Lenin

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LA CONQUISTA DEL PODER » 16. Mientras los pueblos se matan...

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XVI

MIENTRAS

LOS PUEBLOS SE MATAN...

En agosto de 1914 debía celebrarse en Viena el Congreso de la Segunda Internacional. Lenin no pensaba asistir. Ya en 1912 se había abstenido de asistir al Congreso anterior, celebrado en Basilea. Estimaba que la Internacional se alejaba cada vez más del camino trazado por su fundador al proletariado revolucionario y que sus jefes se mostraban cada vez más inclinados a pactar con los partidos burgueses. Pero quería que en esa misma ciudad y en la misma fecha se reuniera su Congreso, el del partido socialdemócrata (bolchevique) ruso, cuya celebración había sido decidida, en principio, el verano anterior en la Conferencia de Poronin. Ni uno ni otro pudieron celebrarse.

Durante mucho tiempo Lenin no había creído posible la guerra. En los años 1911 a 1913, cuando los rumores de una guerra inminente corrían por Europa, él repetía en sus cartas: No lo creo, aunque la deseara. «Desgraciadamente —escribía—, nuestro pequeño Nicolás y el viejo Francisco José no nos darán ese placer.» ¿Por qué deseaba la guerra? Porque razonaba como un marxista y como un revolucionario consecuente. La revolución nace de la guerra civil. La guerra civil es el resultado de una guerra desafortunada. Ejemplo: la Comuna en Francia. Lo que en 1905 contribuyó a la explosión revolucionaria fue la derrota militar de Rusia en Manchuria. Evidentemente, el zarismo acabó por recuperarse, pero fue porque los dirigentes revolucionarios no estuvieron a la altura de la situación, porque todavía no existía un partido fuerte y homogéneo que se pusiera a la cabeza de las masas. Ahora ese partido existe, o, por lo menos, empieza a existir. Hay que trabajar, por tanto, sin descanso para forjar lo más rápidamente posible la herramienta que necesita la futura revolución.

Después del atentado de Sarajevo y del ultimátum presentado por Austria a Serbia, Lenin tuvo que darse cuenta de que la guerra era ya inevitable y muy próxima. El 1 de agosto, Alemania había declarado la guerra a Rusia. Cabía esperar de un día para otro un gesto idéntico por parte de Austria, su aliada. Los rusos salían ya apresuradamente del país. Corría el rumor de que al abrirse las hostilidades todos serían enviados a campos de concentración. Lenin se encontraba entonces en Poronin. Era necesario, por tanto, partir lo más pronto posible. «Pero —dice Krupskaia— en realidad no sabíamos a dónde ir. Además, la mujer de Zinoviev estaba gravemente enferma en esos momentos.» Lenin no quería abandonar a su fiel compañero y seguía en Poronin.

En 4 de agosto, en la memorable sesión del Reichstag, los diputados socialdemócratas alemanes habían votado por unanimidad los créditos de guerra. En los

Recuerdos de Bagotzki, que se hallaba entonces con Lenin, leemos: «Yo vivía cerca de la estación y recibía los periódicos antes que los demás. Al leer que los socialdemócratas alemanes habían votado los créditos de guerra, me precipité a casa de Lenin. No quería creerlo, alegando que habla malinterpretado el texto del periódico polaco. Llamamos a Nadejna Konstantinovna, que leía el polaco. Ya no era posible ninguna duda. Es difícil describir la indignación que se apoderó de Lenin. No encontraba palabras suficientemente fuertes para los jefes de la socialdemocracia alemana. «A partir de hoy —exclamó fuera de sí— dejo de ser socialdemócrata y me hago comunista.»

Su indignación no era fingida. Y, sin embargo, ¿qué se podía esperar de esos «oportunistas» y de sus cómplices, más o menos declarados, los «centristas»? Pero esperaba que por lo menos la izquierda y la extrema izquierda del grupo parlamentario alemán protestarían votando en contra, como lo había hecho en la Duma la minúscula fracción socialdemócrata bolchevique. Y eso no era todo. Una tras otra recibe informaciones que aumentan su furor: en Francia, Guesde y Sembat han entrado en el Gobierno de la Unión Sagrada. Vandervelde, en Bélgica, hace lo mismo. Plejanov se declara, sinceramente, en favor de Francia y condena la barbarie alemana. Así, uno tras otro, los jefes de la Internacional traicionan la causa de la solidaridad proletaria. Su deber se le aparece inmediatamente claro e imperioso: es él quien debe denunciar al proletariado mundial esa traición y confundir a esos desertores. No le dieron tiempo para desenvainar. El 7 (la víspera Austria había declarado la guerra a Rusia) se presentó un gendarme en su domicilio, hizo un registro y anunció que tenía órdenes de detener a Lenin, denunciado por los habitantes de Poronin, y de conducirlo a Neumarkt, cabeza de partido del distrito, a fin de ponerlo a la disposición de las autoridades. Se limitó, sin embargo, a llevarse unos cuantos manuscritos y unos cuadros estadísticos, y dejó a Lenin en libertad, después de haberle hecho prometer que al día siguiente se presentaría en la estación para tomar el tren de Neumarkt.

Inmediatamente después de la partida del gendarme, Lenin fue a ver al polaco Ganetzki y le contó lo que acababa de pasar. Este prometió ir personalmente a Neumarkt y arreglar las cosas. Fue, en efecto, pero no pudo evitar que Lenin, después de haber sido interrogado por el juez de instrucción, fuera encarcelado en la prisión local y acusado de espionaje. La acusación era ridícula, pero se estaba en un período en que la conocida epidemia de «espionitis» reinaba con fuerza igual en todos los países beligerantes. Lenin tenía la costumbre de escoger un rincón aislado de la montaña para trabajar en sus notas y cálculos estadísticos. Los aldeanos que lo conocían bien y que estaban intrigados por el número insólito de cartas que recibía de Rusia y por la cantidad de gentes supuestamente sospechosas que venían a verle, llegaron a la conclusión de que se retiraba a las montañas, desde las cuales se contemplaba el territorio fronterizo ruso, para entrar en correspondencia desde allí, por medio de señales especiales, con las autoridades de su país. Por más que Lenin le dijo al juez que era un emigrado político, que estaba proscrito por el Gobierno ruso y que toda su actividad estaba dirigida contra éste, nada pudo convencer al magistrado, quien, estimando sin duda que cumplía con su deber de patriota, envió a Lenin a la cárcel. Ganetzki regresó, pues, solo a Poronin. Pero se puso sin demora a hacer todo lo necesario para sacarlo de ese mal paso. Escribió a Federico Adler, jefe del partido socialdemócrata austríaco y miembro del Buró Socialista Internacional; el diputado socialdemócrata Marek, informado la víspera por el mismo Ganetzki, había mandado al Tribunal de Neumarkt un telegrama afirmando que las sospechas contra Ulianov no estaban en modo alguno justificadas. Zinoviev alertó al doctor Dlusski, antiguo militante revolucionario convertido en el director del más importante sanatorio de la región de Zakopane, muy honorablemente conocido por la administración austríaca, quien garantizó la inocencia de Lenin.

De todos modos le tuvieron doce días en la cárcel, aunque con un régimen especial. Al salir, fue autorizado a irse de Austria. En realidad, la policía austríaca había hecho un favor a Lenin al detenerlo. Los campesinos de Poronin, sobre todo las mujeres, estaban muy exaltados contra él y, de haber seguido en libertad, fácilmente hubiera podido ser víctima de una justicia más sumaria. Es fácil imaginarse hasta qué punto estaban exaltadas las pasiones populares leyendo el relato de Krupskaia, quien cuenta las palabras de las campesinas que encontraba en su camino y que decían, elevando la voz para estar seguras de que «la rusa» las oyera, que ellas mismas sabrían hacer rápida justicia a un espía, y que si lograba ser soltado por las autoridades, ellas se encargarían de cortarle la lengua y de saltarle los ojos.

Una vez liberado, Lenin regresó de Poronin a Cracovia para liquidar sus asuntos y preparar su viaje. Habían decidido ir a Suiza. El dinero no faltaba. La madre de Krupskaia había heredado poco antes unos 4.000 rublos de una hermana mayor muerta en Rusia. Pero el dinero había sido depositado en un Banco y Lenin tropezó con muchas dificultades para retirarlo por mediación de un corredor, quien se quedó con la mitad a título de comisión.

Después de una semana de penoso viaje a través de un país en guerra, Lenin, su mujer y su suegra llegaron, el 5 de septiembre, a Berna. Un amigo lo esperaba en la estación. Le interrogó sobre el estado de ánimo del grupo bolchevique local y le pidió que lo reuniera en asamblea general para el día siguiente.

Lenin acababa de vivir un mes que estaba destinado a señalar con huella indeleble los años venideros. En ese mes de agosto de 1914 fue cuando se dio plena cuenta de la misión histórica que le estaba destinada y cuando midió su extensión. Un mundo acababa de hundirse ante sus ojos. Dondequiera que dirija su mirada, no ve más que escombros, lamentables restos de un pasado tan cercano y que, sin embargo, parece ya tan lejano. Está completamente solo en medio de esa humanidad desamparada, presa de una fiebre guerrera elevada al paroxismo, que habla un lenguaje nuevo en el que todo se confunde y se trastrueca. Hasta ahora todo estaba muy claro, muy bien delimitado: de un lado él y sus partidarios, poco numerosos todavía, pero muy firmes, muy seguros de su fe revolucionaria marxista; del otro lado todos los oportunistas, centristas, liquidadores y demás trotskistas, a los que era tan fácil combatir con artículos en la prensa y resoluciones en las conferencias. Ahora no sólo ha cambiado de faz el combate, sino que ya no se sabe con qué arma hay que combatir al enemigo. Las divisas sagradas de antaño: unión y fraternidad de los proletarios de todos los países, han sido declaradas muertas, inexistentes. Una consigna categórica, imperativa, ha venido a reemplazarlas: defensa de la patria en peligro. ¿La patria? ¿Cuál patria? ¿La de los capitalistas, la de los opresores de la clase obrera? Palabras insensatas y criminales, estima Lenin. Y, sin embargo, hasta en las filas de sus propias tropas hay tendencia a seguir la corriente. ¿La corriente? Un torrente que baja hacia él, que amenaza con sumergirlo, con reducir a nada la obra de toda su vida. Pero en medio de ese delirio de pueblos enloquecidos, él piensa mantenerse firme, inquebrantable sobre sus posiciones, debatiéndose entre las olas, que cada vez suben más altas, de un chovinismo desencadenado, enarbolando la bandera de la revolución social con una mano que desconoce el desfallecimiento. Más aún: remontará la corriente, a pesar y contra todos, absolutamente convencido de que en un mundo cegado por el odio y la pasión él es el único que ve claro y que conoce el camino que conducirá al proletariado a su victoria final.

El 6 de septiembre, acompañado de Krupskaia y de los esposos Zinoviev, que le siguieron a Suiza, Lenin se presentó en la asamblea de los bolcheviques de Berna. Asamblea poco numerosa: Chklovski (el amigo que lo había recibido a su llegada), un miembro del Buró parisiense llegado recientemente de Francia, el diputado bolchevique Samoilov, que aprovechando unas vacaciones parlamentarias había venido a curarse a Suiza y se preparaba ahora a regresar a su país clandestinamente, más algunas comparsas cuyos nombres no han sido conservados. Una docena de personas en total. Como medida de precaución, la sesión se llevó a cabo en el bosque de los alrededores de Berna. Orden del día: una sola y única cuestión: actitud a adoptar frente a la guerra.

Lenin tiene la palabra: la guerra que acaba de estallar presenta el carácter claramente pronunciado de una guerra imperialista, burguesa, dinástica. Su objetivo es la conquista de nuevos mercados exteriores y la injerencia sobre las colonias del Estado competidor. Su finalidad es la división y el exterminio de los proletarios, lanzando esclavos asalariados de un país contra otro y haciéndolos morir por los intereses de los capitalistas y de sus países respectivos.

Al votar los créditos de guerra, los socialdemócratas alemanes han cometido una verdadera traición contra el socialismo. Nada puede justificar su conducta. Igualmente son imperdonables los dirigentes del proletariado francés y belga, que han traicionado al socialismo entrando en los ministerios burgueses. Esta traición de la mayoría de los jefes de la Segunda Internacional significa el fracaso ideológico de ésta. Ese es el resultado del dominio del oportunismo pequeñoburgués en su seno.

Cuando los burgueses alemanes invocan la necesidad de defender su patria, de luchar contra el despotismo zarista, de proteger la libertad del desarrollo nacional y su cultura contra la barbarie eslava, mienten. Mienten también los burgueses franceses cuando invocan argumentos análogos volviéndolos contra el militarismo prusiano y la barbarie germánica. Los dos países beligerantes no tienen nada que envidiarse en crueldad y en barbarie en su manera de hacer la guerra.

La tarea principal de la socialdemocracia rusa es, en primer lugar, una lucha despiadada e implacable contra el chovinismo gran-ruso y monárquico. Las consignas de la socialdemocracia europea deben ser actualmente éstas: propaganda intensa entre los soldados de los ejércitos beligerantes, pidiéndoles que dirijan las armas no contra sus hermanos, esclavos asalariados como ellos, de los otros países, sino contra sus propios gobiernos y los partidos que los apoyan; denuncia y condenación ante la masa obrera de los dirigentes de la actual Internacional que han traicionado al socialismo; proclamación de las repúblicas alemana, polaca, rusa, etc., y creación de los Estados Unidos republicanos de Europa.

La asamblea escuchó esas palabras sin rechistar. Únicamente Chklovski se atrevió a formular algunas objeciones que Lenin consideró inspiradas por el peor socialchovinismo: Una Alemania victoriosa, decía aquél, podría convertirse en un enemigo de la democracia europea mucho más peligroso que el zarismo. Así, pues, explotando las dificultades militares de Rusia para intensificar la lucha revolucionaria, se perjudicaría al movimiento obrero internacional en su conjunto. Con una breve réplica Lenin hizo callar a su contradictor, quien se confundió en excusas, y se levantó la sesión.

Al día siguiente, en la casa del mismo Chklovski, en una reunión todavía más reducida, a la que asistían Krupskaia, Zinoviev con su mujer, el parisiense Safarov, el diputado Samoilov y el dueño de la casa, Lenin leyó un texto que resumía en siete artículos su exposición de la víspera. Fueron adoptados sin discusión. Así nacieron las célebres tesis de Lenin sobre la guerra imperialista, destinadas a convertirse en el breviario del futuro comunismo mundial. Se había dado el primer paso por el camino que había de conducirlo a la cumbre de su destino. Ahora había que imprimir esas tesis y darles la mayor difusión posible. En Berna no había imprenta rusa. Lenin recurrió a la de Ginebra, donde el viejo bolchevique Karpinski, que había permanecido inmutable en su puesto, se encargó de vigilar la impresión. Al releer su texto, Lenin encontró que la presentación era demasiado árida e insuficientemente combativa; fundiendo sus tesis en una sola, dio a su trabajo el aspecto de un manifiesto lanzado en nombre de «un grupo de miembros del partido socialdemócrata (bolchevique)».

«Nadie —escribía a Karpinski subrayando esa palabra— debe saber dónde y por quién ha sido publicado. Queme el manuscrito. Guarde los ejemplares en casa de un ciudadano suizo bien visto, un diputado por ejemplo.» Para cubrir los gastos de la impresión se utilizaron los fondos del Buró parisiense. En aquella época ese organismo se había dislocado por completo: tres de sus miembros se habían puesto el uniforme francés y luchaban contra los alemanes; nada se sabía de los otros, salvo de uno de ellos, Safarov, quien se hallaba precisamente en Berna con la caja, la cual tenía en total 160 francos. La vaciaron.

A todo esto le llegó a Lenin la noticia de que sus tesis, transmitidas por Samoilov a sus camaradas de la Duma y a los escasos dirigentes de las organizaciones bolcheviques que seguían en sus puestos, habían recibido su adhesión. Entonces le escribe a Karpinski el 17 de octubre: «Han llegado de Rusia noticias alentadoras. Decidimos, por lo tanto, reanudar el Socialdemócrata en lugar de publicar el manifiesto.»

Desde la aparición de

Pravda, Lenin había abandonado por completo al órgano central del partido. Después de vegetar penosamente durante algún tiempo, el periódico dejó de publicarse en octubre de 1913, deteniéndose en el número 32. Ahora lo lamentaba vivamente y resolvió hacer todo lo posible por resucitarlo. «Recuerdo —escribe Chklovski en sus

Recuerdos—cómo gruñía y se enfadaba Vladimir Ilich porque ninguno de nosotros (ni él tampoco) recordaba en qué número se había detenido la publicación del Socialdemócrata.» El número, marcado con el 33, apareció el 1 de noviembre, tirando quinientos ejemplares. Debutaba con el «manifiesto» supuestamente lanzado por el Comité central. Lenin siente que pisa un terreno más sólido. Tiene un periódico, tiene partidarios. Estos, por el momento, son poco numerosos: unos quince como mucho. Se trata de aumentarlos, de ampliar el círculo de sus relaciones.

El enlace con Rusia sigue siendo frágil y precario. El Comité central prácticamente no existía como organización del interior. Todos sus miembros rusos se hallaban en Siberia.

Pravda había sido prohibida definitivamente por el Gobierno la víspera de la guerra. En realidad era Kamenev quien, juntamente con los cuatro diputados bolcheviques, dirigía los asuntos del partido en circunstancias tan difíciles. Era un ejecutante excelente, pero carecía de iniciativa. Hubiera sido necesario que Lenin estuviera allí para guiarlo. Logró, en todo caso, entablar relaciones con él por intermedio de un emisario, colocado para este efecto en Estocolmo. Una primera carta de Kamenev a Lenin (simple nota garabateada a lápiz) llegó a su destino por el 15 de octubre. Un mes después, Kamenev fue detenido junto con todos los diputados bolcheviques. A todos les encontraron encima un ejemplar de las tesis de Lenin. Era en tiempos de guerra y todos fueron llevados ante la justicia y condenados a la deportación. Al enterarse, Lenin escribió al camarada Chliapnikov, el emisario citado: «El trabajo en nuestro partido se ha hecho cien veces más difícil. ¡Pero de todos modos lo haremos!

Pravda ha educado a millares de obreros conscientes; a pesar de todas las dificultades sabremos extraer de su medio un equipo de dirigentes», y le recomienda con insistencia que siga en Estocolmo y dedique todos sus esfuerzos a mantener el enlace con San Petersburgo. En cuanto a él, piensa situar cada vez más su actividad en el plano internacional.

Como siempre, Lenin evita cualquier gestión, cualquier iniciativa que tenga un carácter individual. No es Lenin quien debe actuar, sino una determinada colectividad: partido, grupo, comité, Buró ejecutivo, etc. No son sus decisiones las que van a ser impuestas, sino las tomadas en el curso de una conferencia, en una comisión, en una reunión de tales o cuales delegados debidamente autorizados. La «forma», la «legalidad», esa especie de legalidad al revés, será constantemente respetada por él. Así procederá ahora también. Se trata, por el momento, de reunir a los bolcheviques, diseminados por Europa, en una organización homogénea y disciplinada, con una cabeza, un Comité ejecutivo que asuma toda la autoridad y tenga su sede en Berna, es decir, al alcance de la mano.

Tan ardua tarea fue llevada a cabo, con su aplicación acostumbrada, por Krupskaia, a quien había venido a unirse Inés Armand, sorprendida por la guerra en Trieste y llegada precipitadamente a Ginebra tan pronto como supo que Lenin estaba allí. Hasta Nueva York fue convocado. Dos bolcheviques de Kiev, deportados en Siberia, una mujer joven, Eugenia Bosch, y su amigo el estudiante Piatakov, habían logrado evadirse y pudieron llegar, vía Japón, a Estados Unidos. Informado del feliz resultado de su aventura, Lenin mandó llamar a Suiza a los «japoneses». «Papá» Litvinov, que llevaba una vida retirada en Londres, fue uno de los primeros en ser llamados. Como no pudo obtener el pasaporte, dio su voto a Krupskaia, convirtiéndola así en delegado de la sección inglesa. Desde París vino, a falta de algo mejor, el pequeño Gricha Belenky, un hombrecillo singular, mitad vagabundo mitad militante, que vivía vendiendo periódicos rusos, pero después de leerlos todos desde la primera hasta la última línea. En Montpellier, los bolcheviques, reunidos en una asamblea de diez personas (eran once en total), decidieron no enviar delegado «dada la falta de fondos y el reducido número de los miembros de la sección». Uno de ellos creyó conveniente agregar a la respuesta del grupo, en su nombre personal, que no hacía ninguna falta convocar una conferencia en esos momentos; bastaría un manifiesto que llamara a todos los socialdemócratas rusos del extranjero que hubieran seguido fieles a la Segunda Internacional a unirse para trabajar en común. Pero la sección de Tolosa, aunque también se vio imposibilitada de hacerse representar «por falta de dinero», expresó su total acuerdo con el programa que debía servir de base a la conferencia. Suiza estuvo representada por cuatro secciones: Berna, Ginebra, Lausana y Zurich, todas ellas con voz deliberativa. Lenin representaba al Comité central; Zinoviev, al órgano central del partido. Inés recibió mandato de la organización femenina bolchevique, todavía en estado embrionario, lo que le permitió de todos modos disponer de un voto deliberativo. Un pequeño grupo de bolcheviques que se había radicado en Baugy, en los alrededores de Lausana, y que oficialmente formaba parte de la sección de esa ciudad, fue admitido con voto consultivo. Entre sus miembros figuraban Bujarin y Krylenko, que ya habían tenido ocasión de estar en desacuerdo con Lenin y de formar un grupo de oposición. Se proponían crear, al margen del periódico oficial del partido que acababa de renacer, una hoja de discusión independiente, so pretexto de que en las columnas del Socialdemócrata no les estaba permitido expresar con toda libertad su punto de vista, y tenían puestas muchas esperanzas en Eugenia Bosch, que tenía fortuna, para ayudarles.

La Conferencia, prevista en un principio para el 23 de enero, no comenzó hasta el 27 de febrero. Se esperaba la llegada de los «japoneses»; como éstos no aparecían, empezaron a reunirse sin ellos. La pareja llegó a mitad de la Conferencia, junto con los camaradas de Baugy.

La Conferencia duró seis días. Giró totalmente en torno al informe, redactado por Lenin, sobre la actividad que debía adoptarse frente a la guerra. Tomando sus siete tesis como punto de partida, Lenin exigía: 1.º Una propaganda revolucionaria sistemática a favor de la transformación de la guerra imperialista en guerra civil por medio de una acción revolucionaria de la masa obrera contra «su» gobierno y «su» burguesía, así como mediante la fraternización de los soldados de los ejércitos beligerantes a los que había que alentar por todos los medios; 2.º Una lucha despiadada no sólo contra el oportunismo internacional, sino también contra el «kautskismo», que engaña a los trabajadores con su falso radicalismo; 3.º Creación de las organizaciones clandestinas encargadas de ese trabajo y desarrollo del trabajo ilegal, paralelamente a la explotación de todas las posibilidades legales; 4.º Obligación, para todos los verdaderos socialdemócratas revolucionarios, de no conformarse con «desear» la derrota de sus gobiernos respectivos, sino también de contribuir a ella con actos; 5.º Lucha contra el pacifismo cobarde y contra la propaganda en favor de una «paz democrática»; 6.º Apoyo, por todos los medios, al derecho de los pueblos oprimidos a conseguir la independencia separándose de sus opresores; 7.º Reconocimiento del principio de los Estados Unidos de Europa como etapa a cubrir en el camino de la construcción de una nueva Europa; 8.º Trabajo preparatorio perseverante para crear una Tercera Internacional libre de cualquier oportunismo.

La consigna del «derrotismo activo», enunciada en el cuarto punto, tropezó con una fuerte oposición por parte de Bujarin y de sus amigos. Finalmente, el tajante rigor de la fórmula leninista fue ligeramente atenuado y el párrafo respectivo de la resolución quedó redactado en la siguiente forma: «La eventualidad de la derrota de un país que hace una guerra imperialista, considerada como el resultado de la propaganda revolucionaria, no podrá ser un obstáculo a la lucha contra el gobierno de ese país.» Pero lo que seguía era de lo más explícito: «La derrota del ejército gubernamental debilita a dicho gobierno, contribuye a la liberación de los pueblos por él oprimidos y facilita la guerra civil contra las clases dirigentes. Esto es particularmente cierto en lo que se refiere a Rusia. La victoria de Rusia iría seguida de un fortalecimiento de la reacción en el interior y de un sojuzgamiento completo de las poblaciones del territorio conquistado. Así, pues, la derrota de Rusia debe ser considerada, en todo caso, como un mal menor.»

Fue elegido un Comité director. Entre los cinco miembros que lo componían figuraban Krupskaia, Inés y la mujer de Zinoviev. Reprendieron paternalmente a Bujarin y consortes: no es el momento de dispersar las fuerzas, todo el mundo debe agruparse alrededor del órgano central y contribuir a su prosperidad. Estos declararon que abandonaban su proyecto y volvieron a Baugy con los «japoneses».

Lenin tenía ya tras sí una organización revolucionaria regularmente constituida, teniendo a la cabeza una dirección legalmente investida, con su órgano central y hasta con una oposición que, aunque tímida, resultaba adecuada para dar mayor animación a los debates. Con ese apoyo podía hacer su aparición en la arena internacional.

Lenin se volvió primero hacia los neutrales. Y a finales de septiembre de 1914, al enterarse de que los socialistas italianos y suizos se reunían en Lugano para intentar una protesta contra la guerra, les mandó sus siete tesis. Esa iniciativa pasó entonces casi inadvertida y no dio resultados. En el siguiente mes de octubre, Lenin trató de entrar en relación con Hoglund, el joven líder de los socialdemócratas suecos de izquierda. «Conózcalo —escribe a Chliapnikov al enterarse de que éste ha llegado a Estocolmo—, léale nuestro manifiesto, diga que va de parte mía; nos conocimos en Copenhague. Haga la prueba: ¿no habría manera de proceder ahí a un acercamiento ideológico? No es más que un antimilitarista ingenuo y sentimental. Pues bien, a esa gente hay que decirle: o adoptáis la consigna de la guerra civil, u os quedáis con los oportunistas y los chovinistas.» En Holanda trató de entrar en contacto con Pannekock, cuyo artículo

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