Lenin

Lenin


LA CONQUISTA DEL PODER » 20. De la derrota a la victoria

Página 47 de 66

2

0

.

D

e

l

a

d

e

r

r

o

t

a

a

l

a

v

i

c

t

o

r

i

a

XX

DE LA DERROTA

A LA VICTORIA

La gran cruzada antibolchevique imaginada por Kerenski se prolongó por una decena de días, encarnizándose con la gente de menor importancia. Los dirigentes supieron refugiarse a tiempo y no fueron inquietados. Únicamente Kamenev, el más moderado de todos, se dejó sorprender, más bien por su culpa, pero fue puesto en libertad al cabo de dos semanas. Los resultados de esta campaña de «defensa de la democracia» no fueron, de todos modos, los que esperaban sus promotores. Si la burguesía, impresionada por el espantajo bolchevique que se agitó ante ella, creyó su deber apretar las filas y unir todavía más estrechamente su suerte a la del Gobierno provisional cuya presidencia pasó el 7 de julio del príncipe Lvov a Kerenski, en el mundo de las fábricas y los cuarteles las persecuciones que acababa de padecer el partido bolchevique provocaron una fuerte corriente hacia la izquierda. El número de adhesiones al partido aumento considerablemente. Además, en el seno del partido socialista-revolucionario estaba a punto de ocurrir una separación muy clara entre el ala derecha y el ala izquierda; esta última se aproximaba cada vez más a los bolcheviques. Este era un hecho de una importancia capital cuyo alcance no podía pasarle inadvertido a Lenin. A través de «una tercera persona», su partido iba a poder poner pie en un medio que hasta entonces le había estado obstinadamente vedado: el de los campesinos. Por último, la tentativa contrarrevolucionaria esbozada por el general Kornilov, quien había visto levantarse contra él, fraternalmente unidos, a todos los obreros sin distinción de partido, acabó por ahondar el abismo entre la burguesía y el proletariado. Se oían algunas voces a favor de una nueva coalición en la cual todos los elementos burgueses serían excluidos rigurosamente y que agruparía, para el trabajo gubernamental en común, a todas las fuerzas proletarias representadas en el Soviet.

Inspirándose visiblemente en esta idea, el Comité central del partido bolchevique, tan pronto como se liquidó el golpe de Kornilov, propuso al Soviet, por medio de Kamenev, que se adoptase la resolución siguiente: «Dado que la rebelión contrarrevolucionaria de Kornilov ha sido preparada y sostenida por ciertos partidos cuyos representantes pertenecen al Gobierno, el Comité ejecutivo central de los Soviets opina que es su deber declarar que a partir de ahora cualquier vacilación en la cuestión de la organización del poder debe cesar... La única solución posible actualmente es la formación de un Gobierno compuesto por representantes del proletariado revolucionario y de los campesinos.»

Programa: proclamación de la República democrática, disolución de la Duma y del Consejo de Estado, convocatoria inmediata de una Asamblea Constituyente, confiscación de los latifundios y su transmisión a los comités agrarios, control obrero de la producción, nacionalización de las principales ramas de la industria, impuestos severos para los capitales y los beneficios, cese de todas las persecuciones contra las organizaciones obreras, proposición a las potencias en guerra para que se concierte inmediatamente la paz.

Eran cerca de la medianoche. De los 1.200 miembros con que aproximadamente contaba el Soviet, sólo 400 se hallaban presentes. La resolución, puesta a votación, fue adoptada por 279 votos contra 115. Esta votación tuvo una resonancia enorme. Por primera vez el Soviet hablaba un lenguaje bolchevique. Los bolcheviques, alentados por este éxito, volvieron a la carga cuatro días después en la sesión del 5 de septiembre, planteando la cuestión de la renovación del Comité ejecutivo, que, según ellos, no reflejaba ya fielmente la verdadera proporción de las fuerzas políticas que existían en esos momentos en el interior del Soviet. Durante la reunión plenaria del 9, a la cual asistían alrededor de mil miembros, Cheidze ofreció la dimisión del Ejecutivo. Esta oferta fue aceptada por 519 votos contra 414 y 67 abstenciones. En Moscú ocurrió lo mismo: bajo la impresión del golpe kornilovista, el Soviet adoptó la resolución propuesta por el partido bolchevique. El Buró dimitió. El que fue designado para reemplazarlo comprendía a los dos principales dirigentes bolcheviques de Moscú: Bujarin y Noguin.

Apartado de los acontecimientos desde hacía cerca de dos meses, Lenin no conseguía, a pesar de todos sus esfuerzos, establecer un enlace continuo y regular con Petrogrado, ni sincronizar la situación revolucionaria, que evolucionaba a un ritmo precipitado, con sus propias reacciones.

El primero de septiembre, ignorando todavía el voto del Soviet de Petrogrado, pero enterado de que los mencheviques y los socialistas-revolucionarios estaban decididos a rechazar cualquier participación en un Gobierno en que entrasen los «cadetes» comprometidos en la aventura de Kornilov, Lenin se imaginó que quizá, mediante algunas concesiones, era posible obtener un entendimiento con esos partidos. El resultado fue su célebre artículo De los compromisos, destinado a

Pravda. El artículo comienza con una declaración perentoria: Es estúpido decir que un partido revolucionario no puede aceptar compromiso alguno. Puede, y debe, estar preparado para ello. Pero su tarea consiste en permanecer, a través de todos los compromisos que le impongan ciertas coyunturas políticas o sociales, fiel a sus principios, a la clase que representa, a su misión de preparar la revolución y de educar a las masas con objeto de asegurar el triunfo de éstas. «Nuestro partido —declara Lenin—, al igual que los demás, aspira al dominio. Nuestro objetivo sigue siendo: la dictadura del proletariado revolucionario.» Pero la situación, desde la crisis del 27-31 de agosto, es tal que los bolcheviques pueden por su propia voluntad proponer un compromiso no a su enemigo de clase: la burguesía, sino a sus adversarios inmediatos: los partidos pequeñoburgueses menchevique y socialista-revolucionario.

»Los bolcheviques, partidarios de la revolución mundial y de los métodos revolucionarios, pueden y deben, en mi opinión, aceptarlo, sólo para hacer posible una evolución pacífica de la revolución, cosa sumamente rara en la historia e infinitamente valiosa.» Este compromiso consistiría en volver a las reivindicaciones anteriores a la fecha del 3 y del 4 de julio y a la consigna «todo el poder para el Soviet», con un Gobierno compuesto de mencheviques y de socialistas-revolucionarios responsable ante él. Los bolcheviques, al mismo tiempo que se abstenían de participar en el mencionado Gobierno, renunciarían a la transmisión inmediata del poder por procedimientos revolucionarios a los obreros y a los campesinos. A cambio, pedirían la absoluta libertad de propaganda para su partido. Esto permitiría, en opinión de Lenin, incitar a las masas a «democratizar los Soviets, a bolchevizarlos podría decirse, renovando su composición por medio de reelecciones parciales. Así, sin dolor y sin sacudidas, se llevaría a cabo la disgregación de los partidos en el interior de los soviets. La casualidad quiso que este artículo no pudiera ser enviado a Petrogrado ese mismo día. Al día siguiente, los periódicos le informaron que el problema del poder había sido resuelto con la formación de un Directorio de «técnicos» que tenía a su frente a Kerenski, flanqueado por el inevitable Terechtchenko. Estaba claro para Lenin que se trataba de un Gobierno de entente camuflada con la burguesía. El artículo partió de todos modos provisto de una breve posdata: un retraso accidental impidió la oportuna publicación de este texto; actualmente ya no corresponde a la situación. La evolución pacífica de la crisis, que preconiza, es ya imposible. Que se publique de todos modos con este subtítulo: Reflexiones tardías.

Hubo además otra cosa que le hizo cambiar de opinión: la noticia, recibida al mismo tiempo, del derrocamiento de la mayoría en el Soviet de Petrogrado. Días después le llegó otra análoga de Moscú. A partir de ese momento, una gran claridad roja desgarra la noche de su retiro. De pronto todo aparece con una pureza y una limpidez perfectas: el Soviet, convertido por fin en órgano del proletariado revolucionario, debe tomar revolucionariamente el poder. Y puesto que esa toma del poder no puede efectuarse sino por medio de la insurrección, ¡viva la insurrección armada de los obreros y los soldados! Esto, como se sabe, lo ha dicho Lenin muchas veces. Pero he aquí algo nuevo: ya no se trata de pensar en esa insurrección para «un futuro próximo», como le dijo a Podvoiski después de la abortada manifestación del 4 de julio. Ahora es sencillamente, si no «para mañana», a más tardar «para la semana próxima». Simple cuestión de días, estima Lenin. Dos, tres, quizá cuatro, pero no más en todo caso.

La semana siguiente transcurrirá en febriles meditaciones. Escribe poco, calcula. De vez en cuando traslada breves observaciones en pedazos de papel que caen en sus manos. Había que prever objeciones, resistencias. Para combatirlas, Lenin necesitaba argumentos poderosos. Los conseguirá. Acostumbrado a separar las cuestiones, va a escindir el problema planteando, una tras otra, estas dos cuestiones: 1ª ¿Por qué debe llevarse a cabo inmediatamente la insurrección? 2ª ¿Qué medios prácticos deben emplearse para su realización efectiva?

Por tanto, cabe preguntarse en primer lugar: ¿por qué tomar las armas enseguida? Porque, estima Lenin, la situación en el frente interior es excepcionalmente favorable; se cuenta con la mayoría de los soviets de las dos capitales. A continuación, porque la situación internacional exige una acción rápida, inmediata. Circulan rumores sobre una eventual paz por separado entre Alemania y los Aliados, lo cual dejaría las manos libres a Alemania en Rusia para compensar los sacrificios que tuviera que hacer. Lo cual significaba el aplastamiento implacable de la Revolución, para común satisfacción de los capitalistas de los dos bandos enemigos. Por otra parte, desde la ruptura del frente Norte en el sector de Riga y desde la evacuación de esa importante ciudad, se habla de trasladar la sede del Gobierno a Moscú y de abandonar Petrogrado a los alemanes. Esto, con el propósito de decapitar la Revolución privándola de su centro y de su base. Era necesario, por lo tanto, siempre según Lenin, actuar pronto para poder prevenir por un lado las intenciones de Kerenski y por otro las de los Aliados.

De esos tres argumentos en favor de la insurrección inmediata, quizá sólo el primero podía ser considerado como perfectamente válido. En otras palabras: en efecto, era urgente aprovechar el momento en que se disponía de la mayoría en los Soviets de Petrogrado y de Moscú, antes de que un golpe imprevisto viniera a derribarlas. Pero es difícil imaginar que Lenin, que tenía una visión perfectamente lúcida de la situación internacional, no se hubiera dado cuenta de que en ese principio del otoño de 1917, con la entrada en guerra de los Estados Unidos, los Aliados estaban más decididos que nunca a continuar la guerra hasta aplastar definitivamente a Alemania. En cuanto al abandono de Petrogrado, se hablaba de él, en efecto, en las esferas gubernamentales; pero la insurrección hubiera podido iniciarse lo mismo en Moscú (el propio Lenin, como se verá un poco más adelante, así lo reconocía también).

En segundo lugar: ¿qué había que hacer prácticamente? Es muy sencillo: no hay más que fijar el día de la insurrección teniendo en cuenta el estado de preparación de los cuadros y distribuir las tareas a los diferentes organismos políticos y militares que deben participar en ella.

De esas meditaciones nacieron las dos cartas, calificadas justamente de «históricas» por los historiadores soviéticos, dirigidas por Lenin al Comité central del partido bolchevique. Ya no era el pequeño Comité de nueve miembros nombrado en la Conferencia de abril. En el Congreso celebrado en ausencia de Lenin del 26 de julio al 3 de agosto se había elegido un nuevo Comité. Con anterioridad, dicho Congreso había admitido oficialmente en el seno del partido al grupo de Trotski, numéricamente poco importante, pero que contaba, además de con su jefe, a unos cuantos dirigentes activos y diligentes. Se les concedieron cuatro puestos en el nuevo Comité central, desmesuradamente ensanchado, que contaba ahora con 21 miembros y diez suplentes, cosa que Lenin, de haber estado presente, seguramente no habría tolerado. De ello resultó un equipo heterogéneo cuyos elementos dispares no coincidían fácilmente y no reconocían enteramente, ni mucho menos, la autoridad moral del jefe del partido. En realidad, éste no podía contar, fuera de Stalin, Sverdlov y Smilga, reelegidos en el nuevo Comité, más que con dos viejos compañeros de lucha, el letón Berzine y el polaco Dzerjinski, llevados por fin a la dirección del partido. El moscovita Noguin, que se había destacado por sus frecuentes arrebatos de independencia, recibió un refuerzo en la persona de sus dos compatriotas Bujarin y Rykov, cuya actitud de oposición a Lenin era suficientemente conocida. En cuanto a Trotski, que entró en el Comité con sus acólitos Yoffe, Uritski y Sokolnikov, no era hombre que se dejara mandar por otro: quería hacer su propio juego, y con ventaja. Tal era el nuevo areópago llamado a tomar en sus manos los destinos de la revolución proletaria en gestación y al cual se dirigía Lenin. La primera de sus cartas decía: «Habiendo obtenido la mayoría en los soviets de las dos capitales, los bolcheviques pueden y deben tomar el poder. Pueden: 1º, porque la mayoría activa de los elementos revolucionarios es suficiente para arrastrar a las masas, vencer al enemigo, adueñarse del poder y mantenerlo; 2.º, porque al proponer inmediatamente a los pueblos en guerra una paz democrática, al entregar en el acto la tierra a los campesinos, al reconstituir las instituciones democráticas, pisoteadas y envilecidas por Kerenski, los bolcheviques formarían un Gobierno que nadie sería capaz de derribar... «¿Por qué los bolcheviques deben tomar el poder desde ahora? Porque el próximo abandono de Petrogrado dará un golpe mortal a nuestra posición y porque, bajo Kerenski, seremos impotentes para impedir ese abandono... «Se trata de aclarar ese problema para todo el partido poniendo en el orden del día la insurrección armada en Petrogrado y en Moscú, la conquista del poder, el derrocamiento del Gobierno... «Es una ingenuidad esperar a que los bolcheviques tengan una mayoría formal. Ninguna revolución lo espera... «La historia no nos perdonará si no tomamos el poder inmediatamente. «¿Que no hay aparato gubernamental? Sí, sí existe: los soviets y las organizaciones democráticas. La situación internacional nos es favorable, precisamente ahora, en vísperas de una paz separada entre ingleses y alemanes. Ofrecer la paz a los pueblos en este momento es vencer. Adueñándonos del poder simultáneamente en Moscú y en Petrogrado (poco importa donde se empezara; Moscú tal vez podría empezar) venceremos indudable e infaliblemente.»

En la segunda se leía:

»No hay que comparar la situación actual con la que existía los días 3 y 4 de julio. Entonces no teníamos tras de nosotros a la mayoría de los obreros y de los soldados. Ahora esa mayoría existe. Entonces no había entusiasmo revolucionario general. Ahora, después de la aventura de Kornilov, ese entusiasmo existe. Entonces no había vacilaciones entre nuestros enemigos. Ahora esas vacilaciones existen: nuestro principal enemigo, el imperialismo aliado y mundial, vacila entre la guerra hasta el final y la paz separada a expensas de Rusia. Nuestra democracia pequeñoburguesa, que evidentemente ha perdido la mayoría en las masas, vacila entre el mantenimiento y la ruptura de la coalición con los «cadetes». Ello demuestra que la insurrección hubiera sido un error el 3 de julio... Ahora es muy diferente. Ahora, la victoria es nuestra con toda seguridad, ya que el pueblo ha llegado al último grado de la desesperación...»

Lo que sigue necesita ser anotado y recordado: «Únicamente nuestro partido, después de una insurrección victoriosa, podrá salvar a Petrogrado, ya que si nuestra oferta de paz es rechazada, si no obtenemos ni siquiera un armisticio, entonces seremos nosotros lo que nos convertiremos en «defensa nacional», seremos nosotros los que nos pongamos a la cabeza de los partidos belicistas, seremos nosotros el partido más belicista. Entonces, haremos la guerra de una vez por todas, revolucionariamente. Quitaremos el pan y el calzado a los capitalistas. No les dejaremos más que las cortezas y las alpargatas. Todo será enviado al frente y salvaremos a Petrogrado. Rusia posee todavía inconmensurables recursos para una verdadera guerra revolucionaria, tanto materiales como morales.»

Manos a la obra, pues. Se acabaron los discursos. A los actos. Hay que ir a las fábricas, visitar los cuarteles. En todos los sitios hay que decir: la insurrección es todo lo que nos queda. No es posible esperar más tiempo. La Revolución está en peligro de muerte. ¡Socorramos a la Revolución que se muere!...

La pluma se agita, se arrebata, se evade de la realidad presente, la gris y monótona realidad del pequeño cuarto finlandés que abriga sus días de exilio. Los muros se desvanecen. Por todas partes ve surgir las olas del pueblo sublevado que avanzan a lo largo de las avenidas de la capital. Se levantan barricadas en las esquinas. En las plazas se colocan las ametralladoras y los cañones de la Revolución en marcha. Y su partido está ahí, sujetando firmemente los hilos de la dirección del combate, guiando a las tropas, organizando el asalto. La organización: he ahí la constante y la perpetua preocupación de Lenin. «Sin perder un instante —escribe— tenemos que organizar el cuartel general de la insurrección, establecer la disposición de las fuerzas, dirigir los regimientos fieles a los puntos más importantes, hacernos del Gobierno y del Estado Mayor, enviar al encuentro de los cadetes de las academias y de los cosacos de la división salvaje los destacamentos dispuestos a morir en el lugar con tal de no dejar que el enemigo penetre en el interior de la ciudad, movilizar a los obreros armados, ocupar simultáneamente los telégrafos y los teléfonos, instalar nuestro estado mayor insurreccional en la central telefónica y establecer el contacto con todas las fábricas, todos los regimientos, todos los sectores del combate.» De las dos cartas, enviadas a Krupskaia,22 se hicieron varios ejemplares. Lenin deseaba que después de haberlas leído en el Comité central, su contenido fuese comunicado a las principales organizaciones locales del partido, y en primer lugar a los comités de Petrogrado y de Moscú. Una vez terminado el trabajo, se lo remitió a Stalin, quien debía informar al Comité central. Este se reunió el 15 de septiembre. Dieciséis miembros asistían a la sesión. Stalin leyó las cartas.

»Nos quedamos sorprendidos —contaba más tarde Bujarin—. Jamás se haba presentado la cuestión de una manera tan brutal. Nadie sabía qué debía hacerse. Estábamos sumidos en el mayor desconcierto.» Stalin rompió el silencio. De acuerdo con las instrucciones de Lenin, propuso que se dirigiesen sus dos cartas a las diferentes organizaciones del partido, invitándolas a proceder a su discusión. La asamblea no se atrevió a decidir y evitó la dificultad acordando que la cuestión sería examinada durante la próxima reunión del Comité. Esto era ya contrariar la opinión de Lenin, quien estimaba que no había un momento que perder. Pero eso no fue todo. Kamenev planteó la cuestión: ¿No sería preferible conservar un solo ejemplar de cada una de las cartas y destruir los demás? Con eso daba a entender que el envío de las mismas a las organizaciones locales era inútil. La asamblea adoptó esta proposición por seis votos contra cuatro: hubo seis abstenciones.23

Esta votación prejuzgaba la cuestión que el Comité acababa de aplazar: éste se declaraba así, desde este momento, hostil a la difusión de las cartas de Lenin en los círculos más amplios del partido. Esta votación permitía también determinar la actitud de los diferentes miembros del Comité central ante el problema de la insurrección. Los cuatro que, fieles a las directivas de Lenin, habían votado contra la proposición de Kamenev, eran desde luego Stalin, Sverdlov, Dzerjinski y el joven Bubnov, el cual en esa época marchaba dócilmente detrás de Stalin. Todo hace pensar que entre los cinco que habían favorecido con sus votos a Kamenev figuraban los tres moscovitas. En general, no se cree que Trotski y sus afines, que se hallaban presentes (Yoffe, Uritski, Sokolnikov), se hayan pronunciado resueltamente contra Lenin. Lo más probable es que se abstuvieran de participar en la votación. De todos modos, desde ese momento se revelan cuatro tendencias en el Comité: 1.º, la tendencia leninista de la insurrección inmediata y por encima de todo; 2.º, la tendencia de Kamenev opuesta a la insurrección en general; 3.º, la tendencia intermedia, a la cual parece adherirse Trotski y que considera necesaria la insurrección, pero juzga que el momento actual no es favorable para iniciarla; 4.º, una tendencia «de espera», que prefiriere observar antes de qué lado soplaría el viento.

El Comité central se reunió de nuevo cinco días más tarde, o sea el 20 de septiembre. Desde luego, no se trató para nada de las cartas de Lenin. Lo mismo sucedió en las sesiones siguientes. La cuestión parecía definitivamente resuelta. Ni tan siquiera se molestaron en contestar a Lenin. Este, mientras tanto, en Helsingfors, se atormentaba. Su alejamiento de Petrogrado le desesperaba. Se daba cuenta perfectamente de que para actuar eficazmente y hacer entrar en razón a los miembros recalcitrantes del Comité central se hacía necesaria su presencia en Petrogrado. Varias veces insistió con Chotman para que le organizase el cruce clandestino de la frontera. El «tutor» de Lenin, obedeciendo las prescripciones del Comité central, que estimaba esta operación demasiado peligrosa (quizá también algunos de sus miembros no tenían grandes deseos de tener a Lenin encima), se negaba. No pudiendo hacer otra cosa, Lenin decidió instalarse en la proximidad de la frontera rusa.

»Un buen día —cuenta Rovio— Vladimir Ilich me anunció que se iba a trasladar a Vyborg y que yo debería conseguirle una peluca y algo que le sirviese para teñirse las cejas, una tarjeta de identidad y alojamiento en Vyborg.» El «jefe de la policía» de la capital de Finlandia no discutió, localizó entre los anuncios del periódico el de un peluquero que había trabajado antes en los teatros imperiales de Petrogrado, y se dirigió a su casa acompañado de Lenin. El artista declaró que necesitaba por lo menos dos semanas para hacer una cosa bien hecha. «Entonces —continúa Rovio— él (Lenin) se puso a examinar las vitrinas y al descubrir una peluca de cabellos grises pidió permiso para probársela. El peluquero le miró con asombro. Generalmente, se dirigían a él para rejuvenecerse, y este cliente deseaba parecer un viejo. ¿Por qué toma usted esa peluca? Nadie diría que tiene usted más de cuarenta años; ni tan siquiera «tiene usted un solo pelo gris!» «¿A usted qué le importa?», contestó Lenin.

Finalmente, el peluquero cedió y Lenin conseguía su peluca.

El fiel guardaespaldas Rabia fue quien organizó el viaje por su cuenta y riesgo. Era un modelo de obrero militante. Reverenciaba profundamente al Comité central y obedecía dócilmente a Chotman, bajo cuyas órdenes había sido colocado, pero cuando se trataba de Lenin lo demás no contaba. Si Lenin lo había dicho y si Lenin lo quería, había que hacerlo. Y se hizo.

Chotman escribe en sus

Recuerdos: «Al enterarme, me trasladé enseguida a Vyborg. Encontré a Lenin muy excitado en la casa del escritor finlandés Lattuk. Una de las primeras preguntas que me hizo en cuanto entré en su cuarto fue: «¿Es verdad que el Comité central me ha prohibido ir a Petrogrado?» Cuando yo se lo confirmé, explicándole que esto era por su propio interés, exigió de mí una confirmación escrita de esta decisión. Yo tomé entonces una hoja de papel y escribí poco más o menos esto: «El firmante certifica por la presente que el Comité central, en su sesión de tal día, decidió prohibir al camarada Lenin, hasta nueva orden, el acceso a Petrogrado.» Lenin tomó este «documento», lo dobló cuidadosamente en cuatro, lo puso en su bolsillo y, hundiendo sus pulgares en el chaleco, comenzó a pasearse de arriba abajo repitiendo varias veces: «No lo toleraré, no lo toleraré.»

Después de tranquilizarse un poco, empezó a interrogar a Chotman: ¿Qué sucede en Petrogrado? ¿Qué dicen los obreros? ¿Cuál es el estado de ánimo del Ejército y de la Flota? Extendió ante él toda una serie de cuadros estadísticos redactados bajo su dirección y destinados a mostrar el progreso extraordinario del volumen de los partidarios del bolchevismo, no solamente entre los obreros y los soldados, sino también entre los círculos de la pequeña burguesía. «El país, evidentemente, está con nosotros —declaró Lenin con tono de absoluto convencimiento—. Por eso nuestra tarea principal consiste en la organización inmediata de todas nuestras fuerzas con objeto de adueñarnos del poder.»

»Me esforcé —sigue escribiendo Chotman— en demostrarle que era imposible adueñarse del poder en ese momento, que no estábamos preparados todavía técnicamente, que nos faltaban hombres capaces de dirigir el aparato gubernamental.

»A todas estas objeciones, él contestó: «¡Todo eso son nimiedades! Cualquier obrero podrá adaptarse en algunos días a cualquier ministerio. No se necesita ningún conocimiento especial para eso. Ni tan siquiera es necesario estar al corriente de la técnica del trabajo. Eso corresponde a los funcionarios, a los que haremos trabajar como ahora ellos hacen trabajar a los obreros especializados...»

»Algunas de sus explicaciones parecían de tal modo fantásticas, que creí que el propio Lenin no las tomaba en serio. A mis preguntas relativas a las dificultades prácticas que podrían presentarse durante la aplicación de las medidas preconizadas por él, se limitó a contestar: «¡Ya lo veremos!»... Principalmente recuerdo hasta qué punto me desconcertó su proyecto para anular todo el papel moneda emitido tanto bajo el zar como bajo Kerenski. '—¿Pero de dónde sacaríamos la enorme masa de billetes que es necesaria para reemplazar a los que están en circulación?

Ir a la siguiente página

Report Page