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Primera parte. El chico que camina en la luz » June

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JUNE

Day cree que me he quedado dormida, pero he visto cómo se levantaba y se iba en mitad de la noche. Y lo he seguido.

Se cuela en una zona en cuarentena, entra en una casa marcada con una equis de tres brazos y reaparece unos minutos después.

Es todo lo que necesitaba saber.

Me subo al tejado de un edificio cercano, me escondo tras una chimenea y enciendo el micrófono. Estoy tan enfadada conmigo misma que apenas puedo controlar el temblor de mi voz. Me he dejado arrastrar por la persona que más odio, a la que jamás podré compadecer.

Pero puede que Day no matara a Metias. Tal vez fuera otra persona. Dios… ¿Estoy intentando buscar excusas para protegerlo?

—Thomas —musitó—. Lo he encontrado.

Durante un minuto no oigo más que interferencias. Cuando Thomas contesta, su voz suena rara, lejana.

—¿Puede repetir, señorita Iparis? —Noto que me invade la furia.

—He dicho que lo he encontrado. A Day. Acaba de visitar una casa de una zona en cuarentena en Lake. En la puerta hay una equis de tres brazos. En la esquina de Figueroa con Watson.

—¿Estás segura? —su voz suena más alerta ahora—. ¿Estás absolutamente segura? —Me sacó el colgante del bolsillo.

—Sí. Sin lugar a dudas.

Al otro lado de la línea suena una auténtica conmoción. Thomas alza la voz, nervioso.

—En la esquina de Figueroa con Watson. Ahí se ha producido un brote especial de la peste que íbamos a investigar mañana por la mañana. ¿No tienes ninguna duda de que es Day? —insiste.

—No.

—Mañana llegarán allí los furgones médicos. Tenemos que llevar a los residentes de esa casa al hospital central.

—Entonces envía tropas de refuerzo; necesitaré apoyo cuando aparezca Day para proteger a su familia —recuerdo cómo se arrastró bajo el porche—. No tendrá tiempo de sacarlos, así que seguramente intentará esconderlos en alguna parte de la casa. Que los lleven a todos al ala médica de la intendencia de Batalla. No quiero que hieran a ninguno de ellos; necesito interrogarlos.

Thomas parece desconcertado por mi tono de voz.

—Dispondrá de esos refuerzos, señorita Iparis —repone al fin—. Espero que no se haya equivocado.

El tacto de los labios de Day, nuestro beso, sus manos recorriendo mi piel… ya no significan nada para mí. Menos que nada.

—No me he equivocado.

Vuelvo al callejón antes de que Day advierta mi ausencia.

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