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LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO SOCIALISTA » 22. En el timón de la nave del Estado

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XXII

EN EL TIMÓN

DE LA NAVE DEL ESTADO

Se ha levantado el alba por tercera vez desde que Lenin, contraviniendo la consigna, había hecho su aparición en el Smolny. ¿Se ha dado cuenta? ¿Quién podría decirlo?... Vive al margen del tiempo y del espacio, planeando sobre los escombros de un mundo que se derrumba. La esposa de Trotski, que llegó al Smolny al día siguiente o al otro del golpe de Estado, le había visto el aspecto de un lunático. «En sus movimientos y en sus palabras —leemos en sus notas— había algo de sonambulismo.» Pero también se fijó en su color, de un gris verdoso, en sus ojeras y... en su cuello postizo muy sucio. No se puede afirmar que en el curso de la jornada que va a iniciarse tendrá tiempo Lenin para pensar en conseguir otro.

Era el 27 de octubre y las cosas empezaban mal. La casi totalidad de los funcionarios y empleados de la Administración pública no se presentaron a su trabajo. Los Bancos habían cerrado sus ventanillas. Los periódicos que se publicaron protestaban con vehemencia contra el «golpe de fuerza bolchevique» y exhortaban a la población a no obedecer las órdenes de «una banda de aventureros políticos que ha usurpado el poder». Lenin reunió en su despacho al Consejo de los Comisarios del Pueblo, que celebró así su primera sesión. Se tomó la decisión de prohibir los periódicos recalcitrantes que «sembraban el desconcierto propalando rumores calumniosos» ; el comisario del Trabajo fue encargado de ordenar a todos los «huelguistas» burgueses que reanudaran inmediatamente el trabajo, so pena de severas sanciones, y se decretó, visiblemente para tranquilizar a la opinión pública, que las elecciones para la Asamblea Constituyente se celebrarían en la fecha prevista.

Por la tarde llegaron noticias alarmantes. Se supo que el partido socialista-revolucionario había lanzado un llamamiento al país anunciando la creación de un Comité de Salud de la Patria y de la Revolución; todos los verdaderos demócratas eran invitados a agruparse a su alrededor y a luchar en común contra los «usurpadores». Casi al mismo tiempo corrió el rumor de' que Kerenski, al frente de un cuerpo de caballería compuesto por cosacos del general Krasnov, marchaba sobre Petrogrado. Era exacto. Ya había ocupado Gatchina, lo que le abría el camino de la capital.

Podvoiski, a quien las circunstancias habían convertido en una especie de comandante en jefe de las fuerzas armadas del nuevo Gobierno, envió a su encuentro a unos cuantos destacamentos obreros (no se atrevía a fiarse de las tropas de la guarnición, que se decían «fatigadas» después de la «batalla» del Palacio de Invierno y que no querían salir de sus cuarteles), armados apresuradamente en el patio del Instituto Smolny. Esta vanguardia del ejército proletario corrió al combate, con candente entusiasmo guerrero. Chocó con un escuadrón de cosacos y fue dispersada en unos instantes. Antonov, que había partido precipitadamente para tratar de impedir la desbandada, regresó completamente desalentado. La situación parecía catastrófica.

Lenin observa ansiosamente el desarrollo de los acontecimientos. Se da cuenta de que el verdadero combate no ha hecho más que empezar y que el asalto espectacular del Palacio de Invierno, que no había costado ni una sola gota de sangre, no ha sido más que un brillante desfile revolucionario. Los talentos militares de Podvoiski no le inspiran gran confianza. Lo considera demasiado blando. Al enterarse de la derrota de la vanguardia revolucionaria, Lenin se traslada al palacio del Estado Mayor, donde éste celebra desde ahora sus sesiones. Podvoiski no se lo esperaba. Interroga a Lenin ofuscado: «¿Qué significa esta visita? ¿Debo interpretarla como una prueba de desconfianza?» El otro le corta la palabra: «No se trata de desconfianza. Simplemente el Gobierno obrero y campesino desea saber cómo funciona su alto mando militar.» Se hace traer un mapa y las preguntas empiezan a llover: «¿Por qué no se defiende esta posición? ¿Por qué se ha emprendido tal operación y se ha renunciado a tal otra? ¿Por qué se han dejado sin protección los accesos a la ciudad? ¿Por qué no se ha llamado a los marineros de Cronstadt?», etc. Podvoiski, desconcertado, no da pie con bola. Reconoce que, en efecto, ha descuidado muchas cosas, pero todo será reparado y promete solemnemente que el enemigo no pasará. Lenin le deja hablar y se va.

Vuelve al Smolny muy inquieto. Decididamente este Podvoiski no está a la altura de la situación. Sólo le queda un recurso: tomar personalmente en sus manos la dirección de las operaciones.

Ya ha pasado la medianoche cuando se establece la comunicación telefónica entre el Smolny y el Comité regional de Finlandia, con sede en Helsingfors. En un extremo del hilo está Lenin; en el otro, un miembro del Buró y el presidente de la sección militar de dicho Comité. El primero es un socialista— revolucionario de izquierda; el segundo, un bolchevique. Se entabla el siguiente diálogo:

LENIN.— ¿Puede usted hablar en nombre del Comité regional?

EL S.—R. (un poco vejado).— ¡Naturalmente!

LENIN.— ¿Puede usted dirigir inmediatamente a Petrogrado varios torpederos y otros barcos armados?

EL S.—R.— Vamos a llamar al presidente del Comité central del Báltico, pues es un asunto esencialmente naval. ¿Qué hay de nuevo por Petrogrado?

LENIN.— Las tropas de Kerenski han tomado Gatchina. La guarnición de la capital está cansada. Necesitamos poderosos refuerzos, enseguida.

EL S.—R.— ¿Y qué más?

LENIN.— En lugar de la pregunta «¿Y qué más?», esperaba oír que se estaba dispuesto a marchar y a combatir.

EL S.—R. (enfadándose).— No es necesario repetirlo. Hemos anunciado nuestra resolución. Por lo tanto, se hará lo necesario.

La conversación con el bolchevique tuvo un carácter más ameno. Se convino que 5.000 hombres decididos, provistos de víveres y de municiones, partirían inmediatamente para Petrogrado. El presidente del «Centrobalt», que había llegado mientras tanto, prometió enviar un grupo de torpederos y el acorazado La República a fin de poder efectuar, en caso necesario, el bombardeo de la costa para impedir el avance de los cosacos hacia la capital.

Al día siguiente, hacia el mediodía, Lenin reaparece en el Estado Mayor. Anuncia que, dada la necesidad de estar al corriente de la marcha de las operaciones, ha decidido instalarse permanentemente allí por algún tiempo. Ponen un despacho a su disposición. Pero eso no le basta. Quiere, además, tener una mesa en el de Podvoiski, quien, de esa manera, queda colocado bajo un estrecho control, y él empieza a dar órdenes y a convocar a los representantes de los comités de fábricas y de regimientos, desentendiéndose ostensiblemente de Podvoiski. Este cuenta en su libro: «Durante esas tres o cinco horas tuve varios altercados con Lenin a causa de su método de trabajo. Mis protestas eran escuchadas, pero no tenidas en cuenta. En realidad, se habían formado dos estados mayores: uno en el despacho de Lenin y otro en el mío... Ese «paralelismo» me desesperaba.» Tan es así que acabó por declarar que dimitía. Entonces Lenin se puso muy furioso. «Lo llevaré ante el tribunal del partido —exclamó—. ¡Será usted fusilado! ¡Le ordeno que continúe su trabajo y que no entorpezca el mío!» Podvoiski obedeció.

En esos días críticos Lenin dio toda la medida, apoderándose de un solo impulso del timón de un Estado a la deriva. Sus enemigos le han reprochado haberse agitado demasiado y haber querido entrometerse excesivamente en todo. Ciertamente, su trepidante actividad debió de parecer molesta para muchos «responsables» imbuidos de su importancia, pero era la única manera de obtener de ellos el máximo rendimiento que exigían las circunstancias excepcionales que acababan de crearse.

En la poderosa limousine que ha puesto a su disposición el sindicato de chóferes y garajistas de Petrogrado, Lenin vuela de un extremo a otro de la capital. Vela por el armamento. Activa el trabajo en las fábricas. Organiza la defensa de la ciudad. Manda requisar caballos de los coches de punto para el transporte de los cañones al «frente de Gatchina». Manda a los desocupados a abrir trincheras. Se le ve en todas partes, en todas partes se oye su voz.

Así transcurren las jornadas del 27 y del 28. El 29, un domingo, la situación se ha agravado todavía más. Los cadetes habían sido desarmados y dejados en libertad después de la toma del Palacio de Invierno. Con ayuda del Comité de Salud de la Patria consiguieron armas, y en las primeras horas de la mañana del 29 lograron apoderarse de las Escuelas militares expulsando, sin gran dificultad por lo demás, a los débiles destacamentos de la Guardia Roja que habían sido enviados allí por el Comité militar revolucionario. Desde allí se proponían marchar sobre el Smolny. La situación estuvo incierta durante tres horas. La llegada de los marineros de Cronstadt permitió liquidar esa tentativa insurreccional, pero esta vez corrió la sangre: hubo muertos y heridos. Esto, por lo que toca a Petrogrado. En Moscú, el Comité de Salud de la Patria había montado la insurrección en un plano mucho más amplio, arrastrando a la lucha a una parte considerable de las tropas de la guarnición. Finalmente, los bolcheviques tuvieron que abandonar el centro de la ciudad y atrincherarse en las barriadas obreras. El país quedó colocado así en plena guerra civil.

Al frente de la Confederación general de obreros ferroviarios se hallaba entonces un Comité en el que predominaban los elementos antibolcheviques y a quien la moda de las abreviaturas, impuesta a la Revolución rusa por la guerra imperialista de 1914, había bautizado con el nombre de «Vikjel». Este Comité lanzó la siguiente proclama: «Se ha encendido una guerra fratricida. El Gobierno de Kerenski ha sido incapaz de mantener el poder. El Consejo de los Comisarios del Pueblo que acaba de formarse en Petrogrado apoyándose en un solo partido, no puede ser reconocido y sostenido por todo el país. Es necesario formar un nuevo Gobierno que goce de la confianza de todos los demócratas. Ese Gobierno sólo puede ser creado mediante un acuerdo mutuo de los partidos democráticos, y no por la fuerza de las armas. En consecuencia, el Comité central ejecutivo de la Confederación general de los obreros ferroviarios anuncia a todos los ciudadanos, obreros, soldados y campesinos, su decisión irrevocable y su enérgica reclamación: cesar la guerra civil y entenderse con vistas a la formación de un Gobierno democrático. Si hoy mismo, en la noche del 29 al 30 de octubre, no se suspenden las hostilidades en Moscú y en Petrogrado, cesará el tráfico en todas las líneas.»

El Comité central se reunió bajo la impresión de ese ultimátum. Lenin estaba ausente. Stalin y Trotski, también. Kamenev aprovechó esa circunstancia para proponer a sus colegas entenderse con el Vikjel y votar la siguiente moción: «El Comité central estima ampliar la base gubernamental y admite la eventual reorganización de su composición.» Lo asombroso es que esa moción fue adoptada unánimemente por los diez miembros presentes, a pesar de que figuraban entre ellos Sverdlov y Dzerjinski, los dos fieles partidarios de Lenin, y los trotskistas Yoffé, Sokolnikov y Uritski. Esto demuestra claramente el desconcierto que sembró en el Comité central la gestión del Vikjel y lo necesaria que era la intervención de Lenin en todas partes, para impedir las debilidades y los extravíos de sus colaboradores.

Es cierto que el Comité no había dejado de especificar que el futuro Gobierno debía ser formado por el Comité central ejecutivo de los soviets y ser responsable ante él. Pero, al mismo tiempo, se había admitido que había que completar ese Comité con los representantes de los partidos que se habían retirado del reciente Congreso, es decir, con los mencheviques y los socialistas-revolucionarios de derecha, más los delegados del Vikjel, de Comunicaciones y de otras organizaciones similares de tendencia antibolchevique que se habían negado a participar en el Congreso de los Soviets, lo que no podía conducir más que a una alteración total de la mayoría en su seno. En otras palabras y para hablar claro, eso significaba la anulación total de los resultados obtenidos el 25 de octubre y el restablecimiento de un régimen kerenskista sin Kerenski, en espera de la intromisión de un general kornilovista (no faltaban) en el país.

Esa misma noche, en la sesión del Comité central ejecutivo, Kamenev hizo votar el envío de una delegación a la conferencia conciliadora convocada por iniciativa del Vikjel. Esta se celebró a altas horas de la noche. Los dirigentes de los mencheviques y de los socialistas-revolucionarios dieron a conocer sus exigencias. Querían que Lenin y Trotski quedaran absolutamente fuera del Gobierno, que los guardias rojos fueran desarmados y que el futuro Gobierno fuera responsable ante un «Consejo popular» formado por los miembros del antiguo Comité de los Soviets, es decir, por los Cheidze, los Dan, los Zeretelli, etc., los representantes de los municipios en los que había innumerables «cadetes» camuflados, y los de los comités del Ejército compuestos por jusqu'au boutistes irreductibles. Se nombró allí mismo una comisión para estudiar la composición del nuevo ministerio, cuya presidencia parecía estar reservada al jefe de los socialistas-revolucionarios, Chernov, Kamenev y dos de sus camaradas bolcheviques, Sokolnikov y Riasanov, aceptaron formar parte.

La comisión se reunió en el acto. Trabajó toda la noche y todo el día siguiente, pero sin poder llegar a un acuerdo definitivo. Se convino reanudar la discusión en una sesión plenaria de la conferencia.

Lenin se enteró con estupor de la nueva intriga urdida por Kamenev. En un principio no quiso creerlo, pensando que se trataba, por parte del Comité central, de una «maniobra diplomática» destinada a burlar la vigilancia del Vikjel y a impedirle que cumpliera su amenaza de huelga general, que hubiera imposibilitado el envío de refuerzos a los bolcheviques de Moscú. Pero pronto hubo de darse cuenta que era la existencia de su Gobierno la que se encontraba peligrosamente amenazada, y con ella la de la suerte de la propia revolución. Y esto en los precisos momentos en que, gracias a su infatigable energía, las tropas de Kerenski, atacadas por un cuerpo mixto formado por marineros, guardias rojos y algunas unidades de la guarnición de Petrogrado cuya inercia había logrado sacudir por fin Lenin, eran derrotadas. Sin concederse el menor descanso, Lenin aceptó ese nuevo combate y arremetió vigorosamente contra ese otro enemigo. Se presentó en la sesión del Comité central, el 1.º de noviembre, acompañado de Trotski. Este, el único comisario del pueblo «indeseable» junto con Lenin, atacó a Kamenev con vehemencia, pero sin mostrarse absolutamente intransigente. «Es evidente —observó— que los partidos que fueron derribados por la insurrección quieren arrebatar el poder a los que los han derrotado.» No se les permitirá. Por lo tanto, estimaba Trotski, no había que admitirlos en el Gobierno más que en una proporción del 25 por ciento. En cuanto a renunciar a la presidencia de Lenin, la cuestión no debía plantearse en ningún caso.

Pero Lenin no está dispuesto a tolerar la menor concesión. «La política de Kamenev debe cesar inmediatamente», declara. Hay que romper toda clase de conversaciones con el Vikjel. No hay que dejarlo entrar en el Soviet. Hay que enviara tropas a Moscú y ayudar a los moscovitas. La única solución posible es cortar por lo sano las vacilaciones y actuar resueltamente.»

Ve alzarse contra él a Rykov, que acaba de llegar precisamente de Moscú para tomar posesión de su Comisaría del Interior. En su opinión, «hay que tomar en serio las conversaciones con el Vikjel; Kamenev tiene razón». Miliutin, nombrado comisario de Agricultura, está de acuerdo con él: «No nos embalemos. No podremos soportar una larga guerra civil. Es necesario un entendimiento.» Lo mismo dice Zinoviev: «Es sumamente importante llegar a un acuerdo.» Riasanov, que asiste a la sesión en su calidad de delegado del Ejecutivo en la conferencia del Vikjel, se muestra particularmente pesimista: «Corremos el riesgo de quedarnos desesperadamente solos. Hemos hecho mal en mostrarnos intratables y agresivos en la cuestión de las personas. Si no lo hubiéramos hecho tendríamos a la clase media con nosotros. Renunciando al acuerdo engañaremos a las masas a las que hemos prometido un gobierno de soviets.» Por último, Kamenev: «La ruptura nos asestará un golpe terrible. El Vikjel dispone de una gran fuerza.»

Todas esas intervenciones parecen impresionar a la asamblea. Lenin, por más que afirma que «el Vikjel se ha pronunciado por Kornilov y que por lo tanto debemos llamar a las masas, que lo derribarán», no logra que le siga la mayoría. Por diez votos contra cuatro es rechazada la ruptura de las negociaciones. Entonces Trotski recurre a una hábil estratagema. Propone «concretar» esa resolución en los términos siguientes:

»Puesto que los partidos conciliadores no han emprendido esas conversaciones más que para provocar divergencias y una escisión en los medios de los obreros y los soldados, a fin de comprometer el poder de los Soviets, el Comité central autoriza a los miembros de nuestro partido a participar en ellas hoy todavía, y por última vez, con el objeto de denunciar su inconsistencia y provocar una ruptura definitiva de las negociaciones relativas a la formación de un Gobierno de coalición.» Su redacción fue aprobada por nueve votos contra cuatro y una abstención. Así se dio satisfacción casi completa a Lenin.

No se conformó con eso. Al día siguiente hubo nueva reunión del Comité central. El acta de esta sesión no ha sido publicada. Nada se sabe de los debates sostenidos, pero se conoce la resolución, abrumadora para Kamenev y su grupo, que impuso Lenin a la asamblea. Esta anunciaba esencialmente que la oposición que acababa de nacer en el seno del Comité central «saboteaba la recién iniciada dictadura del proletariado y de los campesinos más pobres», que dicha oposición era responsable de todas las dificultades con que tropezaba el trabajo revolucionario y que se la invitaba a «trasladar sus discusiones y su escepticismo» a la prensa, abandonando el trabajo práctico cuya utilidad negaba. «El Comité central confirma —decía también Lenin— que no s. puede renunciar al principio de un gobierno bolchevique homogéneo sin traicionar la divisa de el poder para los Soviets; que cediendo a los ultimátum y a las amenazas de la minoría se renuncia totalmente no sólo al poder de los Soviets, sino a la propia democracia; que a pesar de todos los obstáculos, la victoria del socialismo en Rusia y en Europa sólo podrá asegurarse con la continuación indefectible de la política seguida por el actual Gobierno.»

Cinco votaron contra la resolución que iba dirigida contra ellos: Kamenev, Zinoviev, Rykov, Miliutin y Noguin, nombrado comisario de Industria y Comercio y que ese mismo día había regresado de Moscú. Lejos de darse por vencidos, no hicieron más que trasladar la lucha al Comité ejecutivo de los Soviets. Kamenev reunió a la fracción bolchevique del Comité y le propuso adoptar una resolución que decía exactamente lo contrario de lo que Lenin preconizaba en la suya. Exigía sobre todo la continuación de las negociaciones; se conformaba con la mitad de las carteras del Gobierno y admitía la entrada en el Ejecutivo del Vikjel y demás organizaciones similares sin proceder a la reelección de sus cuadros dirigentes. Fue votada por la fracción y presentada a la asamblea general del Ejecutivo. Los socialistas-revolucionarios se declararon perfectamente satisfechos y le dieron sus votos. De ese modo, la resolución de Kamenev obtuvo una fuerte mayoría. La nueva oposición podía contar, por tanto, desde ese momento, con el apoyo del Comité ejecutivo de los Soviets.

Al enterarse de lo que acababa de pasar en el Ejecutivo en la noche del 2 al 3 de noviembre, Lenin reaccionó sin perder un instante, y a su manera. Redactó un Ultimátum de la mayoría del Comité central a la minoría, a la que se instaba a contestar por escrito y de una manera exenta de cualquier equívoco si pensaba respetar la disciplina del partido y ajustarse a los principios enunciados en la resolución adoptada por el Comité central. «De lo contrario —decía el Ultimátum— o en caso de una respuesta evasiva, nos dirigiremos inmediatamente a los comités de Petrogrado y de Moscú, a la fracción bolchevique del Ejecutivo de los Soviets y a un Congreso convocado extraordinariamente con la siguiente proposición: o bien el partido encarga a la actual oposición formar un nuevo Gobierno de común acuerdo con aquellos de sus aliados que actualmente la incitan a sabotear nuestro trabajo —y entonces nosotros nos reservaremos nuestra libertad de acción frente a ese nuevo Gobierno, que no podría traer consigo más que caos e impotencia—, o bien, cosa que nosotros no dudamos, el partido aprueba la única línea posible de conducta revolucionaria, expresada por la resolución de ayer del Comité central, y entonces los representantes de la oposición deben ser invitados a llevar su actividad fuera de los límites de nuestro partido. No puede haber otra solución. Evidentemente, la escisión sería algo muy deplorable. Pero más vale una escisión franca y honrada que un sabotaje y una traición oculta en el interior del partido.»

Para hacer aprobar ese ultimátum, Lenin no consideró necesario convocar una reunión del Comité central. Simplemente mandó llamar a su despacho, uno tras otro, a nueve de sus miembros, de los que estaba seguro: Trotski, Stalin, Sverdlov, Uritski, Dzerjinski, Yoffé; Bubnov, Sokolnikov y Muranov, y pidió a cada uno de ellos que firmara el texto. Ninguno se negó.

Los «cinco» replicaron al día siguiente con una declaración colectiva dirigida al Comité central, en la cual decían que éste, al rechazar la idea de un acuerdo con los demás partidos socialistas, único que hubiera podido consolidar las conquistas del 25 de octubre, lleva al partido y al país hacia la ruina. «No podemos compartir la responsabilidad de esa política desastrosa —anunciaba la oposición— y dimitimos del Comité central para tener derecho a decir toda la verdad a las masas y llamarlas para que sostengan nuestra divisa: ¡Viva el Gobierno de todos los partidos soviéticos!» En consecuencia, una semana después de haber tomado el poder, el partido bolchevique era presa de una grave crisis interior, la más grave quizá que tuvo que sufrir desde su separación de los mencheviques. En el exterior, la situación parecía también muy sombría. La liquidación de la «ofensiva» de Kerenski había constituido, naturalmente, un éxito grande, muy grande, para el nuevo Gobierno. Pero los cosacos de Krasnov se habían dejado derrotar simplemente porque no querían luchar por el «alocado Kerenski», al que despreciaban soberanamente, y la promesa de los emisarios bolcheviques, enviados a su campo por Lenin, de desmovilizarlos inmediatamente, debió causar en ellos, con toda seguridad, más efecto que el fuego de la artillería, bien escaso, de las tropas gubernamentales.

Pero, una vez descartado ese peligro, subsistían otros. Era evidente que el Gobierno bolchevique no tenía detrás de él a la mayoría del país. En la mayoría de las grandes ciudades el poder había pasado, ciertamente, a los soviets locales, pero éstos seguían teniendo entre sus miembros un número respetable de mencheviques y de socialistas-revolucionarios. El ejército, los once millones de «capotes grises» amontonados en las trincheras, sin contar oficiales y comitards de la retaguardia francamente antibolcheviques, no habían tomado posición en su conjunto. El Ejército no pedía más que una sola cosa: que terminara la guerra y que todo el mundo pudiera regresar a su casa. Al oír la voz de la radio gubernamental anunciarles el «inmortal decreto» sobre la paz, esos seres simples se imaginaron que los iban a dejar partir enseguida. Pero pasan los días y nada ha cambiado: la gente sigue sumida en el barro y en la nieve. De ahí los sordos murmullos, sostenidos y atizados por algunas voluntades interesadas: «Lenin y sus bolcheviques nos han engañado. Prometieron la paz y ahora que son los amos nos han abandonado.» Tampoco con los campesinos marchaba muy bien la cosa. El Gobierno bolchevique les había dicho: «Quitad la tierra a los propietarios. Es vuestra.» Pero esperaban que el Gobierno procediera a las expropiaciones y se las entregara después. Estaban acostumbrados a que el Estado lo arreglara todo y, ahora, ese mismo Estado (poco les importaba que se llamara zarista, democrático o bolchevique) les decía: «Os doy plena libertad para actuar. Arregláoslas como podáis.» Todo esto no les parecía muy serio. «¡Vaya un Estado!», debían pensar.

Lo más grave quizá era el sabotaje admirablemente organizado de los funcionarios y de los técnicos de las grandes empresas industriales y comerciales. El personal de los ministerios y, en general, de todas las administraciones públicas, desde el omnipotente director de departamento hasta la última taquígrafa, se había declarado en huelga y se negaba obstinadamente a cumplir las órdenes de sus nuevos jefes. La prensa, por su parte, abrumaba al Gobierno bolchevique con sarcasmos e injurias. Hubo que prohibir la mayoría de los periódicos, cerrar sus imprentas, requisar sus depósitos de papel y llevar a cabo numerosas detenciones, lo cual no dejó de provocar la indignación de la opinión pública, ya de por sí alarmada por los frecuentes saqueos a que se entregan turbios elementos alentados por la supresión de la policía. Los círculos intelectuales ponían el grito en el cielo: «¡El patrimonio cultural de la nación está a punto de ser dilapidado! ¡Los tesoros de arte son aniquilados! ¡Socorramos a la civilización amenazada por nuevos bárbaros!», etc. El contagio acabó por propagarse a los propios círculos del Soviet de Petrogrado. Lenin, que estaba constantemente al corriente de la temperatura de la opinión pública, consideró necesario intervenir. Hizo saber al Soviet que iba a presentarse en su sesión del 4 de noviembre con un discurso sobre la política general del Gobierno. Ese Parlamento de soldados y obreros iba a ver aparecer por primera vez ante él al presidente del Consejo de los Comisarios del Pueblo. Delegados del frente vinieron especialmente a Petrogrado para escucharle.

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