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Primera parte. El chico que camina en la luz » Day

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DAY

Cuando la chica se queda dormida, la dejo con Tess y me acerco a visitar de nuevo a mi familia. La brisa de la noche me aclara la mente. En cuanto me encuentro a una buena distancia del callejón, tomo aire y aprieto el paso. No debería haberlo hecho, me digo. No debería haberla besado. Especialmente, no debería sentirme satisfecho conmigo mismo. Pero lo estoy. Todavía puedo sentir sus labios contra los míos, la piel suave y tersa de su rostro, de sus brazos, el ligero temblor de sus manos. He besado a bastantes chicas guapas, pero ninguna era como esta. Quiero más. No sé cómo me las he ingeniado para apartarme de ella.

Y yo que me había propuesto no enamorarme mientras viviera en la calle…

Pero ahora tengo que centrarme en ver a mi familia. Intento ignorar la extraña equis que hay en la puerta de la casa y voy derecho a los tablones sueltos de la parte baja del porche. Por las rendijas de la contraventana se distingue el parpadeo de las velas: mi madre debe de estar despierta cuidando a Eden. Me agazapo en la oscuridad durante un rato y luego miro por encima del hombro para comprobar que la calle está vacía. Aparto la tabla, me arrodillo y de pronto me detengo en seco: algo se ha movido en un edificio. Estrecho los ojos: nada. Agacho la cabeza y entro a gatas en el hueco que se abre bajo el suelo de mi casa. John está en la cocina, calentando una cazuela de algo que huele a sopa. Silbo para imitar el canto de un grillo, pero no se entera, tengo que repetir la señal unas cuantas veces antes de que me oiga y se gire. Entonces me arrastro hasta la puerta trasera. John me espera, envuelto en las sombras.

—Tengo mil seiscientos billetes —susurro abriendo la bolsa—. Casi llega para la vacuna. ¿Qué tal está Eden?

John menea la cabeza. Me inquieta su expresión de ansiedad, siempre he pensado que era el más fuerte de la familia.

—No muy bien —contesta—. Ha perdido más peso. Todavía está consciente y nos reconoce. Creo que le quedan unas semanas.

Asiento en silencio. No quiero ni pensar en la posibilidad de perderlo.

—Te prometo que pronto conseguiré el resto del dinero. Lo único que necesito es un golpe de suerte.

—Ten cuidado, ¿quieres? —murmura.

En la penumbra podríamos pasar por gemelos: el mismo pelo, los mismos ojos, la misma expresión.

—No quiero que te pongas en peligro —insiste—. Si puedo ayudarte de alguna forma, dímelo. Podría intentar escaparme de aquí y acompañarte…

—No digas tonterías —gruño—. Si te encuentran, están todos muertos, lo sabes perfectamente —su mueca de frustración hace que me sienta culpable: he rechazado su ayuda con demasiada rapidez, sin contemplaciones—. Iré más rápido yo solo, en serio. Además, ¿qué sería de mamá si te pasara algo?

John asiente, aunque noto que tiene ganas de decir algo más. Me doy la vuelta para dar la conversación por zanjada.

—Tengo que irme, John. Nos vemos pronto.

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