Lenin

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LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO SOCIALISTA » 28. El fin

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XXVIII

EL FIN

El 23 de abril de 1920, los bolcheviques de Moscú habían organizado una solemne reunión para festejar el quincuagésimo aniversario de Lenin. Hubo discursos, naturalmente. Tomaron la palabra Gorki, Stalin y Lunatcharski. También se vio aparecer en la tribuna a Kamenev, que, después de la «gran sacudida» de noviembre de 1917, se había mantenido discretamente a la sombra. Lenin no apareció hasta el final: no quería escuchar las alabanzas ditirámbicas que se le prodigaban y se limitó a pronunciar una breve alocución.

Para conmemorar dignamente este acontecimiento, a varios establecimientos soviéticos se les ocurrió poseer un busto de Lenin. El escultor Altman, un amigo de Lunatcharski, aceptó encargarse de ese trabajo. No le faltaba más que obtener el consentimiento del modelo. Ahí radicaba la gran dificultad: Lenin jamás había aceptado posar ante un artista. Lunatcharski halló la manera de arreglar las cosas. Convenció a Lenin de que no se trataba en modo alguno de sesiones de pose; únicamente tenía que autorizar a Altman a trabajar tan sólo media hora, dos o tres veces, en su despacho, y el artista haría todo lo necesario sin que él ni siquiera se diera cuenta. Lenin acabó por aceptar.

Dos días después del «jubileo», Altman llega al Kremlin con su material y se instala en el despacho de Lenin. Son las nueve de la mañana. El maestro no ha llegado todavía. Altman mira a su alrededor. La habitación es espaciosa, de techo alto. Hay estanterías a lo largo de la pared. El sol se refleja en las bellas encuadernaciones abundantemente doradas de los 85 volúmenes de la Enciclopedia de Brockhaus y Efron. No hay cuadros, pero sí grandes mapas colgados por todas partes. Encima del diván de respaldo relleno, un retrato de Carlos Marx. Una gran mesa en mitad de la habitación y, detrás, el sillón de rejilla de Lenin. Alrededor, sillones de cuero, muy confortables, para los visitantes. Tres puertas: una, por la que Altman acaba de entrar; otra, entreabierta, permite ver la centralita telefónica y a la telefonista que manipula presurosa sus fichas. ¿Pero y la tercera?... Precisamente en ese momento se oye el ruido seco de la llave en la cerradura. La puerta se abre y aparece Lenin.

Se dirige con paso rápido hacia su mesa, lanzando un breve «buenos días, camarada» al escultor, y saca unas hojas manuscritas del cajón. Con la cabeza baja, Lenin da rienda suelta a la pluma sin ocuparse mayormente de lo que ocurre a su alrededor. En esa época escribía su libro El «izquierdismo», enfermedad infantil del comunismo, y se habían dado órdenes de no molestarlo más que en casos verdaderamente excepcionales. Después de trabajar hasta las cuatro de la tarde, Lenin se retiró sin decir nada.

Al día siguiente la historia se repite: Lenin llena cuartilla tras cuartilla; Altman remueve su arcilla. En un momento dado —escribe éste en sus muy curiosas Notas publicadas en 1924—, Lenin miró hacia mi lado, sin levantar la cabeza, y observó que la nariz no se parecía. Le expliqué que, por el momento, no se trataba más que de un simple esbozo preparatorio, que el trabajo no hacía más que entrar en su primera fase y que todavía no llegaba el momento de perfilar los contornos de la figura. Lenin pareció sorprendido y dijo: «Pero Lunatcharski me había afirmado que no habría más que media hora de trabajo durante dos o tres días.» Le aseguré formalmente que yo nunca había dicho nada semejante. Entonces meneó la cabeza y dijo: «Un «relato de cazador» del camarada Lunatcharski», y continuó escribiendo.»

El trabajo avanzaba lentamente. Lenin tenía la costumbre de escribir con la cabeza muy inclinada hacia abajo, a causa de lo cual no se le veía más que el cráneo. A veces, cuando hablaba por teléfono, echaba la cabeza hacia atrás y sólo se le veía la barbilla y el cuello. —Si aceptara usted posar, el trabajo iría más de prisa —le dijo Altman una vez. Lenin se negó de nuevo, diciendo que «así no saldría muy natural», pero aceptó pasear de vez en cuando por la habitación mirando de lado al escultor. Le habían dicho que Altman era un «futurista». Manifestó entonces el deseo de ver algunos ejemplares de ese arte. «Después de mirar los dibujos que le traje —cuenta el «futurista»—, Lenin dijo: «No entiendo nada. Esto es para los especialistas.»

El 1 de mayo, Altman vino a trabajar como de costumbre. Las oficinas de la secretaría estaban desiertas. Lenin también estaba ausente. Llegó, pasado el mediodía, muy animado, sonriente, con un listón rojo en el ojal. Acababa de participar en la gran emulación de trabajo celebrada en el patio del Kremlin. Dando el ejemplo a sus colaboradores, transportó algunas vigas, arrastró una carretilla y barrió un rincón. Ese ejercicio lo puso muy contento, y se mostró muy asombrado al ver a Altman trabajando en un día como ése41.

Al día siguiente volvió a su despacho, a sus cuartillas y a sus telefonazos. Una vez terminado su libro, se hizo más accesible. Las recepciones ocupaban entonces la mayor parte de su tiempo. Altman vio desfilar sucesivamente ingleses flemáticos y escépticos, alemanes obsequiosos y acompasados, turcos que parecían contemplar a Lenin con éxtasis. Fotieva, la secretaria principal, iba y venía, sacando con notable destreza a los visitantes inoportunos. La antesala estaba llena de ellos desde las ocho de la mañana. Les hacía explicar su asunto y lo resumía a continuación en un breve informe sobre el que Lenin no tenla más que apuntar su decisión. Pero a veces no se conformaba con eso y salía a la antesala para interrogar personalmente a los visitantes. En la mayoría de los casos se trataba de quejas contra la lentitud e inercia de la máquina administrativa de los Soviets. Cosa que, invariablemente, hacía rabiar a Lenin. Inmediatamente se lanzaban llamadas telefónicas y los servicios acusados recibían severas amonestaciones. Los solicitantes escuchaban encantados y se iban contentos y deshaciéndose en cumplidos. Venían de todos los rincones de Rusia con sus hatillos, donde, entre sus ropas, guardaban religiosamente la petición destinada a ser presentada a «nuestro muy amado padre, sostenedor y protector, Vladimir Ilich Lenin.»42

Los campesinos eran recibidos con particular amabilidad. Una de las secretarias, Rudneva, cuenta: «Un día llegaron diez o quince campesinos barbudos, vestidos con sus pellizas de carnero. El camarada Lenin estaba recibiendo a alguien. Tuvieron que esperar un poco. Permanecieron de pie; turbados, moviendo los pies, pasándose la gorra de una mano a otra... Por fin se les llama. Entonces se ponen en fila: el más viejo marcha delante. Algunos se persignan. No sé cómo los recibió el camarada Lenin, pero instantes después, teniendo que entregarle una carta del camarada Trotski, vi, al entrar en su despacho, que el camarada Lenin estaba sentado en su sillón, apartado de la mesa, y riendo a carcajadas. Los campesinos estaban sentados a su alrededor y reían con él.»

No todas las delegaciones eran recibidas de manera tan cordial. Por ejemplo, la que envió el Soviet de Petrogrado hubo de pasar un cuarto de hora bastante malo. Los representantes de la Comuna del Norte (nombre que el Soviet de la capital abandonada, presidido por Zinoviev, había adoptado después del traslado del Gobierno a Moscú) habían venido a pedir dinero. Uno de los delegados, el obrero Naumov, cuenta en sus

Recuerdos: «Anunciamos que necesitábamos tanto (ya no recuerdo cuánto, pero era una suma muy importante). «¿Y por qué precisamente esa suma? —nos preguntó el camarada Lenin—. ¿Tenéis algún presupuesto?» Nos quedamos todos helados. No habíamos pensado en ello. Pero había que parar el golpe y le contamos un montón de cosas sobre nuestras necesidades, sobre nuestras miserias. Escuchaba sin interrumpir, mientras una sonrisa burlona, apenas perceptible, jugueteaba en sus labios.

»Perfecto, perfecto —dijo cuando nos callamos—. Pero, bueno, ¿para qué necesitáis el dinero?» Después se levanta y empieza a caminar, lanzándonos pequeños y agrios apóstrofes: «De manera que... os presentáis ante el Consejo de los Comisarios del Pueblo sin saber lo que queréis... Os llamáis Comuna del Norte... Por lo menos, debíais haber contratado un contador... No sois una Comuna del Norte, sois una comuna de ignorantes, etc.» Nos callamos y nos sigue riñendo. Y de tal manera que todos nos avergonzamos. Por fin se calló. Y luego preguntó: «Y bien, ¿qué tenéis que responder?» El camarada Lobov (uno de los delegados) dijo: «Tiene usted razón, camarada Lenin.» Entonces hizo todavía unas cuantas preguntas y finalmente autorizó los créditos.»

Lenin había reanudado en el Kremlin el tren de vida que llevaba en el Smolny. Igual que allí, sus habitaciones se hallaban en la misma ala del edificio que su despacho. Pero esta vez estaba mejor y más espaciosamente instalado. Cuatro habitaciones y una cocina. Lenin tenía su propio dormitorio y Krupskaia el suyo. Uno tercero estaba ocupado por María, su hermana menor. Había también un comedor. Pero comían generalmente en la cocina, con la criada, una vieja sirvienta que el comisario del Kremlin había puesto a la disposición de su jefe.

María se ocupaba del interior. Lenin estaba inscrito en la Cooperativa del palacio como jefe de un grupo familiar de cuatro personas (él, su mujer, su hermana y la criada) y poseía, como los suyos, una «cartilla individual de consumidor». En su calidad de presidente del Consejo de los Comisarios del Pueblo cobraba 500 rublos al mes, que era la tarifa asignada a todos los comisarios del pueblo y, en general, a todos los dirigentes responsables del partido. En noviembre de 1918, teniendo en cuenta la depreciación de las asignaciones soviéticas, el secretario administrativo del Consejo de Comisarios del Pueblo aumentó, por su propia autoridad, el sueldo de Lenin a 800 rublos; inmediatamente recibió, firmada por éste y por la vía oficial, una severa censura. Unos días antes, el propio Lenin había firmado un decreto fijando el sueldo del nuevo comisario de Hacienda, Gukovski, considerado como un «técnico» meritorio, en 2.000 rublos.

No tenía necesidades personales. Comía poco y no se interesaba en absoluto por lo que se servía en la mesa. Comía a las cuatro muy puntualmente, y por la noche tomaba té con pan negro y mantequilla.

A las seis, con la misma puntualidad, abría la sesión del Consejo de los Comisarios. Cinco minutos antes de la apertura, telefoneaba desde su despacho para averiguar si todo el mundo estaba en su puesto y se encolerizaba si, como sucedía frecuentemente, le contestaban que sólo estaban presentes tres o cuatro camaradas, de los 15 de que se componía el Consejo. Una vez abierta la sesión, fulminaba con la mirada, reloj en mano, a los retrasados. Al mismo tiempo que dirigía los debates, pasaba a sus colaboradores pequeñas notas que daban la vuelta a la mesa, de mano en mano, hasta llegar a su destinatario; daba órdenes a las secretarias, leía libros, revistas y recortes de prensa sin perder jamás el hilo del discurso del orador, al que interrumpía de vez en cuando con alguna cáustica interjección. Terminada la sesión, a veces a avanzadas horas de la noche, regresaba a sus habitaciones. Un centinela se mantenía junto a la puerta de entrada. Para ese puesto de honor eran escogidos los alumnos de la nueva Escuela de Caballería, llamada del Kremlin, recientemente fundada para formar oficiales proletarios. Uno de esos futuros «comandantes rojos» (diecisiete años) cuenta: «Era cerca de la medianoche. Me hallaba en mi puesto. Veo venir al camarada Lenin de una larga sesión del Consejo de los Comisarios del Pueblo. Al pasar ante mí se detiene y dice: «¿Quién es usted, camarada? Debía haberse sentado por lo menos en el reborde de la ventana. Espere, haré que le traigan una silla.» Le contesté: «Camarada Lenin, estoy de centinela, no tengo derecho a sentarme.» Se encogió de hombros y empezó a interrogarme sobre mis orígenes. Le contesté brevemente, como lo exige el reglamento. Entonces es puso a interrogarme sobre mi familia, si estaba bien, etc. Vi que ya no era una pregunta, sino que quería entablar toda una conversación, lo que está rigurosamente prohibido por el reglamento. Entonces le dije: «Camarada Lenin, estoy de guardia y me está prohibido entrar en conversación.» Me contestó: «Pero yo no soy un militar y no conozco esa regla.» Después abrió la puerta de su apartamiento y desapareció.»

También acostumbraba a veces, después de la sesión del Consejo, volver a su despacho para trabajar hasta el alba. Telefonistas que se relevaban cada cuatro horas velaban en el teléfono. Una de ellas cuenta: «Eran las dos de la mañana. Silencio de muerte. Pienso: el camarada Lenin, fatigado, descansa sin duda desde hace tiempo. De pronto suena la campanilla. Me precipito a su gabinete. Con voz tranquila, pero cansada, me dice: «Llame a un motociclista. Este paquete debe ser entregado inmediatamente en propia mano.» Instantes después llama de nuevo: «Telefonee al camarada Surupa.» Siguió trabajando toda la noche. A mí me dijo: «Camarada, puede ir a descansar.» Al día siguiente supe que el camarada Lenin no se sentía bien. Al ir a cenar a la cantina de las telefonistas le preguntamos todas si estaba enfermo. «No es el momento de estarlo», contestó.»

El domingo era para él un día de reposo completo. Generalmente se iba del Kremlin la víspera, el sábado por la noche, y se trasladaba a alguna aldea de los alrededores de Moscú. Pasaba la noche en la casa de algunos campesinos. Si hacía buen tiempo, Lenin extendía su abrigo sobre un montón de heno y dormía al aire libre. Por la mañana, al despertarse, iba a lavarse a una fuente y luego, armado de un fusil, recorría los campos y los bosques en compañía de su chófer. No pasó de ser un cazador mediocre. Pero el botín no le interesaba. Lo que le encantaba era poder saciar su sed inextinguible de movimiento. Caminar durante horas y horas, subiendo por una colina, bajando por un sendero abrupto, abriéndose paso a través de la maleza o saltando sobre los charcos, era para él traducir en ejercicios corporales los que diariamente, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana, aprisionaban su cerebro.

Iba rara vez al teatro. De vez en cuando visitaba a Stanislavski, a quien estimaba mucho. Recibía poco en su casa, tan sólo a unos cuantos amigos íntimos. Se separaba cada vez más de los «políticos», prefiriendo la sociedad de los ingenieros, de los agrónomos, de los químicos. Hizo gran amistad con el «dictador de los víveres», Surupa, quien había heredado de su antigua profesión de estadístico el gusto por el trabajo metódico y ordenado, calidad que Lenin trataba en vano de descubrir entre sus otros colaboradores. Surupa era un hombre bastante culto, con inclinación por las letras y las artes. En una ocasión, aprovechando el paso por Moscú de un célebre virtuoso, organizó en su casa una pequeña velada musical a la cual fue invitado Lenin. El pianista tocó la Appassionata. Lenin escuchaba, hundido en su sillón, con la mirada perdida en el vacío. Diez años antes, una mujer joven, de ojos de brasa y cabellera de ébano, la había tocado para él. Inés Armand... Acababa de morir, víctima del tifus, en un balneario del Cáucaso adonde los médicos la habían enviado para restablecer su quebrantada salud.

Los golpes de la muerte y de la enfermedad llovían sin cesar sobre sus más allegados. Había muerto Sverdlov, su fiel compañero de trabajo; había muerto Elisarov, el amable gigante a quien había nombrado, por algunos meses, comisario de Transportes. Krupskaia, enferma, tuvo que abandonar sus funciones en Instrucción pública e ir a descansar al campo. Stalin se vio obligado a entrar en una clínica para someterse a una operación; su convalecencia duró varios meses. Gorki no cesaba de escupir sangre. Surupa adelgazaba a ojos vistas.

En cuanto veía signos de enfermedad en alguno de sus colaboradores, o de simple debilidad, Lenin le imponía autoritariamente un descanso y le ordenaba, en ese tono afectuosamente terco cuyo secreto sólo él poseía, que se cuidara seriamente. «Su salud es una propiedad del Estado —decía entonces invariablemente—; usted es responsable ante él y no tiene derecho a malgastarla.» Pero cuando le hacían ver que él malgastaba imperdonablemente la suya, se enfadaba y cambiaba bruscamente de conversación.

Sin embargo, sentía dolorosamente que sus fuerzas disminuían. El verano de 1918, el «verano de la tregua», había sido para él la época de un gran agotamiento físico. Como siempre, ocultaba su mal bajo las apariencias de buen humor que gustaba de realzar no sin cierta ostentación. En julio, su risa «ancha y abierta» había causado la admiración de Sadoul, quien veía en ella la expresión de «una fuerza extraordinaria». Escuchemos, sin embargo, a Krupskaia: «El verano de 1918 fue particularmente difícil. Vladimir Ilich no escribía ya nada ni dormía por las noches. Se ha conservado una foto suya tomada en agosto... en la que parece estar saliendo de una cruel enfermedad.»

Antaño, en el curso de las luchas escisionistas de período de emigración, Krupskaia era la única que se enteraba de sus desfallecimientos. Ahora, su palidez, sus ojeras, su aspecto cansado al término de la jornada, eran visibles para aquellos de sus colaboradores que se hallaban en contacto diario con él. Al entrar en su despacho, cuando trabajaba solo, sus secretarias se quedaban frecuentemente aterradas al sorprenderlo en un estado de completa postración. El vigilante en jefe del Kremlin, que lo veía frecuentemente por el pasillo cuando volvía a sus habitaciones después de la sesión del Consejo, lo vio andar con titubeos, detenerse algunos segundos para apoyarse en un mueble y reanudar la marcha con paso inseguro. Pero, en público, lograba dominarse y dar la impresión de una potencia inquebrantable.

En la sesión del 30 de diciembre de 1920 celebrada por la fracción bolchevique del VIII Congreso de los Soviets, de la que se ha hablado más arriba, fue cuando Lenin se confesó por primera vez públicamente enfermo. Se había convenido que hablaría al final, después del ponente y de los posibles contradictores, para sacar las conclusiones del debate entablado. Pero se sentía tan mal que tuvo que pedir ser escuchado el primero, antes incluso que el ponente. Creyó necesario excusarse ante el auditorio: «Es una desgracia, pero estoy muy enfermo. No puedo deciros nada más.» Dos días después salía para Gorki.

Era una bella propiedad que, antes de la revolución de Octubre, había pertenecido a la viuda del célebre multimillonario moscovita Morozov: una soberbia villa, casi un castillo, rodeada por un gran parque. Un estanque. Un bosque cercano. La estación a cinco kilómetros: por lo tanto, calma absoluta. Lenin había estado ya aquí en septiembre de 1918 para terminar su convalecencia. Le gustó mucho. Ahora permaneció un mes y volvió a Moscú reposado. Se le vio aparecer, vigoroso y combativo, en el X Congreso del partido. Se mantuvo después sin desfallecimientos en el III Congreso de la Internacional Comunista. En noviembre tuvo que pagar el precio de ese esfuerzo. Nuevamente tuvo que interrumpir su trabajo. El 6 de diciembre escribió apresuradamente unas cuantas palabras a Máximo Gorki: «Terriblemente fatigado. Insomnios. Parto a curarme.» El 16, Molotov, nombrado recientemente secretario del Comité central, recibe una nota suya: «Favor de prolongar mi licencia de quince días de acuerdo con la decisión de los médicos.» Pero regresaría a Moscú para la sesión plenaria del Comité central y para presentar su informe al IX Congreso de los Soviets, que iba a comenzar el 23 de diciembre.

El año de 1922 comenzaba con un acontecimiento sensacional: el Gobierno soviético era invitado a participar en la Conferencia de Génova y, por iniciativa de Lloyd George, se le comunicaba que «la participación personal del Sr. Lenin en la Conferencia facilitaría considerablemente la solución del problema del equilibrio económico de Europa». Ello sirvió de pretexto para que los periódicos franceses e ingleses lanzaran titulares escandalosos. El Times escribía sarcástico: «No creíamos que la restauración del equilibrio económico de Europa fuera una especialidad del Sr. Lenin. Recordamos, a menos que nuestra memoria nos traicione, que no hace mucho que el Gobierno de Su Majestad y muchos otros consideraban que la principal especialidad del Sr. Lenin era más bien la destrucción del equilibrio capitalista.»

Lenin se mostró encantado. Le agradaba mucho la perspectiva de ir a sentarse a la misma mesa que Lloyd George y que Poincaré y poder decirles, cara a cara, algunas duras verdades. Además, de esa confrontación con los gobiernos burgueses pensaba sacar auténticas ventajas para su país. Por tanto, hizo anunciar que, en principio, aceptaba la invitación. Pero la gran familia bolchevique de que era jefe quedó muy descontenta. En reuniones en las fábricas, en los cuarteles del nuevo Ejército Rojo, los obreros y los soldados votaban resoluciones exigiendo que el Comité ejecutivo de los Soviets se opusiera a ese viaje. El personal de los tranvías de la ciudad de Moscú declaraba en la suya: «No podemos callarnos ante la invitación hecha a nuestro querido camarada Lenin por los ministros y los reyes del capitalismo internacional. Conjuramos al Comité ejecutivo de los Soviets a decir a esos «amigos»: si tenéis tanto deseo de verle y de escuchar sus opiniones paternales, venid a nuestro país, a Moscú, donde las puertas os están abiertas. Pero no lo dejaremos ir con vosotros. No tenemos confianza en vosotros.» Los alumnos de la Escuela de Artillería declaraban: «Los consejos del camarada Lenin deben aprovechar a los obreros y no a los astutos zorros del mundo burgués... Camaradas (del Ejecutivo de los Soviets): vuestras palabras pesan. Decidle, pues, al Viejo (Lenin) que no deje a millones de obreros sin su mirada vigilante.» El Congreso local de los Soviets de aldea de la provincia de Kiev decidió: «No dejar partir a nuestro querido camarada Lenin por dos razones: 1º, el Gobierno italiano ha dado demasiada libertad a sus fascistas, y la vida del camarada Lenin no estará segura; 2°, nuestra victoria en la Conferencia de Génova depende menos de la habilidad de los diplomáticos que de los progresos realizados en el frente económico y en las filas del Ejército Rojo. Por eso el camarada Lenin debe permanecer con nosotros, para sembrar nuestros campos, forjar nuestras herramientas y alimentar a nuestro Ejército Rojo.» El 27 de enero, cuando el Comité ejecutivo de los Soviets se reunió en sesión extraordinaria para designar la delegación que había de ir a Génova, un miembro del Comité, que acababa de regresar de una jira a través de toda una serie de aldeas, anunció que en todas partes se estaban votando resoluciones que no pedían, sino que exigían, que se prohibiera ir a Lenin. El Comité trató de zanjar la dificultad nombrando por unanimidad a Lenin presidente de la delegación y designándole un suplente, Chicherin, «para el caso de que las circunstancias imposibilitaran la salida del camarada Lenin al extranjero». En cuanto a Lenin, parecía firmemente decidido a ir. El 6 de marzo, al tomar la palabra en el Congreso de los sindicatos de la metalurgia, dijo: «Pienso poder hablar personalmente con Lloyd George en Génova... Espero que mi enfermedad, que me ha impedido desde hace algunos meses participar activamente en los asuntos políticos y que no me permite cumplir totalmente las funciones gubernamentales que me han sido confiadas, no se opondrá.»

Pero se opuso. Y muy seriamente. En la segunda quincena de marzo, los médicos juzgaron tan poco satisfactorio su estado general que le ordenaron reducir a lo más estricto su trabajo intelectual. En vísperas de la apertura del XI Congreso del partido, prevista para el 27 de marzo, Lenin, absolutamente decidido, escribía a Molotov: «Solicito no tener que asistir a la sesión plenaria del Comité central. Esa sesión y el informe al Congreso son mucho para mí: no lo soportaría. Favor de nombrar otro ponente para el Congreso. Mi informe tiene un carácter demasiado general y, por lo demás, no estoy seguro de poder hacerlo.»

Lo hizo, sin embargo. Nunca se subrayará bastante la importancia que tiene ese informe para la biografía de Lenin. Constituye su verdadero testamento, redactado en una época en la que su mente conservaba aún toda su lucidez, todo su verbo crítico. Los que le sigan no ofrecerán más que pálidos reflejos, repeticiones cada vez más vagas.

Tal como tenía costumbre de hacerlo en sus informes, Lenin no se limitó ahora tampoco a presentar el balance del año transcurrido, sino que se preocupó también por trazar el programa para el año venidero.

Se trata, en primer lugar, de calcular las resultados logrados con la nueva experiencia económica. ¿Qué se ha hecho? ¿Qué falta por hacer? «Sabíamos que habíamos emprendido una tarea increíblemente difícil y que cometeríamos muchísimas faltas. Lo principal es ver dónde y qué faltas se han cometido y rehacer una vez, dos veces, diez veces si es necesario, lo que se ha hecho.» El Estado soviético debe construir su economía en estrecho contacto con los campesinos. «Hay que demostrar al campesino que los comunistas somos capaces de ayudarle en la penosa situación en que se ha encontrado. Si no se lo demostramos nos mandará a todos los diablos. Esa es la alternativa. Eso es lo que condiciona nuestra línea de conducta para el año que comienza. El campesino nos ha tenido confianza. Pero esa confianza no es ilimitada. Hay que apresurarse. Tal vez se esté acercando el momento en que, comercialmente hablando, seamos invitados a hacer honor a nuestra firma. ¿Sabremos hacerlo? Ahí radica el problema.»

Segundo punto: control de la competencia de las empresas del Estado y de las empresas capitalistas. «Hasta ahora hemos escrito programas y hemos hecho promesas. Ahora se trata de verificar cómo las ejecutamos. El capitalista sabía vender. Nos robaba, nos humillaba, nos apretaba el cuello, pero conocía su negocio. ¿Y vosotros, comunistas, conocéis el vuestro? Hay que comparar los resultados obtenidos por el capitalista que actúa en bandido, pero que sabe vender, y por el comunista que habla tan bien, pero que no sabe hacerlo.» Para resumir, el año transcurrido ha demostrado rotundamente que los comunistas no saben comerciar. Eso no es grave. Sí lo es, en cambio, que los comunistas consideren que aprender a hacerlo está por debajo de su dignidad. Y he aquí a Lenin haciendo hablar a un interlocutor imaginario: «¡Cómo! Yo, el comunista, el revolucionario, que he hecho la mayor revolución del mundo que contemplan, si no cuarenta pirámides,43 por lo menos cuarenta países de Europa con la esperanza de ser liberados del capitalismo, debo ir a instruirme junto a un miserable hortera, un «sin partido», un «guardia blanco», tal vez!» Y Lenin le contesta: «Un 'guardia blanco', quizá, pero que sabe colocar la mercancía, mientras que tú no sabes hacerlo. Pero si tú, comunista responsable, caballero de las órdenes comunistas y soviéticas, poseedor de un centenar de títulos y grados, logras comprenderlo, entonces la meta será alcanzada.»

Tercer punto: librar al aparato gubernamental soviético del burocratismo que lo ahoga. El personal y las instituciones han crecido monstruosamente. En el otoño de 1918 se había hecho en Moscú el censo de los funcionarios soviéticos. Se había llegado, sólo en la capital, a la cifra de 231.000. Se decidió no vacilar ante ninguna medida para reducirla a menos de la mitad. A principios de 1922 se hizo un nuevo censo: esta vez fueron 243.000... En vísperas del Congreso, se había decidido revisar las comisiones del Consejo de los Comisarios del Pueblo. Había 120. Sólo 16 fueron reconocidas indispensables. Pero no sólo hay demasiados funcionarios. La mayoría de ellos no ocupan los puestos convenientes. En cuanto a los responsables comunistas, el 99 por 100 de ellos, según Lenin, no saben hacer su trabajo y necesitan aprenderlo.

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