Lenin

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LA CONQUISTA DEL PODER » 18. La reconquista del Partido

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XVIII

LA RECONQUISTA DEL PARTIDO

Kamenev, que había llegado a Petrogrado con Stalin y Muranov el 10-23 de marzo, había vuelto a hacerse cargo inmediatamente de

Pravda, cuya publicación se había reanudado cinco días antes por iniciativa del Comité de la organización bolchevique de Petrogrado. Chliapnikov había sido el encargado de su reaparición, en su calidad de miembro del Buró del Comité central. Para la realización de esa tarea se le asociaron sus dos colegas, Molotov y Zalutski. Los primeros números, apresuradamente formados (la decisión del Comité se tomó el 3 de marzo, y el 5 estaba ya el periódico en venta en los quioscos), dejaba bastante que desear. Con excepción del editorialista Olminski, un veterano de la

Pravda de antes de la guerra, los colaboradores fueron escogidos sin gran cuidado. Había prisa y se tomaba a cualquiera. El contenido de los números se resentía. Pero aun así, caminando a tientas, trataban de seguir la línea leninista inspirándose en las tesis de septiembre llegadas a Rusia. Un anónimo declaraba en el primer número que había que llevar la revolución «hasta el final» y preconizaba, con ese fin, la creación de «una guardia proletaria y democrática». Para conjurar la crisis del abastecimiento, era necesario «confiscar todos los depósitos formados por el antiguo Gobierno, por el Ayuntamiento, los bancos, etc.» Para detener «la sangrienta carnicería impuesta a los pueblos por sus gobiernos» había que entrar, en contacto con el proletariado de los países beligerantes. En el tercer número, Olminski exhortaba «a los camaradas franceses, ingleses e italianos» a «iniciar inmediatamente la lucha contra la coalición de la burguesía de todos los países beligerantes y, antes que nada, con los de Alemania» para terminar la guerra «en condiciones razonables», pero sin precisar en qué deberían consistir éstas según él.

Al recordar esos primeros números, Sukhanov, uno de los dirigentes del Soviet de Petrogrado, escribe en sus interesantes Notas sobre la Revolución: «

Pravda era entonces un órgano caótico en el que colaboraban escritores y políticos dudosos. Sus furibundos artículos, su afán de explotar los instintos desencadenados de las masas, no tenían objetivos precisos ni finalidad determinada.» Kamenev sacó la misma impresión de su primer contacto con la redacción del periódico. Se la confió a Sukhanov con estas palabras:

»¿Lee usted

Pravda? ¿No es cierto que habla un lenguaje perfectamente indecente? En general, reina un estado de ánimo intolerable. Su reputación es bastante mala. En los círculos obreros hay descontento. Desde que he llegado me encuentro desesperado. ¿Qué hacer? He pensado incluso suspender esa

Pravda y publicar un nuevo órgano central. Pero es imposible. Hay demasiadas cosas en nuestro partido que están unidas al nombre de

Pravda. El título debe de subsistir, pero hay que rehacer el periódico de otra manera.»

Esta «otra manera» se reveló bien claramente en el artículo que publicó en el número del 14 de marzo. Decía: «Es inútil decirnos, a nosotros los socialdemócratas revolucionarios, que el Gobierno provisional puede contar con el apoyo resuelto del proletariado revolucionario, en la medida en que luche efectivamente contra los vestigios del antiguo régimen... No necesitamos forzar los acontecimientos. Se desarrollan por sí mismos con una extraordinaria rapidez... Sería un error político plantear desde ahora la cuestión de un cambio del Gobierno provisional:.. La cuestión de tomar el poder sólo se planteará a la democracia rusa cuando el Gobierno de los liberales muestre su agotamiento.»

Al día siguiente abordaba el problema de la guerra: «La guerra continúa porque el ejército alemán no ha seguido el ejemplo del ejército ruso y sigue obedeciendo a su emperador. Cuando un ejército se mantiene frente a otro, la política más insensata consistiría en proponer a uno de ellos deponer las armas y volver a sus hogares. Eso no sería una política de paz, sino una política de esclavitud que el pueblo ruso rechazaría con indignación. No, permanecerá firme en su puesto, respondiendo a la bala con la bala, al obús con el obús. No hay la menor duda.

»El soldado y el oficial revolucionarios no abandonarán las trincheras para ceder el lugar al oficial y al soldado alemanes o austríacos que no han tenido todavía el valor de derrocar a su Gobierno. No debemos tolerar ninguna desorganización de las fuerzas armadas de la revolución. La guerra debe terminarse de una manera organizada, mediante un acuerdo entre los pueblos que se han liberado y no con una sumisión a la voluntad del vecino invasor e imperialista...

»Nosotros no damos la consigna de desorganizar el ejército revolucionario ni hacemos el llamamiento hueco de ¡abajo la guerra! Nuestra consigna es: presión sobre el Gobierno provisional para obligarlo a que intente públicamente, ante la democracia del mundo entero, convencer a los países beligerantes de la necesidad de empezar inmediatamente las conversaciones sobre los medios de cesar la guerra. Hasta entonces, cada quien debe seguir en su puesto de combate.»

Ese artículo llenó de asombro a los lectores habituales de

Pravda. (El periódico se había creado rápidamente una clientela numerosa en los medios obreros, en los que, contrariamente a lo que pensaba Kamenev, gustaba mucho la actitud combativa adoptada en sus comienzos.) Escuchemos a Chliapnikov, separado por la nueva dirección: «La noticia resonó en todo el palacio de Táuride: victoria de los bolcheviques prudentes y moderados sobre los bolcheviques extremistas... En las fábricas, ese número de

Pravda dejó perplejos a los miembros de nuestro partido y a los simpatizantes, mientras se notaba entre nuestros adversarios una satisfacción manifiesta.»

En efecto, la prensa burguesa, siempre rebosante de prosperidad, mostraba gran regocijo, y Sukhanov hacía observar irónicamente al nuevo dirigente del órgano bolchevique que el periódico menchevique marchaba claramente más a la izquierda que el suyo.

En el número siguiente, Kamenev cedió el lugar a Stalin, que se suponía compartía con él la dirección de

Pravda. Este se mostró un poco más circunspecto. «Si la actual situación internacional de Rusia correspondiese a la de Francia en 1792 —escribía—, si tuviéramos frente a nosotros una coalición contrarrevolucionaria de reyes que persiguiera la finalidad precisa de restablecer en Rusia el antiguo régimen, es indudable que la socialdemocracia, lo mismo que los revolucionarios franceses, se habría levantado como un solo hombre en defensa de la libertad. Pues es evidente que la libertad adquirida a precio de sangre debe ser defendida, con las armas en la mano, contra todas las tentativas contrarrevolucionarias, procedan de donde procedan.» Pero, estima Stalin, la guerra actual no es más que una «carnicería imperialista». No hay razón ninguna, por tanto, para sonar el clarín y proclamar: «¡La libertad está en peligro! ¡Viva la guerra!» ¿Cuál es, en esas condiciones, la actitud que debe apoyar el partido bolchevique? «Ante todo —responde Stalin—, es indudable que la consigna pura y simple de Abajo la guerra es prácticamente inutilizable en lo absoluto, ya que en nada puede contribuir a obligar a los beligerantes a cesar la guerra.» ¿Dónde está la solución? «La solución —según Stalin— consiste en presionar al Gobierno provisional, exigir que se declare dispuesto a entablar inmediatamente conversaciones de paz sobre la base del reconocimiento del derecho de autodeterminación de los pueblos. Sólo en ese caso puede la consigna de Abajo la guerra engendrar una poderosa campaña política que arranque la máscara a los imperialistas y descubra a plena luz el verdadero rostro de la guerra.»

Esa era, por tanto, la misma fórmula de «presión sobre el Gobierno», lo que presuponía su reconocimiento implícito como tal. Y, mientras tanto, Lenin se desgañitaba repitiendo que la única actitud que cabía adoptar frente a ese Gobierno era su derrocamiento...

Había también el espejismo de la próxima Asamblea Constituyente, a la que se atribuía la posesión de los remedios para todos los males y que estaba destinada, se decía, a convertirse en la regeneradora del país. En su artículo del 18 de marzo, Stalin reclamaba que fuera convocada «lo más rápidamente posible», ya que, según él, era «la única institución con autoridad para todas las capas de la sociedad, capaz de coronar la obra de la revolución y de cortar las alas a la contrarrevolución que se levanta».

Mientras tanto, Kamenev clamaba «¡organización, organización, organización!» Lenin, como ya lo hemos visto, la pedía también con todas sus fuerzas. Pero no era la misma. Mientras él pensaba en apretar las filas en el interior del partido, en transformar a éste en un instrumento de combate revolucionario poderosamente armado y estrictamente disciplinado, Kamenev estimaba que «habiendo llegado el momento en que la clase obrera puede y debe obtener la mejoría de su situación económica y la consolidación de las conquistas realizadas interviniendo como una fuerza unida y organizada», había que crear «lo más rápidamente posible»... ¡sindicatos profesionales y tribunales de arbitraje destinados a juzgar los conflictos entre patronos y obreros! «Nada de estrépitos esporádicos —recomendaba este discípulo de Lenin—; antes de decidirse a pasar a la acción, nuestros camaradas deben calcular bien sus pasos y dirigirse previamente a sus organizaciones profesionales y a las de nuestro partido.» Era, evidentemente, la prudencia personificada, esa clase de prudencia que mata las revoluciones.

En los números de los días 21 y 22 de marzo (estilo ruso), Kamenev hizo publicar la primera de las Cartas desde lejos que le mandó Ganetzki desde Estocolmo. Las siguientes no aparecieron. ¿Por qué? Se pretendió que se habían extraviado en el camino. Pero Krupskaia afirma categóricamente en sus

Recuerdos que «se quedaron en los expedientes de la redacción», o sea que los dirigentes de

Pravda no consideraron oportuna su publicación.

Al llegar a Suecia pudo Lenin, por fin, conocer los números de

Pravda. Ignoro si el paquete que le entregó Ganetzki al verlo contenía todos los números publicados o una simple selección; el caso es que los que leyó le disgustaron profundamente. No conozco tampoco los detalles de la conversación habida entre Lenin y Kamenev en el tren que los llevó a Petrogrado, pero todo hace pensar que este último debió escuchar duros reproches.

Lo que más le importaba a Lenin era saber si la corriente oportunista y conciliadora que parecía dominar en la redacción de

Pravda tenía prolongaciones en las esferas de los dirigentes del partido. Quiso aclarar la situación en su primer contacto con sus partidarios. Por tanto, para responder a los discursos de bienvenida con que lo habían saludado los principales representantes de la organización bolchevique de Petrogrado que lo recibieron en el hotel de Kchesinskaia, Lenin, en lugar de pronunciar las tradicionales y breves palabras de agradecimiento (eran cerca de las dos de la mañana), les sacó en el acto todo un discurso-programa que duró dos largas horas y dejó a los asistentes profundamente impresionados. Un «neutral», el sovietista Sukhanov, a quien se permitió asistir a la recepción, escribe en sus Notas: «Jamás olvidaré ese discurso, que cual un trueno llenó de estupor y de admiración no sólo a un herético como yo que se encontraba allí por casualidad, sino también a todos los ortodoxos presentes. Afirmo que nadie esperaba una cosa parecida.»

Fue una larga improvisación. Lenin se había dejado llevar por su inspiración, pero como no hacía más que repetir lo que no había cesado de clamar y de proclamar en sus escritos y en sus cartas desde el principio de la guerra, su exposición fue de una cohesión, de una potencia y de una ordenación notables. Desgraciadamente, a ninguno de los asistentes se le ocurrió transcribirlo, y para reconstituirlo nos vemos reducidos al análisis que da Sukhanov. Creo útil reproducirlo, a falta de algo mejor, tanto más cuanto que ninguno de los editores de las Obras completas de Lenin ha juzgado necesario recogerlo. Tiene la palabra Sukhanov:

»Lenin empezó haciendo esta comprobación: la revolución socialista mundial está a punto de estallar. Esto es una consecuencia de la guerra mundial. La guerra imperialista no podía dejar de transformarse en guerra civil y no podía terminarse más que por una guerra civil, por una revolución socialista mundial.

»Lenin ridiculizó la política de paz del Soviet. No, no son «comisiones de contacto» las que tienen que liquidar la guerra mundial... Lenin se separaba resueltamente del Soviet y lo rechazaba rotundamente, por completo, al campo hostil... «Con su manifiesto del 14 de marzo, el Soviet llama a los pueblos a la revolución socialista mundial. ¡Vaya una concepción pequeñoburguesa! No, las revoluciones no se convocan, no se aconsejan. Las revoluciones nacen, maduran y crecen por sí solas. El manifiesto alaba ante Europa los triunfos alcanzados: habla de «la fuerza revolucionaria de la democracia», de la «libertad política total». ¿Cuál es esta fuerza cuando a la cabeza del país se encuentra la burguesía imperialista? ¿Cuál es esta «libertad política», cuando los documentos diplomáticos secretos no han sido publicados ni pueden serlo? ¿Cuál es esa libertad de palabra cuando todos los medios de impresión están en manos de la burguesía y bajo la protección del gobierno burgués?

»Cuando mis camaradas y yo veníamos hacia aquí, creí que se nos iba a conducir directamente de la estación a la prisión de la fortaleza Pedro y Pablo. No ha sido así, como vemos. Pero no perdamos la esperanza de que pueda suceder.

»El Soviet «revolucionario-defensista» dirigido por oportunistas, por Scheidemann rusos, no puede ser más que un arma en manos de la burguesía. Para que sea el arma de la revolución socialista mundial es necesario primero conquistarlo, transformarlo de pequeñoburgués en proletario. Por el momento, la fuerza bolchevique no es suficientemente grande para lograrlo. ¡Pues bien, aprendamos a estar en minoría, aclaremos, expliquemos, convenzamos...!»

La parte final del discurso de Lenin es resumida así por Sukhanov: «Para terminar, el tronante orador atacó a los que se hacen pasar falsamente por socialistas. No son sólo nuestros dirigentes sovietistas, las mayorías de los partidos socialistas europeos, los que no valen nada, sino también las minorías que exhiben tendencias internacionalistas y pretenden haber roto con la «paz social». Ni por un solo instante se les puede considerar camaradas de combate. Él, Lenin, gracias a Dios, ha atravesado de un lado a otro, con el camarada Zinoviev, por Zimmerwald y Kienthal. Únicamente la izquierda zimmerwaldiana monta guardia junto a la causa del proletariado y de la revolución mundial. Los demás no son sino oportunistas que dicen buenas palabras, pero que en realidad traicionan secreta, si no abiertamente, los intereses de las masas trabajadoras. El «socialismo» contemporáneo es el enemigo del proletariado internacional. Hasta el nombre de la socialdemocracia está enlodado y manchado de traición. Es imposible purificarlo, hay que rechazarlo. Simboliza la traición a la clase obrera. Hay que sacudir de los pies, sin tardanza, el polvo de la socialdemocracia, quitar la «ropa sucia» y adoptar el nombre de partido comunista.»

Esta perorata fue saludada con aplausos entusiásticos. Todo el mundo batía palmas. Los militantes medios con frenesí, fascinados, sumergidos en una especie de éxtasis, arrastrados por el torbellino de esas palabras inauditas. Los jefes con deferencia, tratando, en la medida de lo posible, de ocultar su desilusión, su desconcierto. Sukhanov trató de abordar a Kamenev. «Y bien, ¿qué le parece?», le preguntó con ligero sarcasmo. El otro esquivó la pregunta, repitiendo con aire molesto: «Esperemos, esperemos...»

»Me dirigí —escribe el «herético» Sukhanov— a un segundo y. luego a un tercer ortodoxo. Todos sonreían evasivamente, agachaban la cabeza y eran absolutamente incapaces de decir algo.»

Lo que parecía tan extraño y tan complicado era, sin embargo, bien sencillo y bien claro. Ese discurso era una condenación radical de la política adoptada por los hombres que habían tomado la dirección del partido bolchevique y que se mostraban dispuestos a colaborar con los social-patriotas del Soviet, es decir, a pactar con el Gobierno provisional y (¿quién sabe?) quizá también a formar parte del mismo en una eventual reorganización ministerial. Estos hombres tenían la suficiente inteligencia para darse cuenta de que las palabras de Lenin acababan con sus esperanzas. Pero el «bolchevique medio» sintió pasar, por el contrario, un auténtico soplo revolucionario que hasta ese momento le estaba faltando a la «gloriosa revolución» de febrero. Todo lo que acababa de oír era aún demasiado nuevo para él y los horizontes que abría Lenin ante sus ojos, con un gesto tan brutal, parecían demasiado vastos, lo inundaban con una luz demasiado cruda, pero sintió instintivamente que, en su subconsciente, aspiraba a esos horizontes y que sus ojos deslumbrados por la revolución burguesa pedían esa luz. Eran ellos esos «bolcheviques medios», los que representaban la verdadera fuerza del partido. Con ellos contaba Lenin para poder traducir en actos todo lo que acababa de decir. Se trataba, por tanto, para empezar, de atraérselos y de sustraerlos de la influencia del equipo de Kamenev y consortes.

Al trasladarse, una vez terminada la recepción, a casa de su hermana Ana, donde le habían preparado una habitación, Lenin veía ya totalmente claro y recto el camino que iba a emprender.

El sol se estaba levantando. Un viento fresco de la primavera soplaba en la calle. Su sueño fue breve. Una delegación llamó a su puerta. Se presentaba en nombre de los bolcheviques miembros de la conferencia pan-rusa de los Soviets, que acababa de clausurar sus sesiones. Antes de volver a sus ciudades querían oír a Lenin. Era urgente; no podían estar más tiempo en la capital. La reunión tenía que celebrarse esa misma mañana Lenin aceptó gustoso. Eso era exactamente lo que necesitaba. Aprovechó unos instantes que le quedaban para plasmar sus tesis en el papel y se trasladó con su mujer al Palacio de Táuride, antigua sede de la Duma y ahora gran cuartel general del Soviet, donde estaban reunidos en una sala del primer piso los delegados bolcheviques.

Al atravesar los pasillos del palacio, Lenin se encontró con el diputado Samoilov, el mismo que había ido a curarse a Suiza y que regresó a principios de la guerra llevando sus tesis de septiembre de 1914, gracias a lo cual éstas tuvieron amplia difusión en Rusia. Este encuentro le alegró. Samoilov era un buen hombre e incondicional de Lenin. Este lo necesitaba en aquel momento. Le preguntó afectuosamente por su salud (Samoilov había formado parte de los cinco parlamentarios bolcheviques detenidos y deportados a Siberia durante la guerra), y le recomendó que no se pusiera en manos de los médicos camaradas del partido. «Pueden ser —declaró Lenin— buenos camaradas y buenos políticos, pero en su abrumadora mayoría son malos médicos. Diríjase mejor a un practicante burgués. Es mejor. Ellos son especialistas. Con tal de que les pague bien, le curarán bien.»

Zinoviev, a quien se había elegido presidente, dio enseguida la palabra a Lenin. En esta ocasión, el historiador ha tenido más suerte. Había entre los concurrentes dos militantes que no sólo tomaron al dictado las tesis de Lenin (éste las leyó a propósito con lentitud, deteniéndose casi a cada palabra), sino que anotaron los comentarios que les había agregado. En realidad, esas notas son algo confusas y presentan deplorables lagunas en algunos puntos, pero aun así constituyen un documento del mayor interés. Junto con el análisis de Sukhanov que acabamos de citar, permiten comprender mejor la génesis y el espíritu de esa notable carta de acción revolucionaria que forman esas nuevas tesis, llamadas tesis de abril, y destinadas a abrir la etapa decisiva de la revolución rusa y a servir de punto de partida a la lucha por la conquista del poder iniciada por Lenin en nombre del proletariado revolucionario. Al someterlas al lector trataré de sacar del texto transmitido por los redactores de los comentarios los elementos susceptibles de proporcionarle aclaraciones y precisiones.

PRIMERA TESIS

En cuanto a nuestra actitud frente a la guerra, que del lado ruso ha seguido siendo, bajo el nuevo gobierno, indudablemente, una guerra imperialista de rapiña, no puede admitirse ninguna concesión, por mínima que sea, a «la defensa nacional revolucionaria». Sólo en las condiciones que siguen puede el proletariado dar su consentimiento a una guerra revolucionaria que justifique verdaderamente la defensa nacional: 1. Que el poder pase a manos del proletariado y de los campesinos pobres; 2. Que se renuncie, de hecho y no con palabras, a todas las anexiones; 3. Que se rompa completa y efectivamente con todos los intereses del capital. Las masas engañadas por la burguesía tienen buena fe. Hay que sacarlas de su error con cuidado, con perseverancia y con paciencia, mostrarles el lazo indisoluble del capital con la guerra imperialista, explicarles que no se puede terminar la guerra con una paz democrática y no impuesta sin derrocar al capital. Hay que organizar en el ejército combatiente la propaganda más amplia de esas opiniones. Hay que hacer labor de fraternización.

Al comentar esa primera tesis, Lenin declaró: «Las masas que anuncian: «Queremos defender la patria y no conquistar territorios extranjeros» consideran las cosas desde un punto de vista práctico y no teórico. El error nuestro es abordarlas de manera teórica, es el no haber desenmascarado plenamente la «defensa nacional revolucionaria», que es una traición al socialismo. Hay que reconocer el error cometido.» Lo importante es saber cómo terminar la guerra. Sólo es pos ble mediante una ruptura total con el capital. Esta es, pues, la idea que debe ser desarrollada ante las masas «lo más ampliamente posible». Los soldados piden una respuesta concreta; no hay que adormecerlos con vanas promesas. «Decir a la gente que podemos terminar la guerra sólo con la buena voluntad de unas cuantas personas, es caer en. el charlatanismo político» ; tal es la, opinión de Lenin, quien agrega: «Nosotros no somos charlatanes. Sólo debemos recurrir a la conciencia de las masas. ¡Aunque tengamos que quedar en minoría! Basta con saber renunciar por un cierto tiempo a una situación dirigente; no hay que temer el estar en minoría.» Esta última reflexión, tan característica en Lenin, fruto de una experiencia de quince años, la hemos escuchado ya en el curso de su filípica nocturna. Pero quiere repetirla. Simple precaución por su parte, con vistas a una eventualidad en la que ya desde ahora hay que ir pensando.

SEGUNDA TESIS

La particularidad de la actual situación en Rusia es la transición de la primera etapa de la revolución, que ha dado el poder a la burguesía, a su segunda etapa, que debe dar el poder al proletariado y a los campesinos más pobres. Esta particularidad exige que sepamos adaptarnos a las condiciones especiales de trabajo político entre las enormes masas populares que acaban de despertar a la vida política.

Las palabras que agregó Lenin a la lectura de esta tesis son de una importancia capital. Es el lenguaje de un jefe, absolutamente seguro de sí, que presenta un ultimátum a sus tropas. «Ese paso de una etapa a la otra —comprueba— se caracteriza por la actitud ciegamente confiada de las masas para con el Gobierno. Sólo puede explicarse por la embriaguez de la primera victoria. Pero es la pérdida del socialismo.» Las palabras que siguen, y de las que desgraciadamente no nos queda más que un débil reflejo a través de la transcripción apresurada de los redactores, debieron transpirar sin duda una energía férrea e irreductible. El texto tomado por ellos dice: «Camaradas: vosotros confiáis en el Gobierno. Si es así, nuestro camino no es el mismo. Prefiero quedarme en minoría. Un Liebknecht vale más que ciento diez partidarios de la defensa nacional del tipo de Cheidze. Si simpatizáis con Liebknecht y al mismo tiempo tendéis a los partidarios de la defensa nacional aunque sólo sea la punta de vuestro dedo meñique, estáis traicionando al socialismo internacional. Pero si nos alejamos de esa gente, no habrá oprimido que no se una a nosotros. Nos lo traerá la guerra: no hay otra salida para él.»

TERCERA TESIS

Ningún apoyo al Gobierno provisional. Demostrar el carácter perfectamente engañoso de todas sus promesas, sobre todo de las que se refieren a las anexiones. Desenmascararlo en lugar de «exigir» (cosa inadmisible y que sólo sirve para crear ilusiones) que ese Gobierno de capitalistas deje de ser imperialista. Este es un ataque violento contra Kamenev y contra toda la redacción del periódico bolchevique. «

Pravda «exige» del Gobierno que renuncie a las anexiones. Eso es absurdo —exclama Lenin—. Es un ridículo flagrante. Un engaño siniestro. Ya es hora de reconocer ese error. Basta ya de saludos y de mociones; ha llegado el momento de poner manos a la obra.»

CUARTA TESIS

Reconocimiento del hecho de que nuestro partido está en minoría y, por el momento, en débil minoría en la mayoría de los soviets, frente a un bloque de todos los elementos pequeñoburgueses, oportunistas, sometidos a la influencia de la burguesía y que extienden esa influencia sobre el proletariado. Explicar a las masas que los soviets representan la única forma posible de un gobierno obrero y que nuestra tarea, en consecuencia, no consiste, mientras ese gobierno sigue sometido a la influencia de la burguesía, más que en ilustrar paciente, metódica y tenazmente a las masas sobre los errores de su táctica, adaptándose sobre todo a sus necesidades materiales. Mientras estamos en minoría tenemos que hacer un trabajo de crítica y de denuncia de los errores cometidos, preconizando al mismo tiempo la necesidad de dar todo el poder gubernamental a los soviets, a fin de que las masas se libren de sus errores a costa de su propia experiencia.

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