Lenin

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LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO SOCIALISTA » 21. La toma del poder

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LA TOMA DEL PODER

El Soviet se reunió en asamblea plenaria a las dos y media de la tarde. Mientras esperaba la apertura de la sesión, Lenin se había puesto a redactar el informe que pensaba presentar y el texto de la resolución que debía ser adoptada por la reunión.

Empezaron sin él. Probablemente no había terminado todavía su trabajo. Trotski, que presidía, anunció: «En nombre del Comité militar revolucionario, declaro que el Gobierno provisional ha dejado de existir.» Deja pasar la tempestad de aplausos que han provocado sus palabras y machacando sus frases proclama: «Orden del día: Informe del Comité militar revolucionario, informe sobre las tareas inmediatas del Gobierno de los Soviets.» Tras un breve silencio, elevando todavía más la voz, anuncia solemne y triunfal: «El ponente es el camarada Lenin.» Nueva tempestad de aplausos, tras la cual inicia un brillante discurso para cantar las glorias de la revolución victoriosa.

Mientras habla, Lenin aparece discretamente en la tribuna presidencial. Al verlo, Trotski interrumpe su discurso. «Se encuentra entre nosotros el camarada Lenin —grita mostrando con un dedo a la asamblea al hombrecillo calvo (¡se acabó la peluca!) cuyo rostro lampiño es desconocido para la casi totalidad de los asistentes—. ¡Viva el camarada Lenin, que ha vuelto con nosotros!» Entonces surge el delirio. Los hombres saltan, tiran sus gorras al aire y lanzan frenéticos hurras. Saben que esta milagrosa revolución que se ha llevado a cabo en el curso de la noche se debe sobre todo, sino únicamente, a la inflexible voluntad de Lenin, a su perseverante obstinación, a su firme resolución de forzar todos los obstáculos y de actuar a pesar y en contra de todos si es necesario. Y aclaman locamente al vencedor, a quien esta victoria prestigiosa ha subido súbitamente a un pedestal que, desde ese momento, lo coloca ya fuera del alcance de toda medida común.

Lenin se impacienta y con una mano hace pequeños gestos imperativos. Esta ovación se prolonga demasiado y él tiene prisa por tomar la palabra. ¡Son tantas las cosas que hay que decir y que no toleran retraso alguno! Por fin le dejan empezar su discurso:

»La revolución obrera y campesina, cuya necesidad fue proclamada siempre por los bolcheviques, se ha llevado a cabo. ¿Cuál será su sentido y su alcance? En primer lugar, esto significa que tendremos un Gobierno de los Soviets en el que no participará la burguesía en modo alguno. Serán las propias masas oprimidas las que crearán los órganos del nuevo poder. La vieja máquina gubernamental será rota en mil pedazos; otra, completamente nueva, va a nacer bajo la forma de instituciones soviéticas. Una nueva era comienza en la historia de Rusia. Esta tercera revolución conducirá infaliblemente a la victoria completa del socialismo. La tarea más urgente es terminar la guerra. Esta está estrechamente ligada al régimen capitalista. Hay que empezar por vencer al propio capitalismo. El proletariado internacional nos ayudará. Los campesinos nos darán su confianza en cuanto sea abolida la propiedad de la tierra. Debemos ponernos inmediatamente a construir el Estado socialista.»

La sesión terminó hacia las seis de la tarde. Por la noche iba a abrirse el Congreso de los Soviets.

Lenin estaba empeñado en que el Palacio de Invierno debía ser tomado antes de la apertura del Congreso. Tenía esencial empeño en ello. Y, sin embargo, al terminar la tarde el palacio seguía en manos del Gobierno de Kerenski. El Comité militar revolucionario tergiversaba, vacilaba en dar la señal de asalto, alegando que no disponía de fuerzas suficientes para vencer la resistencia de los defensores del palacio, unos 1.500 cadetes y el batallón de «mujeres de choque», formación selecta compuesta de voluntarias, algunas de ellas bastante guapas, y que pertenecían más al ambiente del music-hall que al de la guerra. Ese retraso desesperaba a Lenin.

»A Antonov y a mí —cuenta Podvoiski— nos mandaba decenas de notas en las que nos llamaba cobardes y vagos, y nos acusaba de impedir la apertura del Congreso y de sembrar así la confusión en las filas de los delegados.» A todo esto, había caído la noche. Eran las diez. No se podía retrasar más la sesión. Declaró categóricamente que no se presentaría ante el Congreso mientras no fuera tomado el Palacio de Invierno. La sesión se abrió sin él a las once menos cuarto.

Lenin se había retirado a la pequeña habitación puesta a su disposición y allí rabiaba de impaciencia. «Se revolvía como un león enjaulado —escribe Podvoiski—. Necesitaba el Palacio a toda costa. ¡Y tronaba y juraba! Estaba dispuesto a mandarnos fusilar a todos.»

Eran las tres y diez minutos de la madrugada cuando Kamenev, elegido presidente del Congreso conforme a lo previsto, anunció a la asamblea que el Palacio de Invierno acababa de rendirse y que los ministros allí presentes del allí presente Gobierno provisional quedaban detenidos por el camarada Antonov, actuando en nombre del Comité militar revolucionario. La noticia fue comunicada inmediatamente a Lenin, quien permaneció en su habitación. La sesión del Congreso terminó sin él, a las seis de la mañana.

Unas horas más tarde (era el 26, cerca del mediodía) se reunía el Comité central del partido bolchevique. El acta de esa sesión, cuya importancia histórica es inútil subrayar, no ha sido publicada. Parece que no ha podido ser encontrada... Me veo obligado, por tanto, a reconstruir a tientas sus peripecias, según los testimonios de los que en ella participaron. Desgraciadamente, no confiaron a sus plumas todo lo que oyeron. El lector me permitirá que no recurra a juegos de imaginación para llenar las lagunas que se presenten.

La cuestión capital y que, por el instante, predominaba sobre todo lo demás era la composición del nuevo Gobierno. Había que redactar una lista de ministros que pudiera ser presentada al Congreso. Como los bolcheviques estaban en mayoría, su aceptación no ofrecía la menor duda.

Sin embargo, se presentó una dificultad desde el principio. Como los mencheviques y los socialistas-revolucionarios de derecha habían abandonado demostrativamente el Congreso para protestar contra la «violencia» de que iban a ser víctimas los ministros asediados en el Palacio de Invierno, no podía pensarse, estimaba Lenin, en hacerles un lugar en el nuevo Gobierno obrero y campesino. En cuanto a los socialistas— revolucionarios de izquierda que no los habían seguido y que seguían participando en los trabajos del Congreso, ésos eran otra cosa. Se les invitó a venir a ponerse de acuerdo con el Comité central bolchevique sobre las condiciones de su participación en el ministerio en formación. Contestaron que sólo entrarían en el Gobierno si se admitía a todos los partidos representados en el Soviet. Eso era preconizar un ministerio de coalición con los mencheviques, etc. Cosa absolutamente inadmisible para Lenin: Se decidió, por tanto, formar el Gobierno exclusivamente con bolcheviques.

Parece que Lenin no quería formar parte personalmente y que prefería ejercer desde fuera un derecho de vigilancia y de control. Lunatcharski, que había asistido a la sesión, decía al día siguiente a Sukhanov: «Voy a trabajar en el Comité central del partido», anunció (Lenin). Pero nosotros dijimos: «No. No aceptamos.» Le hemos obligado a cargar con la principal responsabilidad. De lo contrario, no haría más que criticar. A todos nos gustaría eso.»

Así fue como impusieron a Lenin la presidencia del Gobierno. No quedaba más que designar a sus miembros. Lenin no quería que se llamasen ministros. Trotski le atribuye a este respecto las siguientes palabras: «¡Sobre todo, nada de ministros! El título es abyecto, ha rodado por todas partes.» Entonces Trotski sugirió: «Podríamos decir comisarios, pero ya hay demasiados comisarios ahora. ¿Quizá «altos comisarios»? No, «alto comisario» suena mal. ¿Y si dijéramos: «comisarios del pueblo»? Lenin: ¿Comisarios del pueblo? Hombre, me parece que eso podría ser. ¿Y el Gobierno en su conjunto? Trotski: ¿Consejo de los Comisarios del Pueblo? Lenin: ¿Consejo de los Comisarios del Pueblo? Perfecto: eso huele a revolución.

Pero aunque había cambiado el nombre, la estructura interior del nuevo Gobierno estaba calcada con bastante exactitud del modelo clásico adoptado por el Parlamento burgués. Las mismas divisiones: Negocios Extranjeros, Defensa Nacional, Justicia, Hacienda, Interior, Agricultura, Instrucción Pública, Abastecimientos, Comunicaciones. Un solo departamento nuevo fue creado: el de los Asuntos de las Nacionalidades. Ahora que todas las minorías nacionales, tan numerosas en el antiguo imperio de los zares, iban a emanciparse, ese ministerio, perdón, esa Comisaría, se imponía absolutamente. Correspondió a Stalin, que por sus orígenes estaba perfectamente calificado para dirigirla. Las otras designaciones fueron menos afortunadas y algunas parecen francamente paradójicas. Lunatcharski, el incorregible bohemio, ascendido a ministro de Instrucción Pública, se lo hizo ver a Lenin. Este se encogió de hombros: «No tiene importancia. Lo importante es que todos los puestos estén ocupados. Siempre habrá tiempo para echar a los que no sirvan para nada. Ya veremos.»

De preferencia escogieron en el seno del Comité central. Para contentar a los moscovitas, Lenin hizo entrar en el Consejo, a regañadientes sin duda, a Rykov y Noguin, que recibieron la cartera del Interior y la de Industria y Comercio, respectivamente. Trotski asegura que protestó con todas sus energías contra su nombramiento para Negocios Extranjeros. Prefería ser director de la propaganda y de la prensa bolcheviques. Pero Lenin, según parece, consideró que sería bueno «enseñarlo a Europa», y Trotski aceptó. La «parejita de camaradas» no fue admitida en el Gobierno, pero se les insinuó una próxima compensación: la presidencia del nuevo Comité central ejecutivo para Kamenev y la dirección de Isvestia, llamado a convertirse en el órgano oficial del nuevo régimen, para Zinoviev.

Ignoro a qué hora había terminado la sesión del Comité central. Lenin debió dedicar el tiempo que le quedaba hasta la apertura de la del Congreso en preparar el texto de los dos grandes decretos, sobre la Paz y sobre la Tierra, que pensaba someter ya a los representantes de los soviets de toda Rusia a fin de mostrarles cuáles serían los primeros actos del nuevo Gobierno.

Eran las nueve de la noche cuando Lenin, elegido en su ausencia miembro del Buró del Congreso, hizo su entrada, con sus colegas, en la gran sala de fiestas del Instituto Smolny, donde estaba reunida la Asamblea. El periodista norteamericano John Reed, que se había situado en el camino que debía seguir Lenin y que lo observaba con atenta curiosidad, anotó más tarde en su libro: «Estaba completamente afeitado, pero ya empezaban a erizar su rostro los pelos de su perilla, antaño popular y que ahora no volverá a abandonar. Su traje estaba raído y sus pantalones eran demasiado largos.»

Seiscientos veinticinco delegados estaban presentes. Ya no había mencheviques ni socialistas-revolucionarios de derecha, por lo menos oficialmente. Muchos inconformes se habían metido, unos entre los socialistas-revolucionarios de izquierda y otros entre los «internacionalistas», minúscula fracción que creció súbitamente en proporciones inquietantes, y habían vuelto a la sala.

Kamenev anuncia: «El Congreso ha decidido tomar el poder en sus manos y vamos a someter desde ahora los proyectos de leyes que, en nuestra opinión, deben ser promulgadas lo más rápidamente posible. El camarada Lenin tiene la palabra.»

Lo mismo que la víspera, su aparición en la tribuna fue saludada con un clamor entusiástico. 'Paseó por los asistentes sus ojillos parpadeantes —escribe Reed—, aparentemente insensible ante la inmensa ovación que se prolongó varios minutos. Cuando terminó, dijo simplemente: «Pasamos ahora a la edificación del orden socialista.»

Se esperaba un discurso, pero Lenin se limitó a un breve preámbulo: «La cuestión de la paz es una cuestión candente de la que se ha hablado mucho, de la que se ha escrito mucho. Todos vosotros la habéis discutido seguramente muchas veces. Por eso me vais a permitir que pase directamente a leer la declaración cuya publicación incumbe al Gobierno que será designado por vosotros.» Y se puso a leer. Reed, que está a su lado, anota: «Su boca ancha, que parecía sonreír, se abría del todo cuando hablaba; su voz era ronca, pero no desagradable; parecía endurecida por años y años de discursos; corría monótona e igual, y se tenía la impresión de que no podría detenerse nunca. Cuando quería subrayar una idea, se inclinaba ligeramente hacia adelante.» Lenin lee: «El Gobierno obrero y campesino, nacido de la revolución del 25 de octubre, propone a todos los pueblos en guerra y a sus gobiernos comenzar inmediatamente conversaciones con vistas a concertar una paz democrática y justa sin anexiones ni indemnizaciones. Esta última condición no debe ser considerada como un ultimátum. El Gobierno obrero y campesino está totalmente dispuesto a examinar cualquier otra oferta: únicamente insiste en la extrema urgencia y en la necesidad de presentar esa oferta en forma clara y precisa, sin ningún equívoco. El Gobierno obrero y campesino renuncia a la diplomacia secreta. Va a emprender inmediatamente la publicación, para anularlos, de los acuerdos secretos concertados por el Gobierno zarista y mantenidos por los gobiernos burgueses que le han sucedido. Al mismo tiempo, el Gobierno obrero y campesino propone a todos los países beligerantes concertar un armisticio de tres meses, a fin de permitir a sus respectivos pueblos examinar y discutir detalladamente las condiciones de paz. Al dirigirse a todos los países, el Gobierno obrero y campesino se vuelve más especialmente hacia los obreros de los países capitalistas avanzados: Inglaterra, Alemania y Francia. Los obreros y campesinos rusos victoriosos no dudan de que el proletariado occidental les ayudará a hacer triunfar la causa de la paz, así como la de la liberación de las masas trabajadoras de toda esclavitud y de toda explotación.»

Lenin ha terminado. Los socialistas-revolucionarios de izquierda, los internacionalistas, los polacos, los lituanos y los letones declaran estar de acuerdo con él. Sólo un delegado se muestra descontento: según él, hay que suprimir el párrafo de la declaración donde se dice que el Gobierno ruso está dispuesto a examinar cualquier oferta que se le haga. «No debemos decir eso —estima—. Nuestros enemigos van a creer que tenemos miedo. Nuestro ofrecimiento de paz sin anexiones ni indemnizaciones deben tener el carácter de un ultimátum.» Lenin se levanta inmediatamente, categórico: «Me opongo formalmente a que nuestro ofrecimiento de paz se presente bajo la forma de un ultimátum. Eso puede echarlo todo a perder. Sería dar a los gobiernos burgueses el pretexto para no responder. Y ¿qué diríamos entonces a cualquier campesino de una provincia alejada si nos preguntara:

»Camaradas, ¿por qué me habéis impedido examinar todas las proposiciones de paz? Las hubiera discutido y hubiera dado después a mis representantes en la Asamblea Constituyente instrucciones de actuar de tal o cual manera?...» Se dice que así mostraríamos nuestra debilidad. Pero ya es hora de despojarse de ese falso orgullo burgués que consiste en pretender que un Estado es fuerte cuando sus dirigentes pueden conducir a su pueblo a cualquier parte, como si fuera un rebaño dócil. Según nosotros, un Estado es fuerte cuando las masas lo saben todo y lo dicen todo ellas mismas, con pleno conocimiento de causa. No debemos temer decir que estamos cansados de la guerra. Pues, ¿cuál es el Estado que no lo está? ¿Cuál es el pueblo que no lo dice abiertamente?»

Son las 10,35 exactamente. Kamenev pide a todos los que aprueben la declaración que levante la mano con su tarjeta de delegado. Sólo uno se atreve a desobedecer: sus vecinos le hacen entrar rápidamente en razón. Ahora todo el mundo está en pie. Todo el mundo parece ebrio de alegría. Todo el mundo grita: «La guerra ha terminado.» Se ponen a cantar. Cantos a la gloria de la Revolución triunfante y libertadora. Lenin se mantiene rígido, inmóvil, en el centro del estrado presidencial. Y canta con entusiasmo, con los ojos inflamados y el rostro exaltado, radiante de felicidad.

Unos instantes de descanso y Lenin se levanta de nuevo. Ahora hablará de la tierra. En primer lugar, una simple comprobación: la tierra debe pertenecer a los campesinos; el Gobierno que acaba de ser derribado ha cometido un crimen imperdonable retrasando esa solución y provocando con ello una desorganización total de la vida económica del país. El decreto es claro y breve. La propiedad terrestre queda abolida. Nada de indemnización. Nada de facultad de readquisición. Todas las tierras de los grandes propietarios, todos los dominios del Estado y de la Iglesia pasan, en espera de la decisión de la Asamblea Constituyente, a manos de comités agrarios y de los Soviets locales de los diputados campesinos. Toda degradación del patrimonio confiscado será castigada con sumo rigor. Y he aquí el reglamento a que habrá que ajustarse durante la aplicación de las medidas preconizadas por el decreto.

Ese reglamento no es más que la reproducción, casi textual, del gran Cuaderno general redactado por el partido socialista— revolucionario, según los 242 cuadernos locales de quejas campesinas, para el uso de los miembros del primer Congreso panruso de los diputados campesinos. Al escuchar su lectura, algunos diputados no pueden dejar de manifestar su sorpresa. Lenin reacciona en el acto: «Oigo voces que anuncian que el decreto y el reglamento han sido redactados por los socialistas revolucionarios. ¿Y qué?... ¿No da lo mismo que sea un partido u otro el que lo haya redactado? Como Gobierno democrático no podemos desconocer el deseo de la masa popular aunque no estemos de acuerdo con ella a ese respecto. La vida es la mejor escuela. Ella se encargará de enseñarnos quién tiene razón y quién no... Debemos marchar con la vida, debemos dejar a las masas plena y total iniciativa creadora. Estimamos que los propios campesinos sabrán, mejor que nadie, encontrar la solución justa del problema. ¿Con el método socialista-revolucionario o con el nuestro? Eso no es lo esencial. Lo esencial es que los campesinos tengan la certeza de que la propiedad territorial ya no existe en los campos. A ellos corresponde organizar su existencia como mejor les convenga.» Eso también era hablar como un jefe de Gobierno. Lenin se iba adaptando ya con extraordinaria facilidad a su nueva condición.

El decreto fue votado sin debate. Al final de la sesión, Kamenev da lectura a la lista propuesta de los miembros del Consejo de los Comisarios del Pueblo. Se oye a alguien exclamar: «¿Comisarios? ¿Qué significa eso? ¡Todo el poder para los soviets, y nada más!» El inoportuno es llamado severamente al orden. Pero he aquí que los socialistas— revolucionarios de izquierda empiezan a protestar: siguen insistiendo en su fórmula de Gobierno de coalición de todos los partidos soviéticos. Los «internacionalistas» comparten esa opinión. Pero es inútil. La lista es adoptada «por la abrumadora mayoría de los votantes», dice el Novaia Jisn. Luego eligen un nuevo Comité ejecutivo. Sesenta y dos de sus 101 miembros pertenecen al partido bolchevique. Tras lo cual, Kamenev declara que el segundo Congreso de los Soviets ha terminado. Son las cinco de la mañana.

 

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