Lenin

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LA CONQUISTA DEL PODER » 16. Mientras los pueblos se matan...

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La quiebra de la Segunda Internacional le había gustado infinitamente. En Suiza entabló relaciones desde un principio con Robert Grimm. En enero de 1915, por iniciativa del «kautskista» sueco Branting y del «pillo de Troelstra», el jefe de los «oportunistas» holandeses, fue convocada en Copenhague una Conferencia de los socialistas de los países neutrales; al enterarse de que Grimm no iba, Lenin decidió no enviar tampoco a su «encargado de negocios» de Estocolmo. Además, esa empresa le parecía haber sido concertada entre Branting y Kautsky e inspirada por el estado mayor alemán. Otros dos socialdemócratas suizos, Graber y Naine, aceptaron insertar en el periódico que publicaban en La Chaux-de-Fonds,

El Centinela, un resumen de su manifiesto, que fue publicado en el número del 30 de noviembre. Ese periódico fue, en aquella época, el único representante de la prensa extranjera que acogió las tesis de Lenin. Este había enviado traducciones de su texto a periódicos franceses, ingleses y alemanes. Ninguno consideró posible publicarlo.

En febrero, unos días antes de la asamblea de Berna, se celebró en Londres una conferencia de los «social-chovinistas», es decir, de las organizaciones socialistas oficiales de los países de la Entente. A instigación de Lenin, Litvinov quiso participar en calidad de representante del partido socialdemócrata (bolchevique) en el Buró Socialista Internacional, cosa que en el fondo parecía bastante paradójica puesto que, según Lenin, la Segunda Internacional y su Buró estaban, una y otro, definitivamente muertos y enterrados. Litvinov se presentó sin haber sido invitado, quiso leer una declaración, no pudo terminar la lectura y se vio obligado a abandonar la conferencia. Este final era previsible. Y si Lenin, que no podía sino esperarlo, había querido, de todos modos, hacer esa pequeña demostración, es porque quería significar a aquellos a quienes pensaba hacer una guerra sin cuartel que el partido bolchevique estaba vivo y que nada podría ahogar su voz. En marzo, una semana después de la reunión de las secciones bolcheviques en Berna, se celebró en esa misma ciudad la Conferencia internacional de las mujeres: comprendiendo perfectamente la importancia de esa reunión, en la que por primera vez desde la guerra iban a reunirse los representantes de las organizaciones socialistas de los países enemigos, Lenin envió una delegación seleccionada con particular cuidado. Formaron parte de ella su mujer, la de Zinoviev, Inés Armand y dos militantes escogidas entre las mejores. El resultado fue bastante pobre. Las inglesas, las alemanas, la francesa (no había más que una: Louise Saumoneau), las rusas mencheviques y las neutrales se habían puesto de acuerdo para adoptar una resolución que, aunque condenaba la guerra, confiaba en la Segunda Internacional para que ésta reanudara la obra socialista comprometida por los acontecimientos. La delegación bolchevique se pronunció resueltamente contra esa «amnistía» del oportunismo y del socialchovinismo y presentó su propia resolución, que fue rechazada por unanimidad menos un voto, el de la polaca, que se solidarizó con ella. Al mes siguiente, en la Conferencia internacional de las juventudes, Inés, acompañada de Safarov, tuvo más suerte: logró reclutar para la causa bolchevique a unos cuantos adolescentes, entre ellos el alemán Willy Münzenberg, pero sin lograr salir de los límites de la estricta minoría en que el partido que ella representaba estaba confinado. Poco después de la Conferencia de las juventudes, los revoltosos de Baugy vinieron a proponer a Lenin la creación de una revista. La dirección sería asumida en común por la redacción del órgano central, es decir, por Lenin y Zinoviev, y por la pareja Bosch-Piatakov, que proporcionaría los fondos. Se pusieron de acuerdo y escogieron el título:

El Comunista. Era la primera vez que Lenin usaba esa palabra para designar una publicación periódica. Tras lo cual se marchó de vacaciones a la montaña, a Sorenberg, al pie del Rothon. Krupskaia haba tenido una recaída. En marzo había perdido a su madre.

Los primeros tiempos de su estancia en Sorenberg, Lenin vivió en una atmósfera de calma y reposo. Se alojó en un modesto hotel donde pagaba una pensión muy barata. Recibía grandes cantidades de periódicos y, aprovechando ampliamente las facilidades dadas a los trabajadores en vacaciones por el servicio de préstamos, admirablemente organizado en las bibliotecas suizas, se hacía mandar por éstas todos los libros que necesitaba. Inés no tardó en reunirse con ellos. Resulta curioso leer el relato que escribe Krupskaia de la vida que hacían los tres durante el terrible y sangriento verano de 1915: «Nos levantábamos temprano, y antes de la comida, que se servía al mediodía como es costumbre en Suiza, cada uno se ponía a trabajar en el jardín en un rincón escogido. Inés se ponía a tocar el piano y su música lejana resultaba una buena inspiración. Después de la comida íbamos a veces a la montaña a pasar el resto del día... Cogíamos rododendros y bayas; nos apasionaba la búsqueda de setas, de las que había grandes cantidades de todas clases. A veces nos poníamos a discutir para determinar la especie, con tanto apasionamiento como si se tratara de una cuestión política.»

Mientras tanto, la conciencia europea empezaba a despertarse al cabo de diez meses de carnicería. En Alemania, Liebknecht lanzaba esta consigna: «El principal enemigo está en el interior de nuestro propio país» y dirigía al Comité central del partido socialdemócrata alemán una «carta abierta» protestando contra la actitud adoptada frente a la guerra por la mayoría de sus dirigentes; iba firmada por un millar de militantes que ocupaban puestos de responsabilidad en el partido. Los jefes, Kautsky, Berstein y Haase, sintiendo que el viento cambiaba de lado, publican un manifiesto en favor de la paz y condenando cualquier anexión. En Francia, mientras el tercer ministro socialista Albert Thomas, recién entrado en funciones, clama inspirándose en la fórmula del mariscal French: «¡Municiones, municiones y más municiones!», el secretario de la Federación de los metales, Arthur Merrheim, declara: «Esta guerra no es nuestra guerra.» Un grupo de maestros del departamento de Charente publica un manifiesto que anuncia: «¡Basta ya de derramar sangre!» Trotski, que ha venido a instalarse en París (ha podido obtener un visado de entrada presentándose como corresponsal de guerra de un periódico burgués de Kiev), no cesa de repetir en su periódico Naché Slovo (Nuestra Palabra), que logra mantener por un milagro de ingenio: «Luchemos por la paz.» En Italia, apenas entrada en guerra, el partido socialista está más dividido que en cualquier otra parte. El diputado Morgari, secretario de su grupo parlamentario, organiza la reunión de una Conferencia internacional en la que, lo mismo que las mujeres socialistas en Berna, los hombres socialistas de todos los países se reunirán para ponerse de acuerdo sobre los medios de acabar con la guerra. Se traslada a París, ve a Trotski, que acepta totalmente su proyecto, y entra en contacto con varios diputados socialistas franceses. «En la terraza de un café de los grandes bulevares —cuenta Trotski— celebramos Borgari y yo una conferencia con algunos diputados socialistas que, por razones poco claras, creían ser hombres «de izquierda». Todo marchó bastante bien mientras la entrevista se limitó a palabrería pacifista y a la repetición de los lugares comunes sobre la necesidad de restablecer las relaciones internacionales. Pero cuando Morgari habló con el tono trágico de un conspirador de la necesidad de conseguir pasaportes falsos para pasar a Suiza (estaba evidentemente seducido por el aspecto «carbonarista» del asunto), los señores diputados pusieron mala cara y uno de ellos —ya no recuerdo cuál-se apresuró a llamar al camarero y a liquidar el consumo.»

De Francia, Morgari pasó a Suiza, donde se entendió con Robert Grimm, quien se encargó de la organización material de la Conferencia. De las gestiones con los alemanes se encargó el periodista polaco germanizado Karl Radek, quien se había establecido en Suiza desde el principio de la guerra y, situado en la extrema izquierda del partido socialdemócrata alemán, combatía con mucha vehemencia la política de los social-patriotas y de los centristas de la tendencia de Kautsky. Se convino que se enviarían invitaciones a todos los partidos y grupos que tuvieran representantes en el Buró Socialista Internacional.

Lenin, naturalmente, no tardó en conocer esa iniciativa. Para su gran asombro no recibió enseguida la invitación. Es poco probable que Grimm, que lo conocía muy bien, lo hubiera descartado voluntariamente. Es posible que, ocupado en obtener en primer lugar la adhesión de los grandes partidos internacionales, Grimm creyera simplemente que podía dejar para más tarde la del minúsculo grupo de los bolcheviques que probablemente, pensaba él, estaría asegurada.

De todos modos, Lenin comprendió la cosa de otra manera. Vio en Grimm la intención de mantenerlo al margen de la Conferencia, en la que, de esa manera, los partidarios de Kautsky podrían dar el tono. Radek, a quien comunicó su hipótesis, le tranquilizó diciéndole que «seguramente Grimm no lo había hecho a propósito» y que tenía la intención de dirigirse al representante del partido bolchevique en el Buró Socialista Internacional. Lenin le contestó con una carta en la que expresaba su pensamiento en términos bastante enérgicos. Personalmente no creía que Grimm hubiera procedido sin mala intención. «Me parece poco probable. Ya no es ningún niño.» En todo caso, de ser así, la cosa es simple. «Grimm no tiene más que escribir a nuestro Comité Central, Ginebra, Biblioteca Rusa. Puede también, naturalmente, escribir a mi dirección: es más directo. De no hacerlo, Grimm procedería en forma deshonesta, ya que escribir a Londres, a Litvinov, es perder el tiempo y correr el riesgo de que la carta sea interceptada por la policía.» De todas maneras él, Lenin, no daría el primer paso: «No es bueno pedir. No queremos imponernos.» En cuanto a la participación de los «kautskistas», que quieren cambiar de casaca, he aquí lo que piensa de ellos: Mi opinión es que el «viraje» de Kautsky, Berstein y Cía. es un viraje de la basura que ha sentido que las masas comienzan a escapárseles y que hay que virar a la izquierda para poder seguir engañándolas. Está claro. Renaudel, en

L'Humanité, ¡también se ha «izquierdizado»! Los cochinos se reunirán, dirán que están «contra la política del 4 de agosto», «por la paz», «contra las anexiones», y ayudarán así a la burguesía a «ahogar el espíritu revolucionario que se les despierta.» Para resumir, su plan de acción es: «Ir a la Conferencia si nos llaman. Unir previamente a las izquierdas, a los partidarios de una acción revolucionaria contra los gobiernos de sus países. Presentar a los cochinos kautskistas nuestro proyecto de resolución. Nuestro, es decir: los holandeses, nosotros, los alemanes de izquierda y cero; pero eso no tiene importancia porque, con el tiempo, cero será todo.»

Obtuvo satisfacción y el Comité central, es decir, Lenin, fue invitado a mandar un representante a la reunión preparatoria que debía celebrarse el 11 de julio. Envió a Zinoviev, que se había quedado en Berna. Se reunieron 7 personas: los organizadores Grimm y Morgari, dos polacos, dos rusos (un bolchevique y un menchevique) y una muchacha, especie de anfibia política y nacional, Angélica Balabanova, rusa de origen que profesa opiniones mencheviques y que se hallaba, si me atrevo a expresarme así, con una pierna aquí y otra pierna allá, en el partido italiano y en el partido suizo. Los dos organizadores propusieron admitir a los centristas en la Conferencia. Zinoviev, ajustándose a las órdenes recibidas de Lenin, se opuso, pero no tuvieron en cuenta su opinión y la admisión de los «cochinos» fue decidida.

Entonces Lenin se puso a batallar para atraer a la Conferencia a «verdaderos izquierdistas». Escribe al holandés Wijnkoop: «Ustedes y nosotros somos partidos independientes. Debemos hacer algo, elaborar un programa revolucionario, denunciar la consigna imbécil e hipócrita de paz, refutarla, hablar claramente a los obreros, decirles la verdad sin rodeos bajos como la Segunda Internacional.» Ante los escandinavos actúa por medio de una nueva agente recién reclutada, Alejandra Kollontai, hija de un general ruso, convertida en ardiente antimilitarista y que, después de haber abandonado a su marido, un rico ingeniero, se había ido al extranjero a vivir su vida de militante socialdemócrata. Al enterarse de la reaparición del Socialdemócrata se había ofrecido a Lenin en calidad de corresponsal informadora para Inglaterra y los países de la Península Escandinava (se había radicado en Cristiania, hoy Oslo) y le envió incluso el manuscrito de un folleto de propaganda contra la guerra, que quería editar. Lenin aceptó con agradecimiento sus buenos oficios. Noruega era un centro de enlace «archiimportante» y la señora Kollontai, con sus numerosas relaciones, podía prestarle servicios mucho más valiosos que el pobre Chliapnikov, quien además no podía abarcarlo todo y que vivía en Estocolmo bajo la amenaza de ser expulsado de la noche a la mañana por las autoridades suecas.

Ahora escribe a su colaboradora: «Es sumamente importante atraerse a los izquierdistas suecos (Hoglund) y a los noruegos. Le ruego que me informe de lo siguiente: 1.º ¿Se solidariza usted con nosotros? Y si no por qué razón; 2.º ¿Puede usted encargarse de esta tarea?» Se trata de convencer a los escandinavos de que las izquierdas deben presentarse con una declaración ideológica común que comprenda: 1.º Una condenación formal de los social-chovinistas y de los oportunistas; 2.º Un programa de acción revolucionario; 3.º Una refutación de la tesis de la defensa de la patria. Una declaración de este género tendría una importancia gigantesca —estima Lenin—, no como esa tontería que la Zetkin ha hecho adoptar en la Conferencia de las mujeres.»

Radek es designado para trabajar a los alemanes. Entre éstos figura el diputado al Landtag de Prusia, Julius Borchardt, que publica la pequeña revista Lichtstrahlen (Rayos de Luz), en la que sostiene un combate encarnizado contra la socialdemocracia oficial y pide la formación de un partido nuevo, libre de cualquier compromiso. Pero no representa más que a sí mismo y a unos escasos colaboradores, entre ellos Radek. Este considera «cómica» la idea de Lenin de introducir a Borchardt en la Conferencia.

Lenin responde: «Considerar a los Lichtstrahlen como un grupo particular y más importante que el de la Zetkin no tiene nada de cómico... Borchardt ha sido el primero en declarar públicamente en Alemania que «la socialdemocracia ha abdicado», lo cual es un acto político de la mayor importancia.»

Tampoco había que olvidar a los letones, que habían roto el pacto que los unía al partido ruso desde 1906 para formar un partido independiente, y que como tal tenían derecho a participar en la Conferencia. Lenin había sabido reanudar buenas relaciones con ellos en enero de 1914, durante el Congreso de Bruselas. Su jefe, Berzine, que había sido siempre uno de sus más fervientes partidarios, lo siguió siendo. Lenin logró entrar en contacto con él y convencerle de que era necesario participar en la Conferencia o, en caso de imposibilidad material para trasladarse a Suiza, confiarle su mandato.

Pero, sobre todo, están los franceses. Los dos sindicalistas, Merrheim y Bourderon, enviados a Suiza por la oposición que combatía los jusqu'auboutistes de la C.G.T., estaban clasificados por Lenin entre los partidarios del socialchovinismo. Era necesario, por tanto, en su opinión, oponerles le contrapeso de franceses de la Suiza románica, partidarios de la tesis internacionalista. Por eso escribió a la secretaria de la sección bolchevique de Lausana: «Trate de ver a Golay y a Naine, charle cordialmente con ellos y envíeme unas líneas: ¿en qué disposiciones se encuentran esos dos franceses? Comprenderá usted que sería particularmente importante tener franceses anti-chovinistas en la Conferencia, sobre todo dada la presencia de Merrheim.» La tentativa no dio resultado alguno: Naine se solidarizó con los franceses y Golay no acudió.

Lenin fue a Berna dos días antes de la apertura de la Conferencia y se hizo presentar inmediatamente a los dos delegados franceses. El «viejo Bourderon» le causó la impresión de un hombre retorcido. Su joven camarada parecía más ágil, más abordable. Decidió atraérselo. «Durante ocho horas —escribía Merrheim más tarde— hemos discutido apretadamente. Lenin estaba en favor de la Tercera Internacional, de la declaración de las masas contra la guerra. Yo le contestaba que Bourderon y yo habíamos venido a lanzar el grito de nuestra conciencia angustiada, a fin de provocar en todos los países una acción común contra la guerra. No acepté el compromiso que pedía Lenin, porque hubiera sido un crimen hacerle una promesa que yo sabía no poder cumplir.»

Todos esos esfuerzos no fueron vanos. Lenin logró agrupar a su alrededor, junto a Radek, convencido de antemano, y a su fiel letón, a un suizo, Platten, y al alemán Borchardt, quien, después de todo, le debía su presencia en la Conferencia. La actividad desarrollada por la señora Kollontai le valió la adhesión de dos jóvenes escandinavos: Hoglund, representante de las Juventudes Suecas, y Nerman, de la Unión de la Juventud de Noruega. Con él y Zinoviev eran ocho personas. Así quedó formada la «izquierda zimmerwaldiana» que tanto dará que hablar después. Tenía que presentarse a la Conferencia con un programa definido, elaborado, discutido y adoptado, con sus propios proyectos de declaraciones, resoluciones, etc. Lenin lo habla previsto y no dejó de ocuparse de ello.

Radek se encargó de redactar el proyecto de declaración que debía ser sometido a la Conferencia en nombre del grupo. No le gustó a Lenin. «¿Por qué tantas consideraciones? —le escribía—. ¿Por qué ocultar a los obreros la presencia de sus peores enemigos en las filas del partido socialdemócrata?... Su proyecto es demasiado académico, no es un llamado al combate, no es un manifiesto de combate.» En la reunión preliminar del grupo, celebrada el 4 de septiembre (la Conferencia debía comenzar al día siguiente), Lenin leyó el suyo. Decía así:

»Los socialistas no engañarán al pueblo con esperanzas de una paz próxima, duradera, democrática y posible sin la supresión de los gobiernos actuales. únicamente una revolución social conduce a la paz y a la libertad de las naciones. «La guerra imperialista abre la era de la revolución social... El deber de los socialistas es, por tanto, no desdeñar ninguno de los medios de lucha legal de que puedan disponer, iluminar la conciencia revolucionaria de los obreros, arrastrarlos a la lucha revolucionaria internacional, y tratar de transformar la guerra imperialista entre los pueblos en guerra civil de los oprimidos contra sus opresores, la guerra de explotación de los capitalistas en una conquista del poder político por el proletariado que conduzca a la realización del socialismo.»

Los escandinavos lo consideraron demasiado fuerte. Radek se puso de su lado y leyó su proyecto, que encontró mayor favor entre la «oposición.» Lenin no protestó. Aceptó el texto de Radek, pero dándole retoques muy hábiles en algunos puntos para aumentar considerablemente su alcance.

La Conferencia se abrió en Zimmerwald, pequeña aldea situada a unos diez kilómetros de Berna. Treinta y ocho delegados representaban a once países. Los alemanes eran los más numerosos: diez delegados, de los cuales siete militaban en la oposición centrista, también llamada «kautskista», encabezados por el viejo Ledebour, dos a un grupo recién creado, el Spartakusbund, y uno (Borchardt) a la «izquierda radical» del partido socialdemócrata alemán. Seguían luego los siete rusos: dos bolcheviques (Lenin y Zinoviev), dos mencheviques (Axelrod y Martov), dos socialistas— revolucionarios y Trotski. Los suizos eran cinco. También había cuatro italianos y otros tantos polacos. Más dos franceses, un sueco, un noruego, un holandés, un rumano, un búlgaro, un letón y un bundista. Ningún inglés.

La relación de fuerzas se estableció en la primera sesión: Una fuerte mayoría de derecha (veintitrés miembros) que comprendía a siete alemanes, a todos los italianos, cuatro rusos, tres suizos, tres polacos y los dos franceses. Jefe: Ledebour. Una minoría de izquierda, llamada «la izquierda zimmerwaldiana» (ocho miembros). Jefe: Lenin. Un centro bastante heteróclito que flotaba entre la izquierda y la derecha (siete miembros: los dos espartaquistas alemanes, un ruso, un suizo, un holandés, un rumano y un búlgaro). Jefe: Trotski.

La batalla se entabló en torno al proyecto de resolución presentado por la izquierda, es decir, el proyecto de Radek, que después de haber sido enmendado por Lenin decía así: «La guerra mundial que asuela a Europa desde hace ya un año es una guerra imperialista que persigue la explotación política y económica del mundo... La burguesía y los gobiernos, que tratan de di-simular ese carácter de la guerra afirmando que se trata de una lucha impuesta para salvaguardar la independencia nacional, engañan al proletariado... El aniquilamiento del imperialismo sólo es posible mediante la organización socialista de los países capitalistas avanzados... La mayoría de los jefes de los partidos obreros han entregado completamente al proletariado a las manos del imperialismo. Los social— patriotas y los social-imperialistas son enemigos más peligrosos del proletariado que los pregoneros burgueses del imperialismo... Una lucha sin cuartel contra el social— imperialismo es la primera condición previa de la acción proletaria para la reconstrucción de la Internacional... El deber de los partidos socialistas y de los elementos opositores en los partidos ahora social-imperialistas es llamar a las masas obreras a la lucha contra los gobiernos capitalistas para la conquista del poder político, con vistas a la organización socialista de la sociedad. Frente a cualquier ilusión que pueda hacer creer que las decisiones de los diplomáticos y de los gobiernos pueden proporcionar la base de una paz duradera y ser el punto de partida para un desarme general, los socialdemócratas revolucionarios deben demostrar constantemente a las masas que únicamente la revolución social puede traer la paz y la liberación de toda la humanidad.»

Mientras Radek leía su texto, Ledebour pataleaba de rabia. Terminada la lectura, dio rienda suelta a su indignación: eso es demagogia, anarquismo y bakuninismo. Naturalmente que los socialdemócratas admiten el principio de la guerra civil y de la huelga política general, pero es inútil gritarlo a los cuatro vientos. No se pronuncian discursos, se actúa. Se marcha delante, no se hace marchar a los demás. «Nosotros los socialdemócratas —concluyó— no brillamos por la valentía de Radek (éste, que había sido movilizado, no se movía de Suiza), pero también actuamos», y volviéndose hacia Lenin el viejo luchador le espeta en tono sarcástico: «Es muy cómodo lanzar llamamientos revolucionarios a las masas después de haberse refugiado en el extranjero.» A continuación, el italiano Serrati reprochó a Lenin querer cambiar todo el programa de la Internacional, e invocó un texto de Engels que reprobaba la violencia. Bourderon opinó en el mismo sentido, exclamando: «¡Lenin! Usted quiere formar una nueva Internacional. ¡No hemos venido aquí para eso!», y Merrheim agregó: «El obrero francés, corrompido y saturado con la frase herveísta y anarquista, no cree ya en nada.»

Lenin se defendió muy vigorosamente. Primero protestó enérgicamente contra las apasiones hirientes de Ledebour: «Han transcurrido veintinueve años —le dijo— desde que fui detenido por primera vez en Rusia. En esos veintinueve años no he cesado de lanzar a las masas llamamientos revolucionarios. Lo he hecho desde mi prisión, en Siberia, y después en el extranjero. Y a veces he encontrado en la prensa revolucionaria «alusiones» análogas, lo mismo que entre los representantes de la justicia zarista, que me acusaban de falta de honradez por dirigir llamamientos revolucionarios al pueblo ruso desde el extranjero. Viniendo de un procurador del Imperio, esas «alusiones» no me asombraban. Pero confieso que de Ledebour esperaba encontrar otros argumentos. Ha olvidado probablemente que Marx y Engels, cuando escribían en 1847 su célebre Manifiesto comunista, lanzaban, también desde el extranjero, llamamientos revolucionarios a los obreros alemanes.» Demostró luego a Serrati que había interpretado mal un párrafo de La lucha de clases en Francia y contestó en tono mesurado, casi cordial, a Merrheim, cuya intervención escéptica le permitió descubrir el punto débil del movimiento obrero en Francia. Sin negar el hecho señalado por aquél, Lenin observó: «Eso quiere decir solamente que los socialistas franceses llegarían quizá más lentamente a las acciones revolucionarias del proletariado europeo, pero llegarían de todos modos. Lo cual no significa en modo alguno que esas acciones sean superfluas. No se puede plantear a la Conferencia la cuestión de saber por qué camino y en qué formas especiales puede el proletariado de los diferentes países pasar a la acción revolucionaria. Faltan datos todavía. Nuestra tarea consiste, por el momento, en hacer juntos la propaganda de una táctica apropiada a la situación... Si el proletariado francés está desmoralizado por la frase anarquista, no lo está menos por el millerandismo. Lo que nos conviene es no aumentar su desmoralización».

No logró, sin embargo, convencer a la asamblea. Ni siquiera pudo obtener que el proyecto de su grupo fuera entregado a una comisión, para su examen. Por 19 votos contra 12 se decidió pura y simplemente no tomarlo en cuenta.

El combate se reanudó al día siguiente en torno al manifiesto que la Conferencia pensaba dirigir al proletariado internacional. Hubo tres proyectos; cada grupo presentó el suyo. Se nombró una comisión para que sacara de ellos los elementos que permitieran redactar un texto único que fuera susceptible de lograr la unanimidad de los sufragios. De los siete miembros que la componían, tres eran de la derecha (Ledebour, Merrheim y el italiano Modigliani), y tres trotskistas (el propio Trotski, Grimm y el rumano Rakovski). Lenin era el séptimo. Se tomó como base el texto «mediador» de Trotski.

Los «siete» se reunían aparte, en el jardín del hotel. Las discusiones llegaron pronto a un grado inaudito de violencia. En un momento dado se creyó que no quedaba más que separarse y clausurar la Conferencia. Luchando solo contra todos, Lenin sometió los proyectos presentados a una crítica despiadada. Sus acerbas observaciones acabaron por exasperar de tal modo a Rakovski que éste, arremangándose la camisa, se precipitó sobre Lenin con la evidente intención de asestarle algunos puñetazos a guisa de objeciones. Lograron contener al fogoso rumano. Lenin no se inmutó, se levantó y fue a sentarse junto a un par de perros que jugaban allí junto en la arena, dando la impresión de estar sumamente interesado en hostigarlos y en seguir sus juegos. «Parecía un chiquillo —escribe Trotski, que presenció la escena—; su risa sonaba clara, una auténtica risa de niño. Lo contemplamos con cierto asombro. Lenin hizo nuevas zalamerías a los perros, pero con más tranquilidad; luego volvió a la mesa y declaró que no firmaría tal manifiesto. Y la disputa se reanudó con nueva violencia.»

Lenin reprochaba al texto adoptado por la comisión su timidez, su tendencia a respetar demasiadas susceptibilidades, su temor a llamar a las cosas por su verdadero nombre y a sacar las conclusiones que se imponían por la lógica de los hechos. Por ejemplo, el manifiesto reconoce que «1os capitalistas de todos los países mienten al declarar que esta guerra sirve para defender la patria», pero omite decir que esa mentira es apoyada y repetida por la mayoría de los dirigentes socialistas. A continuación comprueba perfectamente que los partidos socialistas de los países beligerantes han ignorado las decisiones de los últimos congresos de la Internacional y que el Buró Socialista Internacional ha faltado a su deber al tolerar la votación de los créditos militares y la participación en los ministerios burgueses, etc.; pero no se atreve a anunciar a las masas que esa falla del Buró Socialista y ese incumplimiento de sus deberes por parte de los partidos enteros es el resultado del desarrollo del oportunismo en los círculos del socialismo europeo. Es más: la Conferencia declara que se asigna la tarea de «despertar el espíritu revolucionario en los proletarios de todas las naciones», pero evita enumerar los medios de acción que permiten llegar a ese resultado.

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