Lenin

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LA CONQUISTA DEL PODER » 17. El retorno

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Cheidze se calló. Mientras hablaba, Lenin miraba a su alrededor, simulando una actitud de despreocupación, como si ese discurso no estuviera dirigido a él. Contemplaba el techo y arreglaba el gran ramo, que le estorbaba bastante entre las manos.

De pronto se le vio subir a una mesa para dirigirse directamente, por encima de la diputación del Soviet, ' todos los que habían invadido el salón de honor al seguirle.

»¡Queridos camaradas, soldados, marineros y obreros! Me complace saludar en vosotros a la revolución rusa victoriosa, a la vanguardia del ejército proletario mundial. La guerra imperialista de rapiña es el comienzo de la guerra civil en toda Europa... Se levanta el alba de la revolución socialista mundial. Todo hierve en Alemania. El imperialismo europeo puede hundirse de un día para otro. La resolución rusa hecha por nosotros ha abierto una era nueva. ¡Viva la revolución socialista mundial!»

Sacudidas cada vez más vehementes contra la puerta de cristales que daba sobre el porche exterior subrayaron su discurso. La multitud agolpada afuera y contenida por un servicio de orden inexorable que no le dejaba penetrar en el interior de la estación, estaba cansada de esperar. Reclamaba ruidosamente la presencia de Lenin. Este, precedido siempre por Chliapnikov, se dirigió hacia la salida. Un clamor ensordecedor saludó su aparición entre las escalinatas del vestíbulo de honor, ahogando a la banda que había vuelto a interpretar la Marsellesa. Un «pravdista» que se hallaba a su lado le oyó murmurar: «Sí, es una revolución de verdad.»

Cegado por el proyector brutalmente apuntado contra él, Lenin trató de meterse en el auto cerrado que lo esperaba al final de la escalera. No le dejaron. Fue alzado sobre la capota del coche y obligado a dirigir unas cuantas palabras a la multitud que se apiñaba a su alrededor. Tras lo cual hubo que traer un tanque. Lenin se sentó junto al conductor y la comitiva se puso en marcha hacia el palacio de la danzarina Kchesinskaia, convertido en cuartel general del partido bolchevique, lentamente, recogiendo a su paso a través de la ciudad a nuevas multitudes que cortaban el paso cantando, gesticulando y empujándose.

Preso del proyector que lo hace aparecer en una aureola de luz por encima de masas que hormiguean en la oscuridad de la noche, Lenin, de pie, no cesa de hablar. A manos llenas lanza a la penumbra sus llamamientos a la revolución social. Es inagotable. Va sacando más y más palabras. Parece tener prisa por liberarlas del fondo de su alma, donde estuvieron ahogadas tantos años. Cada esquina supone una parada, cada parada un discurso. Siempre el mismo, pero siempre nuevo e inaudito para estos seres extenuados que por primera vez oyen un lenguaje como ése. En realidad, no logran percibir más que las migajas, pero lo que les llega les basta. Es el eco fiel de sus pensamientos secretos, que, como ayer, no se atreven a revelar por miedo a ser considerados como malos ciudadanos, y que no cesan de quemarles los labios: «¡Abajo la guerra asesina y aborrecida!»

 

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