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Primera parte. El chico que camina en la luz » June

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JUNE

23:29

Sector Batalla

Temperatura interior: 22 °C

Las luces de la intendencia de Batalla son frías, fluorescentes. Me cambio en el baño de la planta de Observación y Análisis. Llevo un chaleco oscuro a rayas sobre una camisa negra de manga larga, pantalones negros metidos dentro de las botas y una capa del mismo color que me cubre por completo. En la parte posterior tiene una franja blanca que desciende en vertical hasta el suelo. Mi cara está oculta por una máscara negra y unas gafas de infrarrojos. El resto de mi equipamiento se reduce a un micrófono diminuto y un auricular todavía más pequeño. Y un arma. Por si acaso.

Debo ofrecer un aspecto asexuado, imposible de identificar. Tengo que parecer un traficante del mercado negro, alguien lo bastante rico como para permitirse el lujo de adquirir vacunas contra la peste.

Si Metias me viera, menearía la cabeza como un suspiro. «No puedes ir sola a una misión clasificada, June», diría. «Puede que acabes herida». Qué irónico.

Ajusto con una lazada el broche que cierra la capa (es de una aleación de acero y bronce, seguramente importado del oeste de Texas) y empiezo a bajar por las escaleras que conducen fuera de la intendencia. Me dirijo al banco Arcadia, donde se supone que he de encontrarme con Day.

Mi hermano murió hace ciento veinte horas y me da la sensación de que fue hace milenios. Hace setenta horas conseguí autorización para rastrear en internet y obtuve toda la información que pude sobre Day.

Hace cuarenta horas, le presenté a la comandante Jameson un plan de busca y captura. Hace treinta y dos horas lo aprobó, aunque no creo que se haya molestado siquiera en revisar los detalles.

Hace treinta horas, envié exploradores a los sectores afectados por la peste: Winter, Blueridge y Alta. Todos propagaron el mismo rumor: alguien tiene vacunas para ti, ven al lugar de los diez segundos. Hace veintinueve horas asistí al funeral de mi hermano.

No planeo capturar hoy a Day. Ni siquiera creo que pueda verlo. Sabrá perfectamente cuál es el sitio de los diez segundos, y supondrá que soy una agente enviada por el gobierno o por los traficantes del mercado negro que pasan información al gobierno. No se dejará ver. Incluso la comandante Jameson, que me está poniendo a prueba por primera vez, sabe que no le veré el pelo.

Y sin embargo, no pierdo la esperanza de que acuda. Necesita con desesperación las vacunas contra la peste. Lo único que espero es que se delate y me permita hallar una pista, un punto de partida, una dirección, algún dato personal.

Tengo mucho cuidado de no pasar por debajo de las farolas. Habría ido por las azoteas si no me dirigiera al sector financiero, donde hay guardas en todos los tejados. A mi alrededor, las pantallas gigantes muestran anuncios coloridos y los altavoces distorsionan los eslóganes publicitarios. Una de las pantallas muestra el perfil actualizado de Day: esta vez es un chico con el pelo largo y negro. Cerca de las pantallas parpadean las luces del alumbrado público, y por debajo avanza una multitud de trabajadores del turno de noche, policías y comerciantes. De vez en cuando aparece un tanque que se desplaza rodeado de un pelotón de soldados (llevan franjas azules en las mangas: son efectivos que regresan del frente de batalla o que marchan hacia él. Mantienen las armas sujetas con las dos manos). Todos me recuerdan a Metias, y tengo que obligarme a respirar más rápido y alargar mis zancadas para no perder la concentración. Cruzo Batalla por el camino más largo, siguiendo carreteras secundarias y dejando atrás edificios abandonados, y no me detengo hasta alejarme lo suficiente de la zona militar.

La policía ciudadana no sabe que estoy de misión. Si me vieran vestida así y equipada con unas gafas de infrarrojos, me detendrían para interrogarme.

El banco Arcadia está en una calle tranquila. Me dirijo a la parte trasera y me detengo en un estacionamiento que hay al fondo de un callejón. Espero entre las sombras. Mis gafas filtran los colores. Miro a mi alrededor y veo las hileras de altavoces de los tejados, un gato callejero que menea la cola sobre un contenedor de basura, un quiosco abandonado lleno de boletines de propaganda antiguos contra las Colonias.

El reloj de mi visor me informa de que son las 23:53. Ocupo el tiempo en repasar el historial de Day. Antes de robar en este banco, ya había aparecido tres veces en nuestro registro. Son los únicos delitos en los que hemos encontrado huellas digitales, y no hay forma de adivinar cuántos más habrá cometido. Vuelvo a examinar el callejón trasero del banco.

¿Cómo pudo hacerse con el botín en diez segundos, habiendo cuatro guardas armados en la puerta de atrás? (El callejón es estrecho. Puede que encontrara suficientes agarraderos en la pared para saltar hasta el segundo o tercer piso mientras los guardas le disparaban. Tal vez consiguiera que se dispararan unos a otros. A lo mejor rompió una ventana; eso le llevaría solo unos segundos. En cuanto a lo que hizo una vez dentro, no tengo la menor idea).

Ya sé lo ágil que es Day: el hecho de que haya sobrevivido a una caída de dos pisos y medio lo demuestra. Pero esta noche no va a tener oportunidad de demostrarlo. Por bien que trepe, es imposible saltar de un edificio y seguir andando con normalidad después. Day no podrá corretear por la pared ni por las escaleras al menos hasta dentro de una semana.

De pronto me tenso. Son las 00:02. Se oye el eco de un chasquido lejano y el gato que estaba sobre el contenedor echa a correr. Podría ser un mechero, el gatillo de una pistola, los altavoces o una farola estropeada: podría ser cualquier cosa. Estudio los tejados con atención. Nada.

Pero se me ha erizado el pelo de la nuca. Sé que está aquí. Sé que me está mirando.

—Sal —digo. El pequeño micrófono que llevo en la boca hace que mi voz suene como la de un hombre.

Silencio. Ni siquiera se mueven los papeles del quiosco. Esta noche no hay viento.

Me llevo la mano al cinturón y saco una ampolla de su funda. Con la otra mano empuño mi pistola.

—Tengo lo que necesitas —agito la vacuna para subrayar mis palabras.

Sigo sin ver nada extraño, pero me parece oír un suspiro muy leve. Una respiración. Dirijo la mirada hacia la hilera de altavoces de los tejados (de ahí vino el chasquido de antes: ha cableado los altavoces para hablar conmigo sin desvelar su ubicación). Sonrío tras la máscara: es lo mismo que habría hecho yo.

—Sé que necesitas esto —vuelvo a agitar la ampolla y doy vueltas en la mano mientras la mantengo en alto—. Tiene todos los precintos oficiales y el sello de aprobación. Te aseguro que es auténtica.

Otra respiración.

—Alguien que te importa mucho desearía que salieras a verme —compruebo la hora en mis gafas—. Son las doce y cinco. Te doy dos minutos. Luego me voy.

El callejón se queda otra vez en silencio, pero oigo de vez en cuando el sonido débil de su respiración a través de los altavoces. Compruebo alternativamente la hora y los tejados. Es listo; no hay manera de saber desde dónde transmite. Podría estar en esta misma calle, unas manzanas más lejos, en un edificio alto… Pero sé que está lo bastante cerca como para verme.

El reloj de mi visor muestra las 00:07. Me doy la vuelta, guardo la ampolla en el cinturón y empiezo a caminar.

—¿Qué quieres a cambio de la vacuna, hermano?

La voz es apenas un susurro, y suena tan distorsionada y rota por los altavoces que me cuesta entenderle. Los detalles se acumulan en mi mente. Es varón. Su acento es bastante neutro (no viene de Oregón, de Nevada, de Nuevo México, del oeste de Texas ni de ningún otro estado de la República; tiene que ser de aquí, del sur de California). Se ha dirigido a mí llamándome «hermano», algo típico del sector Lake. Se mantiene lejos de los altavoces para que no distinga su voz con claridad. Debe de estar en algún lugar cercano desde el que domina el panorama, un edificio elevado.

Detrás de todos esos detalles, un destello se apodera de mi mente: es odio, un profundo odio que va en aumento. Esa es la voz del asesino de mi hermano. Puede que fuera la última que oyera antes de morir. Espero dos segundos antes de volver a hablar. Cuando lo hago, mi voz es suave y tranquila, sin rastro de ira.

—¿Qué quiero? —digo—. Depende. ¿Tienes dinero?

—Mil doscientos billetes.

(Billetes. No oro de la República. Roba a la clase alta, pero no tiene capacidad para expoliar a los ricos de verdad. Debe de trabajar solo).

Me echo a reír.

—Con mil doscientos billetes no puedes comprar esta ampolla. ¿Qué más tienes?

¿Objetos de valor? ¿Joyas? Silencio.

—Tal vez puedas prestarme algún servicio… Estoy seguro de ello.

—No trabajo para el gobierno. —Su punto débil. Por supuesto.

—No pretendía ofenderte; era una pregunta, sin más. ¿Y cómo sabes que no trabajo para otro? ¿No estás sobrevalorando al gobierno?

Se queda en silencio.

—El nudo de tu capa —dice al fin—. No sé lo que es, pero desde luego no es civil.

Eso me sorprende un poco. La capa está atada con un nudo Canto, un tipo de lazada fuerte que se usa en el ejército. Al parecer, Day conoce al dedillo los uniformes oficiales, o bien tiene una intuición impresionante. Me esfuerzo por disimular mi desconcierto.

—Me alegro de encontrarme con otra persona que sabe lo que es un nudo Canto. Pero yo viajo mucho, amigo mío. Conozco a mucha gente, personas con las que no siempre estoy aliado.

Silencio.

Espero, intentando oír el sonido de su respiración a través de los altavoces. Nada. Ni siquiera un chasquido. No he sido lo bastante rápida, y esa breve vacilación en mi voz ha hecho que desconfíe. Me ajusto la capa y me doy cuenta de que estoy sudando a pesar de que es de noche. El corazón me brinca en el pecho.

Otra voz suena en mi cabeza, pero esta viene del auricular.

—¿Estás ahí, Iparis?

Es la comandante Jameson. Se oye de fondo el zumbido de la gente que hay en su oficina.

—Se ha ido —susurro—. Pero me ha dado alguna pista.

—Has cometido el error de desvelar para quién trabajas, ¿no? Bueno, es tu primera vez. Al menos tenemos las grabaciones. Nos vemos en la intendencia.

Su reprimenda me duele un poco. Antes de que pueda responderle, se corta la comunicación.

Espero un minuto más para asegurarme de que Day se ha ido. Doy media vuelta y empiezo a bajar por la calle. Me gustaría decirle a la comandante Jameson cuál es la solución más simple: recorrer una a una todas las viviendas que tengan la puerta marcada en el sector Lake. Así Day tendría que salir de su escondite.

Pero me parece escuchar la réplica de la comandante: «De ninguna forma, Iparis. Es demasiado caro, y el cuartel general no lo aprobará. Tienes que idear otro sistema». Me giro una vez, casi esperando ver una figura vestida de negro a mi espalda. Pero el callejón está vacío.

Si no me permiten forzar a Day a salir, solo me queda una opción: ir a por él.

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