Legend

Legend


Primera parte. El chico que camina en la luz » June

Página 6 de 46

JUNE

13:47

Universidad de Drake, sector Batalla.

Temperatura interior: 22 °C

Estoy sentada en el despacho de la secretaria del decano. Otra vez. Al otro lado de la puerta de vidrio esmerilado se agolpan muchos de mis compañeros —mayores, por lo menos me sacan cuatro años—. Quieren enterarse de lo que pasa. Algunos vieron cómo dos policías militares me sacaban de la clase de instrucción esta tarde (lección de hoy: cómo cargar y descargar un fusil XM-62I). Cada vez que pasa algo así, la noticia se extiende rápidamente por todo el campus.

La niña prodigio, la favorita de la República, se ha vuelto a meter en líos. En el despacho reina un silencio solo roto por el zumbido del ordenador. He memorizado cada detalle de la estancia (suelo de baldosas de mármol de Dakota cortadas a mano, trescientas veinticuatro placas de plástico cuadradas en el techo, seis metros de cortina de color gris que cuelga a ambos lados del glorioso retrato del Elector en la pared del fondo, pantalla de treinta pulgadas en una lateral a la que le han quitado el sonido. Aparece un titular: «GRUPO DE TRAIDORES PATRIOTAS ATENTAN CONTRA EMPLAZAMIENTO MILITAR, CINCO MUERTOS». Le sigue otro: «LA REPÚBLICA DERROTA A LAS COLONIAS EN LA BATALLA DE HILLSBORO»).

Arisna Whitaker, la secretaria del decano, da rápidos toques con las yemas de los dedos en el cristal que recubre su mesa. Debe de estar redactando un informe sobre mí. Sera el octavo de este trimestre. Supongo que soy la única estudiante de Drake que ha recibido tantas amonestaciones sin que la hayan expulsado.

—¿Se hizo daño ayer en la mano, señora Whitaker? —pregunto al cabo de un rato. Se detiene y me mira.

—¿Qué le hace pensar eso, señorita Iparis?

—Las pausas que hace al pulsar. Está usando más la mano izquierda que la derecha. —Whitaker suspira y se recuesta en la silla.

—Sí, June. Me torcí la muñeca ayer jugando al kivaball.

—Cuánto lo lamento. Debería lanzar la bola con todo el brazo, en lugar de con la muñeca.

Aunque solo pretendía hacer un comentario amable, ha sonado un poco presuntuoso, como si quisiera quedar encima de ella. Desde luego no parece muy contenta.

—Dejemos una cosa clara, señorita Iparis: usted se cree muy lista. Tal vez piense que sus calificaciones perfectas la hacen merecedora de un trato especial. E incluso puede suponer que tiene fans en la universidad —hace un gesto hacia los estudiantes que se apelotonan al otro lado de la puerta—. Pero le aseguro que estoy harta de verla en mi oficina. Créame, cuando se gradúe y le asignen lo que quiera que el país elija para usted, este tipo de numeritos suyos no impresionarán a sus superiores. ¿Me está usted entendiendo?

Asiento con la cabeza porque es lo que espera que haga, pero está equivocada. No es que me crea muy lista; es que soy la única persona de toda la República que sacó una puntuación de 1500 en la prueba. Me enviaron aquí, a la mejor universidad del país, cuando tenía doce años, cuatro antes de lo habitual. Después me adelantaron un año más: me salte el segundo curso y pasé directamente a tercero. Llevo tres años sacando las máximas calificaciones de Drake. Soy lista. Tengo lo que la República considera «buenos genes»; y como dicen mis profesores una y otra vez, una buena genética crea buenos soldados que tendrán mayores posibilidades de derrotar a las Colonias. Y si me da la impresión de que mi clase de la tarde no me aporta suficientes conocimientos sobre la mejor manera de escalar edificios, llevando armas a cuestas, entonces… bueno, yo no tengo la culpa si decido subir un bloque de diecinueve pisos con una XM-62I sujeta a la espalda. A eso se le llama esforzarse y superar los propios límites por el bien del país.

Se rumorea que, en cierta ocasión, Day trepó cinco pisos en menos de 8 segundos. Y Day es el criminal más buscado de la República. ¿Cómo vamos a atraparlo si no somos igual de rápidos que él? Y si no somos capaces de detener a una sola persona, ¿cómo vamos a ganar la guerra?

El escritorio de la señorita Whitaker suelta tres pitidos y ella aprieta un botón.

—¿Sí?

—El capitán Metias Ipari espera en la puerta —contesta una voz—. Quiere ver a su hermana.

—Muy bien. Déjele entrar —suelta el botón y me apunta con un dedo—. Espero que su hermano empiece a vigilarla mejor, señorita Iparis. Porque como acabe otra vez en mi oficina este trimestre.

—Metias lo está haciendo perfectamente. Mucho mejor de lo que lo harían nuestros padres muertos.

Mis palabras se hacen más ásperas de lo que pretendía. Se hace un silencio incómodo.

Por fin, al cabo de lo que me parece una eternidad, oigo un alboroto en el pasillo, y a través del cristal esmerilado veo cómo las siluetas de los estudiantes se apartan para dejar espacio a una sombra alta. Mi hermano.

La puerta se abre. Metias entra, y en el pasillo distingo a unas cuantas chicas que sonríen tapándose la boca con la mano. Pero mi hermano solo tiene ojos para mí. Somos muy parecidos: los mismos ojos oscuros con un brillo dorado, las pestañas largas y el pelo negro. Mi hermano es muy guapo; incluso con las puertas cerradas se oyen las risitas y los susurros del exterior. Debe de haber venido directo desde su patrulla hasta el campus, porque lleva puesto el uniforme completo: chaqueta negra de oficial con doble hilera de botones dorados, guantes (de neopreno, tejidos con fibra anticortes y bordados con sus galones de capitán), charreteras brillantes en los hombros, gorra de plato, pantalones negros y botas lustrosas. Mis ojos se encuentras con los suyos.

Está furioso.

La señora Whitaker le dedica una sonrisa resplandeciente.

—¡Ah, capitán! —exclama—. Es un placer verle.

Metias se toca el borde de la gorra en un saludo cortés.

—Lamento que vuelva a ser en estas circunstancias —responde—. No sabe cuánto lo siento.

—No se preocupe, capitán —la secretaria del decano hace un aspaviento para restarle importancia; no puede resultar más hipócrita, especialmente después de lo que acaba de decir sobre Metias—. Difícilmente puede ser responsabilidad suya. Su hermana fue sorprendida escalando un rascacielos hoy, a la hora de comer. Se alejó dos manzanas del campus para hacerlo. Como bien sabe, los estudiantes solo pueden escalar los muros habilitados para este uso dentro del campus, y abandonar el recinto durante la jornada lectiva está prohibido.

—Sí, soy consciente de ello —la interrumpe Metias mirándome por el rabillo del ojo—. He visto los helicópteros sobrevolando Drake al medio día y albergaba la sospecha de que… June tenía algo que ver con eso.

Fueron tres helicópteros. Como no podían hacerme bajar de otro modo, me lanzaron una red.

—Gracias por todo —remacha Metias mientras hace chascar los dedos: es la señal para que me levante—. Cuando June regrese al campus, mantendrá un comportamiento intachable.

Ignoro la sonrisa falsa de la señorita Whitaker y sigo a mi hermano. Salimos de la oficina y los estudiantes se agolpan a nuestro alrededor.

—¡June! —un chico llamado Dorian se acerca a nosotros; lleva dos años pidiéndome (sin éxito) que vaya con él al baile de Drake—. ¿Es cierto? ¿A qué altura has llegado?

Metias lo interrumpe con una mirada severa.

—June se va a casa.

Su mano se posa con firmeza en mi hombro y me separa de mis compañeros de clase. Vuelvo la cabeza.

—Catorce pisos —informo con una sonrisa, y los murmullos se reanudan.

Me temo que esta es mi relación con los demás alumnos de Drake; es lo más cercano a la amistad que tengo. Me respetan, discuten sobre mí y cotillean. En realidad, apenas hablan conmigo.

Así es la vida de una chica de quince años en una universidad para mayores de dieciséis.

Metias no dice una palabra más mientras avanzamos por los pasillos. Atravesamos el patio, pasamos junto a la estatua del Elector y llegamos hasta uno de los gimnasios cubiertos. Un grupo practica las maniobras de la tarde, en las que se supone que yo debería estar participando. Contemplo cómo mis compañeros corren por una pista gigantesca, rodeaba por una pantalla en la que se proyecta un campo de batalla desolador. Todos sostienen los fusiles al frente y disparan tan rápido como pueden, sin dejar de correr. En las demás universidades no hay tantos estudiantes militares, pero en Drake casi todos seremos asignados al ejército de la República. Unos pocos se dedicarán a la política en el Congreso, y otros serán elegidos para quedarse en la enseñanza; pero Drake es la mejor universidad del país y, dado que los mejores siempre acaban en el ejército, nuestro campo de maniobras suelen estar lleno de estudiantes.

Cuando salimos del campus y me subo al asiento trasero del todoterreno, Metias es incapaz de contener su enfado.

—¿Suspendida una semana? ¿Me quieres explicar esto? Me paso la mañana lidiando con patriotas rebeldes y ¿con qué me encuentro? Helicópteros a dos manzanas de Drake. Una chica escalando un rascacielos.

Le dirijo una mirada amistosa a Thomas, el oficial que hace de conductor.

—Lo siento —murmuro.

Metias se gira en el asiento del copiloto y entorna los ojos.

—¿Se puede saber en qué estabas pensando? ¿No sabes que está prohibido salir del campus?

—Sí, lo sé.

—Por supuesto. Tienes quince años. Y no se te ocurre mejor cosa que escalar catorce pisos con… —se interrumpe, respira hondo, cierra los ojos y recupera el control—. Por una vez, agradecería poder dedicarme a mi trabajo sin tener que preocuparme por los que estás o no estás haciendo.

Busco los ojos de Thomas en el retrovisor, pero su mirada está fija en la carretera. Por supuesto no va a apoyarme. Tiene el mismo aspecto pulcro de siempre, con su pelo perfectamente liso y su uniforme perfectamente planchado. Ni un hilo fuera de su sitio. Puede que Thomas sea mucho más joven que Metias y esté bajo su mando, pero es la persona más disciplinada que conozco. A veces desearía tener tanta disciplina como él. Supongo que desaprobaría mi hazaña incluso más que Metias.

Dejamos atrás el centro de Los Ángeles y seguimos en silencio por la sinuosa carretera. El paisaje va cambiando a medida que nos adentramos en el sector Batalla: pasamos de los rascacielos de cien pisos a barrios muy poblados, con bloques de cuarteles y edificios de viviendas de entre veinte y treinta pisos de alto. En sus tejados parpadean luces rojas, y la mayoría tiene la pintura desconchada por las tormentas que ha habido este año. Muchos han sido reforzados con vigas metálicas provisionales; espero que las arreglen pronto. La actividad en el frente ha sido muy intensa últimamente, y por eso la mayor parte del presupuesto se dedica al ejército en vez de las infraestructuras. No sé si estos edificios podrían soportar otro terremoto.

Después de unos minutos, Metias habla con voz más tranquila.

—Hoy me has asustado de verdad —admite—. Tenía miedo de que te confundieran con Day y te dispararan por error.

No creo que lo diga como un cumplido, pero no puedo evitar sonreír. Me echo hacia adelante y apoyo los brazos en su respaldo.

—Eh, tú —le tiro de la oreja como lo hacía cuando era niña—. Siento haberte preocupado.

Se le escapa la risa: ya se le está pasando el enfado.

—Es lo que dices siempre, bichito. ¿No tienes bastantes cosas que hacer en Drake? Me extraña que te quede tiempo y ganas para buscarte más líos…

—Ya sabes: si me llevaras de misión contigo, aprendería muchísimo más y no me metería en problemas.

—Buen intento. No vas a ir a ninguna parte hasta que te gradúes y te asignen a una patrulla.

Me muerdo la lengua. Metias me permitió una vez —una— acompañarle en una misión, el año pasado, cuando todos los alumnos de tercero hicimos prácticas en el ejército. Su comandante le ordenó apresar y matar a un prisionero de guerra que había huido. Metias y yo perseguimos al objetivo adentrándonos más y más en nuestro territorio, dejando atrás la frontera entre la República y las Colonias, lejos del frente de batalla donde los aviones llenan el cielo. Yo lo acorralé en un callejón de Yellow Stone, en Montana, y Metias le disparó.

Durante la persecución me rompí tres costillas y acabé con un cuchillo clavado en la pierna. Ahora Metias se niega a llevarme a ninguna parte.

—Bueno, dime —susurra al fin Metias, tratando de disimular su curiosidad con poco éxito—. ¿Cuánto tardaste en escalar catorce pisos?

Thomas carraspea con desaprobación, pero yo esbozo una sonrisa. La tormenta ha pasado: Metias vuelve a quererme.

—Seis minutos —le respondo en voz baja—. Y cuarenta y cuatro segundos. ¿Qué te parece?

—Que tiene que ser un récord. A ver: no es que apruebe lo que hayas hecho…

Thomas frena justo detrás de la línea de un semáforo en rojo y le lanza a Metias una mirada de exasperación.

—Vamos capitán —murmura—. June… eh… quiero decir la señorita Iparis no aprenderá nada si continúa alabándola por romper las reglas.

—No te lo tomes tan a pecho, Thomas —Metias le da una palmada en la espalda—. No está tan mal trasgredir las normas de vez en cuando, especialmente si lo haces para aumentar tus capacidades en beneficio de la República. Todos buscamos la victoria contra las Colonias, ¿no?

La luz se pone verde y Thomas clava los ojos en la carretera (parece haber tenido que contar hasta tres antes de poner el todoterreno en marcha).

—Ya —musita—. Aun así, no debería animar a la señorita Iparis a que persista en su conducta, especialmente teniendo en cuenta que sus padres ya no están.

La boca de Metias se aprieta hasta convertirse en una línea, y en sus ojos aparece una mirada tensa que me resulta familiar.

No basta que yo posea una intuición extraordinariamente desarrollada, que saque las mejores notas en Drake o que sea la mejor en las prácticas de defensa, de tiro y de lucha cuerpo a cuerpo: aun así, en los ojos de Metias siempre anida el miedo. Teme que me suceda algo como el accidente de coche que se llevó a nuestros padres. Ese miedo nunca le abandona. Y Thomas lo sabe.

Yo no los conocí lo bastante como para echarlos tanto de menos. Cuando lloro su perdida, lloro porque no los recuerdo. Solo me acuerdo de unas piernas largas, adultas, que caminaban por nuestro apartamento, y de unas manos que me subían hasta una trona. Eso es todo. Los demás recuerdos de mi infancia —buscar un rostro conocido entre el público mientras me entregaban un premio, tomarme una sopa mientras me recuperaba de una enfermedad, recibir una reprimenda, meterme en la cama…— están ocupados por Metias.

Nos alejamos del sector Batalla y atravesamos un barrio pobre (¿por qué los mendigos tendrán esa manía de invadir la calzada cuando pasa un coche?). Finalmente llegamos a los relucientes rascacielos con terrazas del sector Ruby: ya estamos en casa. Metias se baja de primero. Cuando hago ademán de seguirle, Thomas me dirige una pequeña sonrisa.

—Ya nos veremos, señorita Iparis —se despide, tocando la visera de su gorra de plato. Ya ni me molesto en intentar convencerle de que me llame June. Jamás lo hará. De todas formas, no está tan mal que te traten con respeto. Tal vez, cuando sea mayor, y si Metias no se desmaya ante la idea de que salga con un chico…

—Adiós, Thomas. Gracias por traerme —le devuelvo la sonrisa antes de salir del coche. Metias espera a que se cierre la portezuela y se vuelve hacia mí.

—Hoy llegaré tarde —murmura, y de nuevo veo esa tensión en sus ojos—. No salgas sola. Hay noticias del frente: esta noche cortarán la electricidad en las zonas residenciales para emplear la energía en los aeropuertos. Así que quédate en casa ¿de acuerdo? Las calles estarán más oscuras que de costumbre.

Se me cae el alma a los pies. Ojalá la República se dé prisa en ganar la guerra para poder disfrutar de un mes entero de electricidad sin cortes.

—¿Adónde vas? ¿Puedo ir contigo?

—Tengo que supervisar el laboratorio del hospital central; van a entregar unas probetas de un virus mutado. No creo que me lleve toda la noche… Y de todos modos ya te lo he dicho: no hay más misiones para ti —Metias vacila—. Volveré a casa tan pronto como pueda, porque tenemos mucho de lo que hablar —me pone las manos en los hombros, haciendo caso omiso de mi expresión perpleja, y me da un beso rápido en la frente—. Te quiero, bichito —es su adiós habitual.

Se sube de nuevo al todoterreno.

—¡No pienso esperarte despierta! —le grito, pero el coche ya se aleja—. Ten cuidado —murmuro.

No tiene sentido decir nada más. Metias ya no puede oírme.

Ir a la siguiente página

Report Page