Lenin

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LA CONQUISTA DEL PODER » 20. De la derrota a la victoria

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»—Pues bien, pondremos en marcha todas las rotativas e imprimiremos en algunos días la cantidad necesaria —replicó Lenin sin vacilar. «—Pero entonces cualquier estafador podría falsificarlos. «—Bueno, utilizaremos para eso diferentes tipos muy complicados. Eso corresponde a los técnicos. No vale la pena discutirlo. Ya veremos. «Y de nuevo se puso a explicarme que ése no era el nudo de la cuestión, sino que se trataba de promulgar las leyes que indicarían al pueblo que esta vez sí disponía de un Gobierno propio. Y tan pronto como vea que este Gobierno es el suyo, nos apoyará. El resto se arreglará automáticamente. En cuanto nos adueñemos del poder haremos cesar la guerra. Entonces también el Ejército se pondrá de nuestro lado. Quitaremos la tierra a los nobles, a los popes, a los ricos, y se la daremos a los campesinos. Entonces también los campesinos estarán con nosotros. A los capitalistas les arrebataremos las fábricas y las pondremos en manos de los obreros. «—¿Quién podría estar entonces contra nosotros? —exclamó mirándome fijamente a los ojos, guiñando su ojo izquierdo y con una ligera sonrisa en los labios. «—Con tal de que no se deje escapar la ocasión —repitió decenas de veces, y de nuevo insistió para que yo hallase el medio de que pudiese volver a Petrogrado.»

Habiéndose enterado finalmente de la acogida reservada a sus cartas por el Comité central, Lenin decidió prescindir de él. Smilga, que era uno de sus incondicionales, ejercía desde hacía poco tiempo las funciones de presidente del Comité regional de los soviets de Finlandia, lo que le ponía en estrecho contacto con las organizaciones políticas de los regimientos rusos acantonados en ese país y con el Comité central de la flota del Báltico, el cual estaba en muy malas relaciones con el Gobierno de Kerenski y había venido a instalarse a Helsingfors. El 27, Lenin le escribió una larga carta en la cual, después de lamentar la negligencia de los bolcheviques que «no se dedican más que a votar resoluciones y pierden un tiempo precioso», proponía:

»Parece ser que los únicos elementos con los cuales se puede contar y que constituyen un verdadero valor militar son las tropas rusas que se hallan en Finlandia y la flota del Báltico... Es necesario que usted dedique toda su atención a la preparación para el combate del Ejército y de la Marina sin perder tiempo en las «resoluciones»... Constituya un Comité secreto formado por los militares más seguros, reúna informaciones muy precisas acerca de la composición y la disposición de las tropas en Petrogrado y en sus alrededores, así como sobre los movimientos de la flota, etc...»

Simultáneamente con la preparación militar, la preparación psicológica es igualmente necesaria. Por eso Lenin recomendó a su corresponsal: «Es necesario formar con los soldados y los marineros que van de permiso a sus pueblos equipos de agitadores por medio de jiras de propaganda sistemáticas a través de toda la provincia. Usted se halla particularmente bien situado para comenzar desde este momento la formación de un bloque con los socialistas-revolucionarios, que es lo único que puede darnos una autoridad sólida en el país y la mayoría de la Asamblea Constituyente. Es necesario que en cada uno de estos equipos de agitadores haya un bolchevique y un socialista-revolucionario. La firma S. R. reina por el momento en el campo y hay que aprovechar su suerte (usted cuenta en su grupo con socialistas-revolucionarios de izquierda) para crear, cubiertos por ellos, un bloque de obreros y campesinos.»

La carta de Smilga es del 27 de septiembre. El 29, Lenin envía a

Pravda un artículo titulado La crisis está madura, acompañado de una nota confidencial destinada a ser comunicada a los miembros del Comité central, de los comités de Petrogrado y de Moscú, así como a los de los soviets, lo que supone, evidentemente, una audiencia bastante extensa. La nota dice:

»No adueñarse del poder ahora, esperar, negociar con el Ejecutivo, limitarse a una «lucha por el Congreso», eso significa perder la revolución. Dado que el Comité central llega hasta dejar sin respuesta mis exhortaciones a este respecto, que el órgano central del partido suprime en mis artículos todas las alusiones a los errores más evidentes de los bolcheviques... lo cual me indica de una manera «discreta» que el Comité central no está ni tan siquiera dispuesto a discutir mi proposición y que al cerrarme la boca se me invita a retirarme, me veo obligado a presentar la dimisión como miembro del Comité central. Y esto es lo que hago, reservándome la libertad de acción en la base del partido y en su próximo Congreso.»

Ignoro el efecto que esta nota produjo entre los miembros del Comité central. Tampoco puedo decir si en la jornada del 30 se hicieron gestiones apremiantes ante Lenin para que retirara su dimisión. Todo lo que sé es que el 1 de octubre escribió una nueva carta al Comité, donde va no menciona esta cuestión. Es otro llamamiento en favor de la acción. Igual de ferviente, igual de apasionado. ¿Argumentos? Los mismos. «Si no es posible adueñarse del poder sin insurrección, pasemos a la insurrección enseguida», insiste, al mismo tiempo que sugiere la posibilidad de evitar una efusión de sangre. Así, por ejemplo, esto ocurriría si el Soviet de Moscú se declarase Gobierno y se adueñase de los Bancos y las fábricas. «Si Moscú comienza, el frente lo apoyará y los campesinos también. Las tropas de Finlandia y la flota báltica marcharán sobre Petrogrado. Kerenski se verá obligado a rendirse aun en el caso de que disponga de algunos cuerpos de caballería en los alrededores de la capital. Mientras tanto, el Soviet de Petrogrado hará propaganda en favor del Gobierno soviético de Moscú. La consigna: el poder para los soviets, la tierra para los campesinos, la paz para los pueblos, el pan para los que tienen hambre.»

En la mañana del 3 de octubre, al dirigirse a la estación de Finlandia, Chotman se encontró a Rahia, quien le abordó sonriente, pero con aire embarazado: «¿Va usted a la estación, camarada Chotman? Si es para tomar el tren de Vyborg, no se tome la molestia.» Chotman lo contempló aturdido. Entonces el guardaespaldas le explicó que, de acuerdo con su amigo, el mecánico Yalava, había organizado el cruce de Lenin a través de la frontera, sin que lo sepa el Comité central, y que ahora teme una reprimenda de éste. «Se lo reproché violentamente —escribe Chotman—, y le dije que con toda seguridad le costaría un disgusto en el Comité. A continuación, informé del asunto a Sverdlov. Después de una larga conversación, decidimos dejar en paz el asunto.» Esto era, en efecto, lo más prudente. Esa noche, en la reunión del Comité central se decidió «llamar a Lenin a Petrogrado.»

Krupskaia, la única que estaba al corriente de la «fuga» de su marido, le había preparado un refugio en un gran edificio tipo cuartel situado en los suburbios de Vyborg, convertidos en aquel entonces en la ciudadela del bolchevismo, y en los que se alojaban centenares de personas. La estancia de Lenin, que se presentó con peluca y gafas y con la cara completamente afeitada (sus amigos le vieron el aspecto de un viejo profesor de música), había de pasar inadvertida. Tanto más cuanto que se mantenía encerrado en la pequeña habitación puesta a su disposición y que no recibía a nadie, con excepción de su mujer y de su hermana. En el Comité central, únicamente Stalin y Sverdlov conocían la ubicación de su refugio. A los demás se les dijo que Lenin se había instalado bastante lejos de la capital y que se necesitaban varias horas de tren para llegar a su casa.

Así, protegido contra toda indiscreción, Lenin se pasa el día escribiendo: artículos, cartas, llamamientos, proyectos de resolución, etc. Se dirige a todo el partido, pasando por encima del Comité central. Krupskaia le sirve de agente de enlace, y Rahia hace los recados.

El 7 de octubre debía abrirse la tercera Conferencia de las organizaciones bolcheviques de la capital, en la que estarían representados 49.478 miembros del partido. Lenin les envía este mensaje: «¡Camaradas! Permitidme que llame la atención de la Conferencia sobre el estado sumamente grave de la situación política... La revolución está perdida si el Gobierno de Kerenski no es derribado en el futuro más próximo... Hay que dirigirse a los camaradas de Moscú, exhortarlos a tomar el poder, declarar depuesto al Gobierno de Kerenski y convertir al Soviet de Moscú en Gobierno provisional... Hay que exigir al Comité central de nuestro partido que dedique todos sus esfuerzos a desenmascarar ante las masas el complot de Kerenski y de los imperialistas extranjeros y a preparar la insurrección.» El mensaje fue leído. Pero la cosa no pasó de ahí.

El 8, Lenin dirigió una larga carta al Congreso regional de los soviets del Norte, cuya apertura estaba anunciada para el 11 de octubre. Había hecho suya la máxima favorita de Pedro el Grande, que se sentía devorado como él por una inextinguible sed de acción: La contemporización es la muerte. A partir de ese momento, esas palabras se convierten en una especie de leit-motiv en los escritos de Lenin. He aquí lo que dice a los delegados bolcheviques del Congreso del Norte: «En un momento como éste, cualquiera contemporización equivale a la muerte. Fijaos en la situación internacional. El ascenso de la revolución mundial es indudable. La revuelta de los obreros checos ha sido aplastada con una crueldad inaudita. En Turín ha habido un levantamiento en masa. Pero lo que importa sobre todo es la revuelta de la Marina alemana... Sabemos por experiencia que es imposible encontrar un síntoma más claro de la revolución mundial que una insurrección de soldados o de marineros. «Fijaos en la situación interior. Tenemos con nosotros la mayoría de las masas. Hemos conquistado los dos grandes soviets. ¿Y vamos a esperar? ¿Esperar a qué? ¿A que Kerenski y sus generales entreguen Petrogrado a los alemanes, después de haberse entendido con Buchanan y 'con Guillermo para aplastar la revolución rusa?... «Por todo el país se extiende el incendio de las rebeliones campesinas. ¿Vamos a esperar a que los cosacos de Kerenski las aplasten una tras otra?... «No hay que esperar la inauguración del Congreso de los soviets. En vuestro Congreso participan los representantes de la flota balaca y de las tropas de Finlandia. Podéis, pues, decidir su marcha inmediata y combinada sobre Petrogrado, para aplastar al ejército de los generales kornilovistas y de Kerenski. Es el único medio de salvar la revolución rusa y la revolución mundial. «La contemporización es la muerte. No se trata de votar. No se trata de ganarse a los socialistas-revolucionarios de izquierda. No es cuestión de obtener una mayoría suplementaria. Se trata de pasar a la insurrección... «La contemporización es la muerte.»

Se leyó la carta. Pero la cosa no pasó de ahí.

Al mismo tiempo, Lenin redacta «algunos consejos» para los camaradas de Petrogrado, en previsión de los acontecimientos que se preparan.

Que el poder deba pasar a manos de los soviets es, opina Lenin, una verdad «universalmente reconocida» sobre la cual es inútil seguir discutiendo. Lo que conviene hacer notar es que no todo el mundo parece darse cuenta de que el paso del poder a los soviets significa, en realidad, la insurrección armada. Ahora bien, éste es un procedimiento de lucha que tiene sus leyes particulares. Marx las formuló con perfecta precisión. Lenin desea recordarlas: 1. No jugar jamás con la insurrección, pero, de comenzarla, estar firmemente decidido a ir hasta el final. 2. Disponer obligatoriamente de una gran superioridad numérica en el momento decisivo y en el lugar decisivo. 3. Una vez desencadenada la insurrección, proseguir la ofensiva sin detenerse y con la mayor energía. La defensiva mata la insurrección. 4. El enemigo debe ser tomado por sorpresa. 5. Es necesario obtener todos los días por lo menos algunos éxitos pequeños.

Y, para terminar, evoca las palabras de Danton, «que —recuerda— Marx consideraba como el maestro más grande de la táctica revolucionaria que se haya jamás conocido en la Historia»: audacia, más audacia, siempre audacia.

Aplicado a la situación en que se encuentra Rusia en este mes de octubre de 1917, eso significa, según Lenin:

»Ofensiva simultánea y hasta donde sea posible brusca y rápida procedente a la vez de los barrios obreros de la capital, de Finlandia, de Cronstadt. Ataque concertado de toda la flota. Acumulación de una aplastante superioridad numérica con relación a los 15 o 20.000 de nuestros «guardias burgueses» (los cadetes de las academias militares) y de nuestros «Vendéens» (los cosacos). «Combinar nuestras tres fuerzas principales: ejército, marina y formaciones obreras para ocupar y conservar a costa de cualquier sacrificio: 1, el teléfono; 2, el telégrafo; 3, las estaciones; 4, los puentes, en primer lugar. «Formar con los elementos más combativos (nuestros hombres de choque, la juventud obrera, los mejores marineros) destacamentos para la ocupación de los lugares más importantes, de los puntos neurálgicos de la capital. Consigna: mejor morir hasta el último hombre que ceder ante el enemigo.»

La carta termina con la esperanza de que los dirigentes del partido, cuando la acción se haya decidido, sabrán aplicar «los grandes preceptos de Dantón y de Marx». El éxito de la revolución rusa y mundial, recuerda Lenin, depende de «dos o tres jornadas de lucha».

A través de Krupskaia, los ardientes llamamientos de Lenin llegaban a los militantes de la base. Ella misma formaba parte de la organización del barrio de Vyborg. Se pasaba noches enteras en el Comité escribiendo a máquina las misivas de su marido, vigilando el trabajo de las mecanógrafas y corrigiendo cuidadosamente las copias terminadas.

Un miembro de esta organización, el obrero Kaiurov, contaba más tarde:

»En una sesión de nuestro Comité, Nadejda Konstantinovna me llamó a otra habitación y me entregó en secreto una hoja mecanografiada. Era una carta del camarada Lenin. Después de haberla leído, convoqué para el día siguiente a algunos camaradas seguros, a fin de comunicarles su contenido.» Dichos camaradas se reúnen y Kaiurov lee la carta. Es recibida en medio de un silencio pesado, de asombro. A continuación, un viejo obrero protesta contra la forma en que Lenin «precipita las cosas» en una cuestión de tanta importancia. Otro protesta contra su costumbre de «asestar mazazos». El promotor de la reunión observa que no se trata de discutir, sino de preparar las medidas que se deben tomar para la próxima llegada de los bolcheviques al poder. Le dan la razón. La asamblea nombra un comisario para el abastecimiento, otro para el trabajo, uno más para los asuntos municipales y un comandante militar del barrio. Krupskaia recibe la «cartera» de Instrucción pública, y un Directorio compuesto de tres miembros es designado para ejercer la autoridad suprema. «Tal fue el primer Gobierno revolucionario —escribe Kaiurov—. Y habría de ser el Gobierno de todo el país, pensábamos nosotros, en caso de que nuestros jefes hubiesen caído en manos de los contrarrevolucionarios.»

Lenin, sin embargo, no podía continuar ignorando al Comité central. Ya que había aceptado retirar su dimisión, debía, de un modo u otro, entrar en contacto con él. Sverdlov fue, pues, informado de que deseaba participar en la próxima sesión del Comité. El problema consistía en hallar un sitio absolutamente seguro donde Lenin pudiese presentarse sin peligro. Ignoro cómo le vino la idea a Sverdlov de dirigirse a la mujer del «menchevique internacionalista» Sukhanov, la cual, por lo demás, no compartía las opiniones políticas de su esposo y se haba afiliado al partido bolchevique. De cualquier modo, esto, que parecía paradójico a primera vista, resultó perfectamente realizable. En su calidad de redactor-jefe del Novoia Jisn, el periódico de Gorki que se había separado de los bolcheviques y había adoptado una actitud independiente a su respecto, Sukhanov se hallaba obligado a veces a pasar la mayor parte de la noche en la imprenta, situada muy lejos de su domicilio. A menudo le ocurría tener que esperar el alba en la casa de algún colega alojado en la vecindad. En sus Notas sobre la Revolución cuenta, no sin humor, cómo se las arregló su esposa el 10 de octubre para convencerle de que no realizase el largo y fatigante trayecto nocturno. Militante enérgico e intransigente en cuanto a los principios, Sukhanov era al mismo tiempo un marido muy dócil y complaciente. Prometió no regresar al domicilio conyugal hasta el día siguiente. Y así fue como el día mencionado, a las cinco de la tarde, los once miembros del Comité central del partido bolchevique se reunieron en el saloncito de la señora Sukhanov, en espera de la llegada de Lenin.

Este compareció disfrazado con su peluca y los ojos ocultos tras gruesas gafas. De un solo vistazo apreció a los presentes. Stalin, Sverdlov, Dzerjinski se hallan allí: está bien. Zinoviev también; éste vivía oculto corno él y se había dejado crecer una barba que lo hacía irreconocible. Los tres moscovitas están ausentes: mejor, así no habrá tantas discusiones. ¿Kamenev? Estando solo, no pesa mucho. Lo que le inquieta es ese Trotski que está allí con dos de sus amigos y con el cual tiene que hablar ahora de igual a igual. Con él hay que esperar siempre sorpresas. Lenin lo sabe demasiado bien.

Sverdlov, que preside, presenta para comenzar un breve informe sobre el estado de ánimo del ejército. Después de lo cual cede la palabra a Lenin. Fue, dice Trotski, «una improvisación vehemente y apasionada». ¿Improvisación? No, Lenin no ha hecho más que repetir los argumentos invocados por el tantas veces en sus cartas y mensajes para terminar a continuación: «Políticamente, el asunto está completamente maduro. Se trata de pasar a su realización técnica.»

Los debates van a comenzar. Trotski se calla prudentemente. Uno de sus lugartenientes, Uritski, es quien expresa su pensamiento: «Todavía somos débiles, no sólo técnicamente, sino en todos los aspectos. Hemos votado una cantidad de resoluciones. En cuanto a la acción, absolutamente nada. Si verdaderamente se quiere tomar el camino de la insurrección, es necesario disponerse a trabajar efectivamente.» Zinoviev se levantó a continuación. Y eso constituyó para Lenin una tremenda sorpresa. Separado de él, su antiguo discípulo y compañero de armas había sufrido, probablemente bajo la influencia de Kamenev, con quien se había mantenido en excelentes relaciones, una profunda evolución política. En pocas semanas fue completamente «desleninizado» y estaba dispuesto a abrazar fervorosamente las ideas moderadas y conciliadoras de Kamenev.

El texto impreso del acta de la sesión no dice una sola palabra de la intervención de Zinoviev ni de la larga y agria discusión que siguió, pero un «anexo» que en ella figura, y del que se hablará de nuevo más adelante, permite reconstituirla hasta cierto punto, así como las intervenciones de Kamenev, que fue indudablemente el inspirador y que no dejó de apoyarle.

Tesis esencial: «Recurrir en estos momentos a la insurrección armada significa no sólo poner en juego la suerte del partido bolchevique, sino también la de la revolución rusa y mundial.» ¿Por qué? No hay ninguna razón para ello. Ciertamente, la historia conoce casos en que la clase oprimida no ha podido escoger y se ha visto obligada a luchar, aun sabiendo que va a la derrota. ¿Es que la clase obrera rusa se encuentra actualmente en dicha situación? ¡No! ¡Mil veces no! «Tenemos —afirman Zinoviev y Kamenev— la burguesía bajo el cañón de un revólver colocado contra su sien. Este revólver es el ejército y los soviets.»

La posición del partido bolchevique es excelente. Nuevas capas de población han sido ganadas para la causa. Con relación a la Constituyente, su posición no puede ser más favorable: puede contar un tercio, quizá más, de los puestos de la Asamblea.

Es evidente que la clase obrera, por sí sola, por sus propios medios, no es capaz de terminar victoriosamente la revolución. Necesita de la pequeña burguesía. Esta no ha abandonado su tendencia a aproximarse a la burguesía grande y mediana. Un acto demasiado brusco, demasiado inoportuno, como la insurrección, la llevaría definitivamente a los brazos de Miliukov. Lenin ha dicho: la mayoría del pueblo ruso está con nosotros. Esto es inexacto. Los campesinos, en su inmensa mayoría, siguen a los socialistas-revolucionarios y votarán por ellos en las elecciones para la Asamblea Constituyente. En cuanto al ejército, si, llegados al poder, los bolcheviques lo obligan a hacer la guerra revolucionaria, la mayoría de los soldados los abandonarán. ¿Se les enviará pan y zapatos arrebatados a los burgueses? Eso levantará la moral de las tropas, pero no es suficiente para vencer al imperialismo alemán.

Lenin ha hablado de los «síntomas» que se manifiestan en la Marina alemana y en los medios obreros de Italia. Estos síntomas existen indudablemente. Pero de eso a un apoyo efectivo de la revolución proletaria rusa hay una diferencia. «En caso de ser derrotados ahora, asestaremos un golpe terrible a la revolución mundial que trece lentamente. Y, sin embargo, de su crecimiento depende el triunfo definitivo de la revolución en Rusia.»

Resumiendo: Por el momento, hay que mantenerse a la defensiva. No hay que subestimar las fuerzas del adversario. Son más grandes de lo que parecen. Con la ayuda del Comité ejecutivo central, el enemigo podrá ciertamente traer tropas del frente. Habría que luchar al mismo tiempo contra los monárquicos, los «cadetes», el Gobierno provisional, los mencheviques y los socialistas-revolucionarios. Las fuerzas proletarias son considerables, nadie lo niega. Pero aun los que son partidarios de la insurrección reconocen que los soldados y los obreros de la capital no están animados por un espíritu combativo. El Congreso de los Soviets está convocado para el 20 de octubre. Este Congreso va a consolidar y confirmar la influencia siempre creciente del partido bolchevique, que se convertirá así en el centro hacia el cual convergirán todas las organizaciones proletarias y semi-proletarias. En estas condiciones, sería un grave error histórico plantear la cuestión de la toma del poder «ahora o nunca». No, hay que dejar que el partido prosiga su desarrollo, un desarrollo que sólo de un modo puede ser obstaculizado: tomando la iniciativa de la insurrección y exponiéndola de esta manera a recibir los golpes de la contrarrevolución apoyada por la pequeña burguesía.

Se suspendió la sesión durante algunos minutos. La señora Sukhanov sirvió el té y ofreció emparedados. Después se reanudó la discusión.

La réplica de Lenin tampoco ha sido conservada. Pero a juzgar por un artículo que escribió una semana más tarde y que al parecer la reproduce casi textualmente, debió ser de una fuerza y de una vehemencia apasionada irresistibles.

¿Sin mayoría en el pueblo? ¿Y el cambio de mayoría en los soviets? ¿Y las revoluciones campesinas que se amplifican? Dudar que la mayoría del pueblo marche y marchará con los bolcheviques es renunciar por completo al bolchevismo, abandonar todos los principios de la revolución proletaria.

¿El ejército y los soviets, revólver colocado en la sien de la burguesía? Alguien, tal vez Stalin, a quien no le disgustaba esta clase de salidas, había observado irónicamente: «¡Revólver sin balas!», de lo que Lenin se apresuró a obtener un efecto de gran contraste: «Si no tiene balas, su valor es nulo. Si se trata de un revólver con balas, eso quiere decir preparar la insurrección, pues las balas hay que procurárselas; el revólver hay que cargarlo, y mejor que una, varias veces.»

El tiempo trabaja para nosotros. Entraremos en la Constituyente como un poderoso partido de oposición. ¿Por qué arriesgar todo a una sola carta? Argumento de filisteo que, opina Lenin, se basa tranquilamente en el legalismo constitucional. Infortunadamente, el hambre no espera, la guerra no espera, los saboteadores de los capitalistas no esperan, los conciliábulos secretos de Miliukov con los imperialistas alemanes no esperan. Así, pues, la palpitante realidad no cuenta. No se piensa más que en los votos.

»Si somos derrotados ahora, asestaremos un golpe terrible a la revolución mundial. «Fijaros bien en este espléndido argumento —dice Lenin entre carcajadas—. ¡Un Scheideman, un Renaudel, no hubieran podido encontrar nada mejor! No es razonable rebelarse: si nos fusilan, el mundo quedará privado de internacionalistas tan prudentes y tan gentiles. ¡Qué infortunio para la humanidad! Enviemos mejor un mensaje de simpatía a los insurgentes alemanes y renunciemos a la insurrección en Rusia. Esa es la buena, la verdadera política internacional. ¡Oh, cuán rápido y poderoso sería el progreso del internacionalismo mundial si en todas partes triunfase la misma política sabia y razonable!» «Lucharemos solos. Tendremos a todo el mundo contra nosotros. «Argumento extraordinariamente poderoso —prosigue Lenin, siempre sarcástico—. Hasta ahora, hemos fustigado irnplacablemente a todos los indecisos a causa de sus vacilaciones. De este modo pudimos conquistar el Soviet, único medio de acelerar la insurrección y asegurar su éxito. Ahora se nos propone utilizar a los soviets para pasar al campo de los indecisos. ¡Qué magnífica carrera para los bolcheviques!»

Las masas no están animadas de un espíritu combativo. «Esto no es verdad —declara perentoriamente Lenin—. Las masas se recogen, esperan. Todos están de acuerdo en comprobar que han llegado al último grado de desesperación. Todos están de acuerdo en comprobar que los obreros están cansados de manifestaciones estériles, de huelgas aisladas, y quieren que eso termine de una buena vez. Esto explica la creciente influencia de los anarquistas y de los elementos turbios inspirados por los monárquicos. Es una falsedad decir que las masas carecen de espíritu combativo. Las masas se componen de elementos dispuestos a caer en la desesperación, pero no les falta espíritu combativo.»

Infatigable, Lenin abruma a sus adversarios con sarcasmos, con dardos hirientes que llegan todos al blanco. Se defienden desesperadamente. Los demás se callan. Nadie se atreve a entrar al combate. Hace tiempo que sonó la medianoche. Es la una. Las dos. Las tres. Lenin se detiene. En un pedazo de papel escolar que rueda por la mesa, escribe apresuradamente algunas líneas a lápiz. Se trata de la resolución que somete a la reunión y que dice: «Reconociendo que la insurrección es inevitable y está completamente madura, el Comité central recomienda a todas las organizaciones del partido que discutan y resuelvan todas las cuestiones de orden práctico inspirándose en esta consideración.» Se vota. Diez votos a favor y dos en contra: los de Zinoviev y Kamenev. La batalla ha terminado. El vencedor se arregla la peluca, se coloca de nuevo las gafas en la nariz y se retira. Algunos le siguen. Otros se acomodan en las butacas del salón de la señora Sukhanov para dormitar hasta el alba.

La resolución era muy hábil. Redactada en lenguaje enérgico y claro, pero sin dar ninguna indicación material. No se designaba tarea precisa. Kalinin, hombre sencillo, pero dotado de un gran sentido común y de una ironía muy fina, después de haberla leído, hizo la siguiente reflexión: «Esta resolución del Comité central es una de las mejores que jamás se hayan adoptado. Prácticamente hemos llegado a la insurrección armada. ¿Pero cuándo ocurrirá? Quizá dentro de un año, nadie lo sabe.»

Esta imprecisión, tal vez involuntaria hasta cierto punto, había permitido a Lenin agrupar alrededor de su texto la casi unanimidad de los sufragios y beneficiarse con los votos de Trotski y sus dos acólitos: Uritski y Sokolnikov, presentes en la sesión. Estos, al mismo tiempo que se pronunciaban en favor de la insurrección, opinaban que ésta debía llevarse a cabo bajo la dirección del próximo Congreso de los soviets, y, por tanto, había de aplazarse la apertura de éste. Se trataba, pues, de esperar alrededor de diez días solamente. Si a continuación el Congreso se pronunciaba en favor de la insurrección, se marcharía al asalto con la certeza de estar apoyados por toda la democracia representada por el Congreso de los soviets, suprema instancia de la jerarquía revolucionaria, y el Gobierno capitularía sin duda alguna a la primera conminación. Si el Congreso se oponía a la insurrección (no se excluía esta eventualidad), la resolución del 10 caducaba, naturalmente, y no quedaría más que renunciar a ella. Lenin lo había previsto. Si su texto carecía de precisión, es porque quería ante todo que el Comité central admitiese el hecho de la «presencia» de la insurrección, trasladándola del terreno de las conjeturas al de las realidades. Una vez obtenido esto, se aceleraría la realización. Como no se fiaba de las buenas disposiciones del Congreso ni del ardor combativo de los delegados de provincia, deseaba a toda costa que la insurrección se efectuase antes de la apertura del Congreos. Una vez conquistado el poder, los bolcheviques se presentarían ante el Congreso para recibir la investidura legal. Admitiendo que las cosas no pudieran ser solucionadas en veinticuatro horas y habiendo fijado el 19 de octubre como fecha límite en la que el Gobierno de Kerenski debía desaparecer, Lenin llegaba a la conclusión de que la insurrección debía estallar, a más tardar, entre el 15 y el 17. ¡Y estaba ya a 11!

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