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Primera parte. El chico que camina en la luz » Day

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DAY

Aunque está cayendo la tarde, hace muchísimo calor. Voy cojeando entre la muchedumbre por las calles que bordean los sectores Alta y Winter, cerca del lago. Todavía me molestan las heridas. Llevo puestos los pantalones del ejército que me dio el hombre que nos acogió en su casa y una camisa de cuello estrecho que Tess encontró en un contenedor de basura. Llevo la gorra calada, y he añadido a mi disfraz un parche en el ojo izquierdo (nada raro entre la marea de trabajadores mutilados de las fábricas). Hoy voy solo: Tess se ha guarecido en la cornisa de la segunda planta de un edificio que hay unas calles más abajo. No hay motivo para que los dos nos pongamos en peligro.

Me rodean ruidos familiares. Los vendedores ambulantes ofrecen sus productos a la gente: huevos cocidos de ganso, tortas fritas y perritos calientes. Los tenderos se quedan en la puerta de sus comercios y sus bares e intentan atraer a la clientela. Pasa traqueteando un coche muy antiguo, destartalado. Los trabajadores del segundo turno regresan lentamente a casa. Algunas chicas me observan y se ruborizan cuando les devuelvo la mirada. Varios botes avanzan por el lago con cuidado de evitar las hélices descomunales que se distribuyen a lo largo de toda la orilla. Las sirenas que suenan para advertir de las inundaciones permanecen en silencio.

Algunas áreas están cortadas. Me aparto de ellas; los soldados las han marcado como zonas en cuarentena. Los altavoces de los tejados crujen y borbotean, y a cada rato, las pantallas gigantes dejan de emitir anuncios o reportajes sobre los atentados de los Patriotas y muestran un vídeo de nuestra bandera. Todo el mundo se queda inmóvil en cuanto aparece el juramento.

«Juro lealtad a la bandera de la gran República de América, a nuestro Elector Primo, a nuestros gloriosos estados y a la unidad contra las Colonias, para obtener nuestra inminente victoria».

Cuando se ilumina el nombre del Elector Primo, la gente saluda en dirección a la capital.

Coreo las palabras en voz baja, pero guardo silencio en cuanto veo que los policías apartan la mirada. Me pregunto cómo sería el juramento antes de que entrásemos en guerra con las Colonias.

Al acabar la ceremonia, la vida se reanuda. Me dirijo a un bar decorado al estilo chino. Está lleno de pintadas. El encargado me dirige una amplia sonrisa en la que faltan varios dientes y me invita a entrar.

—Hoy tenemos auténtica cerveza Tsingtao —murmura—. Sobró de una remesa importada que enviaron directamente a nuestro glorioso Elector. Se ofrece hasta las seis en punto.

Mueve los ojos con nerviosismo mientras habla. Lo miro con fijeza: ¿cerveza Tsingtao? Ya, seguro. Mi padre se hubiera partido de risa. La República no ha firmado el acuerdo de comercio con China (o, como les gusta decir, no han «conquistado China y asumido el control de su industria») para dedicarse a mandar importaciones de lujo a los barrios bajos. Es mucho más probable que este tipo se haya retrasado en el pago de los impuestos bimestrales; no se me ocurre otro motivo para arriesgarse a ponerles etiquetas falsas de Tsingtao a las botellas de fabricación nacional. A pesar de ello, le doy las gracias y entro en el establecimiento. Es un sitio tan bueno como cualquier otro para obtener información.

El bar está muy oscuro y huele a humo de pipa, a carne frita y al gas de las lámparas. Me abro camino entre el desorden de mesas y sillas, aprovechando para despistar algo de comida de unos platos que no vigila nadie y guardarla debajo de mi camisa, hasta que llego a la barra. Detrás de mí hay un corro de gente que presencia una pelea de skiz. Supongo que en este bar se permiten las apuestas ilegales; deben de destinar parte de las ganancias a sobornar a la policía ciudadana.

La chica de la barra no se molesta en comprobar si tengo edad suficiente para beber. Ni siquiera me mira.

—¿Qué vas a tomar?

—Solo un vaso de agua, por favor —respondo.

Detrás de mí, la gente rompe en aplausos cuando uno de los luchadores cae al suelo. La camarera me mira con escepticismo y sus ojos se posan en mi parche.

—¿Qué te ha pasado en el ojo, chico?

—Un accidente en las terrazas. Me dedico a cuidar vacas.

Pone cara de asco, pero parece interesada en hablar conmigo.

—Qué lástima. ¿Seguro que no quieres una cerveza? Eso tiene que doler. —Niego con la cabeza.

—Gracias, hermana, pero no bebo. Prefiero estar alerta.

Me sonríe; aunque el local no está bien iluminado, se ve que es guapa. Lleva los ojos maquillados de verde brillante y el pelo negro, cortado a lo paje. Por el cuello le serpentea un tatuaje de una planta trepadora que se mete bajo su camisa ajustada. Lleva unas gafas de soldador sucias prendidas en el escote, seguramente para protegerse los ojos en las peleas. Una pena. Si no estuviera buscando información, podría tomarme mi tiempo con esta chica, hablar con ella y seguramente conseguir un beso o algo más.

—Eres de Lake, ¿no? —pregunta—. ¿Vas a la caza de chicas para romperles el corazón, o vienes buscando gresca? —señala hacia el combate que tiene lugar a mi espalda.

—Eso te lo dejo a ti —sonrío.

—¿Qué te hace pensar que yo lucho?

Señalo las cicatrices que tiene en los brazos y las magulladuras de sus manos, y ella me dedica una sonrisa leve. Me encojo de hombros.

—Acabaría muerto si me dedicara a pelear. No, solo vengo a refugiarme del sol. A disfrutar de tu compañía, ¿sabes? Siempre que no tengas la peste, claro.

Es una broma más que gastada, pero ella se ríe antes de inclinarse sobre el mostrador.

—Vivo en el borde del sector. De momento es bastante seguro.

—Tienes suerte —me acerco más a ella y adopto un tono grave—. Hace poco le han marcado la puerta a una familia que conozco.

—Vaya.

—Quería preguntarte una cosa… Es simple curiosidad. ¿Has oído hablar de un tipo que dice que tiene algunas vacunas contra la peste? Estuvo por aquí hace poco.

Levanta una ceja.

—Sí, sí. Hay mucha gente detrás de él.

—¿Qué va diciendo por ahí? ¿Lo sabes?

Duda un instante y observo que tiene la nariz salpicada de pecas.

—Dice que dispone de una vacuna, pero que solo se la dará a una persona. No da nombres; se supone que esa persona sabrá que se refiere a ella.

Intento adoptar una expresión divertida.

—Pues qué suerte tiene, ¿no?

—No es broma —sonríe—. Va diciendo por ahí que hoy a medianoche estará en el sitio de los diez segundos, y que la persona a la que busca sabrá dónde es.

—¿El sitio de los diez segundos?

La camarera se encoge de hombros.

—No tengo ni idea de lo que significa. Nadie lo sabe, la verdad. —Se inclina un poco más sobre el mostrador y baja la voz—. ¿Sabes lo que pienso? Que ese tipo está como una cabra.

Me río con ella, pero no dejo de darle vueltas. No cabe duda de que me está buscando a mí. Hará cosa de un año robé en el banco Arcadia, y uno de los guardas de seguridad me atacó. Cuando lo tuve atado, me escupió y me dijo que los láseres de la cámara acorazada me cortarían en pedazos. Yo me burlé de él diciendo que me llevaría diez segundos entrar en la cámara. No me creyó; nadie cree mis amenazas hasta que las cumplo.

Con el dinero que saqué de ese robo, me compré en el mercado negro un buen par de botas y una bomba electromagnética (un aparato que desactiva todas las armas de las inmediaciones; me vino muy bien cuando ataqué la base aérea). Tess se hizo con un vestuario nuevo: camisas, zapatos, pantalones… Además, conseguimos vendas, alcohol y hasta un frasco de aspirinas, y compramos un montón de provisiones. Lo demás se lo di a mi familia y a otras personas del sector Lake.

Después de coquetear unos minutos más, me despido de la camarera y me marcho. El sol todavía no se ha puesto, y noto cómo las gotas de sudor me resbalan por la cara. Ya sé lo suficiente. El gobierno debe de haber encontrado alguna pista en el hospital y me quiere tender una trampa.

A medianoche, enviarán a alguien al sitio de los diez segundos y apostarán un montón de soldados en el callejón de atrás. Deben de creer que estoy desesperado. Es muy posible que lleven alguna vacuna de verdad para asegurarse de que muerdo el cebo. Aprieto fuerte los labios y cambio de dirección. Me dirijo al distrito financiero.

Tengo una cita.

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