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Segunda parte. La chica que rompe el cristal » Day

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DAY

Faltan dos noches para que me ejecuten. Mientras duermo a ratos, pegado a la pared de la celda, me pasa por la mente un torrente de sueños. No recuerdo bien los primeros: se mezclan en una marea confusa de caras conocidas y extrañas, de risas como la de Tess, de voces como la de June. Todas intentan hablar conmigo, pero no las entiendo.

Sin embargo, sí que retengo el último sueño. Es una tarde soleada en el sector Lake. Tengo nueve años. John tiene trece, acaba de entrar en la adolescencia. Eden ha cumplido cuatro y está sentado en los escalones de la entrada, mirando cómo John y yo jugamos al hockey en la calle. Incluso a esa edad es el más listo de los tres. En lugar de unirse al juego, se queda jugando con las piezas de un viejo motor de hélice.

John me lanza la pelota (no es más que una bola de papel) y yo apenas la rozo con la punta de mi palo de escoba.

—¡La has lanzado demasiado lejos! —protesto. John se limita a sonreír.

—Más te vale mejorar tus reflejos si quieres aprobar la parte física de la Prueba.

Golpeo la pelota con todas mis fuerzas. Pasa disparada por encima de John y choca contra la pared.

—Tú aprobaste, y eso que no tienes reflejos —replico.

—No la he atrapado porque no he querido —se ríe él mientras corre a recogerla. La agarra antes de que se la lleve el viento; varias personas han estado a punto de pisarla—. Pasaba de humillarte más aún.

Hoy estamos contentos. Hace unos días, John ha sido asignado como operario en la central eléctrica del barrio. Para celebrarlo, nuestra madre ha vendido uno de sus dos vestidos y unas cuantas cacerolas viejas y se ha pasado una semana cubriendo turnos extra en el trabajo. Con lo que ha ganado, ha conseguido comprar un pollo entero. Está dentro preparándolo, y el aroma del asado es tan delicioso que dejamos la puerta entreabierta para olerlo desde fuera. Normalmente, John no está de tan buen humor. Decido aprovecharlo todo lo que pueda.

Me lanza la pelota, y yo la paro con la escoba y se la devuelvo. Nos enzarzamos en una sucesión de pases rápidos, furiosos; a veces damos unos saltos tan ridículos para no perder que Eden se muere de risa. El olor del pollo impregna el aire de la calle. No hace demasiado calor: es un día perfecto. Mientras John corre a buscar la pelota, me concentro en memorizar ese momento, en guardarlo en la mente como una fotografía imaginaria.

Jugamos un rato más. Y entonces cometo un error.

Estoy a punto de golpear la pelota cuando un policía entra en nuestra calle. Por el rabillo del ojo veo que Eden se ha puesto de pie en los escalones. John lo ve venir antes que yo e intenta detenerme, pero es demasiado tarde: estoy a mitad del lanzamiento. Le doy justo en la cara al policía.

No le hace daño, claro —no es más que una bola de papel—, pero es suficiente para que se detenga y me fulmine con la mirada. Me quedo helado.

Antes de que podamos reaccionar, el policía se saca un cuchillo de la bota y se acerca a mí.

—¿Quién te has creído que eres, niñato? —grita mientras alza el cuchillo para pegarme con la empuñadura.

En lugar de pedirle perdón, me yergo aún más y lo miro con cara de asco, sin vacilar ni encogerme. John se interpone entre los dos antes de que me golpee.

—¡Perdone, señor! —grita con las manos extendidas—. Lo siento muchísimo… Este es Daniel, mi hermano pequeño. ¡No lo ha hecho a propósito!

El policía lo aparta de un empellón y me cruza la cara con el mango del cuchillo. El golpe me tira al suelo. Eden suelta un grito y se mete corriendo en casa. Toso e intento escupir la tierra que se me ha metido en la boca. No puedo hablar. El policía me da una patada en la tripa que hace que se me salgan los ojos de las órbitas. Me acurruco protegiéndome el vientre con las manos.

—¡Por favor, pare! —exclama John, interponiéndose de nuevo entre el policía y yo.

Desde donde estoy puedo ver a mi madre en el porche de casa. Eden se esconde tras sus piernas.

—Yo… yo… Podemos pagarle —insiste John—. No tenemos mucho, pero puede llevarse lo que quiera. Por favor… —me agarra del brazo y tira para levantarme.

El policía parece sopesar su oferta. Eleva la vista y contempla a mi madre.

—Tú, tráeme lo que tengas —gruñe—. Y a ver si educas mejor a ese mocoso. —John me empuja para ocultarme tras su cuerpo.

—No lo ha hecho a propósito, señor —repite—. Mi madre lo castigará, no se preocupe. Todavía es pequeño y no entiende bien las cosas.

Mi madre se mete en casa a toda prisa y regresa al cabo de unos segundos con un paquete envuelto en un pañuelo. El policía lo abre y cuenta los billetes; es todo el dinero que tenemos.

John no dice ni una palabra. Al cabo de unos segundos, el policía anuda el pañuelo y se lo guarda en el bolsillo del chaleco. Levanta la vista hacia mi madre.

—¿Es un pollo lo que estás cocinando ahí dentro? Menudo lujo para este tipo de familia.

¿Es que te gusta tirar el dinero?

—No, señor.

—Tráemelo.

Mi madre corre a la cocina y sale con otro bulto envuelto en trapos, bastante más grande que el anterior. El policía lo agarra, se lo echa al hombro y me mira con desagrado.

—Niñatos de barrio… —murmura antes de irse. La calle queda en silencio.

John se acerca a mi madre para consolarla, pero ella se limita a encogerse de hombros.

—Siento que nos hayamos quedado sin cena —dice.

No me mira ni una sola vez. Al cabo de un momento entra a consolar a Eden, que ha empezado a llorar.

John se vuelve hacia mí, me agarra de los hombros y me zarandea con fuerza.

—No se te ocurra volver a hacer eso, ¿me oyes? ¡No te atrevas a hacerlo más!

—¡Pero si yo no quería darle!

—No me refiero a eso —gruñe, furioso—. Hablo de la forma en que lo miraste. ¿Es que no piensas? Jamás mires así a un policía o un militar, ¿entiendes? ¿Es que quieres que nos maten a todos?

La mejilla me arde y tengo el estómago revuelto por la patada. Me zafo de las manos de John.

—No hacía falta que te metieras —le espeto—. No era para tanto. Podría haberle devuelto el golpe.

John vuelve a agarrarme.

—¡Estás loco! Escúchame bien, hermano: nunca les devuelvas el golpe. Nunca. Tienes que hacer lo que te digan y no discutir jamás con ellos —veo cómo se desvanece la ira de sus ojos—. Preferiría morir antes de ver que te hacen daño. ¿Me entiendes?

Intento buscar una respuesta inteligente, pero, para mi vergüenza, se me escapan las lágrimas.

—Siento que te quedaras sin tu pollo —suelto de pronto. En la cara de John se dibuja una sonrisa triste.

—Ven aquí, chico —suspira, y me abraza.

Las lágrimas me corren por las mejillas. Intento no hacer ruido: me da vergüenza llorar.

* * * *

No soy supersticioso, pero cuando me despierto y recuerdo ese sueño, esa memoria dolorosamente vivida de John, noto una sensación espantosa en el pecho.

Preferiría morir antes de ver que te hacen daño.

Y siento el temor repentino de que de alguna forma, no sé cómo, lo que ha dicho en el sueño se haga realidad.

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