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Primera parte. El chico que camina en la luz » Day

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DAY

Mi madre cree que estoy muerto.

Obviamente, no lo estoy. Sin embargo, prefiero que ella no sepa la verdad porque sería demasiado arriesgado. Por lo menos dos veces al mes aparece el cartel de «Se busca» con mi foto en las pantallas gigantes que hay por todo el centro de Los Ángeles. Parece fuera de lugar. La mayoría de las imágenes que proyectan las pantallas son felices: niños sonrientes bajo un cielo azul, turistas que posan frente a las ruinas del Golden Gate, publicidad de la República en letras brillantes… También hay propaganda contra las colonias. «Las Colonias quieren nuestra tierra», declaran los anuncios. «Desean lo que no tienen. ¡No les permitas conquistar nuestro hogar! ¡Apoya la causa!».

Entonces aparece mi ficha policial. La pantalla resplandece y muestra esto:

BUSCADO POR LA REPÚBLICA

EXPEDIENTE 462178.3233. «DAY».

……………………………………………………………

DELITOS: ALLANAMIENTO, INCENDIO, ROBO,

DESTRUCCIÓN DE PROPIEDAD MILITAR,

BOICOT DE LA ACCIÓN BÉLICA.

RECOMPENSA: 20 000 BILLETES A QUIEN OFREZCA

INFORMACION FIABLE.

El texto va acompañado de una foto distinta cada vez. En una ocasión aparecía un chico con gafas y pelo ensortijado de color cobrizo. En otra, un chico rapado con los ojos negros. En ocasiones soy negro, otras blanco, a veces de piel olivácea, morena, amarillenta, roja o del color que se les ocurra.

Es decir, que la República no tiene ni la menor idea de cuál es mi aspecto. Me temo que no saben casi nada sobre mí, excepto que soy joven y que no encuentran mis huellas digitales en sus bases de datos. Por eso me odian. No soy el criminal más peligroso del país, pero sí el más buscado, porque los pongo en ridículo.

Acaba de atardecer, pero ya está oscuro y las luces de las pantallas se reflejan en los charcos. Estoy en el tercer piso de un edificio, sentado en el alféizar de una ventana ruinosa, tras unas vigas oxidadas. En tiempo esto fue un bloque de viviendas, pero ahora está destrozado. Las bombillas están rotas, hay trozos de cristal por todas partes y la pintura se desprende de las paredes. En una esquina hay tirado un retrato del Elector Primo. Me pregunto quién viviría aquí, porque no sé de nadie tan loco como para despreciar así un retrato del Elector.

Llevo el pelo recogido bajo una vieja gorra de visera, como de costumbre. Estoy casi inmóvil, con los ojos fijos en la casita de una planta que hay al otro lado de la calle. La única parte de mi cuerpo que se mueve son los dedos de mi mano derecha, que manosean el colgante que llevo al cuello. Tess está apoyada en la otra ventana de la habitación, mirándome. Me noto inquieto esta noche y, como siempre, ella lo percibe. La peste está castigando con mucha fuerza a los habitantes del sector Lake. El brillo de las pantallas gigantes me permite distinguir a los soldados que inspeccionan las casas del final de la calle. Visten capas amplias de color negro y llevan máscaras de gas.

A veces, al salir de una casa, la marcan con una enorme equis roja en la puerta. Después de eso, nadie vuelve a salir ni a entrar. Al menos, mientras haya alguien mirando.

—¿Aún no los ves? —susurra Tess con expresión sombría.

Me pongo a fabricar un tirachinas con unos trozos de tubería de PVC; necesito distraerme.

—No he cenado. Tendrían que haberse sentado a la mesa hace horas. —Cambio de postura y estiro mi rodilla mala.

—Puede que no estén en casa… —sugiere ella.

Le lanzo una mirada de irritación. Solo trata de consolarme, pero no estoy de humor.

—La luz está encendida. Mira esas velas: mi madre jamás gastaría velas si no hubiera nadie en casa.

Tess se acerca.

—Deberíamos irnos de la cuidad durante un par de semanas —intenta que su voz suene tranquila, pero el miedo está ahí—. Pronto remitirá un poco la peste y podrás volver a visitarlos. Tenemos dinero más que suficiente para pagar dos billetes de tren.

Niego con la cabeza.

—Una noche a la semana, ¿recuerdas? Déjame verlos una noche a la semana.

—Ya. Pero es que has venido todas las noches de esta semana.

—Quiero asegurarme de que están bien.

—¿Y si te contagias?

—Correré el riesgo. Y no hace falta que vengas conmigo; podrías haberme esperado en el sector Alta.

—Alguien tiene que cuidarte —repone Tess encogiéndose de hombros. Tiene dos años menos que yo, pero a veces se comporta como si fuera mi niñera.

Aguardamos en silencio mientras la patrulla avanza por la calle. Cada vez que se paran delante de una puerta, un soldado llama, otro se queda a su lado con el arma en la mano y los demás esperan detrás. Si la puerta no se abre en menos de diez segundos, el primer soldado la derriba de una patada. No veo lo que hacen cuando están dentro, pero conozco el procedimiento: toman muestras de sangre de los habitantes de la casa, las comprueban en el lector portátil y verifican si tiene la peste. El proceso completo dura diez minutos.

Voy contando los edificios que quedan entre los soldados y mi familia. Aún me queda una hora de espera.

De pronto se oye un grito al otro extremo de la calle. Vuelvo la vista y me llevo la mano al cuchillo del cinturón. Tess contiene el aliento.

Es una apestada. Debe de llevar meses deteriorándose, porque tiene la piel agrietada y sangra por todas partes. Me pregunto cómo se les habrá pasado por alto a las patrullas en las inspecciones previas. Avanza por la calzada trastabillando y cae de rodillas. Dirijo la vista hacia los soldados: ya la han visto. El que lleva el arma desenfundada se acerca y los once restantes se quedan donde están, mirándola. Una apestada no supone una gran amenaza. El soldado alza el arma, apunta y envuelve a la apestada en una lluvia de chispas.

Ella se derrumba y queda inmóvil. El soldado se reúne con sus compañeros.

Me gustaría tener un arma como esa. No cuestan demasiado: cuatrocientos ochenta billetes, menos que una estufa. Como todas las armas, funciona por electromagnetismo y te permite dar en el blanco aunque el objetivo se encuentre a tres edificios de distancia. Es tecnología robada a las Colonias; me lo dijo mi padre, aunque está claro que la República nunca lo admitirá. Tess y yo podríamos comprar cinco de esas, si quisiéramos: con los años he aprendido a ahorrar, a guardar el dinero extra que robamos, y lo escondo para usarlo en caso de emergencia.

Pero el problema de las armas no es que sean caras, sino lo fácil que resulta rastrearte si las usas. Cada una lleva un sensor que registra la forma de la mano, las huellas digitales y la ubicación.

Y eso, claro, podría delatarme.

Así que me quedo con mis armas de fabricación casera: tirachinas hechos con tuberías y cables y demás trastos.

—Han encontrado uno más —me informa Tess, entrecerrando los ojos para ver mejor. Bajo la vista: los soldados salen de otra casa. Uno agita un spray de pintura antes de dibujar una equis enorme en la puerta. Conozco esa casa. Allí vivía una chica de mi edad. Mi hermano y yo jugábamos con ella de pequeños a policías y ladrones o al hockey, con un atizador de hierro o un palo de escoba y una bola de papel.

Tess señala el paquete de tela que tengo al lado; sé que trata de distraerme para que no me preocupe tanto.

—¿Qué les has traído? —Sonrío y desato el nudo.

—Algo de lo que he conseguido esta semana. En cuanto pase la patrulla, se van a dar una fiesta —saco las provisiones y un par de gafas de soldador usadas. Las observo con atención para asegurarme de que no se han roto los cristales—. Son para John. Un regalo de cumpleaños por adelantado.

Mi hermano mayor cumple diecinueve esta semana. Hace un turno de catorce horas en la central eléctrica del vecindario, y siempre vuelve a casa frotándose los ojos por culpa del humo. Estas gafas fueron un hallazgo afortunado: las robé de un cargamento de suministros militares.

Las guardo con el resto de las cosas; la mayoría son latas de carne picada y estofado de patata que robé de la cocina de un avión. También hay un par de zapatos viejos con las suelas intactas.

Me encantaría estar con ellos cuando abran el paquete. Pero John es el único que sabe que estoy vivo, y ha prometido no decirles nada a mi madre y a Eden.

Eden hará diez años dentro de dos meses. En cuanto los cumpla, tendrá que pasar la prueba. Yo la suspendí; por eso me preocupa Eden. Aunque es el más listo de los tres, también es muy parecido a mí. Cuando terminé la Prueba, estaba tan seguro de haber acertado las respuestas que ni siquiera me molesté en comprobarlas.

Entonces, uno de los administradores me condujo a una esquina del estadio lleno de niños donde se celebraba la Prueba, estampó un sello rojo en mi examen y me metió en un tren que iba al centro. Lo único mío que llevaba encima era el colgante que llevo al cuello. Ni siquiera permitieron que me despidiera de mi familia.

Cuando un niño hace la Prueba, le pueden ocurrir varias cosas.

Digamos que consigue una puntuación perfecta: 1500 puntos. Nadie ha sacado eso salvo una persona, hace ya unos años. Los militares montaron un auténtico alboroto.

¿Quién sabe lo que le espera a un chico que saque una nota alta? Dinero a montones y poder, supongo.

Saca entre 1450 y 1499: puede darse por contento. Tendrá acceso a seis años de estudio en el instituto, y luego otros cuatros en una de las mejores universidades de la República: Drake, Stanford o Brenan. Después, le contrata el Congreso y gana un montón de dinero. Alegría, alborozo. Al menos, desde el punto de vista de la República.

Consigue una buena puntuación, entre 1250 y 1449 puntos: puede seguir estudiando en el instituto y luego va a la universidad técnica. No está mal.

Si saca entre 1000 y 1249, el Congreso le impide ir al instituto. Pasa a formar parte de la clase marginal, como mi familia. Lo más fácil es que acabe trabajando en una turbina de agua (hasta que se ahogue) o en una central eléctrica de vapor (hasta que se cueza vivo). Ha fracasado.

Y también puede suspender.

Quienes suspenden suelen ser niños de los barrios bajos. Si eres uno de ellos, la República manda un funcionario a tu casa para obligar a tus padres a firmar un contrato por el que ceden tu custodia al gobierno. Les dice que has sido enviado a un campo de trabajo de la República y que no volverán a verte. A los padres no les queda más remedio que creerles y aceptar. Algunos incluso se alegran, porque la República les da en compensación mil billetes. ¿Dinero y una boca menos que alimentar? ¡Qué gobierno tan considerado!

¿La pega? Que es mentira. Un niño inferior, con malos genes, carece de utilidad para el país. Si tiene suerte, el Congreso le permitirá morir antes de mandarle al laboratorio para examinar sus imperfecciones.

Quedan cinco casas. Tess ve la preocupación en mis ojos y me pone una mano en la frente.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, perfectamente.

No despego los ojos de la ventana, y por fin distingo una cara familiar. Eden se asoma y contempla a los soldados. Los apunta con un cacharro metálico que parece de fabricación casera, se agacha y desaparece de mi vista. Sus rizos lanzan un destello blanco a la luz parpadeante de la lámpara. Conociéndole, es fácil suponer que ha construido un aparato para medir distancias o algo parecido.

—Está más delgado —murmuro.

—Está vivo y camina —replica Tess—. Yo diría que eso es todo un triunfo.

Unos minutos después vemos a John y a mi madre deambular al fondo de la habitación, lejos de la ventana. Hablan muy concentrados. John y yo nos parecemos bastante, aunque él se ha vuelto más robusto de trabajar todo el día en la central. Como la mayoría de los hombres de nuestro sector, lleva el pelo largo y recogido en una coleta. Su chaleco está lleno de manchas rojizas de arcilla. Juraría que mi madre le está regañando por algo, seguramente por permitir que Eden se asomara a la ventana. De repente, le da un ataque de tos y aparta de un golpe la mano de John. Dejo escapar un suspiro de alivio: al menos los tres están lo bastante sanos como para caminar. Aunque alguno de ellos esté infectado, tal vez puedan recuperarse. No hago otra cosa que pensar en lo que sucederá si los soldados marcan su puerta. Mi madre y mis hermanos se quedarán quietos y callados en el cuarto de estar hasta mucho después de que se hayan ido los militares. Luego, mi madre pondrá su gesto de resolución habitual y lo mantendrá hasta la noche, cuando llorará en silencio. Por la mañana, empezarán a recibir pequeñas raciones de alimentos y agua y solo podrán esperar hasta recuperarse. O hasta morir.

Dejo que mi mente vague y pienso en el alijo de dinero robado que hemos escondido Tess y yo. Dos mil quinientos billetes. Suficiente para comer durante meses, pero no lo bastante para comprarle a mi familia vacunas contra la peste.

Los minutos se arrastran. Dejo a un lado el tirachinas y echo un par de partidas a piedra, papel o tijera con Tess. (No sé por qué, pero es buenísima jugando a esto). Aunque miro a cada poco la ventana de mi madre, no vuelvo a distinguir a nadie. Se han debido de quedar los tres junto a la puerta, preparados para abrirla en cuanto oigan el ruido del puño contra la madera.

Entonces llega el momento. Me inclino sobre el alféizar, tanto que Tess me agarra del brazo para impedir que me caiga. Los soldados llaman a la puerta. Mi madre abre de inmediato, les deja entrar y cierra. Me esfuerzo por escuchar voces, paso, cualquier sonido que salga de mi casa. Cuanto antes acabe esto, antes podré darle mis regalos a John.

El silencio se prolonga.

—Falta de noticias, buenas noticias, ¿no? —musita Tess.

—Muy graciosa.

Cuento mentalmente los segundos. Pasa un minuto. Luego dos, después cuatro. Diez minutos.

Quince. Veinte minutos.

Me giro hacia Tess, que se encoge de hombros.

—Puede que tengan el lector estropeado —sugiere.

Ha pasado media hora. No me atrevo a moverme de mi puesto de vigilancia; tengo miedo de que pase algo. Parpadeo velozmente y tamborileo con los dedos en el mango del cuchillo.

Cuarenta minutos. Cincuenta. Una hora.

—Aquí pasa algo raro —susurro. Tess frunce los labios.

—Eso no lo sabes.

—Sí que lo sé. ¿Por qué tardan tanto?

Tess abre la boca para responder, pero antes de que pueda decir nada, los soldados salen de mi casa en fila india. Sus rostros son inexpresivos. Finalmente el último cierra la puerta y se lleva la mano al cinturón. Me asalta una oleada de vértigo: sé lo que viene después.

El soldado traza una línea roja que cruza la puerta en diagonal, y luego pinta otra para formar una equis. Maldigo en silencio. Estoy a punto de darme la vuelta cuando le veo hacer algo inesperado, algo que no he visto hasta ahora.

Alza la mano y traza una tercera línea vertical que corta la equis por la mitad.

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