Lenin

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LA CONQUISTA DEL PODER » 19. Al asalto de la democracia burguesa

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XIX

AL ASALTO

DE LA DEMOCRACIA BURGUESA

La crisis provocada por la nota del 18 de abril tuvo su desenlace el 5 de mayo siguiente. Miliukov se vio obligado a abandonar el ministerio. Así, pues, apenas un mes después de la llegada de Lenin, el hombre que había hecho todo lo posible para impedir que apareciera en el escenario de la política rusa, tenía que abandonar el poder. Pero las cosas no pararon ahí. El ministro de la Guerra, Gutchkov, un gran capitalista de Moscú, se solidarizó con Miliukov y dimitió también. El príncipe Lvov, presidente del Consejo, quiso retirarse, pero como el Soviet se negó a tomar el poder hubo que fabricar un ministerio llamado de «coalición en el que entraron seis socialistas. Kerenski ascendió de grado, al convertirse simultáneamente en ministro de Guerra y de Marina. Pero los Negocios Extranjeros siguieron en manos de un «capitalista», el joven industrial Terechtchenko, un experto hombre de negocios activo e inteligente que durante la guerra había sabido aumentar todavía más su inmensa fortuna, y que era muy bien visto además por sir George Buchanan, que era lo esencial. En efecto, en materia de política exterior nada había cambiado en absoluto, y el sucesor de Miliukov se había apresurado a tranquilizar al embajador. Los obreros, según él, empezaban a asquearse de Lenin, que no tardaría en ser detenido.

Desde el principio, Lenin había adoptado una actitud abiertamente hostil frente a esta nueva «combinación» en la que no vio más que una servil imitación de los procedimientos familiares al parlamentarismo burgués. Ese ministerio de coalición era, según Lenin, «un ministerio de ilusiones pequeñoburguesas». No merecía ni confianza ni apoyo.

Tal era la situación política en el momento de abrirse el primer Congreso Panruso de los Soviets, que se presentaba como los verdaderos Estados Generales de la democracia revolucionaria. Las elecciones para el Congreso habían dado una mayoría aplastante al bloque de los mencheviques y de los socialistas— revolucionarios. De los 822 mandatos con voto deliberativo les pertenecían 533, ya que casi todas las pequeñas fracciones les seguían. Los bolcheviques no contaban más que con 105 delegados. Los trotskistas no pasaban de una veintena. Se veía claramente que el Congreso aprobaría plenamente la política del Soviet de Petrogrado y. puesto que éste se había pronunciado por la participación en el Gobierno, que daría su apoyo al nuevo ministerio.

El Congreso se abrió el 3 de junio. La primera sesión transcurrió en saludos y felicitaciones. Al día siguiente se abordó la cuestión de la actitud que debía adoptarse frente al Gobierno de coalición. El nuevo ministro socialista, Zeretelli, hizo de él una apasionada apología. Decía que era «el verdadero Gobierno nacional, encarnación de la totalidad de las fuerzas vivas del país, único poder posible y cuya existencia acaba de justificarse plenamente». «Actualmente —agregó en un tono absolutamente categórico— no hay en Rusia un partido político capaz de decir: Entregadnos el poder; idos y dejadnos que ocupemos vuestro lugar. Ese partido no existe.» Entonces surgió del medio de la sala una réplica breve y perentoria: «Ese partido existe.» Era Lenin, cuyo turno en la tribuna había de venir poco después y que, perdido entre la multitud de los delegados, no había resistido la tentación de contestar al orador. Helo aquí en la tribuna, contemplado como un bicho raro por todos estos provincianos, campesinos acomodados, comerciantes medianos, intelectuales pequeñoburgueses devotos de Zeretelli y de Chernov, ascendido a «ministro de los campesinos rusos». A todos ellos les han dicho incansablemente: «Lenin es la anarquía, la guerra civil. Es necesario huir de él como de la peste.» Ahí está, en carne y hueso, esta «peste» bajo el aspecto de un hombrecillo rechoncho, de enorme cráneo pelado, con la perilla rojiza, simple pero correctamente vestido. Sukganov, en su calidad de miembro del Ejecutivo, estaba instalado en el estrado muy cerca de la tribuna de los oradores y lo había observado atentamente: «En este ambiente poco familiar, frente a sus enemigos jurados, en medio de una multitud hostil, Lenin no se sentía a gusto y su discurso no resultó quizá muy brillante», desde el punto de vista de la forma. Pero su contenido era altamente significativo.

Todo el mundo está de acuerdo, comprueba Lenin, para reconocer que el primer Gobierno Provisional era malo. Pero el que le sucedió: ¿en qué se diferenciaba del anterior? Ya hace un mes que está en el poder: ¿qué es lo que ha hecho? Después de este exordio, el orador va al grano: «El ciudadano ministro ha dicho que no existe en Rusia un partido político que estuviese dispuesto a asumir por sí solo las responsabilidades gubernamentales. A esto yo respondo: este partido existe. Ningún partido puede negarse y nuestro partido tampoco lo haría. En cualquier momento está dispuesto a tomar el poder.» El grupo bolchevique aplaudió, pero estos aplausos son cubiertos por una ola de risas que inunda la asamblea. ¡Vaya, después de todo es divertido este «monstruo» al que tanto se temía! Lenin no se deja desconcertar. «Podéis reíros lo que queráis», replicó desdeñosamente a su auditorio, y prosiguió imperturbable su discurso: La Conferencia bolchevique del 29 de abril ha fijado un programa que enuncia las medidas que su partido pretende aplicar una vez investido del poder. «El ciudadano ministro parece ignorarlo. Trataré, pues, de presentarle un resumen vulgarizado.» Clavándole la mirada burlona al pálido georgiano barbudo, con los pulgares hundidos en el chaleco, Lenin martillea sus frases: «¿Crisis económica? Se exigirá la publicación inmediata de los beneficios inauditos, que alcanzan de 500 a 800 por ciento, realizados por los capitalistas sobre los abastecimientos de guerra. He aquí lo que tenéis que hacer de inmediato si queréis llamaros «democracia revolucionaria». No se trata del socialismo, es simplemente abrir los ojos al pueblo, mostrarle el verdadero aspecto de la partida que juega el imperialismo y cuyo objetivo es el patrimonio nacional, así como centenares de millares de vidas humanas.» Ahora agita los brazos, los puños se le crispan amenazadores: «¡Detened 50 ó 100 de los más grandes capitalistas, en lugar de sentaros junto a ellos en el Gobierno como lo hacéis ahora, ministros demócratas! Basta con tenerlos detenidos durante algunas semanas, aunque no fuese más que en las mismas condiciones de privilegio de que goza Nicolás Romanov, para obtener de ellos la revelación de todos sus fraudes y maquinaciones, que han costado y continúan costando diariamente a nuestro país muchos millones.» Ahora ya nadie tuvo ganas de reírse.

Kerenski quiso disipar la impresión producida por las palabras de Lenin. En un discurso brillante y vacío, hizo malabarismos con las sonoras palabras de humanidad, justicia, democracia, y lanzó al jefe de los bolcheviques en pleno rostro este violento apóstrofe: ¿Somos socialistas o bestias policíacas?, lo que provocó atronadores aplausos. El honor de la asamblea quedaba a salvo.

Mientras que la «democracia revolucionaria de todas las Rusias» celebraba sus sesiones en la Escuela imperial de los Cadetes, una gran efervescencia reinaba entre el pueblo oscuro de los «capotes grises». Las ordenanzas del nuevo ministro socialista de la Guerra, que trataba de restablecer por medio de disposiciones torpes e irreflexivas la disciplina del ejército, completamente relajada, habían provocado un vivo descontento entre los soldados de la guarnición de la capital. Los persistentes rumores de una ofensiva inminente, imperiosamente exigida por los aliados, colmaron ese descontento. La organización militar creada por los bolcheviques, y que se mantenía en estrecho contacto con los cuarteles, fue informada por algunos dirigentes de los comités de regimiento de que los hombres ya no aguantaban más y estaban dispuestos a levantarse en armas y a lanzarse a la calle para calmar su indignación. Era necesario tomar la dirección de este movimiento a fin de orientarlo hacia una manifestación pacífica. De otro modo, la Militar (así fue bautizada por los soldados la creación bolchevique) perdería su autoridad ante las tropas. El jefe de esta institución, Podvoiski, informó al Comité central. Se celebró una reunión a la que fueron invitados los dirigentes de la organización militar y del Comité de Petrogrado. Se decidió organizar una «manifestación pacífica del proletariado revolucionario de la capital». En la tarde del 9 de junio se fijaron volantes de las proclamas firmadas por el Comité central y el Buró central de los comités de fábrica que invitaba a la población a manifestarse pacíficamente al día siguiente, «usando del derecho concedido a todos los ciudadanos», contra la política contrarrevolucionaria del ministerio de coalición.

Los mencheviques se aprovecharon para tratar de sembrar el pánico entre los miembros del Congreso, pero éstos no se mostraron muy alarmados. ¿Una manifestación? Era algo que se veía todos los días. Todo el mundo se manifiesta. Los camareros, los escolares de ambos sexos. ¿Acaso no se había visto recientemente manifestarse a las «mujeres de cuarenta años»? Si hubiese que temer desórdenes, eso es un asunto que corresponde al Soviet de la capital. Esto no incumbe al Congreso, que se ha reunido para ocuparse de las cuestiones de Estado y no para lanzar edictos policíacos de carácter local. Pero Cheidze sabe lo que quiere. «Si el Congreso no reacciona —exclama—, la jornada de mañana podría ser fatal a la revolución. Es necesario declararse en sesión permanente y pasar así la noche.» Su deseo fue satisfecho. La sesión se reanudó a la una de la madrugada. Gegetchkori, compatriota y correligionario político de Cheidze, quien se había procurado un ejemplar de la proclama bolchevique, lo exhibió triunfalmente al Congreso y le exhortó a infligir una buena lección a los que se atreven a atentar contra la libertad. «¡Abajo las manos sucias!», gritó con énfasis.

Finalmente, el Congreso decidió dirigir una proclama a los obreros y a los soldados. Se les diría: «Los que os impulsan a manifestaros contra el Gobierno, cuyo mantenimiento acaba de ser reconocido necesario por el Congreso de los Soviets, saben que esta manifestación va a provocar graves desórdenes. Los contrarrevolucionarios quieren aprovecharse. Acechan el momento en que la discordia fomentada en el seno de la democracia revolucionaria les proporcionará el medio de aplastar la revolución.» Al mismo tiempo, se anunciaría que cualquier clase de manifestación en la vía pública sería prohibida en el curso de los tres próximos días. Así se hizo.

Lenin se enteró de la decisión del Congreso muy entrada la noche y juzgó prudente batirse en retirada. El Comité central fue convocado urgentemente, y a las dos de la madrugada se telefoneó a la imprenta de

Pravda para suprimir de la primera página del número, cuya tirada iba a empezar, el llamamiento a la manifestación. Las tropas obedecieron. La jornada transcurrió en calma. Pero los hombres de la «cámara de estrellas» (así se denominaba en burla al pequeño grupo de dirigentes mencheviques y socialistas revolucionario que dirigía al Soviet) no se conformaron con esto. Opinaban que había llegado el momento de aplastar definitivamente a los bolcheviques. En una reunión colectiva de los miembros del Ejecutivo y del Buró del Congreso, que se convocó al día siguiente, Dan anunció: «Los bolcheviques han querido intentar una aventura política. A partir de ahora no se tolerará ninguna manifestación sin autorización previa y sin el consentimiento del Soviet. Los partidos que no se sometan a esta disposición serán excluidos de la democracia y expulsados del Soviet.» Eso no fue suficiente para Zeretelli. En su opinión, no basta aceptar las medidas parciales propuestas por Dan. «Lo que acaba de pasar —exclamó— es un complot. Un complot para ahogar la revolución derribando al Gobierno provisional y entregando el poder a los bolcheviques. Ello puede repetirse mañana. Se dice que la contrarrevolución levanta cabeza. No es verdad. Ya no puede hacer daño. Y sólo podría entrar por una puerta: la de los bolcheviques. Lo que hacen ahora los bolcheviques no es ya propaganda ideológica, es una conjura donde la critica ha cedido el lugar a las armas. Que nos perdonen, pero vamos a adoptar otros métodos de lucha. A los revolucionarios que no saben utilizar sus armas con dignidad, es necesario quitárselas. Hay que desarmar a los bolcheviques. No toleraremos los complots.»

Lenin se enteró enseguida de estas frases furibundas. Precisamente se disponía a dirigirse a la reunión del Comité de Petrogrado, donde las cosas volvían a tomar un mal cariz. Los comitards no estaban contentos. ¡Oh, no, en absoluto! Condenaban severamente la política derrotista del Comité central; en otras palabras, de Lenin, quien, en su opinión, cometía la equivocación de dejarse intimidar por las amenazas de los «conciliadores» al anular la manifestación. Había que hacerles cambiar de opinión, explicarles que la situación exigía un repliegue temporal. La vehemente filípica de Zeretelli venía muy a propósito. Lenin supo aprovecharla.

»Incluso en una guerra ordinaria —dijo al Comité— ocurre a veces que uno se vea obligado, por motivos estratégicos, a renunciar a una ofensiva fijada por adelantado. Con mayor razón en una guerra de clases. La contraorden era absolutamente necesaria. Lo que ha pasado a continuación ha venido a demostrarlo.» Recuerda a su auditorio el discurso «histórico e histérico» que acaba de pronunciar Zeretelli. «Hoy —declara solemnemente Lenin— la Revolución entra en una fase nueva... Los obreros deben darse cuenta ahora, conservando su sangre fría, que no es posible ya efectuar manifestaciones pacificas.» Pero el proletariado responderá al discurso de Zeretelli con «un máximo de prudencia, de reserva y de organización». No debemos dar pretexto al ataque —concluyó—; que ataquen ellos y los obreros comprenderán entonces que están atentando contra su propia existencia. La Asamblea se declaró de acuerdo con Lenin.

Los bolcheviques se cobraron pronto una brillante revancha. Y fue la propia «Cámara de estrellas» quien les permitió cobrársela.

Para mantener su prestigio entre las masas, la Cámara decidió, a su vez, organizar una manifestación grandiosa en honor del Congreso. Únicamente las consignas adoptadas por todos los partidos debían figurar en los carteles que formarían, como de costumbre, la principal atracción de la manifestación. O sea: ¡Unión de la democracia alrededor de los Soviets! ¡Confianza en los ministros socialistas! ¡Abajo la escisión! ¡La división de la democracia es la victoria de la contrarrevolución! ¡Por la Asamblea Constituyente hacia la República democrática!, etc... Los bolcheviques anunciaron que participarían en la manifestación, pero con sus propias consignas, que fueron publicadas en

Pravda del día 14 (la manifestación había sido fijada para el 18). Las consignas eran: ¡Abajo la contrarrevolución! ¡Abajo los diez ministros capitalistas! ¡Abajo los imperialistas «aliados»! ¡Contra el desarme de los obreros! ¡Todo el poder para los Soviets! ¡Abajo los capitalistas!, etc... Cada fábrica, cada regimiento, era invitado a discutirlas y a adoptarlas al dirigirse a la manifestación, la cual debía ser, especificaba el periódico bolchevique, no un simple paseo, sino una revista general de las fuerzas del proletariado revolucionario.

Las masas obedecieron al llamamiento del partido bolchevique de un modo que superaba todas las previsiones. Los 500.000 manifestantes que desfilaron durante seis horas continuas en el Campo de Marte ante la tribuna de honor donde se hallaba la «Cámara de estrellas» y los miembros del Congreso, llevaban en la mayoría de sus cartelones las consignas lanzadas por

Pravda. Los escasos carteles mencheviques y socialistas— revolucionarios que surgían de vez en cuando aquí y allá no hacían más que resaltar su aislamiento. El periódico de Dan y de Zeretelli reconocía al día siguiente que «la organización de los bolcheviques había tenido un gran papel en la manifestación». Pero que sus lectores se tranquilicen: «No hay motivo para creer que la mayoría de la democracia revolucionaria de Petrogrado, la de los soldados y los obreros, marche detrás de los leninistas.» Lenin supo comprender y pulsar muy exactamente el alcance de esta jornada: «El 18 de junio ha sido el escenario de la primera manifestación política que haya demostrado, no por medio de un libro o de un periódico, no por la voz de los jefes, sino por la actitud de las masas mismas, cómo las diferentes clases piensan actuar para ahondar la revolución.»

El Congreso finalizó el 24. Lenin, agotado, sintió nuevamente la necesidad de descansar algunos días. Se trasladó a casa de unos amigos en un pequeño pueblo de Finlandia. Durante su ausencia se inauguró la segunda Conferencia urbana de la organización bolchevique de Petrogrado, el 1 de julio.

Se sentía venir el peligro. El 18 de junio, el mismo día en que medio millón de obreros y soldados de la capital se habían manifestado contra la «carnicería imperialista», en un sector del frente sudoeste la ofensiva prometida a los aliados se desencadenaba con grandes dificultades. Los primeros éxitos, bien pequeños, pero que la propaganda oficial había inflado, fueron explotados para tratar de reanimar el entusiasmo guerrero de las masas. Pero no dio resultado. Más tarde, a fin de mes, se supo que el enemigo había recuperado la iniciativa y que no solamente los «ejércitos de la revolución» habían tenido que abandonar el terreno ganado, sino que además, cruelmente castigados, se hallaban en plena derrota. Esta noticia puso en ebullición las fábricas y los cuarteles de Petrogrado; al igual que hacía un mes, la gente trepidaba de impaciencia. Los hombres ardían en deseos de ajustarle las cuentas al «Gobierno de traidores y de capitalistas».

El primer regimiento de ametralladoras resolvió tomar el asunto en sus manos. Sus delegados se presentan en la sesión de apertura de la Conferencia bolchevique y anuncian que su regimiento ha decidido derrocar al Gobierno provisional «que quiere aplastar la revolución continuando la guerra hasta la victoria final». Se les contesta que el Comité central, al no considerar propicio el momento actual para una operación de este género, pide a los miembros del partido que se abstengan de cualquier clase de actos y gestiones irreflexivas. Entonces los delegados ametralladores se enfadan y declaran que prefieren abandonar el partido antes que actuar en contra del mandato que les había sido dado. Dicho lo cual se retiraron.

El regimiento decide obrar por su cuenta. Envía delegados a otros regimientos bolcheviques para proponerles una acción conjunta. Habiéndose puesto de acuerdo con ellos, hace saber a la fábrica vecina «El Viejo Parviainen» que necesita sus camiones. Los obreros dejan el trabajo. Se celebra una reunión en el patio. Los soldados explican que es absolutamente necesario derribar inmediatamente al Gobierno de Kerenski y compañía. La discusión comienza. Finalmente, se adopta la resolución de unirse a los soldados. Los obreros corren a sus casas a buscar las armas. Se ponen en movimiento los motores, y los camiones arrancan cargados de hombres y ametralladoras. Son las tres de la tarde. A las cuatro, el Comité central (en ausencia de Lenin dirigen el trabajó Stalin y Sverdlov), junto con el Buró de la Conferencia, redacta un llamamiento a la calma, destinado a aparecer al día siguiente en

Pravda. Los miembros de la Conferencia se dirigen apresuradamente a las fábricas para convencer a los obreros de que deben mantenerse tranquilos. No les dejan hablar. Algunos de ellos, confundidos con los mencheviques, son arrojados a la calle con brutalidad. De regreso al Hotel Kchesinskaia los «pacificadores» dan cuenta del fracaso de su misión. Entonces, aceptando el hecho consumado y confesándose impotentes para detener el movimiento, el Comité central decide situarse a la cabeza del mismo. Se redacta un llamamiento a los obreros y a los soldados, pidiéndoles que salgan a la calle a fin de manifestarse en favor de la entrega del poder al Soviet. Es fácil notar el matiz. No se trata de ningún modo de orientar a los manifestantes hacia el Palacio de Invierno, sede del Gobierno, para atacarlo. Se limita a recomendar a los obreros que se «manifiesten». ¿Pero acaso no lo han hecho ya con gran brillantez hace apenas dos semanas? Pues bien, se hará una vez más; así el asunto será solucionado y las apariencias salvadas.

Un camarada corre a la imprenta de

Pravda para retirar el llamamiento a la calma que se envió por la tarde. Llega en el momento en que las máquinas se preparan a tirarlo. No es posible substituir el texto compuesto y el número aparecerá adornado con un gran blanco en pleno centro de la primera página. Pero un volante especial, redactado a toda prisa, informará a las masas acerca de la resolución que acaba de adoptar el Comité.

Antes de lanzarse a la acción, los ametralladores habían enviado delegados a Cronstadt. Esta «república de los marineros» no había sido completamente bolchevizada. En el Soviet local, la mayoría pertenecía a los mencheviques y a los socialistas-revolucionarios. Pero eran hombres enérgicos y decididos, dispuestos a tomar las armas con el menor pretexto. El vicepresidente del Soviet, el aspirante de Marina Iliin, quien a la edad de veinticinco años se había creado, con el sombrío seudónimo de Raskolnikov, la reputación de un «viejo bolchevique», gozaba de gran influencia. Pero era un pequeño estudiante de Medicina, Rochal, anarquista recién salido del colegio, el que ejercía sobre los rudos marinos del Báltico una autoridad casi absoluta. Uno y otro eran consumidos por la fiebre revolucionaria. La invitación de los ametralladores les agradó. «Contad con nosotros», les respondieron.

En efecto, en la mañana del 4 de julio se vio abordar el muelle Nicolás a toda una flotilla procedente de Cronstadt,. alrededor de 20.000 marineros y obreros con armas y bandas de música, conducidos por Raskolnikov y Rochal. Tan pronto como desembarcaron se dirigieron en línea recta hacia el Hotel Kchesinskaia.

Lenin, avisado urgentemente la víspera, acababa de llegar. Estaba muy descontento. Esta aventura le había pillado desprevenido: no la esperaba. Por el momento, cualquier acción de las masas le parecía inoportuna. Al comentar el famoso discurso de Zeretelli, había dicho: «La era de las manifestaciones pacíficas ha terminado.» Desde ese momento, si el partido pedía que se «echasen a la calle», sería para tomar las armas y marchar al combate. Ahora bien, la situación general, según él, no lo permitía todavía, pues habría que atacar al mismo tiempo que el Gobierno provisional, lo cual no era difícil, al Soviet que seguía apoyándolo, lo que ya resultaba menos fácil, dado que este último había conservado todo su prestigio (eso creía Lenin por lo menos) a los ojos de las masas. En el reciente Congreso de los Soviets había proclamado con orgullo que su partido estaba dispuesto en todo momento a tomar el poder. Pero había que entenderse: tomar el poder es una cosa, mantenerse en él es otra. Si aunque materialmente la cosa podía tener éxito, políticamente el partido no podría gobernar más que si los mencheviques y los socialistas-revolucionarios, que poseían todavía la mayoría del Soviet, le concedían, sino su colaboración, por lo menos su apoyo. Pero era evidente para Lenin que eso era algo con lo que no se podía contar y después de haber chocado con un bloque de resistencia en masa por parte de la gran burguesía, de la mediana y de la pequeña, unida a los campesinos y que estaba completamente entregada a los socialistas— revolucionarios, los bolcheviques se verían obligados al cabo de algunos días a abandonar el poder, lo que les habría desacreditado definitivamente ante sus partidarios. Y, además, y sobre todo, ¿qué iba a decir el «frente»? Lenin se fiaba entonces demasiado de las peroratas de los comitards de división y de cuerpo de ejército que, manteniéndose a respetuosa distancia de las trincheras, clamaban su fe en Kerenski y socios. No creía que la masa de los combatientes hubiese sido bolchevizada suficientemente. Pero estaba convencido (y en eso llevaba toda la razón) que en el Gran Cuartel general un grupo de generales zaristas, mantenidos por el nuevo régimen en la dirección del ejército, acechaban el menor pretexto para enviar a las tropas fieles contra la capital a fin de exterminar a los «causantes de la anarquía y de la guerra civil».

Por consiguiente, Lenin se oponía a una acción armada inmediata. Pero era necesario, para frenar el impaciente ardor del proletariado revolucionario, proceder con prudencia y discernimiento. Aun no había olvidado la ola de protestas que provocó el «repliegue estratégico» del 10 de junio. Si se perseveraba por ese camino, el partido corría el peligro de crearse una reputación de moderación que le sería fatal. Era, pues, indispensable no dejar que el movimiento se desbordara, pero mostrando al mismo tiempo el mayor celo combativo, es decir, limitarse a abrir momentáneamente la válvula para dar paso al agua en ebullición y evitar así una prematura explosión general.

Mientras Lenin se hallaba discutiendo este delicado problema con sus colegas del Comité central, se anunció la llegada del «ejército» de Cronstadt. Sorpresa desagradable para él, pues se veía arrastrado más lejos de lo que él pensaba. Lunatcharski se encontraba allí. Lenin le pidió que apareciese en el balcón para saludar a los entusiastas revolucionarios en nombre del partido bolchevique. Pero éstos deseaban escuchar a Lenin en persona y lo reclamaban con insistencia. El maestro se levantó de mala gana y se dirigió hacia el balcón mientras murmuraba: «¡Lo que merecéis todos es una buena azotaina!»

De su discurso, por lo demás breve, no se conoce más que el resumen que él mismo proporcionó poco después. Se excusó de verse obligado, dado que todavía estaba enfermo, a limitarse a pronunciar escasas palabras. Después de lo cual dirigió a los «revolucionarios de Cronstadt» un cordial saludo en nombre de los obreros de Petrogrado y expresó la certidumbre de que la divisa todo el poder para los soviets triunfaría a pesar de todas las fluctuaciones de la historia. Para terminar, les lanzó un llamamiento para que se mostrasen firmes, vigilantes y prudentes. Eso era bastante vago. Lenin había evitado cuidadosamente el dar la menor directiva precisa. Los de Cronstadt lo comprendieron de otra manera y se pusieron en marcha hacia el Palacio de Táuride. Lunatcharski, por recomendación de Lenin, los siguió en calidad de observador. En el camino, varias columnas de obreros de algunas fábricas se unieron a ellos. Marchaban con una banda de música al frente, lanzando gritos hostiles contra los ministros capitalistas y el Ejecutivo del Soviet, traidor y conciliador. A los transeúntes que contemplaban el desfile se les anunciaba que todo Cronstadt se había levantado para salvar la Revolución y que únicamente los viejos y los niños se habían quedado en casa.

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