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Primera parte. El chico que camina en la luz » June

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JUNE

No me preocupa perder esta pelea; lo que me preocupa es matar accidentalmente a mi oponente.

Pero si me voy ahora, estoy muerta.

Maldigo en silencio: ¿en qué lío me he metido?

Cuando me topé con un grupo de gente que hacía apuestas, estuve por marcharme. No quería tener nada que ver con las peleas de skiz; prefería no correr el riesgo de que la policía me arrestase y me interrogase. Pero después pensé que podría sacar información valiosa de un grupo de gente así: muchos parecían del barrio, y tal vez alguno conociera personalmente a Day. Alguien tiene que conocerle en Lake, y no sería raro que ese alguien fuera aficionado al skiz.

Pero no debería haber intervenido cuando empujaron a esa chica tan frágil dentro del ring. Tendría que haber dejado que se las arreglara sola.

Ahora es demasiado tarde.

La tal Kaede inclina la cabeza en mi dirección y sonríe. Inspiro profundamente. Ya ha empezado a moverse, rodeándome como un depredador. Yo me dedico a estudiar su postura: echa a andar con el pie derecho. Sin embargo, es zurda.

Eso debe de jugar en su favor cuando se enfrenta a contrincantes normales, pero yo estoy entrenada para estas situaciones. Corrijo mi postura. La gente chilla tan fuerte que se me taponan los oídos.

Dejo que aseste el primer golpe: Kaede enseña los dientes y arremete con el puño en alto, pero me doy cuenta de que está preparándose para lanzar una patada. La esquivo y su pierna pasa delante de mí. Aprovecho su giro para golpearla en el instante en que me da la espalda, y ella pierde el equilibrio y trastabilla. La multitud rompe en aplausos.

Kaede se vuelve para retomar el combate, pero ya no sonríe: he conseguido enfadarla. Se abalanza sobre mí; bloqueo sus dos primeros puñetazos, pero el tercero me alcanza en la mandíbula y me vuelve la cabeza.

Cada músculo de mi cuerpo me pide que acabe ya mismo con esto, pero me obligo a tener paciencia. Si peleara demasiado bien, despertaría sospechas. Tengo un estilo de lucha demasiado preciso para una simple vagabunda, así que permito que Kaede me golpee otra vez. La muchedumbre ruge y ella vuelve a sonreír con confianza renovada. Espero a que cargue de nuevo contra mí y entonces me agacho y la hago tropezar. No se lo esperaba, así que cae pesadamente de bruces mientras el público brama entusiasmado.

Kaede se levanta, aunque en teoría las peleas de skiz terminan cuando alguien cae al suelo. Ni siquiera se detiene a recobrar el aliento: suelta un alarido de cólera y se lanza contra mí otra vez. Debería haber visto el brillo metálico en su mano. El puñetazo se estrella contra mi costado y me produce un dolor penetrante. La echo a un lado de un empellón y entonces noto algo tibio y húmedo en la cintura. Bajo la vista.

Una puñalada. Para abrirme la carne de esa forma ha tenido que usar un cuchillo de sierra. Estrecho los ojos y miro a Kaede. No se permiten armas en el skiz, pero… en estas cosas, la gente rara vez sigue las reglas.

Estoy mareada de dolor y rabia. ¿No hay reglas? Muy bien.

Cuando Kaede ataca de nuevo, la esquivo, le agarro el brazo y se lo retuerzo hasta romperlo de un solo movimiento. Ella grita de dolor y se debate, pero yo continúo empujándole el brazo roto contra la espalda hasta que veo que su cara pierde el color. Del dobladillo de su camiseta cae un cuchillo que tintinea contra el suelo (tiene el filo de sierra; justo lo que pensaba. Kaede no es una vagabunda normal, si tiene la capacidad de conseguir un arma tan buena como esa. Debe de estar metida en algún asunto sucio, igual que Day. Si no estuviera de misión secreta, la arrestaría ahora mismo y me la llevaría para interrogarla).

Me arde la herida, pero aprieto los dientes y aferro su brazo con firmeza.

Finalmente, Kaede empieza a darme toques frenéticos con la otra mano. La suelto y observo cómo cae de rodillas al suelo, apoyada en el brazo sano. La multitud se vuelve loca. Me tapono la hemorragia lo mejor que puedo y miro alrededor: el dinero cambia de manos. Dos personas ayudan a salir del ring a Kaede (que me fulmina con la mirada antes de irse) y los demás espectadores comienzan a corear un grito:

—¡Escoge! ¡Escoge! ¡Escoge!

Puede que sea por el dolor, que me empieza a producir vértigo, pero cometo una imprudencia. Soy incapaz de contener la furia ni un minuto más. Me doy media vuelta sin decir una palabra, me bajo las mangas que tenía enrolladas y me levanto el cuello de la camisa. Acto seguido, doy un paso fuera del ring y empiezo a empujar para salir del barullo.

El cántico del público cambia y se convierte en un coro de abucheos. Estoy tentada de encender el micrófono y pedirle a Thomas que envíe refuerzos, pero decido no hacerlo. Me he prometido a mí misma que solo pediré cobertura si la situación es desesperada, y desde luego no tengo intención de delatarme por una pelea callejera.

Cuando me las arreglo para salir del edificio, echo un vistazo a mi espalda. Me sigue media docena de espectadores enfurecidos. Los que apostaban son los que están más enfadados, pero los ignoro y continúo andando.

—¡Vuelve aquí! —grita uno—. ¡No puedes irte sin más!

Echo a correr. Maldita puñalada… Me topo con un enorme contenedor de basura, me subo a él de una zancada y me preparo para saltar hasta una ventana del segundo piso. Si consigo elevarme lo suficiente, no me podrán alcanzar. Tomo impulso y logro agarrarme al alféizar con una mano, pero la herida me hace más torpe. Alguien me aferra una pierna y tira hacia abajo con fuerza. Pierdo el agarre, me doy contra la pared y acabo por caer; la cabeza me golpea contra el suelo y todo empieza a dar vueltas a mi alrededor. Mis perseguidores se abalanzan sobre mí y me arrastran por los pies hacia la multitud, que no deja de gritar. Lucho por pensar con claridad; solo veo luces y destellos. Intento encender el micrófono, pero la lengua me pesa como si estuviera cubierta de arena.

«Thomas», quiero susurrar. Pero lo que digo es «Metias». A ciegas, intento alcanzar la mano de mi hermano hasta que recuerdo que ya no está ahí para tendérmela.

De pronto escucho un estallido y un par de gritos, y al instante estoy libre. Me incorporo e intento mover los pies, pero tropiezo y caigo otra vez. ¿De dónde ha salido esta humareda? Estrecho los ojos y trato de ver algo a través de la neblina. Se oye una auténtica algarabía de gritos. Alguien ha tenido que lanzar una bomba de humo.

Una voz me pide que me incorpore. Cuando giro la cara, veo que un chico me tiende la mano. Tiene los ojos de color azul brillante y la cara sucia, y lleva puesta una gorra destrozada. Me atraviesa la mente un pensamiento absurdo: Es el chico más guapo que he visto en mi vida.

—Vamos —me insta, y yo le agarro la mano.

Entre el humo y el caos, nos alejamos corriendo por la calle y desaparecemos entre las largas sombras del atardecer.

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