Lenin

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LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO SOCIALISTA » 22. En el timón de la nave del Estado

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Lenin habló como jefe del Gobierno, pero sin rodeos, y con una simple y cruda franqueza en algunos puntos. Empezó, naturalmente, por la cuestión que atormentaba a todo el mundo: la de la paz. Y enseguida dio el tono: no hay que hacerse ilusiones, hay que saber mirar la realidad a la cara. «Sí, hemos considerado que nuestro primer deber era proponer la paz inmediatamente, a todos los pueblos, y lo hemos hecho... Pero jamás hemos prometido que la guerra terminaría en el acto, tirando las bayonetas al suelo. El mundo está en guerra porque los capitalistas que se lo han repartido entre ellos están en conflicto. Es imposible terminar la guerra sin aniquilar el poderío del capitalismo.» Por tanto, hay que tener paciencia: la paz llegará, eso es absolutamente seguro. Pero no será mañana ni pasado mañana. «¿Los campesinos? Un nuevo fenómeno se deja ver: se niegan a creer que el poder ha pasado a los Soviets, siguen esperando que el Gobierno haga algo. Pues bien, nosotros les decimos: «¡Que el pueblo entero aprenda a gobernar! ¡Poneos en pie, levantaos, y entonces nada os asustará!»

¿Se reprochan al Gobierno las detenciones? «Sí, detenemos a los enemigos del régimen: hoy mismo hemos tenido que detener al administrador del Banco del Estado. Se nos acusa de haber recurrido al terror, pero el terror que aplicamos nosotros no es el que practicaban los revolucionarios franceses que guillotinaban a hombres desarmados, y que espero no nos veremos obligados a aplicar.»

¿El problema de los técnicos? «Para reanudar la producción necesitamos ingenieros, y apreciamos grandemente su trabajo. Les pagaremos gustosos. Por el momento no nos proponemos privarles de su condición privilegiada. Todo el que quiera trabajar nos es útil. Pero que trabaje no como un jefe, sino como un igual, bajo el control de los obreros. No tenemos el menor resentimiento contra las personas, y trataremos de ayudarles a pasar a su nueva situación.»

Y para terminar: «Se dice que estamos aislados. La burguesía ha creado alrededor de nosotros una atmósfera de calumnia y de mentira. Pero no he visto un solo soldado que no haya saludado con entusiasmo la toma del poder por los Soviets, ni un solo campesino que se haya pronunciado contra los Soviets. Que se unan los campesinos más pobres con los obreros, y el socialismo vencerá en el mundo entero.»

Era ostensible la tendencia de Lenin a insistir en los Soviets. Eso le permitía ser categórico al insistir en la adhesión general e incondicional de las masas trabajadoras a su respecto. Así podría explicarse igualmente la inmensa ovación que le siguió cuando, una vez terminado su discurso, se dirigió hacia la salida, sin esperar a que se iniciaran los debates.

Además, tenía el tiempo limitado. Aquella misma noche debía asistir a la reunión del Comité ejecutivo de los Soviets, donde le esperaba una tarea difícil.

La política de Kamenev había dado sus frutos. Los socialistas— revolucionarios de izquierda hablaban abiertamente ya de un bloque con la fracción bolchevique del Soviet y se regocijaban por el «espléndido aislamiento» (tal era exactamente la expresión empleada por uno de ellos) en que iba a quedar Lenin. «Los bolcheviques razonables», decía otro, sabrán ejercer su influencia sobre el Ejecutivo y sobre el Soviet de Petrogrado. Uno de esos «bolcheviques razonables», Larin, se presentó en la asamblea (unas sesenta personas) con la declaración siguiente: «Las medidas adoptadas contra la libertad de prensa tenían sus razones durante la lucha. Ahora ya nada la justifica.» Por eso pide que la asamblea decida: «El decreto d Consejo de los Comisarios del Pueblo sobre la prensa quedó suprimido. Sólo por decisión de un tribunal especial elegid por el Comité ejecutivo de los Soviets se podrán aplica medidas de represión política.» Ese texto fue acogido con un tempestad de aplausos. Un «leninista» propone entonces un contrarresolución: «El restablecimiento de la pretendida libertad de prensa, es decir, la restitución pura y simple de la imprentas y del papel a los capitalistas, envenenadores de conciencia pública, sería una capitulación inadmisible. Es medida, indudablemente contrarrevolucionaria, debe se rechazada categóricamente.»

Trotski, que ha venido con Lenin, apostrofa, iracundo, «bolchevique razonable»: «¿En nombre de qué partido habla usted?» Y después, con la misma fogosidad: «Se abusa de la palabras libertad de prensa. Los contrarrevolucionarios, según ellos, se han levantado para defenderla en Petrogrado y e Moscú. Nuestra victoria no es completa todavía. Lo periódicos son un arma para nosotros. Su prohibición es un medida de legítima defensa.» A continuación, el socialista revolucionario Karelin repite, con mucho acaloramiento (tiene apenas veintiséis años) los conocidos argumentos en favor de derecho sagrado del individuo a expresar libremente s pensamiento. «Respetando ese derecho —exclama par terminar— emprendemos el camino del verdadero socialismo.

Ahora es Lenin el que responde, «tranquilo, impasible, con frente arrugada, hablando lentamente, escogiendo su palabras». Así lo vio Reed, ese insaciable reportero revolucionario que, de un alba a otra, recorre los mítines y la reuniones. Lenin: «El camarada Karelin asegura que el camino recomendado por él conduce al verdadero socialismo. Sí, lo mismo que los cangrejos. Trotski tiene razón: los cadetes se han levantado en nombre de la libertad de prensa y la guerra civil ha sido desencadenada en Petrogrado y en Moscú en nombre de la libertad de prensa... Siempre dijimos que cuando tomáramos el poder los periódicos burgueses serían suprimidos. Tolerar la existencia de la prensa burguesa significa dejar de ser socialista... No podemos dar a la burguesía los medios de calumniarnos. ¿Qué clase de libertad es la que necesitan esos periódicos? ¿No es la libertad de acumular stocks de papel y contratar a un montón de plumíferos? Debemos romper resueltamente con esa libertad de la prensa al servicio del capital.»

Se contaron los votos. La resolución «razonable» de Larin fue rechazada por 31 votos contra 22. No era más que el preludio.

He aquí a Noguin que se levanta para leer «en nombre de un grupo de comisarios del pueblo» una declaración: «Estimamos que únicamente la formación de un Gobierno que incluya a todos los partidos socialistas puede consolidar las conquistas de la revolución del 25 de octubre. El Consejo de los Comisarios del Pueblo ha escogido otro camino: el mantenimiento de un Gobierno puramente bolchevique, por medio del terror político. Nosotros no queremos ni podemos seguir ese camino. Por eso dimitimos ante el Comité ejecutivo de los Soviets nuestras funciones de comisarios del pueblo. Firmado: Noguin, comisario del pueblo para la Industria y Comercio; Rykov, comisario del pueblo para el Interior; Miliutin, comisario del pueblo para la Agricultura; Theodorovitch, comisario del pueblo para el Abastecimiento.» Se adhirieron a esa declaración: el comisario encargado de los Transportes, Riasanov; el comisario encargado de los Asuntos de la la Prensa, Derbychev; el comisario de la Imprenta del Estado, Arbuzov; el comisario de la Guardia Roja, Yurenev; el director de la sección de conflictos en el Ministerio (sic) del Trabajo, Fedeorov; el director del Departamento de Legislación, Larin.

Se produce un momento de sensación y de silencio abrumador y molesto. La cosa no ha terminado. Un representante de los socialistas-revolucionarios de izquierda interpela «al presidente del Consejo de los Comisarios del Pueblo» en nombre de su fracción: 1.º ¿Por qué razón los proyectos de decretos y otros actos legislativos del Gobierno, apresurados y esquemáticos, no son sometidos previamente al examen del Comité ejecutivo de los Soviets? 2.º ¿Piensa el Gobierno renunciar a ese procedimiento extremista arbitrariamente instituido por él y absolutamente inadmisible?

Lenin tiene la palabra. Esta vez parece haberle abandonado la «tranquilidad impasible» notada por Reed. Su réplica es vehemente, implacable: «¿Nos reprocháis ser esquemáticos? ¿Pero dónde están vuestros proyectos, vuestras enmiendas, vuestras resoluciones? ¿Dónde están los frutos de vuestra obra legislativa?... ¿Somos extremistas? Y vosotros ¿qué sois? ¡Adeptos de los métodos de obstrucción parlamentaria! Si no estáis contentos, convocad un nuevo Congreso de los Soviets, pero ni intriguéis, ni habléis del hundimiento del poder. El poder pertenece a nuestro partido, que cuenta con la confianza de las masas populares.»

Este lenguaje enérgico no parece intimidar al interpelador. Propone someter a votación la moción que declara que el Consejo de los Comisarios del Pueblo no cuenta ya con la confianza del Comité ejecutivo de los Soviets. Una contramoción leninista es depositada en el acto. Esta concede al Gobierno el derecho de promulgar decretos, en casos de urgencia, sin tener que someterlos previamente a discusión en el Comité ejecutivo, a condición de que se ajusten al espíritu general del programa adoptado por el reciente Congreso de los Soviets.

Antes de pasar a la votación, los socialistas-revolucionarios exigieron que los miembros del Gobierno presentes en la sesión no votaran, para no ser juez y parte. Lenin se negó a aceptarlo, alegando «precedentes creados en congresos del partido». No se sabe exactamente cuáles podían ser esos precedentes, ya que ninguno de los miembros del partido bolchevique había ejercido función gubernamental alguna antes de la revolución de octubre. El caso es que Trotski y Stalin compartieron su opinión, gracias a lo cual la contramoción leninista, que mantenía la confianza al Gobierno, pudo ser aprobada por mayoría de votos (25 contra 23).

Una vez ganada así la partida, Lenin se dedicó inmediatamente a liquidar su primera crisis ministerial. En la misma sesión, y quizá con la esperanza de halagar a los socialistas— revolucionarios, ofreció la cartera de Agricultura a uno de ellos, Kolegaev, encargándose de presentar al día siguiente a la consideración del Comité ejecutivo los candidatos para los demás puestos vacantes.

Faltaba ajustar las cuentas a Kamenev. En la sesión del 8, el Comité central decidió que sería retirado de la presidencia del Comité ejecutivo de los Soviets y reemplazado por Sverdlov. En cuanto a Zinoviev, capituló más o menos honorablemente. «Numerosos camaradas y delegaciones obreras —decía su carta, publicada en

Pravda—nos piden con insistencia, a mí y a mis colegas, que reconsideremos nuestra decisión. Me dirijo a éstos: en la situación actual, nuestro deber es someternos a la disciplina del partido.» Al cabo de tres semanas, los «resistentes» presentaron una demanda de reintegración al Comité central. Fue rechazada. Lenin había asistido a la sesión. Esa era la menos importante de las pruebas a que se vio sometido el jefe del nuevo Gobierno.

El llamamiento dirigido el 27 de octubre a todos los países beligerantes para «hacer la paz» no había obtenido respuesta. Lenin esperó diez días. No viendo venir nada, hace ordenar al comandante en jefe de las fuerzas armadas rusas, general Dukhonin, que se dirija sin demora al mando enemigo con la proposición de cesar inmediatamente las hostilidades con vistas a la apertura de negociaciones de paz. Dukhonin no contesta al radiotelegrama gubernamental recibido el 8 de noviembre a las cinco de la mañana. Lenin, que se huele la mala voluntad del general, después de haber esperado todo el día y toda la noche, lo llama por teléfono a las dos de la madrugada. El comisario del pueblo para la Guerra, Krylenko, y Stalin, van a asistir a la conversación, cuyo texto íntegro ha sido conservado y muchas veces publicado desde entonces.

En lugar de explicarse con franqueza, Dukhonin quiso tratar de eludir la cuestión. El texto del telegrama, según él, carecía de precisión. Y a su vez se puso a interrogar a Lenin: ¿Se ha recibido alguna respuesta de los Estados beligerantes sobre la proposición que se les ha hecho para iniciar negociaciones de paz? ¿Había que entrar en conversaciones en todos los frentes, incluido el del Cáucaso, o sólo los alemanes? ¿Y qué iba a ser del ejército rumano que cooperaba en la defensa del frente ruso?

Lenin quiere cortar en seco esas digresiones. La orden dada está perfectamente clara, según él. Es inadmisible que su ejecución haya sido retrasada por medios dilatorios. «Haga el favor de contestarme con precisión y sin rodeos», insiste.

Entonces Dukhonin se decide a hablar claro: «Llego a la conclusión de que le es imposible entrar en negociaciones directas con las potencias beligerantes. Menos posible es para mí actuando en su nombre. Unicamente un Gobierno estable, apoyado por el ejército y el país, podría gozar ante el enemigo de una autoridad suficiente para conducir esas conversaciones.»

De esa manera, el generalísimo de los ejércitos de la República socialista rusa se permitía anunciar, en términos apenas velados, que negaba al Consejo de los Comisarios del Pueblo la calidad de Gobierno. No quedaba, por tanto, más que destituirlo. Eso fue lo que hizo Lenin en el acto, sin la menor vacilación, dirigiéndole al general Dukhonin estas palabras memorables: «En nombre del Gobierno de la República rusa y por orden del Consejo de los Comisarios del Pueblo, queda usted destituido de sus funciones por desobediencia al Gobierno, y porque su conducta causa daños inauditos a las masas trabajadoras de todo el país, y sobre todo a los ejércitos. Le ordenamos, so pena de sanciones previstas por el Código militar en tiempo de guerra, hacerse cargo del despacho de los asuntos corrientes en espera de que llegue al Gran Cuartel General el nuevo comandante en jefe. El aspirante Krylenko es nombrado generalísimo de los ejércitos de la República.»

Con eso terminó la conversación. Stalin, que se mantenía silencioso, conforme a su costumbre, junto a Lenin, conservó de ella un recuerdo imborrable. Mucho tiempo después, recordando esa escena, escribía: «El momento era terrible... Recuerdo que después de callarse un instante ante el aparato, Lenin se incorporó, con el rostro iluminado por una llama interior. Era evidente que había tomado su decisión.»

En efecto, una hora más tarde hacía difundir por la radio un llamamiento A todos los soldados y a todos los marinos. Tras un breve resumen de la conversación con Dukhonin, les decía: «La obra de la paz está en vuestras manos. No permitáis a los generales contrarrevolucionarios obstaculizarla... Que los regimientos que se encuentran en la línea de fuego designen inmediatamente delegados para comenzar conversaciones de armisticio con el enemigo. El Consejo de los Comisarios del Pueblo os confiere el derecho de hacerlo. Informadle de la marcha de las conversaciones. El es el único calificado para firmar el acuerdo definitivo.»

Las cosas se llevaron de prisa. En la mañana del 9, el Alto Mando alemán aceptaba la proposición, transmitida por la radio, de entrar en conversaciones. Quedó convenido que éstas comenzarían el 20. Desde ese momento se daba la orden de cesar el fuego en todo el frente y comenzaba la fraternización.

Al día siguiente de su «salto hacia lo desconocido» (así llamó más tarde Stalin la brusca revocación de Dukhonin) Lenin se encontró frente a un adversario mucho más temible: la oposición campesina, que no se rendía. La gente del campo, que se mostraba lenta en responder a sus reiterados ofrecimientos, se había mantenido fiel a «su» partido: el de los socialistas-revolucionarios. El viejo Comité ejecutivo de los Soviets, en el que dominaban éstos, no reconocía la autoridad del Congreso que había sido sancionado por la revolución del 25 de octubre y seguía actuando como si siguiera en funciones. Así fue como decidió reunir un Congreso panruso de los diputados campesinos que, según él, debía convertirse en un arma contra el «seudo-gobierno» del Consejo de los Comisarios del Pueblo y en un centro de resistencia antibolchevique.

Lenin decidió desbaratar esa maniobra convocando con toda urgencia un «Congreso extraordinario» de los diputados campesinos, por el nuevo Comité ejecutivo de los Soviets. Malkin, uno de los miembros de la comisión organizadora, escribe en sus

Recuerdos: «Lenin mostraba un interés muy particular por ese Congreso. Nos llamó varias veces a su despacho, exigiendo un informe detallado sobre la marcha de nuestro trabajo, y metiéndonos prisa enérgicamente. «Es necesario —repetía— adelantarnos, cueste lo que cueste, a la gente de la Fontanka (en la avenida de ese nombre se hallaba situado el edificio donde estaba el centro de los socialistas— revolucionarios de derecha, es decir, los animadores del antiguo Comité ejecutivo de los Soviets). El récord fue batido. La «gente de la Fontanka» estaba todavía mandando sus convocatorias cuando, el 10 de noviembre, inauguraba sus sesiones el Congreso extraordinario de los diputados campesinos. Pero una gran decepción esperaba a Lenin. El Congreso lo formaban 160 socialistas-revolucionarios (110 de izquierda) y 40 bolcheviques solamente. Es cierto que estos últimos podían contar con unos quince simpatizantes venidos de Ucrania. Cuarenta diputados se habían declarado «sin partido». Incluso ganándoselos a todos para su causa, los bolcheviques no debían esperar obtener la mayoría en el Congreso. Se hacía necesario llegar a un acuerdo con el ala izquierda del partido socialista-revolucionario. Esa fracción no gozaba de todas las simpatías de Lenin desde su reciente alianza con el grupo rebelde de Kamenev y compañía. Pero sabía ver las cosas con realismo y estaba dispuesto a tenderles la mano.

La Mesa directiva del Congreso fue informada de que el presidente del Consejo de los Comisarios del Pueblo se proponía presentarse ante aquél para leer un informe en nombre del Gobierno. El Congreso contestó votando una resolución que exigía la formación de un Gobierno de coalición socialista. Eso era el día 12. El 13 declaró que se negaba a escuchar a Lenin como jefe del Gobierno, ya que no reconocía esa calidad, ni a él ni a sus colaboradores del Consejo. Entonces Lenin ordenó a la fracción bolchevique del Congreso que presentara un ultimátum: o lo escuchaban o la fracción abandonaría in corpore el Congreso. La asamblea encontró entonces la manera de evitar el conflicto adoptando una solución neutral: Lenin será autorizado a tomar la palabra, pero como simple representante de su partido. Aceptó. Era un poco humillante para él, pero sabía evitar los formulismos y plegarse a las circunstancias en los casos necesarios.

Se presentó ante el Congreso el 14 de noviembre, «encargado por la fracción bolchevique de exponer el punto de vista del partido sobre la cuestión agraria». Así se expresó el redactor de la crónica dada por

Pravda de esta sesión.

Lenin se había impuesto la tarea de conquistar a los socialistas— revolucionarios de izquierda. Los necesitaba porque, decía, «los campesinos los escuchan todavía». Sin dejar de criticar su actitud en el pasado, Lenin supo mostrarse conciliador. «El gran error de los socialistas-revolucionarios de izquierda —dijo Lenin— fue no oponerse a la político del entendimiento con la burguesía, pretendiendo que las masas no estaban suficientemente preparadas para rechazarla. Un partido es la vanguardia de una clase social. Su misión no consiste en modo alguno en seguir las fluctuaciones de las masas medias, sino en llevar a éstas hacia adelante. Pero para arrastrar a los vacilantes, los camaradas socialistas-revolucionarios tenían que haber empezado por dejar de vacilar ellos mismos.» En fin, todo esto pertenece al pasado. Volvamos nuestras miradas hacia el porvenir: «Vosotros marcháis por un camino diferente al nuestro, pero vosotros y nosotros tenemos algo en común: marchamos hacia la revolución social.» Era una excelente manera de entrar en contacto. El final de su discurso estuvo a punto de estropearlo todo.

Al abordar el problema de la guerra, Lenin hizo alusión al nombramiento del aspirante Krylenko para reemplazar al general Dukhonin. Grandes carcajadas estallaron en el acto en diversos rincones de la sala. Entonces se puso colérico. «¡Ah! Os parece gracioso —exclamó—. Los soldados no os perdonarán esas risas. Si hay aquí alguien que sienta ganas de reírse porque un general contrarrevolucionario ha sido destituido por nosotros, entonces ya no tenemos nada que hacer aquí. Preferimos abandonar el poder y volver, si es necesario, a la clandestinidad, antes que tener algo en común con esa clase de gente.»

Sin embargo, por la noche, ya completamente tranquilo, discutía pausadamente con los representantes de «esa clase de gente» —el viejo Natanson, decano de los revolucionarios rusos, y el joven Karelin— la cuestión de la entrada de los delegados campesinos al Comité ejecutivo de los Soviets, y parecía estar de muy buen humor. Malkin escribe en sus ya citados

Recuerdos: «Vladimir Ilich estaba muy alegre y no dejaba de bromear. Recuerdo muy bien que cuando Natanson y Karelin protestaron contra la introducción en el Comité ejecutivo de los Soviets de algunas organizaciones sindicales, por estimar que el Parlamento soviético no debía ser estructurado arbitrariamente,. sino con ciertas reglas del derecho, Lenin se echó a reír de buena gana y les dijo: «Veo que seguís intoxicados por el parlamentarismo. Es necesario que comprendáis que admitimos a las organizaciones en el Parlamento revolucionario teniendo en cuenta la misión que desempeñan en la revolución y no en virtud de consideraciones de pura forma.»

Se discutió largo tiempo, pero en una atmósfera de perfecta cordialidad. Finalmente se firmó el acuerdo: los socialistas— revolucionarios aceptaban entrar en el Gobierno y los campesinos formarían parte desde ese momento de los soviets de los obreros y soldados. Al día siguiente, una solemne recepción organizada en el Smolny en honor de los miembros del Congreso consagró el gran pacto de alianza entre el campo y la ciudad. Cuatro días más tarde, el Congreso se separaba después de haber nombrado 108 miembros delegados al Comité ejecutivo de los Soviets, cuya composición quedaba así completamente modificada, tanto desde el punto de vista numérico (209 miembros en lugar de 101) como político. Eso también era «un salto hacia lo desconocido».

 

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