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Primera parte. El chico que camina en la luz » June

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JUNE

Me despierto al amanecer. La luz del sol me hace pestañear (¿de dónde viene, de atrás?). Por un instante me siento desorientada, insegura. No sé qué hago durmiendo en un edificio abandonado junto al lago. A mis pies crece una mata de margaritas azules. De pronto, una punzada me atraviesa el estómago y me hace soltar un grito. Me han apuñalado, pienso llena de pánico. Entonces recuerdo la pelea callejera, el cuchillo y el chico que me salvó.

Tess se acerca a mí en cuanto nota que me agito.

—¿Cómo te encuentras?

Todavía parece desconfiar.

—Me duele —mascullo, aunque no quiero que piense que me vendó mal la herida—. Pero creo que estoy mejor que ayer.

Tardo un minuto en darme cuenta de que el chico que me salvó la vida está ahí, sentado al borde de la azotea, contemplando el agua. Oculto mi inquietud lo mejor que puedo: en un día normal, si no estuviera herida, jamás se me habría pasado por alto ese detalle.

La noche pasada me di cuenta de que el chico se iba a alguna parte. Le oí mientras trataba de dormir y atisbé su marcha para ver qué dirección tomaba (al sur, hacia Union Station).

—Espero que no te importe esperar unas horas para desayunar —me dice. Aún lleva puesta la gorra de ayer, pero distingo un mechón de pelo muy rubio que asoma por el borde—. Perdimos la apuesta, así que ahora mismo no tenemos dinero para comprar comida.

Me culpa por haber perdido su dinero. Me limito a asentir mientras recuerdo la voz distorsionada de Day a través de los altavoces e intento compararla con la de este chico. Él me mira con expresión severa, como si supiera lo que estoy pensando, y después vuelve a recostarse. No, no puedo asegurar que sea la misma voz. Podría ser la de cientos de personas de Lake.

De pronto recuerdo que el micrófono de mi mejilla sigue apagado; Thomas tiene que estar furioso conmigo.

—Tess, voy a acercarme al agua. Vuelvo enseguida.

—¿Seguro que puedes ir sola?

—Estoy bien —sonrío—. Eso sí, si me ves flotando inconsciente, ven a echarme una mano.

Los peldaños por los que desciendo debían de estar en el hueco de la escalera, pero ahora se encuentran al aire libre. Los bajo con dificultad, uno a uno, con mucho cuidado de no resbalar y caer en el agua. No sé qué me hizo Tess anoche en la herida, pero me encuentro algo mejor. Aunque todavía me arde el costado, el dolor es un poco más soportable y puedo caminar con mayor facilidad. Llego abajo mucho antes de lo que pensaba.

Tess me recuerda a Metias. No dejo de recordar la forma en que me cuidó el día de su reclutamiento… pero ahora mismo no soporto pensar en él, así que carraspeo y me concentro en llegar al borde del agua.

El sol está lo bastante alto como para bañar el lago entero con reflejos de un dorado oscuro, y se distingue la pequeña franja de tierra que nos separa del océano Pacífico. Desciendo hasta que me encuentro justo al nivel del agua; me da la impresión de que esta antigua biblioteca se prolonga muchos más pisos en las profundidades (a juzgar por el aspecto de los edificios que hay en la costa y por la inclinación del terreno, debía de tener unas quince plantas. Habrá unas seis bajo el agua).

Tess y el chico están sentados en la azotea a muchos pisos de distancia, demasiado lejos para oírme. Contemplo el horizonte y hago un chasquido con la lengua para encender el micrófono. Escucho el zumbido de la estática por un segundo antes de que resuene una voz familiar.

—¿Señorita Iparis? —dice Thomas—. ¿Es usted?

—Sí, soy yo —murmuro—. Me encuentro bien.

—Me gustaría saber qué ha estado haciendo. He intentado rápidamente contactar con usted a lo largo de las últimas veinticuatro horas. Estaba listo para enviar una patrulla a recogerla… y los dos sabemos que la comandante Jameson no se sentiría muy satisfecha en ese caso.

—Estoy bien —repito mientras me meto las manos en los bolsillos y saco el colgante de Day—. Sufrí una lesión sin importancia en una pelea de skiz. Nada serio.

Oigo un suspiro al otro lado de la línea.

—Bueno, no vuelva a permanecer tanto tiempo desconectada, ¿me oye?

—De acuerdo.

—¿Ha encontrado algo?

Subo la vista. El chico sigue balanceando las piernas al borde del edificio.

—No estoy segura. Un chico y una chica me ayudaron a salir de la pelea. La chica me curó la herida; voy a quedarme con ellos hasta que consiga caminar mejor.

—¿Caminar mejor? —Thomas eleva el tono—. ¿Qué clase de «lesión sin importancia» es esa?

—Un navajazo. No es gran cosa —oigo a Thomas tragar saliva, pero no le presto atención y continúo hablando—. De todas formas, eso no es lo importante. El chico lanzó una especie de bomba de humo para sacarnos del lío. Parece tener ciertas… habilidades. No sé quién es, pero trataré de conseguir información.

—¿Cree que puede ser Day? No me imagino a Day dedicándose a ayudar a la gente.

Sin embargo, la mayoría de los delitos que cometió Day en el pasado sí que tenían como objetivo ayudar a otras personas.

Todos, salvo lo de Metias. Tomo aire y bajo la voz hasta convertirla en un susurro.

—No, no creo que este chico sea Day…

Es mejor que no le suelte conjeturas absurdas a Thomas en este momento, no sea que decida agarrar un arma y enviar las tropas a por mí. La comandante Jameson me echaría de inmediato de la patrulla si provocara ese gasto sin motivo. Y además… además, estos dos me sacaron de un problema muy serio.

—… pero puede que sepa algo de él —añado.

Thomas tarda en responder. Oigo un ruido de fondo y más estática, y después noto que está hablando con la comandante. Supongo que le estará contando lo de mi herida y preguntándole si deben dejarme sola por ahí. Suelto un suspiro, molesta. Como si fuera la primera vez que me hieren. Unos minutos después, vuelve a hablarme.

—Bueno. Tenga cuidado —hace una pausa—. La comandante Jameson dice que debe seguir con la misión si la lesión no es demasiado grave. Ahora mismo está muy ocupada con asuntos de la patrulla. Pero le hago una advertencia: si el micrófono permanece apagado más de un par de horas, enviaré unos soldados a buscarla, ponga en peligro o no su anonimato. ¿Entendido?

Lucho por contener mi enfado. La comandante Jameson no cree que vaya a sacar nada en limpio de esta misión: se desprende su falta de interés de lo que me ha dicho Thomas. Y él… es la primera vez que utiliza ese tono tan tajante conmigo. Debe de haber estado loco de preocupación durante las últimas horas.

—A la orden —respondo. Thomas no contesta.

Alzo la vista para contemplar al chico otra vez y me prometo a mí misma que lo estudiaré con más detenimiento en cuanto suba las escaleras; no pienso permitir que mi herida me distraiga. Me vuelvo a guardar el colgante en el bolsillo y me incorporo.

* * * *

Durante todo el día me dedico a escrutar a mi salvador. Le sigo por el sector Alta de Los Ángeles y analizo cada detalle, por nimio que parezca.

Por ejemplo, apoya más la pierna izquierda que la derecha. La cojera es tan leve que no se nota cuando va caminando con nosotras; solo cuando se sienta o se levanta me doy cuenta de ese titubeo al doblar la rodilla. O bien es una lesión grave que se curó mal, o una reciente más ligera. Una mala caída, posiblemente.

No es su única herida: de vez en cuando se le escapa una mueca de dolor al mover el brazo. Después de un par de veces, me percato de que la lesión está en el hombro y le duele cada vez que desplaza el brazo demasiado hacia arriba o hacia abajo.

Su rostro es perfectamente simétrico, con una mezcla de rasgos anglosajones y asiático. Bajo la capa de mugre que lo camufla, es muy guapo. Tiene el ojo derecho de un color ligeramente más claro que el izquierdo; al principio lo achaco a un efecto de la luz, pero luego vuelvo a verlo cuando pasamos frente a una panadería y se queda mirando el pan del escaparate. Me pregunto si será un defecto de nacimiento o algo provocado por un accidente.

También registro otros detalles: la soltura con la que se mueve por las calles incluso lejos del sector Lake, como si pudiera recorrerlas con los ojos cerrados; la agilidad de sus dedos cuando se alisa las arrugas de la camisa; la forma en que mira los edificios como si quisiera memorizarlos. Tess no lo llama por su nombre. Del mismo modo en que a mí me llama «chica», parece evitar llamarlo por cualquier nombre o apodo que pueda identificarlo. Cuando empiezo a cansarme de tanto andar, el chico nos indica que paremos y va a buscar agua mientras yo reposo un rato. Es observador: se ha dado cuenta de mi agotamiento sin que yo dijera una palabra.

Está a punto de atardecer. Para huir del calor del sol, vamos al mercado que hay en la parte más pobre de Lake. Tess mira de reojo los puestos cubiertos por toldos. Estamos a más de diez metros y es miope, pero de alguna forma se las arregla para distinguir los puestos de fruta y verdura, las caras de los comerciantes, quién tiene dinero y quién no. Lo sé porque percibo sutiles gestos en su rostro: la satisfacción de conseguir ver los detalle y la frustración cuando no puede hacerlo.

—¿Cómo lo consigues? —le pregunto. Tess se gira y sus ojos me enfocan.

—¿Eh? ¿Qué?

—¿No eres miope? ¿Cómo te enteras de todo lo que pasa a tu alrededor?

Tess parece sorprenderse y después se muestra impresionada. Noto que el chico me observa.

—Bueno, distingo las diferencias de color aunque las formas estén borrosas —responde—. Veo los billetes plateados que asoman del bolsillo de ese hombre, por ejemplo —señala con los ojos uno de los clientes.

—Es un buen sistema —asiento.

Tess se sonroja y se mira los zapatos; por un momento, la veo como a una niña pequeña y suelto una carcajada. Al instante me siento culpable. ¿Cómo puedo tener ganas de reír cuando mi hermano ha muerto hace nada? Por algún motivo que no sabría explicar, estos dos consiguen hacerme perder la compostura.

—Eres muy perspicaz, chica —susurra él despacio, con los ojos clavados en mí—. Ya veo cómo te las has arreglado para sobrevivir en la calle.

Me encojo de hombros.

—Bueno, es la única forma, ¿no?

El chico aparta la vista y yo suelto el aliento. Me doy cuenta de que lo había estado conteniendo mientras su mirada me petrificaba.

—Creo que deberías ser tú las que robara algo de comer, no yo —dice—. Los comerciantes suelen confiar más en las chicas, especialmente en las que son como tú.

—¿A qué te refieres?

—A que sabes perfectamente cómo conseguir lo que quieres. —No puedo evitar una sonrisa.

—Igual que tú —repongo.

Nos separamos para contemplar los puestos y aprovecho que estoy sola para hacerme una composición de lugar. Puedo quedarme con estos dos una noche más, hasta estar recuperada, antes de retomar la pista de Day. Quién sabe… Puede que ellos me proporcionen alguna información.

Cuando por fin llega la noche y el calor remite, regresamos a la orilla del lago y buscamos un sitio donde acampar. A nuestro alrededor se ven ventanas sin cristales por las que sale la tenue luz de las velas. Aquí y allá resplandecen fogatas en medio de los callejones. El turno de la policía ciudadana cambia y aparecen nuevos agentes en las calles. Llevo cinco noches durmiendo al raso y aún no he conseguido acostumbrarme a las paredes desmoronadas, a las cuerdas con ropa vieja que se extienden entre los balcones, a los grupos de mendigos jóvenes que piden a los transeúntes algo de comer. Por lo menos, ya no los desprecio. Recuerdo con algo de vergüenza la noche del funeral de Metias, cuando dejé un filete gigantesco en el plato sin planteármelo siquiera. Tess camina por delante de nosotros con paso alegre, completamente despreocupada. Tararea suavemente una cancioncilla.

—El vals del Elector —murmuro al reconocer la melodía. El chico levanta la vista y sonríe.

—Así que eres fan de Lincoln, ¿eh?

No puedo decirle que tengo todos sus discos —algunos dedicados—, que la he visto interpretar himnos políticos en un banquete de la cuidad, ni que me sé todas las canciones que escribió en honor de los generales que estaban en el frente. Sonrío.

—Sí, más o menos.

Me devuelve la sonrisa. Tiene unos dientes preciosos, los más bonitos que he visto hasta el momento en este sector.

—A Tess le encanta la música. En cuanto me descuido, me arrastra a los bares y me obliga a esperarla en la calle mientras ella escucha los himnos que suenan dentro. Yo qué sé… Debe de ser una cosa de chicas.

* * * *

Media hora más tarde, se da cuenta de que empiezo a fatigarme otra vez. Llama a Tess y nos conduce a un callejón en el que hay varios contenedores metálicos alineados junto a la pared.

Aparta uno para dejar sitio detrás, entra en el hueco, se agacha y nos indica a Tess y a mí que nos sentemos a su lado. De pronto, se empieza a desabotonar la camisa.

Me pongo colorada; menos mal que está oscuro.

—No tengo frío y no estoy sangrando —murmuro—. No hace falta que te quites la ropa.

Él me contempla con expresión divertida. Es de noche; no es normal que sus ojos brillen de ese modo, pero parecen atrapar toda la luz de las ventanas que tenemos encima.

—¿Por qué piensas que esto tiene que ver contigo? —se quita la camiseta, la dobla con pulcritud y la coloca en el suelo junto a una de las ruedas del contenedor. Tess se tumba y apoya la cabeza encima sin dudarlo, como si se tratara de una vieja costumbre.

—Ah, claro —digo con un carraspeo, tratando de ignorar la risita del chico.

Tess charla un rato con nosotros, pero pronto se le empiezan a cerrar los ojos y se queda dormida. El chico y yo nos quedamos callados. Observo a Tess.

—Parece muy frágil —susurro.

—Sí, pero es más dura de lo que aparenta. —Levanto la vista.

—Tienes mucha suerte de tenerla a tu lado —bajo la vista hacia su pierna mala; él se da cuenta y cambia de postura—. ¿Fue ella quien te curó la pierna?

—No, esto me lo hice hace mucho tiempo —titubea y cambia de tema—. ¿Qué tal está tu herida, por cierto?

Hago un gesto con la mano para restarle importancia.

—No es gran cosa —respondo, pero lo digo con los dientes apretados. Las caminatas de hoy no me han sentado especialmente bien, y el dolor se me extiende por el costado como una hoguera.

El chico percibe la tensión de mi cara.

—Habría que cambiar ese vendaje —se levanta y, sin despertar a Tess, saca un rollo de vendas blancas del bolsillo de su chaqueta—. Yo no tengo tanta mano como ella —susurra—, pero prefiero dejarla dormir.

Se sienta a mi lado, me desabrocha los dos botones de debajo de la camisa y levanta la tela hasta dejar al descubierto el vendaje de mi cintura. Su piel roza la mía y hago un esfuerzo por centrarme en observar sus manos. Se lleva una a la bota y saca lo que parece un cuchillo de cocina (mango plateado sin decoración, filo romo, usado muchas veces para cortar cosas más duras que la tela). Posa una mano en mi estómago. Aunque tiene los dedos callosos, su toque es tan delicado que noto cómo se me encienden las mejillas.

—No te muevas —murmura.

Introduce el cuchillo entre la piel y la venda y rasga el tejido. Me estremezco. Cuando levanta la venda caen unas gotitas de sangre, pero no hay señales de infección. Tess sabe muy bien lo que hace. El chico retira el resto y empieza a colocarme un vendaje limpio.

—Nos quedaremos aquí hasta media mañana —comenta mientras trabaja—. No deberíamos haber caminado tanto hoy, pero… en fin, pensé que no era mala idea hacer que te alejaras un poco del sitio donde te hicieron esto.

No puedo evitar mirarle a los ojos. Si vive en la calle, ha tenido que pasar la Prueba por los pelos, pero eso me resulta increíble. No actúa como un vagabundo. Tiene demasiadas facetas, y me pregunto si siempre habrá vivido en la zona pobre de la ciudad. Levanta la mirada y, al darse cuenta de que lo estoy analizando, se queda inmóvil un instante. Un relámpago de alguna emoción que no sé identificar atraviesa sus ojos. Un hermoso misterio. Supongo que se estará planteando las mismas preguntas sobre mí; debe de extrañarle que me las haya arreglado para deducir tantos detalles de su vida. Tal vez se pregunte qué será lo próximo que averigüe. Lo tengo tan cerca que noto su aliento en mi mejilla. Trago saliva. Se aproxima más todavía.

Por un segundo creo que va a besarme.

Y entonces baja la vista hacia la herida y me roza la cintura con los dedos para continuar con el vendaje. Me doy cuenta de que se ha ruborizado; está tan nervioso como yo.

Finalmente ajusta la venda, me baja la camisa y se aleja. Se apoya contra la pared y reposa los brazos sobre las rodillas.

—¿Estás cansada?

Niego con la cabeza y dejo vagar la mirada hasta la ropa que hay tendida sobre nuestras cabezas, varios pisos más arriba. Si nos quedamos sin vendas, podemos sacar de ahí otras nuevas.

—Creo que pasaré un día más con ustedes y luego me iré —declaro al cabo de un rato—. No puedo ir a su ritmo.

Y sin embargo, en cuanto pronuncio esas palabras siento una oleada de pesar. No quiero abandonarlo tan pronto; de algún modo, me consuela estar con Tess y con este chico. Es como si, a pesar de la ausencia de Metias, notara que aún le importo a alguien.

Pero ¿en qué estoy pensando? Este es un chico de los barrios bajos. Me han entrenado para manejar a tipos como este, para contemplarlos desde el otro lado de un cristal.

—¿A dónde vas a ir? —me pregunta.

Intento centrarme. Al contestar, mi voz suena fría y serena.

—Puede que al este. Estoy más acostumbrada a los sectores del interior. —El chico mantiene la vista fija al frente.

—Si no tienes nada que hacer más que estar en la calle, no hace falta que te marches. Me puedes resultar útil. Eres una buena luchadora; podemos hacer dinero en las peleas de skiz y compartir las provisiones. Nos iría bien juntos.

Me hace ese ofrecimiento con tanta sinceridad que me cuesta no sonreír. Decido no preguntarle por qué no entra él en las peleas.

—Gracias, pero prefiero ir por mi cuenta. —Él ni siquiera se inmuta.

—Como quieras.

Apoya la coronilla contra la pared, suspira y cierra los párpados. Lo contemplo esperando a que abra de nuevo esos ojos tan brillantes, pero no lo hace. Al cabo de un rato, su respiración se hace más pesada. Se ha dormido.

Pienso en hablar con Thomas, pero no estoy de humor. Ni siquiera sabría decir por qué. Mañana por la mañana será lo primero que haga. Levanto la mirada y contemplo la ropa tendida. A pesar del rumor de los obreros que salen del turno de noche y de las emisiones de las pantallas gigantes, la noche es muy tranquila. Es casi como si estuviera en casa. El silencio me hace pensar en Metias.

Lloro en silencio: no quiero que Tess y el chico me escuchen.

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