Lenin

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LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO SOCIALISTA » 28. El fin

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A fin de reducir y sanear el aparato administrativo del Estado, Lenin mandó crear un nuevo servicio llamado Inspección Obrera y Campesina, cuya misión debía consistir únicamente en vigilar el funcionamiento de la máquina burocrático y descubrir a los haraganes y a los incapaces. Stalin, que ocupaba ya el cargo de comisario de las Nacionalidades, fue colocado al frente de esa institución, la cual quedaba dotada así de un poder temible, puesto que iba a depender de ella la suerte del personal de todas las comisarías y de todos los establecimientos de la administración soviética en general. Un miembro del Comité central, Preobrajenski, quiso protestar contra ese cúmulo de funciones. Lenin lo puso ásperamente en su lugar: ¿Stalin tiene dos comisarías? ¿Y qué? ¿Quién de nosotros no ha tenido que asumir varias tareas? ¿Podría ser de otra manera, además? Necesitamos en la Comisaría de las Nacionalidades a un hombre ante el cual cualquier indígena pueda exponer detalladamente su asunto. ¿Dónde hallarlo? Creo que el propio camarada Preobrajenski no podría nombrar a otro que no fuera el camarada Stalin. Lo mismo sucede para la Inspección Obrera y Campesina. Es una empresa gigantesca. Es necesario que esté dirigida por un hombre que tenga autoridad. De lo contrario, nos veremos ahogados en pequeñas intrigas.»44 No se trata en modo alguno aquí de pronunciarse en pro o en contra de Stalin, pero uno se ve obligado a reconocer que, contrariamente a los alegatos de Trotski, cuyos escritos siguen gozando el auditorio superficial del gran público burgués, Lenin, en aquella época, estaba muy favorablemente dispuesto respecto de Stalin y se inclinaba más a favorecer el ascenso de éste que a frenarlo. Trotski afirma que Stalin fue nombrado secretario general del partido en la sesión plenaria del Comité central que siguió inmediatamente al Congreso, a proposición de Zinoviev. Es perfectamente verosímil, tanto más cuanto que Lenin (ya hemos visto más arriba por qué razón) no asistió. Pero el «presidente de la Comuna del Norte» gozaba de insuficiente consideración entre sus colegas para poder imponer por propia iniciativa una decisión de esa importancia.

No debía ser en aquel caso más que el intérprete de la voluntad de Lenin, quien pensaba poner orden en los asuntos del partido, bastante descuidados desde la muerte de Sverdlov.

Es significativo ver cómo en esa primera quincena de abril, movido por una especie de oscuro presentimiento, Lenin trata de tomar las precauciones necesarias para garantizar el funcionamiento regular de la máquina administrativa del partido y del Estado, para el caso de que él faltara. Apenas logrado el nombramiento de Stalin, Lenin se dedica a organizar su propia sustitución en la presidencia del Consejo de los Comisarios del Pueblo. El 11, redacta una instrucción— reglamento para uso de los «suplentes del presidente del Consejo de los Comisarios del Pueblo». Serán dos: Surupa y Rykov, quien, arrepentido de sus «desviaciones», había sabido ser muy útil por sus aptitudes comerciales y su habilidad para discutir con los ricos comerciantes de Moscú.

Surupa presidirá las sesiones del Consejo de los Comisarios del Pueblo. Al cabo de dos horas lo reemplazará Rykov. Surupa firmará los decretos y, en general, todos los actos del Consejo. Vigilará la marcha de los asuntos y el trabajo de la secretaría. Tendrá plena autoridad sobre las siguientes comisarías: Agricultura, Transportes, Justicia, Nacionalidades, Economía nacional, Interior, Comunicaciones e Instrucción pública. Rykov vigilará las finanzas, el comercio exterior e interior, el trabajo, el abastecimiento, los sindicatos, las relaciones exteriores, la guerra, la seguridad social y la sanidad pública.

Días después, el estado de salud de Lenin se agravó considerablemente. Los médicos decidieron someterlo a una operación para extraerle el proyectil que conservaba en un hombro desde agosto de 1918. Se pretendía que era una bala envenenada y que el organismo de Lenin estaba padeciendo la tardía reacción de ese veneno. La operación no dio gran resultado. Se prescribió a Lenin cesar el trabajo e ir a descansar al campo algunos meses. Partió el 21 de mayo después de haber enviado a los principales servicios gubernamentales la nota siguiente: «Personal. Confidencial. A todos los comisarios del pueblo y demás organizaciones. Teniendo que salir con licencia por varios meses, les agradecería mucho tenerme al corriente de la marcha del trabajo. Favor de enviarme breves informes una o dos veces al mes. Dirigidme igualmente el texto de los decretos publicados, así como el de los proyectos de decretos. Estableced contacto con mis secretarias. Para los asuntos corrientes y de carácter urgente, dirigíos a mi suplente, con copia para mí.» Dos días después de su llegada a Gorki, Lenin sufrió un ataque de parálisis. Perdió el uso de la pierna derecha y el brazo derecho. El profesor Averbach, célebre oculista, fue llamado para que examinara los ojos de Lenin. Ya le había echo este mismo examen unas semanas antes, en Moscú, y no había encontrado nada de particular. «Vladimir Ilich me recibió como a un viejo amigo —contaba Averbach más tarde—. Estaba muy afable y cordial, pero se notaba que algo le atormentaba y que por todos los medios trataba de quedarse a solas conmigo. Ese momento llegó por fin. Me cogió una mano y me dijo, sumamente emocionado, estas palabras: «Me han dicho que es usted un buen hombre. Dígame, pues, la verdad. ¿Es parálisis, y va a progresar? Comprenda usted: ¿para qué serviría, quién me necesitaría, estando paralítico?» Afortunadamente entró la enfermera en ese momento y la conversación quedó interrumpida.»

A mediados de junio hubo una ligera mejoría. En julio, Lenin fue autorizado a recibir visitas, a condición de no hablar de política. Se le prohibió leer los periódicos.

A principios de octubre se sintió lo suficientemente bien para reanudar su trabajo y regresó a Moscú. Los médicos le ordenaron un severo régimen: no más de cinco horas de trabajo al día y dos días de descanso completo por semana. Pero Lenin se desentendió del régimen desde el primer día y se enfrascó de nuevo en la tarea de jefe del Estado. Los días de descanso sí eran respetados: no aparecía por su despacho, pero celebraba conferencias y recibía a sus colaboradores en su apartamento. El 31 de octubre pronunció un discurso en la sesión del Comité ejecutivo de los Soviets. Era su primera aparición en la tribuna desde su restablecimiento. Habló, muy conmovido, durante cerca de media hora. El 13 de noviembre, en el IV Congreso de la Internacional Comunista, Lenin se dejó ver de nuevo, haciendo un breve balance de cinco años de la revolución rusa y esbozando las perspectivas de la próxima revolución mundial. Su discurso, pronunciado en alemán, duró una hora. Parecía muy fatigado y se veía que se sometía a un gran esfuerzo para llegar al final. Después tomó la palabra el 19 de noviembre, en la asamblea plenaria del Soviet de Moscú. Esa fue su última aparición en público.

El 12 de diciembre, Lenin tuvo que dejar de trabajar en su despacho. Clavado en la cama, incapaz de escribir, se puso a dictar artículos, notas, «páginas del diario», y a leer, o más bien hojear, según sus propias palabras, algunos libros.

En esa época es cuando se nota un cierto enfriamiento en las relaciones de Lenin con Stalin. Se ignora lo que ocurrió exactamente. La carta que escribió al nuevo secretario general del partido, el 15 de diciembre, sobre su posible intervención en el próximo Congreso de los Soviets, no permite descubrir el menor signo de hostilidad en Lenin. Sin embargo, diez días después redacta una nota que dice: «Stalin ha concentrado en sus manos un poder inmenso y no estoy seguro de que pueda usarlo siempre con suficiente prudencia.» Una posdata, agregada el 4 de enero siguiente, recomienda a los camaradas «reflexionar sobre los medios de desplazar a Stalin de su puesto». Pero en su artículo Sobre la reorganización de la Inspección obrera y campesina, dictado por él los días 9, 13, 19, 22 y 23 de enero, y en el que preconiza la fusión de ese organismo con la Comisión de control del partido, Lenin declara que «el comisario del pueblo para la Inspección puede y debe ser mantenido en su cargo» y que los elementos de la Comisión de control que serán introducidos en el seno de la Inspección le deben acatamiento. Lo cual quería decir que los poderes de Stalin iban a ser todavía más extensos.

Trotski afirma que poco tiempo después, hacia mediados de febrero, Lenin le había propuesto formar «un bloque» a fin de realizar una «campaña contra el burocratismo del aparato soviético», es decir, para emprender la misma tarea que deseaba ver realizada por Stalin... Confieso aquí mi perplejidad. Por un lado, nada me autoriza a suponer que Trotski haya inventado completamente la entrevista durante la cual Lenin le hizo esa proposición; por el otro, es absolutamente imposible creer a aquél capaz de tal duplicidad. El caso es que Trotski pretende que durante esas «semanas de lucidez», Lenin se separó resueltamente de Stalin y buscó un acercamiento con él. Los textos citados por Trotski parecen darle la razón. Pero su lectura incita a admitir que más bien fue un incidente de orden privado, y no desacuerdo político, lo que debió provocar ese brusco cambio de humor fácilmente explicable en un hombre enfermo, amargado y deprimido. En la nota citada, la misma que los adversarios de Stalin han titulado después, un tanto pomposamente, el «Testamento» de Lenin,45 éste parece considerar a Stalin demasiado caprichoso, poco educado, poco paciente y poco leal. Un ex diplomático soviético, Dmitrevski, citado también por Trotski, cuenta que en una conversación telefónica con Krupskaia, Stalin le contestó de una manera tan grosera que ella, bañada en lágrimas, fue a quejarse a su marido; quien había declarado entonces que, desde aquel momento, «rompía todas sus relaciones personales con Stalin». Todo esto es difícil de verificar en el estado actual de nuestra documentación. Los historiadores soviéticos lo niegan formalmente, o bien se callan. Corresponde a los biógrafos de Stalin hacer alguna luz. Lo único que puede decirse es que un «enfado» con Stalin, si enfado hubo, no podía tener más que un carácter episódico, mientras que la última «componenda» intentada con Trotski tenía todas las posibilidades de resultar tan frágil como las anteriores. Además todo esto se desvaneció como una humareda el 9 de marzo, cuando Lenin sufrió el segundo ataque que lo abatió brutalmente, privándolo del uso de la palabra. El 15 de mayo lo llevaron en una camilla hasta el automóvil que partía para Gorki. El personal, oculto tras las cortinas de las ventanas, miraba partir el automóvil. Lenin vivió todavía ocho meses una existencia de ruina humana y murió, víctima de un tercer ataque, al atardecer del 21 de enero de 1924.

Su cuerpo, trasladado a Moscú el 23, fue expuesto en la gran sala de la Casa de los Sindicatos. Se levantó un estrado en medio, las paredes fueron tapizadas de banderas rojas, y largos velos rojos y negros recubrieron las bellas columnas blancas. Las lámparas encendidas fueron envueltas en crespones. El féretro, descubierto, fue colocado sobre el estrado. Una guardia de honor lo rodeó. Comenzó el desfile del pueblo, que acudió en masa. En filas de cuatro, hombres, mujeres y niños entraban a la sala, daban la vuelta al féretro y se iban, con la cabeza agachada, en silencio. Los viejos se persignaban. El desfile no terminaba nunca, y de todas partes llegaban pobres y humildes que esperaban horas enteras afuera, con los pies en la nieve, su turno para entrar.

Eso duró tres días. El 26, hacia las once de la noche, se ordenó contener el río humano cuyo fin era imposible prever. A la medianoche se abren de nuevo las puertas de la gran sala. El Congreso de los Soviets, reunido desde el 18 de enero y que acaba de celebrar su sesión fúnebre, hace su entrada, precedido por el Comité central del partido. Son dos mil personas, llegadas de todos los rincones de Rusia, representantes de todas sus provincias, de todos sus pueblos grandes y pequeños. Es la República de los Soviets, entera, la que se inclina ante los restos mortales de su fundador.

El día siguiente, a las nueve, se traslada el féretro a la Plaza Roja. A las cuatro de la tarde se oyó elevarse la lenta queja de las sirenas de todas las fábricas de Moscú. Al son del cañón y de una marcha fúnebre, Lenin entraba en su última morada, desde la cual, con la cabeza eternamente vuelta hacia el cielo, velará por el mundo nuevo creado por su voluntad.

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