Lenin

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LA CONQUISTA DEL PODER » 20. De la derrota a la victoria

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Convocó en su casa a los dirigentes de la organización militar: Podvoiski, Antonov y Nevski. El primero, notoriamente aleccionado por la experiencia de julio, declaró que el estado de ánimo de la guarnición de Petrogrado en su conjunto era favorable a la insurrección, pero que se necesitaba un plazo de diez a quince días para discutir esta cuestión a fondo en cada unidad y terminar la preparación técnica de la empresa. El segundo, que acababa de regresar de Cronstadt, añadió que, por su parte, estaba convencido de que la flota respondería al llamamiento, pero que era poco probable que acudiese antes de unos diez días. El tercero compartió la opinión de sus dos colegas.

Nada de esto convenía a Lenin, quien persistía obstinadamente en su decisión. Al mismo tiempo, debía enfrentarse a un movimiento de oposición que se desarrollaba en los círculos dirigentes del partido. La resolución votada el 10 originó numerosas discusiones en las organizaciones. Al día siguiente, Zinoviev y Kamenev habían dirigido al Comité central una larga carta que decía: «En la última reunión nos quedamos en minoría y hemos votado contra la resolución adoptada. Dada la importancia de la cuestión, creemos necesario presentar un resumen sucinto de nuestras objeciones a fin de que se adjunte al acta de la sesión. Opinamos también que nuestro deber consiste en comunicar al mismo tiempo este resumen a los comités de Petrogrado, de Moscú y de Finlandia.»

Algunos miembros del Comité central que no habían asistido a la sesión del 10 se solidarizaron con ellos; principalmente Rykov y Miliutin. Se formaron dos corrientes: a favor de la insurrección y en contra. «En las controversias públicas —escribe un miembro del Comité de Petrogrado, Kiselev— no se pasaba de las objeciones ideológicas, pero en las discusiones particulares la polémica adquiría formas más ásperas. Nadie tenía empacho en decir que Lenin estaba trastornado, que llevaba indudablemente a la clase obrera a su pérdida, y nada bueno saldría de este levantamiento armado; que serían derrotados, que el partido sería aplastado y con él la clase obrera, que todo eso haría retroceder la revolución por muchos años, etc.» Por último, se reclamaba una reunión plenaria del Comité central, que volvería a examinar la cuestión y se pronunciaría definitivamente. Toda esta agitación interior no tardó en ser conocida en el exterior, y por la ciudad empezaron a circular rumores de que los bolcheviques «preparaban algo». Pero no se les concedía una importancia particular, ya que periódicamente circulaban rumores parecidos cada quince días. Pero eso dificultaba enormemente el trabajo emprendido por Lenin para preparar el dispositivo insurreccional. Después de todo, eso era exactamente lo que querían Zinoviev, Kamenev y sus partidarios. Para cortar de raíz esas tentativas de sabotaje contra «su» insurrección, Lenin resolvió convocar una asamblea extraordinaria del Comité central en la que participarían los representantes de las principales organizaciones bolcheviques de la capital. Su presencia podría servir eventualmente de contrapeso a la actividad perniciosa de «la pequeña pareja de camaradas» (así bautizó Lenin a sus dos ex discípulos y amigos).

La conferencia fue convocada para el 16. Debía celebrarse en Lesnoi, suburbio anexo al de Vyborg, del que Kalinin era alcalde desde la revolución. Éste, después de hacerse rogar un poco, cedió al Comité central una de las salas de la Alcaldía.

El trayecto desde la casa de Lenin a la Alcaldía de Lesnoi no era largo. Se puso en camino provisto de los accesorios que formaban parte habitualmente de su vestimenta de conspirador: peluca, gafas, etc., y acompañado de Chotman y del hermano menor de Rahia, ya que Rahia había sido convocado a la reunión en calidad de delegado. Marcharon en la oscuridad de la noche de un otoño particularmente lluvioso chapoteando en el barro y en los charcos y sacudidos por bruscas y violentas ráfagas de viento. Al dar vuelta a una esquina, el viento se llevó la gorra y la peluca de Lenin. Tuvieron que correr tras ellas. Ambas pudieron ser alcanzadas y volvieron a ocupar, en estado muy lamentable, el lugar que les correspondía en el cráneo de Lenin. Pero como la asamblea había decidido recibirlo en su aspecto natural, se quitó la volátil peluca al entrar en la sala de sesiones.

Eran veinticuatro en total, y sólo nueve de ellos pertenecían al Comité central. ¡Qué extraño, ese ausentismo sistemático que practicaba la mayoría de sus miembros en un momento tan grave! El único de los «ausentes» del 10 de octubre que ahora estaba presente era Miliutin, quien después de aquella fecha había apoyado ostensiblemente a Kamenev y Zinoviev. En cambio, de los doce que habían aprovechado cinco días antes la hospitalidad de la señora Sukhanov, cuatro, Trotski entre ellos, no acudieron esta vez. Entre los quince «responsables» admitidos a la sesión figuraban varios partidarios entusiastas de Lenin, pero la decisión final, confirmar o anular la resolución votada en la sesión anterior, dependía del compacto grupo de los miembros del Comité de Petrogrado y del pequeño equipo de trotskistas presentes.

Escuchemos ahora a Chotman:

»Lenin se instaló en el fondo de la habitación, sobre un pequeño taburete, sacó unas cuantas cuartillas de su bolsillo, hizo un gesto maquinal con una de sus manos como si quisiera ajustar su peluca ausente, cambió de parecer y bajó el brazo sonriendo. «Tiene la palabra el camarada Lenin», dijo Sverdlov... Al principio, Lenin habló sobriamente, con calma; luego, se animó poco a poco, se mostró como de costumbre espiritual y mordaz, atacando a los camaradas que no compartían sus opiniones sobre la urgencia de la insurrección... De vez en cuando, se levantaba y empezaba a caminar de un extremo a otro de la habitación, con los pulgares metidos en el chaleco, deteniéndose a veces en los períodos particularmente expresivos de su discurso. Habló cerca de dos horas. Lo escuchábamos religiosamente.»

Lo que decía eran cosas que todo el mundo las sabía ya. ¡Las había repetido tantas veces en sus mensajes y en sus artículos! Eran siempre los mismos argumentos para convencer, las mismas objeciones para refutar, las mismas conclusiones a que había que llegar infaliblemente. Pero era tal la magia de la palabra viva de Lenin, que todas sus repeticiones parecían revestidas de un brillo siempre nuevo. Miliutin abrió el fuego. «No estamos preparados para pasar a la ofensiva. No somos suficientemente fuertes para luchar contra el ejército. La burguesía es todavía muy poderosa. No podemos, en el curso de los próximos días, detener y destituir al Gobierno. Pero debemos estar preparados para responder a cualquier agresión del enemigo. En este sentido hay que interpretar la resolución votada.»

Lenin debió quedarse bastante asombrado al ver luego que su «tutor» tomaba posición contra él. Chotman tenía la cabeza dura, y por muy devoto que fuera de Lenin no lograba digerir lo que él llamaba «sus fantasías.» A nadie atraía tanto la insurrección como a él, pero era un hombre amante del orden y del método. ¡Que conceda Lenin por lo menos una semana para la preparación! ¡Pensad que no tenemos ni siquiera una red telefónica! ¡Ni siquiera caballos para asegurar el enlace por estafeta!

Lenin respondió secamente a Miliutin: «No se trata de una lucha contra el ejército, sino de la lucha de una parte del ejército contra otra. En cuanto a las fuerzas de que dispone la burguesía, no son temibles. Los hechos demuestran que tenemos superioridad numérica sobre ella.» A Chotman le gastó algunas bromas sobre su «enlace caballuno» y le demostró, en un tono de amistosa condescendencia, que con su manera de hacer la revolución no era una semana, sino un año, o tal vez varios años, los que se necesitarían antes de llegar a algún resultado.

Pero he aquí que interviene Zinoviev con una proposición concreta: en cuanto se abra el Congreso de los Soviets hay que pedirle que no se separe antes de la reunión de la Constituyente. El partido bolchevique debe adoptar una táctica de «defensa y espera». Hay que revisar la resolución del Comité central. Hay que decir llanamente que los bolcheviques no lanzarán la insurrección en el curso de los próximos cinco días.

Después le llegó el turno a Kamenev. En contraste con su habitual dulzura y placidez, esta noche se encuentra en un estado de gran excitación. El curso de los acontecimientos le ha dado la razón. Por lo menos, así lo cree. «Hace una semana que se votó la resolución y no se ha hecho nada, ni en materia técnica ni en materia militar. Esta resolución no ha tenido más resultado que dar la señal de alerta al Gobierno y permitirle que se organice. No se trata de escoger: ahora o nunca. Tengo confianza en la revolución rusa. Aquí se enfrentan dos tácticas: la de la conspiración y la de la fe en las fuerzas actuantes de la revolución rusa.» A partir de ese momento se exaltan las pasiones y las voces suben de tono. Los «nueve» del Comité central se dividen en tres grupos: Sverdlov, Stalin y Dzerjinski defienden sin reservas la resolución de Lenin y exigen que se pase inmediatamente a la acción. Zinoviev, Kamenev y Miliutin insisten en que esa resolución sea anulada y en que se declare expresamente que no habrá ninguna intervención antes de la apertura del Congreso. Yoffé y Sokolnikov, los dos amigos de Trotski, apoyan la resolución a condición de no tener que interpretarla como una orden de tomar las armas, sino como una recomendación de tomar el poder tan pronto como se presente una ocasión propicia. Eso significa que la resolución de Lenin se hallaría en gran peligro si no hubiera estado más que a merced de los votos del Comité central. Pero era defendida rigurosamente por la totalidad de los delegados de las organizaciones. A eso de las siete de la mañana, cuando Lenin propuso a la asamblea declarar que aprobaba enteramente la resolución del 10 de octubre, su moción obtuvo 19 votos contra 2, y 3 abstenciones. Lenin había ganado la partida nuevamente. Pero la «pequeña pareja de camaradas» no se rendía. Exigió la convocación inmediata, por la vía telegráfica, del pleno del Comité central. Kamenev anunció que dimitía del Comité por estimar, decía, que la política adoptada por éste llevaba al partido a su ruina. Nadie reaccionó. Todo el mundo se caía de sueño. Se levantó la sesión. Muera llovía obstinada y abundantemente. Lenin volvió a ponerse su peluca y sus gafas, se hundió la gorra hasta los ojos y se fue. Chotman y Rahia le siguieron.

Al despertarse al mediodía supo que el Comité ejecutivo central, que vivía sus últimos días esperando verse desposeído de sus poderes por el Congreso, cuya apertura estaba prevista para el 20 de octubre, había decidido aplazar ésta para el 25. Eso venía de perlas. De esa manera la insurrección, que era materialmente imposible organizar en veinticuatro horas, podía disponer de ese plazo suplementario de cinco días que le concedía el Ejecutivo sin saberlo. «Todo se arregla», debió pensar Lenin.

Pero Kamenev, por su parte, no permanecía inactivo. El periódico de Gorki, en su número del 17, acababa de señalar que circulaba por la ciudad «una hoja manuscrita firmada por los bolcheviques notorios que se pronunciaban contra la insurrección». Era, naturalmente, una alusión a la carta de protesta dirigida por Kamenev y Zinoviev al Comité central al día siguiente de la sesión del 10, y de la cual habían mandado una copia, entre otros, al Comité de Petrogrado. A este respecto, Kamenev juzgó necesario dirigir a ese periódico la siguiente aclaración:

»Tras un profundo examen de la cuestión de la oportunidad de una insurrección, Zinoviev y yo nos hemos dirigido a las organizaciones más importantes de nuestro partido en una carta en la que decíamos que el partido debía abstenerse de cualquier intervención armada en un futuro próximo. Quiero declarar que ignoro la existencia de cualquier decisión que haya podido ser tomada por nuestro partido para fijar la fecha precisa de cualquier intervención... La insurrección contra un Gobierno que conduce al país a su perdición es un derecho imprescriptible de las masas trabajadoras y, en ciertos momentos, un deber de los partidos que cuentan con su confianza. Pero la insurrección, como lo ha dicho Marx, es un arte. Por eso precisamente estimamos que nuestro deber es pronunciarnos contra toda tentativa para tomar, en la actual coyuntura, la iniciativa de una insurrección que estaría condenada al fracaso y que tendría consecuencias absolutamente desastrosas para el partido, para el proletariado y para la revolución. Jugárselo todo a la carta de la insurrección en los días venideros sería cometer un acto de desesperación. Nuestro partido es demasiado fuerte y le está reservado un porvenir demasiado grande para recurrir a ello.»

La aparición de esa carta sembró la inquietud en los círculos burgueses. Así, pues, el rumor de que los bolcheviques «preparaban algo» no carecía esta vez de fundamento. En las esferas políticas se reaccionó de otra manera. En la sesión del Soviet se planteó la cuestión a Trotski, que era el presidente desde el 27 de septiembre. Este evitó muy hábilmente la trampa que quería tenderle un sovietista de la nueva oposición. «El Soviet no ha decidido acción alguna —anunció con su voz sonora—; cuando el Soviet juzgue necesario pasar a los actos, lo dirá abiertamente a todos los soldados y a todos los obreros. La contrarrevolución es la que se prepara a atacar al Soviet. Debemos mantenernos preparados. En nombre del Soviet de Petrogrado, declaro: a la primera tentativa de los contrarrevolucionarios para atacar al Soviet o impedir la apertura de nuestro Congreso, contestaremos con una contraofensiva implacable que sostendremos hasta el fin.» Kamenev, que asistía a la sesión, se apresuró a hacer saber que estaba enteramente de acuerdo con Trotski.

Hasta la noche no tuvo conocimiento Lenin de la declaración publicada por Kamenev en el Novaia Jisn. Quedó completamente desconcertado. ¡Había quedado divulgado entre el enemigo todo el plan concebido para una insurrección relámpago que tenía en la sorpresa la principal de sus posibilidades de triunfo! Acto incalificable al cual asocia, naturalmente, a Zinoviev. Eso es actuar como verdaderos «esquiroles». ¿Y cabe imaginar un ser más vil y más infame que un Streickbrecher? A Lenin lc gustaba usar ese vocablo alemán, que se había convertido en la injuria preferida del proletariado revolucionario ruso. En una Carta a los miembros del partido bolchevique, de gran violencia, redactada bajo la impresión de la desoladora noticia, Lenin exige que sean inmediatamente expulsados del partido. Una traición como ésa merece el castigo más severo. Cuanto más elevada en el partido es la situación de los culpables, menos se debe vacilar en castigarlos. En cuanto a él personalmente, reniega de ellos, les da la espalda con asco. «Me sentiría cubierto de vergüenza —escribe Lenin— si a causa de las relaciones amistosas que tuve antaño con esos ex camaradas dudara en condenarlos. Digo abiertamente que ya no los considero camaradas y que voy a luchar con todas mis fuerzas, en el Comité central y en el próximo Congreso del partido, para la expulsión de uno y otro... Que los señores Zinoviev y Kamenev funden su propio partido con algunas decenas de troneras de su ralea. Nuestro partido bolchevique obrero saldrá ganando forzosamente.» Y una amarga queja se le escapa: «¡Tiempos difíciles! ¡Pesada tarea! ¡Pesada traición!» Pero... la traición será castigada y la tarea cumplida.

Zinoviev echó aceite al fuego al enviar a

Pravda una carta justificativa en la que se defendía contraatacando. Kamenev y él habían enviado copias de su carta a diferentes comisiones. Cierto: ¿Pero el propio Lenin no había usado antaño ese procedimiento? La mayoría de los miembros del Comité central estaban ausentes de la reunión. No se puede zanjar una cuestión de esa importancia en un conciliábulo de una decena de personas. Es Lenin el que, con su inoportuna iniciativa, ha dado la señal de alerta al Gobierno. La unidad del partido no se fortalece con las polémicas que tanto gustan a Lenin, etc.

La carta fue comunicada a Lenin. Provocó en él un nuevo acceso de furor. Escribe al Comité central exigiendo imperiosamente la expulsión inmediata del partido de esos dos «esquiroles». La adhesión de Kamenev a la declaración hecha por Trotski en la sesión del Soviet es, según él, una «simple estafa». Frente al enemigo, Trotski no podía hablar con otro lenguaje: su deber era disimular las verdaderas intenciones del partido. Pero Kamenev se ha conducido en esa ocasión «como un fullero». En cuanto a la carta de Zinoviev, es el colmo del descaro. No merece más que una respuesta: debe ser expulsado del partido lo mismo que Kamenev. «Al hablar así de dos antiguos compañeros íntimos —escribe Lenin— no lo hago alegremente, pero considero criminal cualquier vacilación en este caso... Hay que sanear el partido, librarse de una docena de intelectuales y marchar hacia las grandes e inmensas dificultades que nos esperan, de la mano con los obreros revolucionarios.» Zinoviev declara impúdicamente: «No es así como se consolida la unidad del partido.» «¿Qué es eso sino una amenaza de escisión?», exclama Lenin. Y anuncia categórica: «A la amenaza de escisión contesto con una declaración de guerra sin cuartel, hasta el final, por la expulsión del partido de los dos esquiroles.»

Después de haber recibido la carta de Lenin, Sverdlov, perplejo, convocó al Comité central. Era incondicional de Lenin, compartía enteramente sus concepciones de táctica revolucionaria, pero también tenía un respeto infinito por el reglamento. Era, en resumidas cuentas, el modelo de los burócratas revolucionarios, a condición de no interpretar ese término en su sentido peyorativo. El Comité central no tenía derecho a excluir del partido a sus dos miembros. Eso era de la incumbencia del Congreso. Pero podía y debía aceptar la dimisión de Kamenev. En lo que se refiere a Zinoviev, que no había ofrecido la suya, la mejor solución sería, estimaba Sverdlov, no ocuparse de él puesto que vivía escondido, y no podía participar en los trabajos del Comité.

Así se hizo. En la reunión que se celebró el 20 de octubre, y a la cual asistieron en total ocho miembros, se limitaron a aceptar, por cinco votos contra tres, la dimisión de Kamenev. Tres días después era reintegrado oficialmente en sus derechos y designado como futuro presidente del Congreso de los Soviets...

No se sabe cómo reaccionó Lenin al conocer esa noticia. Pero es fácil adivinarlo. En general, para el período que sigue inmediatamente al envío de su carta al Comité central, las informaciones que nos han llegado sobre él son más o menos nulas y los cuadros cronológicos más recientes publicados en la U.R.S.S., que consideran un deber el recoger lo más minuciosamente posible el menor gesto, la menor acción de Lenin, ofrecen una laguna completa en lo que se refiere a las fechas del 21 al 23 de octubre.24 Queda uno reducido a utilizar este breve fragmento de los

Recuerdos de Rabia: «El 23 de octubre llevé la carta de Lenin destinada a ser distribuida en las organizaciones. La entregué a una mecanógrafa del Comité del barrio de Vyborg, quien después de copiarla en varios ejemplares, la mandó a todos los comités del radio. Tropezaba con muchas dificultades para cumplir todos los encargos de Lenin, ya que los medios de comunicación eran muy malos. Pero había que cumplirlos. De lo contrario, me exponía a reprimendas corteses, pero muy severas. Visitaba, según sus indicaciones, los cuarteles, las fábricas, asistía a las reuniones y le llevaba las copias de las resoluciones votadas.»

Evidentemente, no era suficiente. A través de su mujer, Lenin se mantenía al corriente de la actividad del Comité del barrio de Vyborg. ¿Pero qué ocurría en el Instituto Smolny, convertido en el cuartel general del Soviet y del partido bolchevique? ¿Qué hacía ese Comité militar revolucionario que acababa de constituirse y cuyos dirigentes Podvoiski y Antonov le eran bien conocidos? En la mañana del 24 les hizo saber que deseaba verlos. Antonov ha contado esa entrevista en sus

Recuerdos: «Vimos aparecer ante nosotros a un pequeño viejo bastante despierto que parecía un músico o quizá un librero de viejo. Quitándose su peluca y sus gafas, Lenin nos apretó cordialmente la mano. «Bien, ¿qué hay de nuevo?, preguntó.» Antonov empezó a exponerle la situación en la Marina. Los cruceros y los acorazados son muy revolucionarios. Pero algunos torpederos y submarinos no son seguros.

Lenin le interrumpe: «¿No se podría dirigir a toda la flota sobre Petrogrado?» Antonov le explica que es materialmente imposible. «...Y además —agrega-los marineros no querrán dejar descubierto el frente del Báltico.» Entonces Lenin le dijo: «¡Pero tienen que comprender que la Revolución corre mayor peligro en Petrogrado que en el Báltico!» Y Antonov: «Es que, precisamente, no lo comprenden muy bien.» Lenin: «¿Pero entonces qué se puede hacer?» Antonov: «Podemos hacer venir dos o tres torpederos y un destacamento formado por marineros y obreros de Vyborg. De dos a tres mil hombres, en total.» Lenin (disgustado): «Es poco. ¿Y el frente del Norte?» Antonov: «Según los informes de sus delegados, el estado de ánimo es excelente y se puede esperar una ayuda considerable. Pero para saber exactamente con qué contamos habrá que ir allí.» Lenin: «Vaya sin tardar.» Antonov se calla, evasivo. Podvoiski agacha la cabeza y se muestra escéptico. «No estamos preparados, no estamos preparados», no cesa de repetir.

Los dos hombres se van y Lenin queda solo, sumido en la mayor desolación. Mañana va a abrirse el Congreso, los delegados van a empezar a hablar. Se va a discutir: levantarse o no levantarse, y mientras tanto los cosacos del general Krasnov van a llegar del frente, llamados por el Gobierno para amordazar al Soviet y disolver su Congreso. Y entonces ¡se habrá acabado la revolución! ¿Cómo impedir esta catástrofe? Lenin está solo. Se siente aislado del mundo exterior. En alguna parte, allá, en el Smolny, unos hombres se agitan en el vacío, pierden un tiempo precioso, se embriagan de discursos, mociones y resoluciones. Y las horas pasan. Las últimas horas en las que se juega la suerte del proletariado.

Garabatea unas palabras y llama a su «encubridora», la camarada Fofanova, cuya casa le sirve de refugio. —Lleve esto inmediatamente al Comité central y regrese enseguida. Fofanova obedece. Pero en el camino cambia de parecer. El Smolny está muy lejos. Prefiere llevar el recado de Lenin al Comité del barrio de Vyborg, que se encuentra cerca. Desde allí se telefonea al Comité central. En el otro extremo del hilo alguien contesta en nombre del Comité: «Se considera prematura la aparición de Lenin en el Instituto Smolny.» Se lleva la respuesta a Lenin. Entonces toma de nuevo la pluma y con febril apresuramiento empieza a escribir estas líneas: «Camaradas: Escribo estas líneas el 24 por la noche. La situación es sumamente crítica. Está más claro que la claridad misma que la contemporización es la muerte... «Es necesario, a toda costa, detener esta noche al Gobierno... ¡No podemos esperar más! ¡Se puede perder todo!... «Es necesario que todas las secciones, todos los regimientos, se levanten en el acto y envíen diputaciones al comité militar revolucionario, al Comité central bolchevique, exigiendo con apremio: en ningún caso, absolutamente en ninguno, debe seguir el poder en manos de Kerenski y compañía hasta el 25. El asunto debe quedar liquidado hoy sin falta por la tarde o en el curso de la noche... «Sería una catástrofe o un vano formalismo esperar la votación incierta del 25 de octubre; el pueblo tiene el derecho y el deber de zanjar tales cuestiones no con una votación, sino con la fuerza; el pueblo tiene el derecho y el deber, en los momentos críticos de la revolución, de dirigir a sus representantes, incluso a los mejores, y de no esperarles. «La historia de todas las revoluciones lo ha demostrado. Sería un crimen inconmensurable (sic), por parte de los revolucionarios, si dejaran escapar la ocasión sabiendo que la salvación de la revolución depende de ellos. «El Gobierno cede. Hay que liquidarlo a toda costa. «La contemporización es la muerte.»

¿A quién escribía? Los editores de las Obras de Lenin han titulado ese texto: Carta a los miembros del Comité central. Esa designación no podría ser aceptada, en mi opinión, más que bajo ciertas reservas. Se invita a los destinatarios de la Carta a ejercer la más enérgica presión sobre el Comité central. Lenin los insta a enviar diputaciones para incitarlo a la acción. En consecuencia, si se aceptara la atribución admitida por los editores de las Obras de Lenin, ¡serían los miembros del Comité los que deberían presionarse a sí mismos! Tal vez pudiera admitirse, en rigor, que Lenin quiso dirigirse a miembros aislados del Comité, a Stalin, a Sverdlov y a Dzerjinski, por ejemplo, exhortándolos a actuar al margen y por encima de la mayoría. Pero, en ese caso, ¿por qué no haberlos designado nominalmente, por lo menos a uno de ellos? Más bien se desprende la impresión de que la carta se dirigía a los miembros de una organización que estaba en contacto directo con las masas: el Comité de Petrogrado, sobre todo, que podía movilizar inmediatamente, como lo exigía Lenin, a las secciones y, por mediación de su organización militar, a los regimientos bolcheviques. En todo caso, cualquiera que sea la interpretación a que se llegue finalmente, de esa carta se desprende con toda evidencia una cosa: según Lenin, el Comité central y el Comité militar revolucionario se dormían en una inacción criminal.

»La carta fue llevada por Krupskaia al Comité central», afirma la reciente biografía de Lenin publicada por el Instituto Marx-Engels-Lenin. Tampoco en esto parecen coincidir las cosas muy bien. El Comité central, como se ha dicho, se reunía en el Smolny. Y Krupskaia declara formalmente en sus Memorias que pasó la tarde y luego la noche del 24 al 25 en el Comité del barrio de Vyborg y que no llegó al Smolny sino en las primeras horas de la mañana del 25, en un camión, con una amiga y con otros militantes de su sección. La camarada Fofanova afirma, por su parte, que fue ella la que se encargó de llevar la carta a su destino, pero sin dar mayores precisiones. Admitamos simplemente, para mantenernos en el terreno de las certidumbres, que la carta partió...

Pero eso no es suficiente para Lenin. Duda visiblemente de la eficacia de ese procedimiento de llamar a la acción por correspondencia. Por lo tanto, resuelve ir de todos modos al Smolny, por su propia voluntad. Es bastante lejos de su casa, son cerca de las diez de la noche, no está seguro de encontrar un tranvía y corre el riesgo de caer en manos de una patrulla de cadetes. ¡No importa! La revolución está en peligro de muerte y hay que salvarla. ¿A quién incumbe ese deber, en primer lugar, sino a Lenin? Por lo tanto, en marcha. Para librarse de Fofanova, cuyas súplicas para que renuncie a su «loco proyecto» no quiere oír, Lenin la envía a hacer un recado, se vuelve a poner su eterna peluca de conspirador, aplica a una de sus mejillas una servilleta doblada, lo que le permite disimular la mitad de su cara y le da al mismo tiempo el aspecto de un hombre que sufre horriblemente de un dolor de muelas, se pone las botas de hule (volverá a llover y no quiere mojarse los pies) y se marcha, seguido por Rahia, que lo acompaña como su propia sombra, después de haber dejado sobre la mesa, en lugar bien visible, esta nota: «Me voy a donde no quiere usted que vaya.»25

Hacia la medianoche, llegan como pueden al Smolny. El estado mayor de la Revolución proletaria está en plena ebullición. La gente va y viene, sumamente agitada, a lo largo de sus interminables corredores. Se siente que el agua hierve en la marmita, pero la tapadera resiste. ¿Qué va a hacer Lenin? ¿Precipitarse a la habitación donde está reunido el Comité central? Nada de eso. Prefiere enviar a Rahia en busca de Stalin, con la orden de traérselo. Mientras tanto, permanece en el corredor, agazapado junto al alféizar de una ventana. Stalin acude y lleva a Lenin a una pequeña habitación vacía, donde se encierra con él. De ahí partirá el impulso que pondrá en marcha a las fuerzas insurreccionales que el Comité militar revolucionario, aun teniéndolas listas para la acción, no se atreve todavía a utilizar.

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