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Primera parte. El chico que camina en la luz » Day

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DAY

—¿Qué tal si comes algo?

La voz de Tess me devuelve a la realidad. Aparto la vista del lago y veo que sostiene una rebanada de pan y un trozo de queso. Me invita con un gesto a que los agarre. Debería tener hambre: no he comido más que media manzana desde que hablé con ese extraño agente del gobierno ayer por la noche. Pero la verdad es que ni el pan ni el queso —está fresco, recién comprado en la tienda a cambio de unos preciados billetes— me resultan tentadores.

Aun así, los tomo. Nada más lejos de mi intención que echar a perder una buena comida, especialmente ahora que tenemos que ahorrar todo lo que podamos para las vacunas.

Estamos sentados en la arena, bajo el muelle, en la parte del lago que cruza nuestro sector. Nos mantenemos lo más cerca posible de la orilla para que los soldados y los obreros borrachos que pasan por encima no nos vean; si miran en nuestra dirección, no distinguirán más que hierba y rocas. Nos ocultamos entre las sombras.

Desde donde estamos sentados, podemos oler la brisa salada y contemplar las luces del centro de Los Ángeles reflejadas en el agua. Alrededor del lago se alzan edificios en ruinas; sus habitantes y los dueños de los negocios los abandonaron tras la inundación. En la orilla se alinean norias gigantescas y hélices, distorsionadas por una cortina de humo. Este es el paisaje que más me gusta de todo nuestro querido y destrozado sector Lake.

Retiro lo dicho. Es mi favorito y también el que menos me agrada, porque desde aquí no solo se ven las luces brillantes del centro: también se divisa el estadio donde se llevan a cabo las Pruebas.

—Aún tenemos tiempo —comenta Tess. Se ha acurrucado junto a mí, y noto su brazo desnudo contra el mío. El pelo aún le huele a pan y a canela, de su visita a la tienda de comestibles—. Nos queda un mes o más. Conseguiremos las vacunas antes, estoy segura.

Para ser una chica sin familia ni hogar, Tess es sorprendentemente optimista. Intento esbozar una sonrisa como respuesta.

—Es posible —repongo—. Puede que bajen la guardia en el hospital dentro de un par de semanas.

Pero en mi fuero interno sé la verdad.

A primera hora de la mañana me arriesgué a echar un vistazo a la casa de mi madre. La extraña equis seguía marcada en la puerta. Mi madre y John parecían sentirse bien —al menos, estaban lo bastante fuertes como para levantarse y deambular por la casa—, pero Eden… Esta vez se encontraba en la cama, con un paño húmedo en la frente. Incluso a cierta distancia me di cuenta de que había perdido peso. Estaba pálido, y su voz sonaba débil y ronca. Más tarde, cuando me encontré con John en la puerta trasera, me dijo que Eden no había comido nada desde mi anterior visita. Le recordé que solo debía entrar en su cuarto cuando fuera imprescindible: ¿quién sabe cómo se contagia esa maldita peste? John me pidió que no me arriesgara más, y me dijo que a este paso acabaría muerto. No pude evitar reírme. Mi hermano mayor no se atreve a decírmelo a la cara, pero sé que soy la única oportunidad que tiene Eden de sobrevivir. Puede que la peste acabe con su vida antes incluso que le toque hacer la Prueba.

Aunque si eso ocurriera, tal vez fuera una especie de bendición encubierta. Eden jamás tendría que esperar al autobús en la puerta de casa el día de su décimo cumpleaños. No tendría que ir al estadio, seguir a docenas de niños por las escaleras de entrada, pasar a las estancias de examen físico, dar vueltas mientras los administradores estudian su respiración y su postura. No tendría que rellenar páginas y páginas de cuestionarios estúpidos. No tendría que responder a las preguntas de media docena de funcionarios impacientes. No tendría que esperar después en uno de los grupos de niños, sin saber cuáles regresarán a su casa y cuáles serán enviados a un «campo de trabajo».

No lo sé. En el peor de los casos, puede que la peste sea una forma más misericordiosa de morir.

—Eden siempre ha sido enfermizo ¿sabes? —digo al cabo de un rato, y le doy un mordisco grande al pan con queso—. Estuvo a punto de morir cuando era un bebé. Pilló un tipo raro de varicela, estuvo con fiebre y erupciones y no dejó de llorar durante una semana entera. Los soldados se acercaron a marcar nuestra puerta, pero era obvio que no se trataba de la peste y nadie más parecía enfermo en la familia —meneo la cabeza—. John y yo jamás nos hemos puesto malos.

Esta vez, Tess no sonríe.

—Pobre Eden… —hace una pausa—. Yo estaba muy enferma cuando me conociste.

—¿Recuerdas lo mugrienta que iba?

De pronto me siento culpable por hablar tanto de mis problemas. Al menos, yo tengo una familia de la que preocuparme.

Le poso una mano en el hombro.

—Sí, tenías una pinta asquerosa.

Tess se ríe, pero mantiene los ojos fijos en las luces del centro de la ciudad. Luego apoya la cabeza en mi hombro y recuerdo el día en que la conocí, en un callejón del sector Nima.

Todavía no sé por qué me paré a hablar con ella esa tarde. Puede que me ablandara el calor, o que estuviera de buen humor porque había encontrado un montón de sándwiches duros tirados junto a la puerta trasera de un restaurante.

—¡Eh, tú! —la llamé.

Dos cabezas más se asomaron por el borde del contenedor y me pillaron por sorpresa; eran una chica y un adolescente que escaparon del callejón a toda prisa. Pero ella, una niña que no podía tener más de diez años, se quedó donde estaba. Iba vestida con una camisa y pantalón hecho jirones. Su melena corta y sucia parecía roja a la luz del sol.

Aguardé un instante; no quería asustarla igual que a los otros dos.

—Eh… —repetí—. ¿Te importa si busco contigo?

Ella me contemplaba sin decir palabra. Apenas se le distinguía la cara de lo sucia que estaba.

Me encogí de hombros y eché a caminar en su dirección, pensando que tal vez encontrara algo útil en el contenedor de basura.

Cuando estuve a menos de tres metros de distancia, soltó un grito ahogado y echó a correr con tanta precipitación que tropezó y se cayó. Me acerqué a ella cojeando; por aquella época, aún tenía muy mal la rodilla.

—¿Estás bien?

Ella se agazapó y se cubrió la cara con las manos.

—Por favor, por favor, por favor… —repetía.

—¿Por favor qué? —suspiré avergonzado, porque me estaba enfadando y veía lágrimas en sus ojos—. Deja de llorar. No te voy a hacer daño.

Me agaché a su lado. Al principio gimió y comenzó a arrastrarse pero cuando vio que no hacía ningún movimiento brusco, se detuvo y me miró. Se había raspado las rodillas al caer y se le veían en carne viva, rojas.

—¿Vives por aquí? —le pregunté.

Ella asintió, pero de pronto, como si recordara algo, meneó la cabeza.

—No —respondió finalmente.

—¿Quieres que te acompañe a casa?

—No tengo casa.

—¿No? ¿Dónde están tus padres?

Negó con la cabeza otra vez. Suspiré, dejé caer en el suelo la bolsa de lona que llevaba y extendí una mano hacia la niña.

—Ven —murmuré—. No creo que quieras que se te infecten las rodillas. Te ayudo a limpiarlas y luego sigues tu camino. También te puedo dar algo de comer. No es un mal trato, ¿no?

Le llevó mucho tiempo decidirse y agarrarme la mano.

—Bien —susurró, en voz tan baja que apenas pude oírla.

Esa noche acampamos detrás de una casa de empeños cuyo dueño había dejado un par de sillas viejas y un sofá roto en el callejón. Le limpié las rodillas con alcohol que había robado en un bar, mientras ella mordía un trapo para no gritar. Solo permitió que me acercara a ella cuando le curé las heridas; el resto del tiempo, cada vez que le rozaba accidentalmente el pelo o el brazo, se estremecía como si se hubiera quemado con el vapor de una tetera. Finalmente me di por vencido y dejé de intentar hablar con ella. Le dejé el sofá y me acomodé en el suelo, utilizando mi camisa como almohada.

—Si quieres irte por la mañana, vete sin más —le dije—. No hace falta que me despiertes para decir adiós.

Me pesaban los párpados, pero ella me miraba sin pestañear y no dejó de hacerlo hasta que me quedé dormido.

Aún estaba allí por la mañana. Se pasó el día siguiéndome a todas partes, mientras yo revolvía en los contenedores para buscar ropa vieja y restos de comida. Le pedí que se fuera, incluso se lo grité. Llevar a una niña huérfana conmigo supondría un gran inconveniente. Pero aunque se echó a llorar un par de veces, cada vez que miraba por encima de mi hombro veía que me seguía ahí, a poca distancia.

Dos noches más tarde, cuando estábamos sentados junto a una hoguera, decidió hablarme por fin.

—Me llamo Tess —musitó, y alzó la mirada para comprobar mi reacción. Me encogí de hombros.

—Está bien saberlo —respondí. Acabábamos de hacernos amigos.

* * * *

Tess se despierta de pronto y me golpea la cabeza con el codo.

—Ay —murmuro frotándome la frente. El dolor se extiende hasta el brazo que se me está curando, y oigo en mi bolsillo el tintineo de las balas plateadas que Tess encontró en mi ropa—. Si querías despertarme, bastaba con darme un toque.

Se lleva el índice a los labios y me pongo alerta de inmediato. Aún seguimos bajo el muelle; deben de quedar un par de horas para que amanezca. El cielo está muy oscuro, y la única luz que hay proviene de las farolas viejas que bordean el lago. Los ojos de Tess brillan en la negrura.

—¿No oyes algo raro? —murmura.

Frunzo el ceño. Suelo detectar antes que Tess los ruidos sospechosos, pero en esta ocasión no he oído nada. Los dos nos quedamos inmóviles un buen rato. Escucho el chapoteo de las olas contra el metal del muelle y el zumbido ocasional de algún coche que pasa en la lejanía.

—¿Qué has oído, Tess?

—Sonaba como… no sé, un gorgoteo —susurra.

Antes de que me dé tiempo a pensar en ello, por encima de nosotros suenan pasos y después se oye una voz. Nos encogemos aún más en la sombra. La voz es de hombre, y las pisadas son fuertes. Tardo un segundo en darme cuenta de que hay dos personas.

Una pareja de policías ciudadanos. Me pego con todas mis fuerzas al talud, y de él se desprenden algunos terrones que ruedan despacio hacia la arena. Sigo empujando hasta toparme con una superficie dura y lisa. Tess me imita.

—Algo se está cociendo —comenta uno de los policías.

—La peste ha aparecido esta vez en el sector Zein.

Sus pisadas retumban encima de mi cabeza y sus siluetas se recortan en el borde del muelle. Empieza a amanecer, y el horizonte ha tomado un color gris oscuro.

—Nunca ha habido peste por allí.

—Debe ser una cepa más resistente.

—¿Y qué piensan hacer?

Intento oír la respuesta del otro policía, pero se han alejado demasiado y no distingo más que murmullos. Inspiro profundamente. El sector Zein está a casi cincuenta kilómetros, pero… ¿y si la marca roja que hay en la puerta de mi madre significa que Eden se ha contagiado de esa cepa más resistente? ¿Qué medidas tomará el gobierno ante esta nueva mutación?

—Day… —murmura Tess, que se ha colocado de espaldas a la orilla.

La miro y me doy cuenta de que señala el hoyo que hemos dejado en el talud. Entonces lo veo: la superficie dura contra la que choqué es una lámina de metal. Aparto las piedras y la arena y observo que está encajada en la tierra; debe ser una especie de puntal que asegura la orilla. Estrecho los ojos y contemplo la superficie.

—Está hueco —declara Tess.

—¿Hueco? —pego la oreja contra la plancha de metal y oigo el ruido extraño que Tess notó antes: es un gorgoteo seguido de un silbido. No, definitivamente no se trata de una estructura de apuntalamiento. En cuanto observo el metal con atención, distingo unos símbolos grabados en la superficie.

Uno es la bandera de la República. El otro es un número pintado de rojo: 318.

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