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Segunda parte. La chica que rompe el cristal » Day

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DAY

—En pie. Es la hora.

Me despierta la culata de un fusil contra las costillas. Estaba en medio de un sueño abigarrado: primero aparecía mi madre llevándome al colegio, después la hemorragia en los ojos de Eden y por último los números rojos que hay pintados bajo nuestro porche.

Cuatro manos me levantan antes de que pueda distinguir nada con claridad, y grito cuando apoyo la pierna herida. No creía que fuera posible que me doliera más que ayer, pero así es. Se me llenan los ojos de lágrimas. Cuando consigo enfocar la mirada, veo que tengo la carne hinchada y tumefacta bajo las vendas. Me gustaría gritar, pero tengo la boca demasiado seca.

Los soldados me sacan de la celda; fuera nos espera la comandante que vino a verme ayer. Sonríe en cuanto me ve.

—Buenos días, Day. ¿Cómo te encuentras?

No contesto. Uno de los militares se cuadra ante ella.

—Comandante Jameson, ¿está todo preparado para dictar sentencia? —Ella asiente con un gesto.

—Síganme. Y, por favor, amordácenlo enseguida. Preferiría no oírle gritar inconveniencias.

El soldado vuelve a cuadrarse y después me mete un trozo de tela en la boca. Avanzamos por el pasillo y pasamos de nuevo ante la puerta del número rojo. Después se suceden varias puertas más, algunas opacas y otras de cristal, vigiladas por parejas de soldados. Necesito confirmar mis sospechas; tengo que hablar con alguien de todo esto. Estoy débil por la deshidratación, y el dolor de la pierna hace que se me revuelva el estómago.

De vez en cuando, tras las puertas transparentes se ven presos esposados a la pared. Por sus andrajosos uniformes, juraría que son prisioneros de guerra de las Colonias. ¿Y si está John encerrado en alguna de estas celdas? ¿Qué pensarán hacer con él?

Después de lo que me parece una eternidad, entramos en una sala enorme de techo alto. Se oye a una multitud que corea algo en el exterior, pero no entiendo lo que dicen. Varios soldados bloquean la puerta que conduce a la fachada del edificio; se apartan y salimos. La luz del sol me ciega y los gritos me ensordecen. La comandante Jameson levanta una mano y gira a la derecha mientras los soldados me arrastran hasta una plataforma. Por fin descubro dónde me encuentro: estoy ante un edificio del centro de Batalla, el sector militar de Los Ángeles.

Frente a mí, una muchedumbre contenida por un pelotón de soldados me contempla. Me asombra que haya venido a verme tanta gente. Levanto la vista y observo las pantallas gigantes de los bloques de alrededor. Todas muestran mi cara junto a titulares que se suceden a toda velocidad.

EL FAMOSO CRIMINAL «DAY» SERÁ ENJUICIADO FRENTE A LA INTENDENCIA DE BATALLA.

APRESADO AL FIN EL MALHECHOR MÁS PELIGROSO DE NUESTRA SOCIEDAD.

EL DELINCUENTE JUVENIL «DAY» HA DECLARADO QUE TRABAJABA SOLO Y NO ESTABA AFILIADO A LOS PATRIOTAS.

Contemplo mi apariencia en las pantallas gigantes: ensangrentado, dolorido, débil. Me cruza el pelo una franja de un rojo oscuro; debo de tener una herida en la cabeza.

Por un instante, me alegro de que mi madre no esté viva. Así no tiene que presenciar esto.

Los soldados me empujan hacia un bloque de cemento que se alza en el centro de la plataforma. A mi derecha, tras un atril, se encuentra un juez vestido con una túnica escarlata de botones dorados. La comandante Jameson se coloca junto a él; a su lado está la chica, con expresión alerta, enfundada de nuevo en su uniforme de gala. Contempla impertérrita a la multitud, pero en cierto momento gira la cara y me lanza una mirada fugaz.

—¡Orden! ¡Orden entre los asistentes! —la voz del juez retumba en los altavoces, pero la gente no deja de chillar. Los soldados cargan contra la multitud; en primera línea hay un montón de periodistas con cámaras y micrófonos que apuntan en mi dirección.

Finalmente, uno de los militares grita una orden. Le reconozco: es el capitán joven que mató a mi madre. Sus hombres disparan varios tiros al aire y la gente se calma. El juez aguarda unos instantes para asegurarse de que todo está en calma y se ajusta las gafas.

—Les agradezco su cooperación —comienza—. Sé que hace calor esta mañana, así que seré breve. Como pueden ver, nuestros soldados están presentes y dispuestos a recordarles que se debe guardar la compostura durante estos procedimientos. Permítanme que comience con el anuncio oficial: el veintiuno de diciembre, a las ocho horas treinta y seis minutos del huso horario oceánico, el criminal de quince años conocido como Day fue arrestado y pasó a custodia militar.

La gente rompe a gritar. En realidad, lo esperaba; lo que no esperaba era oír abucheos en vez de vítores. Algunas personas —bastantes— no han alzado los puños en el saludo de la República. La policía ciudadana arresta a unos cuantos alborotadores, los esposa y se los lleva.

Uno de los soldados que me sujetan me golpea la espalda con el cañón del fusil. Caigo de rodillas; cuando mi pierna herida choca contra el cemento, grito, pero la mordaza ahoga el sonido. El dolor me oscurece la visión y noto cómo el vendaje se empapa en sangre. Estoy a punto de perder el conocimiento, pero los soldados me agarran de los brazos y me obligan a levantarme. Cuando miro a la chica, veo que se estremece y baja la vista.

El juez enumera sin inmutarse los crímenes de los que se me acusa.

—A la luz de la larga lista de delitos cometidos por el acusado y de todas las formas en las que ha atentado contra nuestra gloriosa República —concluye—, la corte suprema de California declara su veredicto; el criminal conocido como Day es culpable y será fusilado.

La multitud estalla de nuevo en gritos y los soldados se esfuerzan por evitar que rompan el cordón.

—La sentencia será ejecutada dentro de cuatro días —añade impertérrito el juez—, el veintisiete de diciembre a las dieciocho horas del huso horario oceánico, en la ubicación habitual.

Cuatro días. ¿Cómo voy a salvar a mis hermanos? Levanto la cabeza y contemplo a la muchedumbre.

—La ejecución se transmitirá en directo para todo el país —prosigue—. Se espera que todos los ciudadanos estén atentos a cualquier atisbo de conducta criminal que pueda tener lugar antes o después de la fecha establecida, y que si la detectan, avisen de inmediato a la policía ciudadana o se personen en la comisaría más próxima. La presente sentencia es firme e inapelable.

Quieren hacer un ejemplo de mí.

El juez se endereza y se aleja de la tribuna. La multitud continúa cargando contra los soldados entre gritos, aplausos y abucheos. Los soldados me conducen de vuelta a rastras; antes de que me metan en la intendencia de Batalla, veo que los ojos de la chica están fijos en mí. Su cara sigue siendo casi inexpresiva, pero de pronto noto en ella un destello de emoción: la misma que vi en su cara antes de que conociera mi auténtica identidad. Solo dura un instante.

Supongo que debería odiarte, pienso. Pero la forma en que me ha mirado me lo impide.

Los soldados, siguiendo órdenes de la comandante Jameson, no me conducen de vuelta a la celda. En vez de hacerlo, me llevan a un montacargas de aspecto tosco. Subimos un piso, después otro y otro más hasta llegar a la azotea de la intendencia, a doce plantas de altura. El sol resulta abrasador: las sombras de los demás edificios no llegan hasta aquí. La comandante ordena a los soldados que se coloquen en torno a una plataforma circular que hay en mitad de la azotea. Tiene el sello de la República en relieve, y de su perímetro parten varias cadenas gruesas que llegan hasta el centro. La chica cierra la marcha; puedo sentir sus ojos clavados en mi nuca. Me obliga a quedarme de pie en mitad del círculo y dos soldados me encadenan las manos y los pies.

—Déjenlo aquí dos días —ordena la comandante.

El sol me deslumbra; el mundo entero parece estar bañado en una nube de diamantes. Los militares me sueltan y me derrumbo con un estruendo de cadenas, pero en el último momento reacciono y logro apoyar las palmas de las manos y la rodilla buena.

—Agente Iparis, queda usted al mando. Compruebe el estado del prisionero de manera periódica y asegúrese de que permanece vivo hasta el día de la ejecución.

—A sus órdenes.

—Está autorizada a suministrarle un vaso de agua y una ración de alimentos al día —la comandante sonríe mientras se ajusta los guantes—. Puede inventar formas creativas de hacerlo, si le apetece. Estoy convencida de que puede conseguir que suplique para obtenerlos.

—A sus órdenes.

—Bien —la comandante se gira hacia mí—. Veo que empiezas a comportarte, Day. Más vale tarde que nunca.

Se dirige al ascensor acompañada de la chica y deja a los demás soldados montando guardia.

La tarde transcurre sin que me molesten más. Pierdo y recupero la conciencia a ratos. La herida de la pierna palpita al mismo ritmo que los latidos de mi corazón: a veces rápido, otras despacio y, de vez en cuando, con tanta fuerza que casi me desmayo.

Cada vez que cambio de postura, hago una mueca de dolor involuntaria. Intento pensar dónde puede estar Eden: en los laboratorios del hospital central, en la división médica de la intendencia de Batalla, en un tren con destino al frente… Estoy seguro de que no ha muerto; la República no acabará con él antes de que la peste lo haga.

¿Y John? Soy incapaz de imaginar qué habrán hecho con él. A lo mejor sigue vivo; es posible que quieran sacarle más información sobre mí. Tal vez nos ejecuten a los dos juntos.

O puede que ya esté muerto.

Siento un dolor nuevo, como una puñalada en medio del pecho, y recuerdo el día que hice la Prueba, cuando mi hermano vino a buscarme y vio cómo me metían en un tren junto a los demás niños que habían suspendido. Después, cuando conseguí escapar de los laboratorios y comencé a observar a mi familia a distancia, le vi sentado muchas veces a la mesa del comedor, llorando con la cara entre las manos. Jamás me lo ha confesado, pero creo que se culpa a sí mismo por lo que me pasó. Piensa que debería haberme protegido, haberme ayudado a estudiar más. Algo, cualquier cosa.

Si consigo escapar, todavía estoy a tiempo de salvarlos. Aún puedo usar los brazos y tengo una pierna sana. Podría hacerlo… si supiera dónde están.

El mundo se desvanece por un momento y luego recupero la visión. Dejo caer los brazos, inertes y lastrados por las cadenas, y apoyo la cabeza contra la plataforma de cemento. Los recuerdos del día de mi Prueba me bombardean el cerebro.

El estadio. Los demás niños. Los soldados que vigilaban todas las entradas y salidas. Las cortinas de terciopelo que separaban a los hijos de las familias ricas.

La prueba física. El examen escrito. La entrevista, que recuerdo especialmente bien. El tribunal estaba compuesto por seis psiquiatras y un oficial del ejército. Se llamaba Chian y llevaba un uniforme lleno de medallas. Fue él quien me hizo la mayoría de las preguntas.

«¿Cómo es el juramento nacional de la República? Bien, muy bien. En el informe del colegio pone que te gusta la historia. ¿En qué año se constituyó formalmente la República? ¿Qué es lo que más te gusta del colegio? Leer… Ajá, muy bien. Un profesor te abrió un expediente porque te colaste en un área restringida de la biblioteca para leer antiguos textos militares. ¿Podrías decirme por qué hiciste eso? ¿Qué piensas de nuestro ilustre Elector Primo? Sí, sí, por supuesto que es un buen hombre y un magnífico líder, pero no deberías hablar de él de esa forma, chico. No es un hombre como tú y como yo. La forma correcta de dirigirse a él es llamándolo “nuestro glorioso padre”. Sí, claro que acepto tus disculpas».

Las preguntas de Chian no se terminaban nunca. Me hizo docenas y docenas, cada una más complicada que la anterior, hasta que no fui capaz de saber por qué había respondido tal cosa o tal otra. No dejaba de hacer anotaciones, aunque uno de sus asistentes estaba grabando toda la sesión con un micrófono en miniatura.

Yo estaba convencido de que había contestado correctamente. Tuve mucho cuidado y dije todo lo que creía que les gustaría oír.

Pero después me metieron en un tren que me llevó a los laboratorios.

El recuerdo hace que me tiemble todo el cuerpo a pesar del sol abrasador que me hiere la piel. Tengo que salvar a Eden, me repito una y otra vez. Eden cumple diez años dentro de un mes. Cuando se recupere de la peste, tendrá que pasar la Prueba…

Noto la pierna a punto de estallar. Es como si fuera a hincharse hasta reventar el vendaje y llenar la azotea.

Pasan las horas. Pierdo la noción del tiempo. Los soldados van rotando; entran y salen según pasan sus turnos de guardia. El sol cambia de posición.

Entonces, cuando por fin está a punto de ocultarse, alguien sale del montacargas y se acerca a mí.

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