivir una noche de tortura, de angustia y de duda!»

La comisión, basándose en la opinión evasiva de Burtzev, llegó a la conclusión de que era imposible probar la traición de Malinovski y Lenin le recomendó que se fuera a alguna parte a hacerse olvidar. Corría el mes de junio de 1914.

 

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