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Segunda parte. La chica que rompe el cristal » Day

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DAY

Solo quedan tres noches y dos días hasta mi ejecución. Tengo que escapar.

Al caer la tarde, por los altavoces de la pantalla del corredor comienzan a sonar gritos y explosiones. Las patrullas antipeste han cercado los sectores de Lake y Alta, y a juzgar por el estruendo creciente de disparos, la gente debe de estar plantando cara. Dado que solo un bando dispone de armas de fuego, no hace falta ser un lince para adivinar quién va ganando.

La imagen de June me viene a la mente y meneo la cabeza, asombrado de haberme abierto tanto con ella. Me pregunto qué hará ahora mismo, en qué estará pensando. Tal vez en mí. Ojalá estuviera aquí. No entiendo la razón, pero me siento mejor cuando está conmigo. Es como si entendiera lo que pienso y me ayudara a canalizar mis sentimientos. Además, me reconforta contemplar su cara.

Y también me da valor. Siempre me ha costado armarme de coraje si no tenía cerca a Tess, a mis hermanos o a mi madre.

Llevo todo el día pensando en huir. Si consiguiera salir de esta celda y quitarle el chaleco antibalas y las armas a algún soldado, tendría alguna posibilidad de escapar de la intendencia. Conozco el exterior de este edificio, y los muros no son tan lisos como los del hospital central. Podría romper una ventana y escabullirme por las cornisas; no creo que la herida de la pierna me lo impidiera. Los soldados no serían capaces de seguirme. Tendrían que disparar desde abajo o desde arriba, y creo que podría esquivarlos. Soy capaz de trepar muy rápido si encuentro puntos de apoyo, y puedo soportar el dolor en las manos. También tengo que liberar a John; no creo que Eden siga encerrado en la intendencia, pero recuerdo con claridad lo que dijo June el día que me capturaron: «El prisionero de la celda 6822». Ese tiene que ser John… y yo voy a encontrarle.

Pero antes tengo que salir de aquí.

Dentro de la celda hay cuatro guardas apostados a los lados de la puerta. Todos llevan el uniforme estándar: botas negras, camisa negra con una única hilera de botones metálicos, pantalón gris oscuro, chaleco antibalas y brazalete plateado. Cada uno porta un subfusil y una pistola. Mi mente va a toda velocidad. En una sala con paredes de acero como esta, las balas rebotan, así que no creo que lleven munición metálica. Puede que tengan balas de goma para aturdirme si fuera necesario. O tal vez sus armas estén cargadas con tranquilizantes; nada que pueda matarme ni matarlos a ellos. Siempre que no me disparen a bocajarro, claro.

Carraspeo y los soldados me miran. Espero unos segundos, finjo una arcada y me encorvo. Sacudo la cabeza como si estuviera intentando calmarme y después me recuesto contra la pared. Cierro los ojos.

Los soldados están alerta; uno me apunta con un subfusil. No dicen nada.

Continúo la comedia unos minutos, haciendo ruidos guturales como si estuviera a punto de vomitar. Los guardas no dejan de mirarme. Entonces, sin previo aviso, finjo que me quedo sin aire y estallo en un ataque de tos.

Los soldados se miran y por primera vez capto una expresión de incertidumbre en sus ojos.

—¿Qué te pasa? —me pregunta el del subfusil.

No contesto; finjo estar demasiado ocupado conteniendo las ganas de vomitar. Otro soldado me mira de arriba abajo.

—Puede que tenga la peste.

—Tonterías. Los médicos ya lo han comprobado. —El segundo soldado menea la cabeza.

—Ha estado expuesto al brote. Su hermano pequeño es el paciente cero, ¿no? Puede que los médicos no le hayan analizado bien.

El paciente cero. Lo sabía. Doy otra arcada, poniéndome de espaldas a los guardas para que no piensen que intento distraerlos. Escupo en el suelo.

El soldado del subfusil le hace un gesto al que tiene al lado.

—Bueno, si tiene una mutación de la peste, no seré yo quien se quede aquí para contagiarse. Llama al equipo médico y pide que lo trasladen a una de las celdas del hospital.

El otro asiente y da un par de golpes en la puerta. El cerrojo de fuera se descorre y la puerta se abre por un instante, apenas lo suficiente para que salga el soldado que ha llamado. El del subfusil se acerca a mí, pero antes de tocarme se desprende las esposas del cinturón y se vuelve hacia sus compañeros.

—No dejen de apuntarle.

Sigo tosiendo y tratando de vomitar como si no me diera cuenta de que está junto a mí.

—Levántate —me agarra del brazo y me levanta de un tirón. Gimo como si no pudiera aguantar el dolor.

El soldado me libera una mano y me cierra la esposa en torno a la muñeca. Le dejo hacer.

Cuando me libera la otra mano, giro de pronto y, antes de que pueda reaccionar, le arrebato la pistola de la funda y le apunto a la cara. Los otros dos guardas se quedan petrificados; no pueden disparar sin herir a su compañero.

—Diles a los de fuera que abran la puerta —le ordeno a mi rehén. Traga saliva; los otros no se atreven ni a pestañear.

—¡Abran la puerta! —grita.

Se oye una conmoción en el pasillo y después un chirrido cuando se deslizan los cerrojos. El soldado me enseña los dientes en una mueca de rabia.

—Ahí fuera hay decenas de hombres —me espeta—. No tienes nada que hacer.

Le guiño un ojo y, en cuanto la puerta se abre un milímetro, le agarro de la camisa y lo estampo contra la pared. Los otros dos me disparan, pero me agazapo y ruedo por el suelo. Llueven las balas; por el ruido que hacen al rebotar, deben de ser de goma. Estiro una pierna y lanzo una patada baja a un soldado para hacerle perder el equilibrio; solo el movimiento me hace apretar los dientes de dolor. Maldita herida… Me incorporo y me lanzo hacia la puerta antes de que la cierren.

De un vistazo calibro la situación: soldados por todas partes; techo de baldosas con marco de metal; pasillo que tuerce a la derecha a cinco o seis metros; carteles que dicen «4.º piso». El soldado que abrió la puerta está empezando a reaccionar, y su mano se dirige hacia la pistola a cámara lenta. Salto contra la pared para darme impulso y me agarro al dintel de la puerta; la pierna me duele tanto que estoy a punto de perder el sentido. No dejan de sonar disparos. Me aferro a las grapas de metal que sujetan los azulejos. Celda 6822: eso tiene que estar en el sexto piso. Balanceo la pierna sana y le doy una patada en la cabeza a un soldado; caemos juntos y le dan de lleno dos balas de goma que le hacen chillar. Me agacho y echo a correr esquivando soldados y disparos, alejándome de las manos que intentan agarrarme.

Tengo que encontrar a John. Si lo libero, podremos escapar juntos. Si logro…

Algo me golpea la cara y por un instante pierdo la visión. Intento recobrarme, pero caigo de rodillas. Hago ademán de levantarme y recibo otro golpe que me derriba: deben de haberme dado por la culata de un fusil. Estoy a cuatro patas, jadeando. Todo sucede muy rápido. La cabeza me da vueltas; creo que me voy a desmayar. Oigo una voz conocida.

—¿Qué demonios pasa aquí?

Es la comandante Jameson. Al recuperar la visión, me doy cuenta de que aún estoy debatiéndome en vano. Una mano me agarra la barbilla y la levanta; de pronto, mis ojos enfocan directamente a los de la comandante.

—Acabas de hacer una tontería —dice. Se vuelve hacia Thomas, que se cuadra.

—Thomas, llévalo de vuelta a su celda y haga el favor de asignarle unos guardas competentes —me suelta la barbilla y se frota las manos enguantadas—. Despida a los anteriores; no los quiero en mi patrulla.

—Sí, señora —Thomas vuelve a cuadrarse y empieza a gritar órdenes.

Me sujetan la mano que tenía libre con la esposa que llevo colgando de la otra muñeca. Por el rabillo del ojo, veo que hay una segunda oficial vestida de negro al lado de Thomas. Es June. El corazón se me dispara. Ella me devuelve la mirada con los ojos entornados; en la mano sujeta el fusil que ha utilizado para golpearme.

Varios soldados me arrastran hasta mi celda mientras yo grito y me resisto. June aguarda a que vuelvan a encadenarme. Entonces, cuando da un paso atrás, se agacha a mi lado.

—Te sugiero que no vuelvas a intentarlo —masculla clavándome una mirada llena de cólera fría.

La comandante Jameson sonríe; Thomas me observa con expresión severa. Entonces, June vuelve a acercarse y me susurra algo al oído.

—No vuelvas a intentarlo… tú solo. Espera un poco y yo te ayudaré.

No sé qué esperaba oírle decir, pero desde luego no era esto. Intento mantener una expresión impertérrita, pero el corazón se me detiene por un instante. ¿Ayudarme?

¿June quiere ayudarme? Acaba de abortar mi huida con un golpe que casi me deja inconsciente. ¿Querrá tenderme una trampa, o lo dirá en serio?

June se separa de mí en cuanto pronuncia la última palabra. Finjo estar enfadado, como si me hubiera dicho algo insultante. La comandante Jameson levanta la barbilla.

—Buen trabajo, agente Iparis —dice, y June se cuadra rápidamente—. Acompañe a Thomas hasta la recepción; allí nos encontraremos.

Thomas y June se marchan. Me quedo con la comandante y los nuevos soldados de guardia.

—He de reconocerle, señor Wing, que ha realizado un esfuerzo impresionante —dice al cabo de un rato—. Realmente es usted tan ágil como aseguró la agente Iparis. Detesto ver cómo se desperdicia el talento en manos de un criminal… Pero la vida no es justa, ¿no cree? —me sonríe—. Pobre chico. ¿De verdad pensabas que podrías escapar de una fortaleza como esta?

Se acerca, se inclina sobre mí y apoya el codo en una rodilla.

—Voy a contarte una historia —dice—. Hace unos años, capturamos a un joven traidor que tenía bastantes cosas en común contigo. Era audaz, temerario y estúpidamente desafiante, entre otras cosas. Intentó escapar antes de su ejecución, igual que tú.

¿Sabes lo que le pasó, Wing? —se aproxima más a mí, me posa una mano en la frente y empuja hasta que mi cabeza queda pegada a la pared—. Lo atrapamos antes de que llegara a las escaleras. Cuando llegó la fecha de su ejecución, el tribunal me dio permiso para tomar el asunto en mis manos en lugar de ponerle al frente del pelotón de fusilamiento —su mano aprieta todavía más mi cabeza contra el muro—. Creo que él hubiera preferido el pelotón.

—Algún día sufrirás una muerte mucho peor que la de él —mascullo. La comandante suelta una carcajada.

—Veo que sigues conservando el carácter hasta el final, ¿eh? —me suelta la cabeza y me levanta el mentón con un dedo—. Eres tan gracioso, mi querido muchacho…

Estrecho los ojos y, antes de que pueda reaccionar, ladeo la cabeza y le hinco los dientes en la mano. Ella chilla. Aprieto las mandíbulas con todas mis fuerzas hasta notar el sabor de la sangre. Entonces, la comandante me estrella la cabeza contra la pared y mis dientes pierden su presa. Se agarra la mano en un baile agónico mientras yo parpadeo tratando de no perder el sentido. Dos soldados se acercan a ayudarla, pero les ordena que se alejen.

—No sabes cuántas ganas tengo de que te fusilen, Day —me gruñe. De su mano brota un hilo de sangre—. Estoy contando los minutos.

Se da la vuelta y sale de la celda con un portazo.

Cierro los ojos y escondo la cara entre las manos para que los soldados no vean mi expresión. El regusto metálico de la sangre me escuece en la lengua. Hasta ahora no me he atrevido a pensar en mi ejecución. ¿Qué se sentirá al encontrarse delante de un pelotón de fusilamiento, sin escape posible? Mi mente divaga en torno a esa idea y finalmente me agarro a lo que me susurró June: «No vuelvas a intentarlo… tú solo. Espera un poco y yo te ayudaré».

Puede que haya descubierto algo; tal vez haya averiguado quién mató realmente a su hermano o se haya dado cuenta de cómo miente la República. No hay ningún motivo para que me engañe ahora: a mí no me queda nada que perder y ella no tiene nada que ganar.

Lo pienso una y otra vez hasta asimilarlo: una oficial de la República va a ayudarme a escapar y a salvar a mis hermanos.

Debo de estar volviéndome loco.

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