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Primera parte. El chico que camina en la luz » June

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JUNE

Casi a las 20:00

Al menos 26 °C

Estamos sentados en el fondo de un callejón. Tess duerme a poca distancia; el chico le ha vuelto a entregar su camiseta para que la use de almohada. Le observo limarse las uñas con el filo del cuchillo. Se ha quitado la gorra por primera vez y se ha atusado los mechones enredados.

Está de muy buen humor.

—¿Quieres un trago? —me pregunta.

Entre los dos hay una botella de vino. Es barato —debe de estar hecho de esa especie de uvas blandas que crecen en el agua salada—, pero él actúa como si fuera lo mejor del mundo. Esta tarde robó una caja de botellas de una tienda en la frontera del sector Winter y las vendió todas salvo una. Sacó un total de seiscientos cincuenta billetes. No deja de asombrarme la rapidez con la que se mueve entre sectores: muestra tanta agilidad como los mejores estudiantes de Drake.

—Yo lo apruebo si tú también lo haces —respondo—. No podemos desperdiciar el producto de un honrado robo, ¿no?

Me sonríe, descorcha la botella con el cuchillo y echa la cabeza hacia atrás para dar un trago largo. Luego se pasa el pulgar por los labios y vuelve a sonreír.

—Delicioso —sentencia—. Pruébalo.

Tomo la botella, le doy un sorbo y se la devuelvo. Como esperaba, tiene un regusto salado. Al menos me ayudará a aliviar el dolor de la herida.

Seguimos pasándonosla por turnos —él le propina tragos largos, yo sorbitos— hasta que la vuelve a tapar. Parece que ha decidido dejar de beber en cuanto ha notado que se le embotaban los sentidos. Aun así, le relucen los ojos y sus iris azules han adquirido un matiz reflexivo. Puede que no esté dispuesto a perder reflejos, pero juraría que se ha relajado un poco.

—Oye, dime una cosa —comento finalmente—. ¿Para qué necesitas tanto dinero? —El chico suelta una carcajada.

—¿Lo dices en serio? ¿Es que no lo necesita todo el mundo? ¿Alguna vez sientes que tienes suficiente?

—¿Te gusta responder a las preguntas con otras preguntas?

Vuelve a reírse, pero cuando habla, su voz tiene un matiz de tristeza.

—El dinero es lo más importante que hay, ¿sabes? Con dinero se puede comprar la felicidad, digan lo que digan. Sirve para conseguir tranquilidad, posición social, amigos, seguridad… Todo lo que quieras.

En sus ojos hay una expresión distante.

—Ya, pero da la impresión de que tienes prisa por acumular lo más posible. —Esta vez me lanza una mirada divertida.

—¿Y por qué no? Si llevas en las calles tanto como yo, no puede extrañarte. —Aparto la vista: no quiero que averigüe la verdad.

—Supongo —murmuro.

Me quedo callada hasta que el chico vuelve a hablar. Su voz desprende una calidez que me obliga a levantar los ojos.

—No sé si alguien te lo habrá dicho ya, pero eres muy guapa —susurra sin ruborizarse ni apartar la mirada. Me encuentro contemplando dos océanos: uno de un azul perfecto, el otro manchado por una ola diminuta.

No es la primera vez que me lo dicen, pero jamás con ese tono de voz. No sé por qué, pero me pilla con la guardia baja: me quedo tan confusa que, sin pensar, se me escapa decir lo que pienso.

—Tú también eres muy guapo —hago una pausa—. Por si no lo sabías. —Lentamente, ensancha la sonrisa.

—Créeme, lo sé. —Me entra la risa.

—Me alegro de que seas sincero —no puedo apartar la mirada; sus ojos me inmovilizan—. Bueno, creo que te has pasado con el vino —añado, haciendo un esfuerzo por mantener un tono despreocupado—. Deberías dormir un rato.

Apenas lo digo, el chico se acerca más a mí y me apoya una mano en la mejilla. Cuando lo veo moverse, mi primer impulso es aferrar su brazo e inmovilizarlo con una llave. Pero en vez de hacerlo me quedo sentada, completamente quieta. El chico se acerca a mí y tomo aire antes de que sus labios rocen los míos.

Su boca sabe a vino. El contacto es suave al principio, pero luego, como si necesitara algo más, se apoya contra mí y me besa con ansiedad. Sus labios son cálidos y suaves, su cabello me acaricia la cara. Intento concentrarme (no es la primera vez que hace esto. Está claro que ha besado a otras chicas antes, y a unas cuantas. Aunque parece… quedarse sin aliento). Trato de aferrarme a los detalles, pero se me escurren entre los dedos. Tardo un instante en darme cuenta de que le estoy devolviendo el beso con la misma ansia. Noto la presión del cuchillo que lleva enganchando al cinturón y me estremezco. Aquí hace demasiado calor. Tengo la cara ardiendo.

Él es el primero que se retira. Nos miramos desconcertados, en silencio, como si ninguno de los dos comprendiera lo que ha pasado. Luego, el chico recupera la compostura y yo lucho por imitarle. Se recuesta contra el muro y suelta un largo suspiro.

—Lo siento —murmura, pero los ojos le brillan con picardía—. Tenía que hacerlo… Bueno, ahora ya está.

Lo miro, incapaz de responder. Una vocecilla interna me chilla que despabile de una vez. Él me sostiene la mirada; al cabo de unos segundos sonríe, como si fuera muy consciente del efecto que provoca en mí, y aparta la vista. Consigo volver a respirar.

Y entonces hace un gesto que me devuelve a la realidad de golpe: se tumba a dormir y se lleva la mano al cuello. Es un movimiento inconsciente; no creo que se haya dado cuenta siquiera de haberlo hecho. Observo su cuello: no lleva nada. Ha aferrado el fantasma de un collar, de un colgante o de un cordón.

Con una náusea, recuerdo el colgante que guardo en mi bolsillo. El colgante de Day.

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