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Segunda parte. La chica que rompe el cristal » June

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JUNE

Mi primer impulso es atacar a Thomas, y lo haría si no me encontrara rodeada de soldados. Arremetería contra él con todas mis fuerzas, lo noquearía, agarraría a Day y no pararía de correr hasta salir del edificio. John ya está libre: en el pasillo que lleva a su celda hay dos guardas tirados en el suelo, inconscientes. Le indiqué a John que se metiera en los conductos de ventilación y esperara ahí. Le dije que, cuando liberara a Day, le gritaría una contraseña para que saliera de la pared como un fantasma y escapara con nosotros.

Pero me toca cambiar de planes: no puedo dejar fuera de combate a Thomas y a todos los guardas sin contar con el elemento sorpresa.

Así que decido obedecerle.

—¿Bajo sospecha? —pregunto con el ceño fruncido.

Thomas se toca la gorra a modo de disculpa y me agarra del brazo para apartarme de los soldados que retienen a Day.

—La comandante Jameson me ordenó que la detuviera —dice mientras tuerce la esquina y se dirige a la escalera. Se nos unen dos soldados más—. Tengo que hacerle algunas preguntas.

—Qué ridiculez —resoplo—. ¿Y a la comandante no se le ocurrió escoger un momento más adecuado para estas tonterías?

Thomas no contesta. Bajamos dos pisos hasta llegar al sótano, donde se encuentran algunas de las salas de ejecución, los cuadros eléctricos y las cámaras de almacenaje (ya sé por qué estamos aquí: han descubierto que falta la bomba electromagnética que le di a Kaede. Normalmente no hacen inventario hasta fin de mes, pero Thomas ha debido de efectuar uno esta misma mañana). Me concentro en ocultar el terror que siento. Céntrate, me recuerdo a mí misma con enfado. Si te dejas llevar por el pánico, estás muerta.

Thomas se detiene al pie de las escaleras y se lleva una mano a la cintura. Distingo el brillo de su pistola.

—Ha desaparecido una bomba electromagnética —los focos del techo arrojan sombras sobre su cara—. Me di cuenta de que faltaba esta mañana temprano, después de ir a buscarte a tu apartamento. Dices que anoche estuviste en el tejado, ¿verdad? ¿Sabes algo de esto?

Le sostengo la mirada y me cruzo de brazos.

—¿Crees que he sido yo?

—No te estoy acusando, June —su expresión es dolorosa, incluso suplicante, pero no aparta la mano de la pistola—. No obstante, me parece una extraña coincidencia. Poca gente dispone de acceso a esta zona, y todos los demás estaban más o menos localizables ayer por la noche.

—¿Más o menos localizables? —repito con sarcasmo, y Thomas se sonroja—. No parece un indicio concluyente. ¿Acaso aparece mi imagen en alguna de las grabaciones de seguridad? ¿Te ha pedido la comandante que hicieras esto?

—Responde a mi pregunta, June.

Le fulmino con la mirada y él hace una mueca, pero no se disculpa. Puede que esta sea mi única oportunidad.

—No fui yo.

Thomas parece poco convencido.

—Ya. No fuiste tú —repite.

—¿Qué más quieres que te diga? ¿Has vuelto a revisar el inventario? ¿Estás seguro de que falta algo?

—Me temo que alguien manipuló las cámaras de seguridad, así que no tenemos imágenes —Thomas carraspea y posa la mano en la culata de su pistola—. Fue un trabajo muy meticuloso. Y cuando pienso en quién pudo hacer algo tan meticuloso, solo se me ocurre una persona: tú.

El corazón empieza a golpearme en el pecho.

—June, no me gusta nada esta situación —continúa Thomas, ahora en tono suave—. Pero la verdad es que me ha extrañado que pasaras tanto tiempo hablando con Day.

¿Es que te compadeces de él? ¿No habrás planeado algo para…?

Una explosión hace temblar todo el corredor y nos lanza contra las paredes. Del techo cae una nube de polvo y el aire se llena de chispas (los Patriotas han activado la bomba electromagnética en la explanada. Han actuado a tiempo, justo antes de que Day se enfrente al pelotón de fusilamiento. Eso significa que todas las armas del edificio quedarán desactivadas durante dos minutos. Gracias, Kaede).

Estampo a Thomas contra la pared antes de que le dé tiempo a recuperar el equilibrio. Le quito el cuchillo del cinturón, me acerco al cuadro eléctrico y hago palanca para abrirlo. A mi espalda, Thomas desenfunda la pistola a cámara lenta.

—¡Deténganla!

Corto todos los cables de un tajo. Suena un estallido y cae una lluvia de chispas. El sótano queda a oscuras. Thomas suelta una maldición (acaba de descubrir que su arma no funciona). Los soldados se apelotonan, desconcertados, y yo aprovecho para escabullirme hasta las escaleras.

—¡June! —grita Thomas a mi espalda—. ¿Es que no lo entiendes? ¡Si hago esto es por tu bien!

—¿Sí? —respondo llena de rabia—. ¿Es eso lo que le dijiste a Metias?

En unos segundos saltarán las luces de seguridad, y no pienso quedarme hasta entonces para escuchar la respuesta de Thomas. Subo los escalones de tres en tres, contando los segundos que han pasado desde que detonó la bomba electromagnética (once, de momento; faltan ciento nueve segundos para que todas las armas vuelvan a funcionar).

Me abalanzo a la primera planta. Reina el caos: soldados que corren hacia la explanada, pasos que resuenan por todas partes… Me abro camino hasta el patio donde se encuentra el pelotón de fusilamiento, procesando los detalles a toda velocidad (quedan noventa y siete segundos; treinta y tres soldados se alejan de mí, doce se acercan; algunas pantallas están apagadas por el corte de luz, otras muestran el tumulto de fuera; algo cae del cielo… ¡Son billetes! Los Patriotas están tirándolos desde los tejados. La mitad de la gente lucha por huir de la plaza mientras la otra mitad se mata por conseguir el dinero).

Setenta y dos segundos. Llego hasta el patio del pelotón y observo la escena: hay tres soldados inconscientes. John y Day (una venda floja le rodea el cuello; han debido de ponérsela en los ojos justo antes de que detonara la bomba) se enfrentan a un cuarto hombre. Los demás han debido de salir a contener a la muchedumbre, pero no estarán lejos mucho tiempo. Me acerco corriendo por detrás y le pongo la zancadilla al soldado, que cae al suelo. John le propina un puñetazo en la mandíbula que lo deja inconsciente.

Sesenta segundos. Day se tambalea al caminar como si estuviera a punto de desmayarse. Le han debido de dar un golpe en la cabeza, o puede que la pierna le duela demasiado. John y yo lo sujetamos. Los conduzco hacia un pasillo más estrecho, lejos de las patrullas, y me encamino hacia la salida. La voz de la comandante Jameson retumba en los intercomunicadores con tono imperioso y furibundo.

—¡Ejecútenlo! ¡Mátenlo ahora mismo! ¡Y asegúrense de que se retransmite por las pantallas de la explanada!

—Maldita sea… —murmura Day.

La cabeza se le cae hacia un lado; sus ojos azules parecen opacos y desenfocados. Cruzo una mirada con John y sigo adelante. Los soldados nos tienen que estar pisando los talones.

Veintisiete segundos.

Nos quedan unos setenta y cinco metros hasta la salida (avanzamos metro y medio por segundo; a esta velocidad, en veintisiete segundos podemos recorrer cuarenta metros y medio. Dentro de cuarenta metros y medio, las armas volverán a funcionar. Ya se oyen las pisadas de los soldados en los pasillos adyacentes. Hacen temblar el suelo. Nos están buscando. Necesitamos veintitrés segundos más para llegar hasta la puerta. Si nos pillan en el corredor, nos dispararán antes de que podamos salir).

Odio mis cálculos.

—No lo vamos a conseguir —masculla John.

Day está casi inconsciente. Considero si quedarme atrás para retener a los soldados mientras John y él siguen avanzando, pero no creo que pueda con todos. Tardarían poco en reducirme e ir a por ellos.

John se detiene en seco y deja caer todo el peso de Day sobre mí.

—¿Qué…? —comienzo a decir, y de pronto veo que le quita la venda del cuello a su hermano.

Abro los ojos como platos: sé lo que se propone hacer.

—¡No, John! —grito—. ¡No lo hagas!

—Necesitan más tiempo —replica él—. ¿Quieren una ejecución? Pues la tendrán. —Y echa a correr en dirección opuesta.

Directo hacia el pelotón de fusilamiento.

No. No, no, no, John. ¿A dónde vas? Pierdo un segundo en mirar hacia atrás mientras me pregunto si debería perseguirlo.

Va a hacerlo.

La cabeza de Day cae sobre mis hombros. Seis segundos. No tengo alternativa. Oigo las voces de los soldados a nuestra espalda, en el pasillo que conduce al pelotón de fusilamiento, pero me obligo a dar la vuelta y seguir avanzando.

Cero.

Las armas vuelven a estar activas. Seguimos caminando. Pasan más segundos. En el interior del edificio suena un alboroto de gritos y pisadas. Me obligo a no girar la cabeza.

Llegamos a la puerta, salimos a la calle y un par de soldados se nos echan encima. No me quedan fuerzas para luchar, pero tengo que intentarlo. De pronto veo a otra persona que pelea a mi lado. Cuando los guardas caen al suelo, distingo la figura de Kaede.

—¡Ya están aquí! —grita—. ¡Muévanse!

Estaban esperando junto a la salida, tal como convinimos. Los Patriotas han venido a buscarnos. Nos agarran y nos suben a dos motocicletas. Me quito la pistola del cinto y la tiro al suelo: no quiero que me localicen por su culpa. Day va en la parte trasera de una moto y yo en otra. Esperen a John, quiero decirles, pero sé que sería inútil. La intendencia de Batalla se hace más pequeña en la distancia.

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