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Primera parte. El chico que camina en la luz » June

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JUNE

—Debería ir yo. No tú.

Aprieto los dientes e intento no mirar a Thomas. Metias habría dicho esas mismas palabras.

—Yo resultaré menos sospechosa —replico—. La gente confiará en mí con más facilidad.

Estamos en el ala norte de la intendencia de Batalla, observando cómo la comandante Jameson trabaja al otro lado de una mampara de cristal. Hoy han atrapado a un espía de las Colonias que difundía un boletín de propaganda subversiva titulado Cómo te miente la República. Normalmente los espías se envían a Denver, pero si los apresan en una ciudad grande como Los Ángeles, nos hacemos cargo nosotros antes de mandarlos a la capital. Ahora mismo está colgado boca abajo en la sala de interrogatorios, y la comandante Jameson lo mira con unas tijeras en la mano.

Inclino la cabeza para contemplar al espía. Lo odio con la misma intensidad con la que odio todo lo que se refiere a las Colonias. No trabaja con los Patriotas, eso seguro; es demasiado cobarde para eso (todos los Patriotas que hemos detectado hasta ahora se han suicidado antes de que los atrapáramos). Este espía es joven; tendrá veintiocho o veintinueve años, la edad que tenía mi hermano. Poco a poco me voy acostumbrando a hablar de Metias en pasado.

Veo por el rabillo del ojo que Thomas sigue mirándome. La comandante Jameson le ha ascendido oficialmente al puesto de mi hermano, pero carece de competencias sobre mi misión de prueba y eso le está volviendo loco. Si de él dependiera, yo ni siquiera pisaría el sector Lake sin un equipo de respaldo.

Pero eso es justo lo que voy a hacer a partir de mañana por la mañana.

—Mira, deja de preocuparte por mí —al otro lado del cristal, el espía se retuerce—. Soy capaz de cuidarme sola. Day no es ningún idiota; si llevo un equipo detrás, se dará cuenta enseguida.

Thomas se gira y contempla el interrogatorio.

—Ya sé que eres buena —replica.

Aguardo a que continúe la frase con un «pero…». No lo hace.

—Mantén el micrófono encendido y yo me haré cargo de todo desde aquí —añade al fin.

—Gracias —digo con una sonrisa.

No vuelve a mirarme a la cara, pero me doy cuenta de que ha subido un poco las comisuras de los labios. Puede que esté recordando las veces en que yo iba detrás de Metias y de él para hacerles preguntas tontas sobre la forma de trabajar de los militares.

Tras la mampara de cristal, el espía empieza a chillar algo y se sacude violentamente agitando las cadenas. La comandante Jameson nos mira y nos hace un gesto con la mano. No dudo ni un instante. Thomas y yo entramos rápidamente en la sala de interrogatorios y nos apoyamos en la pared del fondo, junto a otro soldado que ya estaba allí. De inmediato me siento sofocada por el calor. El prisionero sigue gritando.

—¿Qué le ha dicho? —le pregunto a la comandante Jameson, y ella me mira con ojos gélidos.

—Le he dicho que nuestros aviones se van a centrar en su ciudad natal la próxima vez —se vuelve hacia el espía—. Y va a empezar a cooperar con nosotros si sabe lo que le conviene.

El prisionero nos contempla uno por uno. De la boca le cae un hilo de sangre que se desliza por la frente y el pelo y gotea en el piso. Cada vez que se agita, la comandante Jameson le da un tirón de la cadena que lleva al cuello y lo estrangula hasta que se queda quieto. De pronto, gruñe y nos escupe sangre a las botas. Froto la mía contra el suelo con repugnancia.

La comandante se inclina sobre él y sonríe.

—Vamos a empezar de nuevo, ¿de acuerdo? ¿Cómo te llamas? —El prisionero aparta la vista y guarda silencio.

La comandante Jameson suspira y le hace un gesto a Thomas.

—Estoy cansada —declara—. Le cedo el honor.

—A sus órdenes.

Thomas se cuadra y da un paso al frente. Aprieta la mandíbula, cierra el puño y golpea con fuerza el estómago del prisionero. Por un momento, los ojos del espía se desorbitan; cuando se calma, escupe más sangre al suelo. Me distraigo estudiando su uniforme (botones plateados, botas militares, un alfiler azul en la manga. Debió de disfrazarse de soldado cerca de San Diego, la única ciudad que obliga a llevar esos alfileres azules. Me doy cuenta de lo que puede haberle delatado: uno de los botones es más plano que los de la República. Se lo debe de haber cosido él; es un botón de un uniforme de las Colonias. Idiota… Solo un espía de las Colonias podría cometer un error tan burdo).

—¿Cómo te llamas? —repite la comandante Jameson. Thomas acerca un cuchillo a un dedo del espía, que traga saliva ruidosamente.

—Emerson.

—¿Emerson qué? Sé más específico.

—Emerson Adam Graham.

—Señor Emerson Adam Graham, del este de Texas —la comandante Jameson pronuncia suavemente, con voz persuasiva—. Es un placer conocerle, joven. Dígame, señor Graham, ¿por qué le han enviado las Colonias a nuestra República? ¿Para difundir mentiras?

El espía deja escapar una risa débil.

—Su República… —escupe—. Su República no va a aguantar ni diez años más. Y en cuanto las Colonias tomen posesión de su territorio, harán mejor uso de él que…

Thomas le cruza la cara con el mango del cuchillo y un diente cae al suelo. Cuando contemplo el rostro de Thomas, veo que está despeinado, y una expresión de placer cruel ha reemplazado a su gesto amable habitual. Frunzo el ceño: no he visto demasiadas veces esa mirada en Thomas, y me provoca escalofríos.

La comandante Jameson lo detiene antes de que vuelva a pegar al espía.

—Está bien. Vamos a escuchar lo que nuestro joven amigo tiene que decir sobre la República.

El rostro del prisionero está rojo por haber estado colgado boca abajo demasiado tiempo.

—¿A esto lo llaman República? ¡Matan a su propio pueblo y torturan a los que antes eran sus hermanos!

Ante eso, pongo los ojos en blanco. Las Colonias tratan de convencer a nuestros ciudadanos de que estaríamos mucho mejor si ellos nos gobernaran. Hablan de anexionarse nuestro territorio como si con ello nos hicieran un favor. Así es como nos ven: como un pequeño país marginal, como si ellos fueran los más poderosos. Esa propaganda les conviene, aunque he oído decir que las inundaciones han asolado muchas más tierras suyas que nuestras. En el fondo, todo se reduce a eso: tierra, tierra, tierra. Pero no van a anexionarnos: eso nunca ha sucedido y jamás sucederá. Antes de que ocurra, los derrotaremos o moriremos en el intento.

—No voy a decir nada. Hazme lo que quieras, pero no te diré nada.

La comandante Jameson sonríe a Thomas y este le devuelve la sonrisa.

—Muy bien, ya ha oído al señor Graham. Hágale lo que usted quiera.

Thomas se encarga del espía, y al cabo de un rato tiene que acudir el otro soldado para ayudarle a sujetar al prisionero. Me obligo a mirar mientras intentan sonsacarle información. Necesito aprender esto, familiarizarme con ello. Me zumban los oídos por culpa de los chillidos del espía. Intento ignorar su pelo del mismo color negro que el mío, su piel pálida, su juventud que me recuerda a Metias por mucho que trate de evitarlo. Me repito a mí misma que el hombre al que Thomas está torturando no es Metias. Que eso es imposible.

Nadie puede torturar a Metias. Ya está muerto.

* * * *

Esa noche, Thomas me acompaña a casa y me da un beso en la mejilla antes de irse. Me pide que tenga cuidado y me asegura que escuchará todo lo que le transmita por el micrófono.

—Estaremos pendientes de ti —intenta tranquilizarme—. No te quedarás sola a no ser que quieras estarlo.

Me las arreglo para devolverle la sonrisa y le pido que cuide de Ollie mientras estoy fuera.

Cuando entro al fin en el apartamento, me acurruco en el sofá y abrazo a Ollie. Está profundamente dormido, con el lomo pegado al brazo del sillón. Supongo que nota la ausencia de Metias tanto como yo. En la mesa baja hay un montón de fotos antiguas de nuestros padres que saqué del armario de mi hermano y desparramé sobre el cristal. También están sus diarios y la libreta en la que guardábamos recuerdos de las cosas que hacíamos juntos: sesiones de ópera, cenas en restaurantes, nuestros primeros entrenamientos en la pista… He decidido examinar cuidadosamente todo lo que me queda de Metias para tratar de averiguar qué quería decirme el día que murió.

Voy pasando las páginas de su diario y releyendo las notas que a papá le gustaba escribir en la parte de atrás de las fotos. La última foto en la que aparecen mis padres los muestra de pie junto a un pequeño Metias, frente a la intendencia de Batalla. Los tres tienen los pulgares en alto. «¡Aquí está el futuro profesional de Metias! 12 de marzo». La sacaron unos meses antes del accidente.

Mi grabadora está en el borde de la mesa. Doy un par de chasquidos con los dedos y escucho una y otra vez la voz de Day. Es joven y, desde luego, está en forma; debe de estar habituado a vivir en las calles. La voz suena entre crujidos, tan distorsionada por los altavoces que hay partes que no comprendo.

—¿Oyes eso, Ollie? —susurro. Mi perro resopla y frota la cabeza contra mi mano—. Ese es nuestro hombre. Y voy a atraparlo.

Me quedo dormida mientras las palabras de Day resuenan en mis oídos.

* * * *

06:25

Estoy en el sector Lake, observando cómo la luz del amanecer tiñe de dorado los molinos y las hélices. Sobre el agua se cierne una capa de humo permanente. Al otro lado del lago se distingue el centro de Los Ángeles. Un policía se acerca a mí y me ordena que deje de hacer el vago y me mueva. Asiento sin decir una palabra y continúo andando por la orilla.

Me confundo por completo con los que me rodean. Llevo una camisa de media manga que compré en una tienda de segunda mano de la frontera entre Lake y Winter, unos pantalones rotos llenos de tierra y unas botas de piel desgastada. He elegido cuidadosamente el nudo de los cordones: un sencillo nudo Rose, el que usaría cualquier trabajador. Me he sujetado el pelo en una coleta alta y apretada y lo he tapado con una gorra.

El colgante de Day descansa en mi bolsillo.

No acabo de creerme lo sucias que están aquí las calles. Creo que están peor que a las afueras de Los Ángeles. El sector es llano (igual que los demás barrios pobres: todos tienen el mismo aspecto), así que cuando hay tormenta, el lago debe de desbordarse y llenar de aguas residuales y contaminadas las calles de la costa.

Todos los edificios están deteriorados y llenos de grietas, salvo, por supuesto, la jefatura de policía. La gente camina junto a la basura que se apila contra las paredes sin prestarle atención. Hay moscas y perros alrededor de los desechos. También hay gente. El olor (quinqués humeantes, grasa, agua de alcantarilla) me hace arrugar la nariz, hasta que caigo en la cuenta de que, si realmente viviera en el barrio, estaría habituada al hedor. Hago un esfuerzo por borrar la mueca de mi cara.

Varios hombres me sonríen cuando paso a su lado. Uno incluso me llama. Los ignoro y sigo adelante. Escoria… Me asombra que aprobaran su Prueba. Me pregunto si podrían contagiarme la peste aunque esté vacunada. Quién sabe dónde habrán estado.

Me paro en seco al recordar lo que me dijo Metias: que no debería juzgar a la gente pobre de esa forma. Bueno, supongo que él era mejor persona que yo, pienso con amargura.

El diminuto micrófono que llevo dentro de la boca vibra ligeramente contra mi mejilla, y una voz suave suena en el auricular.

—Señorita Iparis —la voz de Thomas es un siseo imperceptible que nadie más que yo puede oír—. ¿Va todo bien?

—Ajá —musito; el micrófono es capaz de captar la menor de las vibraciones de mi garganta—. Estoy en el centro de Lake. Voy a desconectar durante un rato.

—De acuerdo —responde Thomas, y el auricular se queda en silencio. Hago un chasquido con la lengua para apagar el micrófono.

Paso la mayor parte de la mañana fingiendo que hurgo en los cubos de basura para escuchar las historias que cuentan los mendigos sobre la peste: las últimas víctimas, las zonas en las que la policía parece más nerviosa, las que han comenzado a recuperarse… También intercambian información sobre los mejores sitios para encontrar comida y agua fresca o para esconderse durante los huracanes. Algunos son tan jóvenes que no creo que hayan pasado la Prueba aún. El más pequeño habla de sus padres y de cómo quitarle la cartera a un soldado.

Pero nadie habla de Day.

Pasan las horas; atardece y luego se hace de noche. Cuando localizo un callejón tranquilo donde descansar, me encuentro con que ya hay otros vagabundos dentro de los contenedores. Me alejo hasta un rincón oscuro y enciendo el micrófono. Saco el colgante de Day y lo levanto para estudiar sus suaves curvas.

—Se acabó por hoy —murmuro. Apenas me vibra la garganta. El audífono crepita débilmente por la estática.

—¿Señorita Iparis? —dice Thomas—. ¿Ha obtenido resultados?

—No, no he conseguido nada. Mañana lo intentaré en lugares públicos.

—De acuerdo. Aquí habrá gente las veinticuatro horas de los siete días de la semana, por si necesita ayuda.

Cuando Thomas dice que habrá gente las veinticuatro horas de los siete días de la semana, sé que se refiere a que él estará escuchándome.

—Gracias —susurro—. Corto la comunicación.

Apago el micrófono. Me gruñe el estómago, así que me saco del bolsillo un trozo de pollo que he encontrado en el callejón trasero de una cafetería y me obligo a masticar, haciendo caso omiso de su tacto viscoso y frío. Si he de vivir como un ciudadano de Lake, tendré que comer igual que ellos. Tal vez debería buscarme un trabajo, medito. La idea me hace resoplar.

Cuando logro conciliar el sueño, tengo una pesadilla en la que aparece Metias.

Al día siguiente no sucede nada de interés, ni tampoco el siguiente. Tengo el pelo lacio y enredado por el calor y el humo, y la mugre ha empezado a cubrirme la cara. Cuando veo mi reflejo en el lago, me doy cuenta de que tengo el mismo aspecto que cualquier indigente.

Todo da la impresión de estar sucio.

El cuarto día, cuando voy caminando por la frontera entre Lake y Blueridge, decido dar una vuelta por los bares.

Y entonces, algo sucede. Me tropiezo con una pelea de skiz.

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