Lenin

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LA CONQUISTA DEL PODER » 18. La reconquista del Partido

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La necesidad de limitarse por el momento a una acción paciente, perseverante y sistemática entre las masas había sido subrayada ya por Lenin en su primera tesis. Si insiste es porque tiene sus razones. ¿Cuáles? Ya se verán un poco más adelante. Ahora, en todo caso, exhorta a los miembros de su partido a la prudencia, a la moderación en la aplicación de sus orientaciones tácticas. «Como bolcheviques estamos acostumbrados a llevar al máximo la tensión del espíritu revolucionario —les explica—. Pero eso no basta. Hace falta discernimiento. El verdadero gobierno, el único posible, son los soviets. Pensar de otra manera es caer en la anarquía. Eso es lo que hay que hacer comprender a las masas.» ¿Y si la mayoría del Soviet se pronuncia por la defensa nacional? «¡No habrá nada que hacer! —estima Lenin—, salvo demostrar minuciosa y escrupulosamente el error de tal actitud. No queremos ser creídos de palabra. No somos charlatanes.»

QUINTA TESIS

Nada de República parlamentaria —el retorno a ésta, después del Soviet, sería un paso atrás—, sino una República de los Soviets de los diputados obreros, campesinos y obreros agrícolas, en todo el país, de abajo arriba. Supresión de la policía, del ejército, del cuerpo de los funcionarios. Elegibilidad y revocabilidad, en cualquier momento, de cualquier funcionario. Sus sueldos no deben ser superiores al salario medio de un buen obrero.

»Tal es —agrega Lenin como comentario— la enseñanza de la Comuna de París», y recuerda el fallido experimento de 1905. No hay que dejar que se reconstituyan la policía ni el antiguo ejército. «Se han hecho revoluciones y la policía ha seguido en su puesto; se han hecho revoluciones y los funcionarios han seguido en los suyos. He ahí la causa del fracaso de las revoluciones.»

SEXTA TESIS

En el programa agrario, trasladar el centro de gravedad a los soviets de los diputados obreros agrícolas. Confiscación de todas las posesiones de los terratenientes. Nacionalización de todas las tierras para ponerlas a disposición de los soviets de los diputados campesinos. Formar aparte los soviets de los campesinos más pobres. Creación, en todas las grandes posesiones, de una explotación modelo colocada bajo el control del Soviet de los diputados obreros agrícolas y que funcione por cuenta de la comunidad.

»¿Qué son los campesinos? —pregunta Lenin—. ¿Cuál es su importancia?» Y contesta: «No sabemos nada, no tenemos estadísticas, pero sabemos que constituyen una fuerza. Si los campesinos se apoderan de la tierra, podéis estar tranquilos que no la devolverán.» Lo importante, por otra parte, es crear para el proletariado soviets particulares a fin de sustraerlo de la influencia de los campesinos acomodados y medios. Pero sólo dando la tierra a los obreros agrícolas no crearán por sí mismos una empresa. Hay que crear, por tanto, utilizando las grandes propiedades, empresas modelos y comunes explotadas por los soviets de los obreros agrícolas.

SÉPTIMA TESIS

Fusión inmediata de todos los Bancos del país en un gran Banco nacional colocado bajo el control del Soviet de los diputados obreros. De esta manera, el aparato administrativo y militar del Estado burgués debe ser «destruido», pero el armazón financiero subsistirá... provisionalmente, claro está. Nada de embargo de los Bancos, sino su control a cargo del Soviet. «No podemos hacernos cargo de ellos en este momento», explica Lenin.

OCTAVA TESIS

No se trata actualmente de la implantación del socialismo, considerada como nuestra tarea inmediata, sino del establecimiento inmediato del control de la producción y del reparto de los productos por el Soviet.

Esto es, según Lenin, lo esencial y lo urgente: «La vida y la revolución vuelven a dejar a la Asamblea Constituyente en un segundo plano.» Lo que sigue ha sido recogido muy mal y en forma muy incompleta. Sólo se vislumbran dos proposiciones perentorias: «La importancia de las leyes no radica en lo que está escrito sobre el papel, sino en quién las aplica» y «La dictadura del proletariado existe, pero no se sabe qué hacer con ella.»

NOVENA TESIS

Tareas del partido: a) Convocar inmediatamente un Congreso; b) Modificar el programa del partido, principalmente en lo que se refiere: 1.º al imperialismo; 2.º a la actitud frente al Estado y a nuestra reivindicación de un Estado-Comuna; 3.º a la corrección del antiguo programa mínimo, ya superado; 4.º al cambio de nombre del partido.

Lenin propone a su auditorio, «en su propio nombre», adoptar la denominación de partido comunista. «No os aferréis a una vieja palabra completamente podrida —les recomienda—; construid un nuevo partido y todos los oprimidos vendrán a vosotros.»

DÉCIMA TESIS

Renovar la Internacional. Iniciativa de crear una Internacional revolucionaria contra los social-chovinistas y contra el centro.

Los «cuadros» de esta nueva Internacional los formarán, según Lenin, los miembros de la izquierda zimmerwaldiana. «La tendencia de la izquierda de Zimmerwald —dice— existe en todos los países del mundo. Las masas deben comprender que el socialismo se ha escindido en el mundo entero. Los partidarios de la defensa nacional se han apartado del socialismo. Unicamente Liebknecht le ha permanecido fiel. El porvenir es suyo. En Rusia hay una tendencia a la unidad con los partidarios de la defensa nacional. Eso es traicionar el socialismo. Creo que vale más seguir solos, como Liebknecht.»

Las últimas tesis habían sido leídas apresuradamente, saltándose las palabras. Lenin tenía prisa por terminar. Los organizadores de la Conferencia de la unidad enviaban mensajeros a cada instante para anunciar a Zinoviev que todo el mundo se impacientaba, que ya no se esperaba más que a los bolcheviques, que ya hacía tiempo que se debía haber abierto la sesión, etc. Alguien sugirió proponerle a Lenin que reanudara la lectura de sus tesis ante la Conferencia. Aceptó y bajó a la gran sala seguido por su auditorio. Había allí unas sesenta personas, de las cuales 47 eran mencheviques ortodoxos. El resto se componía de «internacionalistas» e «interfraccionales» que, por el momento, se mantenían fuera de los marcos oficiales de la socialdemocracia. Estaban presentes los principales dirigentes del Soviet: Cheidze, Zeretelli, Skobelev. Lenin vio también entre los asistentes a su viejo enemigo Dan y a varios viejos compañeros de lucha de la época de su primera emigración: Steklov, el agente parisiense de

Iskra, convertido ahora en un gran personaje: redactor-jefe de Isvestia, órgano oficial del Soviet; Goldenberg, que formó parte de «su» Comité central elegido en el Congreso de Londres. Escoltaba a Lenin un grupo de fieles en el que figuraban tres mujeres: Krupskaia, Inés Armand y la señora Kollontai. Cheidze presidía.

Los mencheviques empezaron a manifestar ruidosamente su indignación en cuanto escucharon la primera tesis. Para apoyar a su jefe, los bolcheviques contestaron con aplausos no menos ruidosos. Ante lo cual un sovietista destacado, Bogdanov, homónimo del antiguo socio de Lenin, que en varias ocasiones había interrumpido la lectura con exclamaciones como: ¡Pero esto es un delirio! ¡Es el delirio de un loco!, los apostrofó rudamente: «¡Es una vergüenza aplaudir un galimatías como ése! ¡Os estáis cubriendo de vergüenza! ¡Y os atrevéis a llamaros marxistas!» Ese era el tono de la Conferencia «de la unidad».

Correspondió a Zeretelli emprender la refutación de las tesis de Lenin. El fogoso revolucionario (no se habían olvidado los terribles ataques con que abrumaba en la Duma al todopoderoso Stolypin) era un brillante orador y desde su regreso de Siberia se había convertido en el verdadero jefe de la socialdemocracia menchevique en Rusia y gozaba de enorme prestigio en el Soviet. Ahora se proclamaba campeón de la unidad socialista. Condenaba severamente las ideas «disolventes» de Lenin, ideas que, según él, sólo servirían para llevar el socialismo a la ruina. Pero, en esta primera jornada en que Lenin había vuelto a pisar el suelo de la patria, quiso mostrarse generoso con su adversario y tenderle un puente salvador. «Ningún llamamiento en favor de la división podrá impedir que el proletariado aspire con todas sus fuerzas a crear un partido único —exclamó para terminar—. El propio Lenin vendrá pronto a recuperar su lugar en las filas del partido, pues la vida se encargará de recordarle el adagio marxista: los individuos pueden equivocarse; las clases, nunca. Por eso no temo los errores de Lenin e incluso estoy dispuesto a unirme con él.» Pero el ex «viejo bolchevique» Goldenberg, que en su calidad de miembro del Comité de iniciativa «Pro unidad» debía compartir lógicamente ese punto de vista, no opinó así. «Lenin ha clavado la bandera de la guerra civil en el seno de la democracia revolucionaria —declaró—. Es ridículo hablar de unidad con los que no tienen más consigna que la escisión y que por sí mismos se separan de la socialdemocracia. Lenin acaba de presentar su candidatura a un trono que está vacante en Europa desde hace ya treinta años: el de Bakunin.» Sigue Goldenberg su ataque y considera que en las nuevas palabras de Lenin «se oyen cosas viejas: conceptos de un anarquismo anticuado».

Vino luego un desfile ininterrumpido de oradores que abrumaron a Lenin, unos con invectivas y otros con sarcasmos o hipócritas condolencias. Ni uno de sus partidarios se atrevió a levantarse en su defensa. Ni un solo dirigente de la organización bolchevique, ni un solo miembro de la redacción de

Pravda alzó la voz. Unicamente la señora Kollontai se mostró dispuesta al sacrificio y quiso hacer frente a la tormenta.

Sube las escaleras de la tribuna con los ojos llameantes, los puños apretados y la garganta en ebullición. Su aparición súbita provoca sonrisas irónicas. La emoción la embarulla enseguida, le hace perder el hilo de su discurso y se retira saludada con risas y sarcasmos en los asientos mencheviques. Un bolchevique ofendido se dirige hacia la salida después de exclamar: «¡Vámonos, camaradas! ¡No podemos seguir con los que insultan a nuestro jefe!» Le siguen unas quince personas: amigos íntimos de Lenin y algunos petersburgueses. Los otros, particularmente la casi totalidad de los delegados de provincia, se quedan. El presidente Cheidze, saboreando su desquite, resume en tono irónico los debates y saca la siguiente conclusión: «Lenin ha hecho suyas las palabras de Hegel: ¡qué importan los hechos! No se ha dado cuenta de un pequeño detalle: la existencia del león de la revolución rusa. Pues bien, se quedará solo fuera de la revolución y todos nosotros continuaremos juntos nuestro camino.» Tras lo cual la Asamblea votó una resolución que declaraba necesaria la convocatoria de un «Congreso de unidad» y eligió un Comité encargado de organizar el mismo. Parece que algunos bolcheviques presentes aceptaron participar en ese Comité. En cuanto a Lenin, se había eclipsado de la reunión sin que nadie se diera cuenta. Pero se le vio reaparecer en el Palacio de Táuride en las últimas horas de la tarde, «muy modesto e insinuante» al decir de un testigo, en la sala donde estaba reunido el Comité ejecutivo del Soviet. Zinoviev le acompañaba.

Este último leyó una declaración redactada por su maestro y destinada a explicar las razones que le habían incitado a emprender el viaje a través de Alemania. Invitaba igualmente al Comité, en aplicación del art.7 del acuerdo concertado con el Gobierno alemán, a adoptar una resolución que aprobara el canje de emigrados políticos rusos por civiles alemanes internados. Zeretelli se mostró hostil. La mayoría de sus colegas, también. Lenin trató de motivar su demanda por la necesidad de cortar en seco los rumores calumniosos que lanzaba la burguesía sobre él. Se le contestó que se haría lo necesario para protegerlo contra cualquier calumnia, pero que no tenía caso intervenir ante el Gobierno provisional en favor del canje pedido. Lenin salió de las oficinas del Comité ejecutivo para no volver a poner más los pies en ellas.

Difícilmente podía sospechar Lenin, al pedir al Soviet de los diputados obreros que lo protegiera contra los ataques de sus enemigos, la amplitud que iban a cobrar éstos. Aquel día, inmediato a uno de fiesta, no se habían publicado los periódicos. Pero a partir del día siguiente cayó sobre la capital todo un torrente de odio y de calumnias. Se formó en el acto, sobre la persona de Lenin, una especie de unión sagrada que puso de acuerdo a las tendencias políticas más opuestas. El gran periódico reaccionario Novoe Vremia, que había permanecido al servicio de la gran burguesía y que en espera de que regresaran los «buenos tiempos» doblaba el espinazo ante el Gobierno provisional, fue uno de los primeros en salir en defensa de la República contra ese «criminal». «El señor Lenin —decía su editorialista— se pavoneaba en Suiza, no vio ni supo de la sangre derramada en los campos de batalla y, todavía en camino, se apresuró a traicionar al mismo tiempo al ejército y al pueblo ruso, al Gobierno provisional y al Soviet de los diputados obreros. Antaño eran los Sturmer, los Protopopov y los Suhomlinov los que traficaban con la patria. Ahora son los Lenin. Tal es el destino de Rusia. Es necesario que siempre la venda alguien.» El portavoz del partido de Miliukov, Rietch, escribía: «Ningún político que se respete habría aprovechado esa singular amabilidad. El señor Lenin y sus camaradas piensan de otra manera. Lo cual demuestra que han querido lanzar un reto a la opinión, cosa nada compatible con una actitud seria frente a la guerra, en la que corre la sangre del país natal.» El órgano de los socialistas— revolucionarios, Volia Naroda (La Voluntad del Pueblo), declara: «Hombres así son un verdadero peligro para la revolución.»

Eso era sólo el principio. La noticia del discurso pronunciado por Lenin en el Palacio de Táuride, suficientemente ampliada y desfigurada, se había extendido muy rápidamente a través de la ciudad. Los análisis y los resúmenes publicados por los periódicos realzaban sobre todo los párrafos «incendiarios». Al citarlo, el periodiquito de Plejanov decía (y no era la primera vez, puesto que ya se había oído lo mismo en la reunión) que era «un delirio». La burguesía se asustó. Se imaginaba que tenía pleno derecho a las conquistas de la revolución y que ya no se trataba más que de consolidar esa situación. enseguida vio en Lenin, y en eso no se equivocó, al hombre que había venido a arrancarle esas conquistas. El que iba a comenzar era, por tanto, un combate a muerte. Se hizo todo lo que se pudo para levantar contra Lenin a la opinión pública, y particularmente al bajo pueblo. A los que se habían identificado con la revolución, se les decía que quería asegurar la victoria de los alemanes para provocar la restauración de la monarquía. A la gente sencilla que temblaba por sus modestos ahorros se le hacía creer que Lenin les quitaría hasta el último kopek en cuanto llegara al poder. Nació un pretendido «Comité de lucha contra el espionaje» que pegaba carteles en las calles prometiendo a Lenin la misma suerte de Rasputín. Al caer la noche, grupos de manifestantes hostiles y amenazadores se reunían frente al palacio de Kchesinskaia. En la Perspectiva Nevski desfilaban cortejos a los gritos de ¡Lenin a la cárcel! ¡Mueran los bolcheviques! Al pasar frente a la redacción de

Pravda apedreaban las ventanas y salían revólveres a relucir.

»Recuerdo —escribe Zinoviev— que en una ocasión nos pidieron al camarada Lenin y a mí que abandonáramos el local de la redacción para buscar refugio en cualquier otra parte. Nos trasladamos al otro extremo de la Perspectiva Nevski, a un establecimiento donde trabajaba nuestro camarada Danski. Una anciana encargada del guardarropa decía mientras ayudaba al camarada Lenin a quitarse el abrigo: «¡Ah, si tuviera en las manos a ese Lenin, la que le daría!» Lenin se dio a conocer, le preguntó qué daño le había hecho y por qué estaba tan indignada contra él. Se despidieron como buenos amigos.» Entre los soldados se hizo una propaganda antileninista particularmente intensa. Petrogrado estaba atestado de tropas. De la oscura masa de capotes grises, la revolución había hecho surgir cierto número de incansables y elocuentes habladores que se arrogaron el derecho de hablar en su nombre. Todos esos militares, en su mayoría jóvenes burgueses originarios del mismo Petrogrado transformados, para librarse de ser enviados al frente, en escribientes, enfermeros, lavacoches, etc., eran ahora apasionados y furibundos partidarios de la «defensa nacional». La palabra paz provocaba en ellos la más violenta indignación. Pero cuando el nuevo ministro de la Guerra, Gutchkov, firmó el decreto que enviaba a una parte de ellos al frente, se conmovieron y enviaron una delegación al Soviet para protestar contra esa tentativa de la reacción para privar a la revolución de sus más fieles defensores. Ahora les arrojaban como pasto al derrotista Lenin. Eso les venía como anillo al dedo. Denunciándolo cumplían su deber patriótico y también así combatían, a su manera, por la libertad.

Parece que la señal de ataque fue dada por el regimiento Volynski, que había sido el primero en ponerse al lado del Gobierno provisional. Miliukov gozaba de gran estimación en sus filas y varios de los oficiales eran incondicionales suyos. El 10 de abril los soldados de ese regimiento se reúnen en asamblea general. Varios oradores los invitan a votar una resolución exigiendo la detención de Lenin. Algunos partidarios de éste, que asisten a la reunión, corren al Palacio de Táuride para informar al Comité ejecutivo del Soviet. En el acta de la sesión de ese día podemos leer: «El Comité decide enviar una delegación de cuatro de sus miembros con el encargo de disipar los falsos rumores que se están difundiendo entre los soldados sobre el camarada Lenin y de evitar esa enojosa intervención.»

Se logró que renunciasen a su proyecto. Pero los marinos, que habían entrado a escena al día siguiente, se mostraron menos dóciles.

Primero apareció en los periódicos una «carta abierta» del tenientillo que mandaba el destacamento de marineros que había figurado en la guardia de honor al llegar Lenin y que le había expresado el deseo de verlo entrar en el Gobierno. Decía estar desolado por el error cometido. Si hubiera podido imaginarse quién era ese señor Lenin, jamás le hubieran visto participar en tan escandalosa manifestación. Dos días después apareció, en los mismos periódicos, una declaración colectiva de los marineros de su destacamento. Esta decía: «Al enterarnos de que el señor Lenin ha vuelto a Rusia con el permiso de Su Majestad, emperador de Alemania y rey de Prusia, expresamos nuestro profundo pesar por haber participado en su solemne recepción. Si hubiéramos sabido entonces el camino por que había pasado, en lugar de nuestros burras entusiastas habría oído: «¡Muera! ¡Regresa al país de donde has venido!» Esto ocurría el 14 de abril. El 15, el Comité ejecutivo es informado de que en una reunión de marineros se ha decidido apoderarse de Lenin y que para tal efecto se ha designado un «grupo de ejecución». El Comité delibera. Se despacha a dos de sus miembros con la misión de moderar los ímpetus de tan enérgicos patriotas. Alguien propone publicar en Isvestia una especie de comunicado oficial para reprobar los excesos de la campaña antileninista. Adoptado. Y así podemos leer al día siguiente, en el número del 17 de abril, un largo y enrevesado editorial salido de la pluma de Steklov que hacía un llamamiento a la dignidad y al sentido común de los camaradas obreros y soldados. «¿Es posible —pregunta asombrado— que en un país libre, en lugar de una discusión abierta, se llegue a usar la violencia contra un hombre que ha dedicado toda su vida al servicio de la clase obrera, de los oprimidos y de los humillados?» El mismo día en que se publica este artículo hubo en la Perspectiva Nevski una manifestación monstruo como nunca se había visto en Petrogrado. Los mutilados de guerra se pusieron en pie para protestar contra la presencia de Lenin en Rusia. Se sacó de todos los hospitales a una masa enorme de heridos, amputados de piernas y brazos, ciegos, etc. Envueltos en sus vendajes, apoyados en muletas, sostenidos por enfermeros, se pusieron en marcha a lo largo de la Perspectiva hacia el Palacio de Táuride. Los que no podían andar eran llevados en camiones, coches de caballos y carros. En sus banderas se leía: ¡Destrucción completa del militarismo germánico! ¡Nuestras heridas reclaman la victoria! y, sobre todo, ¡Abajo Lenin! Lanzando este último grito se presentaron, tras una marcha intencionalmente muy lenta, ante la sede del Soviet para reclamar la detención de Lenin y su inmediata expulsión.

Un amputado de brazos y piernas tomó la palabra: «Hemos defendido la vida y los bienes de los que ahora protestan contra la continuación de la guerra. Pues que sepan esos egoístas que nosotros, semihombres, preferiríamos morir antes que ver a Rusia concertar una paz prematura con Alemania.» Dicho esto, achacó a Lenin todas las responsabilidades. El Soviet no debería seguir tolerando su nefasta propaganda. Había que poner fin a sus maniobras.

Zeretelli y Skobelev habían salido al pórtico para recibir a los manifestantes. Este último trató de tranquilizarlos: «No soy en absoluto partidario de Lenin y combato su táctica desde hace largos años. Pero estimamos que todo el mundo tiene derecho a hablar. Por tanto, Lenin puede hablar, pero no le dejaremos actuar, y eso es lo importante.» Lejos de calmar a la multitud, esta breve alocución sólo sirvió para aumentar su irritación. Los manifestantes empezaron a gritar: «Lenin es un espía y un provocador.» Al mismo tiempo se lanzaron gritos bastante irrespetuosos contra el Soviet. Viendo que las cosas tornaban mal giro, el eminente presidente de la Duma, Rodzianko, cuya estatura de gigante le había dado popularidad en los medios pequeño-burgueses de la capital, entró al quite. Habló con voz sonora de la necesidad de hacer la guerra hasta la victoria final y afirmó categóricamente que «antes de llegar a ese resultado no podría producirse ninguna tentativa para hacer cesar las hostilidades. Lo aclamaron y se votó, a manos levantadas, una resolución que expresaba «una confianza total» en el Gobierno provisional y en el Soviet de los diputados obreros, al mismo tiempo que protestaba «con indignación contra la peligrosa propaganda de Lenin, únicamente provechosa para la reacción.» Esas eran las condiciones en que Lenin tenía que luchar para reconquistar el partido.

Tuvo que empezar por hacerse cargo nuevamente de los órganos directivos de éste. Quince días antes, Lenin escribía a Ganetzki: «Más vale la escisión con cualquiera», etc. Ahora, la prueba a que lo han sometido los hechos le ha hecho cambiar de opinión. Se ha convencido de que el jefe más enérgico, más capaz, en tiempo de revolución, no es nadie si tras él no cuenta con un partido fuerte, disciplinado y poderosan7ente organizado. Lenin acepta, por tanto, una convivencia política con sus adversarios. Tendrá que ganárselos para sus tesis o, simplemente, impedir que le perjudiquen, mediante un trabajo de persuasión en la base que, debidamente educada, sabrá presionar oportunamente a los «de arriba».

Era necesario en primer lugar meter mano a

Pravda, donde reinaba Kamenev como amo absoluto. En una reunión de la redacción celebrada el 5 de abril, Lenin había presentado el manuscrito de sus tesis para que pudieran figurar en el número del día siguiente, pero Kamenev declaró que esas tesis estaban en flagrante contradicción con la línea general del partido tal como acababa de ser elaborada por el Buró del Comité central y aprobada por los delegados bolcheviques en la reciente Conferencia de los Soviets, y que se oponía a publicarlas como no fuera en forma de un artículo de Lenin, a título privado, bajo su propia y exclusiva responsabilidad. La larga discusión habida en tal ocasión no dio ningún resultado y el número apareció con un suelto en el que se anunciaba que «un accidente en la máquina» había impedido al periódico publicar el texto del informe presentado por el camarada Lenin en la sesión del 4 de abril.

La discusión se reanudó al día siguiente. Finalmente se pusieron de acuerdo. Lenin aceptó publicar sus tesis en forma de artículo personal y se convino que se abriría un debate a este respecto en las columnas del periódico. Por tanto, en el número del día 7 pudo leerse su artículo titulado Sobre los objetivos del proletariado en la revolución actual, en el que citaba el texto íntegro de sus tesis al mismo tiempo que protestaba contra los ataques de algunos de sus adversarios. El «conciliador» Goldenberg, por ejemplo, le reprochaba «haber clavado la bandera de la guerra civil». Es falso, declara Lenin. Ni una sola vez ha pronunciado esa palabra a lo largo de su discurso. No hizo más que exhortar a su auditorio a un paciente trabajo de «aclaración». ¿Es eso lanzar un llamamiento a la guerra civil? Plejanov es zarandeado también y no sin vehemencia. Lenin había visto en su periódico que su discurso era calificado de «delirio», e imaginándose que el autor de la crítica era el propio Plejanov, lo interpela así: «¿Delirio mi discurso? ¿Pero cómo es posible que la Asamblea haya escuchado dos horas y medias de ese «delirio»?» ¿Cómo es posible que Plejanov le haya dedicado una columna entera en su hoja?

Este contestó al día siguiente diciendo que esa apreciación del discurso de Lenin era de uno de sus colaboradores y que él personalmente ni siquiera había asistido a la reunión. Lo cual era por lo demás exacto. En cuanto al hecho de que los asistentes lo hubieran escuchado durante dos horas, no veía en ello nada asombroso. «Hay delirios —observa Plejanov con cortés ironía— científicamente muy curiosos y que merecen, como casos patológicos, un atento examen.»

En

Pravda fue Kamenev quien a partir del día siguiente atacó las tesis de Lenin. Anunció que pensaba defender la línea general del partido tanto contra los ataques perniciosos de los partidarios de la «defensa nacional» como contra las críticas de Lenin. «En cuanto al esquema general del camarada Lenin —agregaba—, nos parece inaceptable en la medida en que parte del reconocimiento del carácter acabado de la revolución burguesa y confía en la transformación inmediata de ésta en revolución socialista. La táctica que se desprende de esa apreciación está en profundo desacuerdo con la que los representantes de

Pravda (en este caso el propio Kamenev) defendieron en la Conferencia panrusa de los Soviets.» Terminaba expresando la esperanza de hacer prevalecer «en una amplia discusión» su punto de vista, considerado por él como «el único posible para la socialdemocracia revolucionaria en la medida en que ésta quiere y debe seguir siendo hasta el final el partido de las masas revolucionarias del proletariado y no transformarse en un grupo de propagandistas comunistas.»

La «amplia discusión» anunciada no se llevó a cabo. Lenin procedió de otra manera. Habiendo recuperado en

Pravda el cargo dirigente que le correspondía por derecho, concentró en sus manos la dirección efectiva del periódico y Kamenev se encontró pronto casi completamente desplazado. Apenas tuvo tiempo de publicar un artículo más dedicado a la discusión de las tesis de Lenin (de la primera, para empezar) y que anunciaba una continuación. Esa continuación no apareció nunca. Las columnas de

Pravda estaban ya ocupadas en gran parte por los artículos del propio Lenin. Los había todos los días y algunas veces dos, tres, cuatro y hasta cinco artículos en un mismo número. Sin contar los de Zinoviev, siempre bastante prolijo, los de Krupskaia, las informaciones, los comunicados de las organizaciones, las resoluciones enviadas por los comités de fábrica, etc. Tan es así que en los números siguientes apenas si se ven otras firmas.

Quedaba pendiente luego el Comité central, o más bien una formación híbrida que reemplazaba al Comité elegido por última vez en 1912. De los tres miembros del Buró creado durante la guerra para remediar la dispersión del centro dirigente en Rusia, Molotov, desplazado de

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