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Segunda parte. La chica que rompe el cristal » June

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Me cuesta reconocer a Day, aunque solo han pasado siete horas desde la sentencia. Está tirado en el centro del emblema de la República. Tiene la piel quemada y el pelo completamente empapado en sudor, con un mechón cubierto de sangre seca casi negra, como si se lo hubiera teñido. Gira la cabeza cuando me acerco. No estoy segura de que me haya visto, porque todavía no se ha puesto el sol y seguramente le esté cegando.

Otro niño prodigio. Y no de los normales; aunque he conocido a más superdotados, jamás he sabido de uno al que la República haya hecho desaparecer. Especialmente habiendo sacado una puntuación perfecta.

Uno de los soldados que vigilan el círculo me ve y se cuadra. Está sudando, y la gorra de plato no le protege demasiado del sol.

—Agente Iparis —saluda (su acento es del sector Ruby, y la hilera de botones de su uniforme tiene un aspecto bruñido, reluciente; está claro que presta atención a los detalles).

Echo un vistazo a los demás soldados.

—Pueden retirarse —indico—. Dígales a sus hombres que traigan un poco de agua y algo que dé sombra. Ordene a la tropa de reemplazo que venga temprano.

—A sus órdenes —el soldado se cuadra y luego les grita a los demás que se retiren.

En cuanto se marchan de la azotea y me quedo a solas con Day, me quito la capa y me arrodillo a su lado para examinarle la cara. Me mira de reojo sin pronunciar una palabra. Tiene los labios tan agrietados que la sangre chorrea hasta su barbilla, y parece demasiado débil para hablar. Bajo la vista hacia su pierna herida, que está mucho peor que esta mañana. No me sorprende que se le haya hinchado: tiene que estar infectada. La sangre empapa la venda.

Rozo la herida de mi costado en un gesto involuntario. Ya no me duele demasiado.

Tengo que conseguir que le miren esa pierna. Suspiro y desprendo la cantimplora de mi cinturón.

—Toma, bebe un poco de agua. Me han ordenado evitar que mueras antes de tiempo. Se la acerco a los labios; al principio da un respingo, pero después abre la boca y me permite que vierta un chorro fino. Espero mientras bebe (tarda una eternidad) y luego doy yo un trago largo.

—Gracias —susurra dejando escapar una risa seca—. Supongo que ya puedes irte.

Le observo con atención unos instantes. Tiene la piel abrasada y el rostro empapado en sudor, pero sus ojos siguen siendo tan brillantes como siempre aunque tenga la mirada algo desenfocada.

Entonces recuerdo la primera vez que lo vi: polvo y humo por todas partes… y de pronto, un chico con los ojos más azules que había visto en mi vida me agarró de la mano y me ayudó a levantarme.

—¿Dónde están mis hermanos? —musita—. ¿Están vivos?

—Sí —asiento con la cabeza.

—¿Tess está a salvo? ¿No la han arrestado?

—No, que yo sepa.

—¿Qué están haciendo con Eden?

Recuerdo lo que dijo Thomas acerca de los generales que habían ido a verle.

—No lo sé.

Day vuelve la cabeza, cierra los ojos y respira hondo.

—No… no los maten —murmura—. No han hecho nada… y Eden no es… no es ningún conejillo de Indias, ¿sabes? —se queda callado un momento—. No me llegaste a decir tu nombre. Supongo que ya no importa, ¿verdad? Tú sí sabes el mío.

Le miro a los ojos.

—Me llamo June Iparis.

—June —musita, y siento una extraña oleada de calor cuando mi nombre suena en sus labios. Levanta la vista—. June, siento lo de tu hermano. No sabía nada, no sabía que le hubiera pasado nada.

Estoy entrenada para no creer ni una palabra de lo que diga un prisionero; sé que mienten, que pueden decir cualquier cosa para encontrar tus puntos vulnerables. Pero de alguna manera, sé que esto es distinto. Suena tan… sincero, tan serio. ¿Y si me está diciendo la verdad? ¿Y si a Metias le pasó algo más esa noche? Inspiro profundamente y me obligo a bajar la vista.

La lógica tiene que estar por encima de todo, me repito a mí misma.

La lógica te salvará cuando ninguna otra cosa pueda hacerlo.

De pronto recuerdo algo.

—Day. Abre los ojos y mírame.

Obedece y me acerco a estudiar su iris. Sí, ahí está. Ese extraño borrón, esa peca en medio del azul del océano.

—¿Cómo te hiciste eso? —la señalo—. Esa mancha, esa imperfección.

La pregunta le parece graciosa, porque rompe en carcajadas solo rotas por un ataque de tos.

—Esa imperfección fue un regalo de la República.

—¿De qué estás hablando?

Day titubea; juraría que le cuesta ordenar sus pensamientos.

—La otra noche no fue la primera ocasión que visité los laboratorios del hospital central, ¿sabes? Estuve allí la noche de mi Prueba —intenta alzar la mano y señalarse el ojo, pero las cadenas se lo impiden—. Me inyectaron algo.

Frunzo el ceño.

—¿La noche que cumpliste diez años? ¿Y qué hacías en el laboratorio? Tenías que estar de camino a los campos de trabajo.

Day esboza una sonrisa suave, como si estuviera a punto de quedarse dormido.

—Pensaba que eras más lista.

Vaya; el calor del sol no ha evaporado su actitud desafiante.

—¿Y la lesión que tienes en la rodilla?

—También me la hizo tu querida República. La misma noche que lo del ojo.

—¿Y para qué te iba a herir la República, Day? ¿Por qué motivo querrían hacer daño a alguien que sacó mil quinientos puntos en la Prueba?

Eso despierta su atención.

—¿De qué hablas? Yo suspendí la Prueba.

Así que tampoco lo sabe. Ni siquiera lo sospecha. Bajo la voz hasta convertirla en un susurro.

—No suspendiste. Sacaste una puntuación perfecta.

—Esto es un truco para hacerme confesar, ¿no? —mueve ligeramente la pierna y su rostro se crispa de dolor—. Puntuación perfecta… ¡Ja! No sé de nadie que haya sacado mil quinientos puntos.

Me cruzo de brazos.

—Yo.

—¿Tú? —enarca una ceja—. ¿Tú eres ese prodigio que sacó la nota máxima?

—Sí. Y al parecer, tú también. —Day resopla y aparta la vista.

—Eso es una estupidez.

—Piensa lo que quieras —digo encogiéndome de hombros.

—No tiene sentido. Si fuera así, ¿no debería ocupar el mismo lugar que tienes tú? ¿No es ese el sentido de su querida Prueba? —Day traga saliva, dubitativo, antes de continuar—. Me inyectaron algo en un ojo. Escocía como la picadura de una avispa. También me rajaron la rodilla con un bisturí. Me obligaron a tomar una especie de medicamento, y lo siguiente que supe es que estaba tirado en el sótano del hospital, entre un montón de cadáveres. Pero no estaba muerto —vuelve a reírse débilmente—. Feliz cumpleaños.

Experimentaron con él, supongo que con propósitos militares. De pronto lo veo con claridad meridiana y la idea me enferma. Dañaron deliberadamente su rodilla, su corazón y su ojo. La rodilla: querrían estudiar sus extraordinarias capacidades físicas, su velocidad y su agilidad. El ojo: no creo que fuera una inyección, sino una extracción de tejido para analizar por qué su visión es tan aguda. El corazón: le medicaron para comprobar hasta qué punto descendía su frecuencia cardiaca, y debieron de sentirse muy decepcionados cuando se le detuvo temporalmente el corazón. Por eso pensaron que había muerto.

El motivo está claro: querían desarrollar algo a partir de las muestras de tejido. No sé qué. Píldoras, lentes de contacto… Cualquier cosa para crear soldados mejores, más veloces, de vista más aguda, de mente más ágil, de mayor resistencia.

Todas esas ideas me invaden la cabeza durante un segundo antes de que pueda detenerlas. Pero es imposible: no concuerda con los valores de la República. ¿Por qué desperdiciar de esa forma a un superdotado?

A menos que vieran en él algo peligroso. Una chispa de desafío; ese mismo espíritu rebelde que mantiene ahora. Algo por lo que concluyeran que educarlo comportaba un riesgo superior a las posibles contribuciones que Day pudiera hacer a la sociedad. El año pasado, treinta y ocho niños sacaron más de mil cuatrocientos puntos.

Puede que la República quisiera hacer desaparecer a este en concreto. ¿Por qué les pone tan nerviosos aún ahora?

—¿Puedo hacer yo alguna pregunta? —dice Day—. Me toca, ¿no?

—Sí —me giro hacia el ascensor: acaban de llegar los soldados de refresco. Levanto la mano y les ordeno que se queden donde están—. Pregunta.

—Necesito saber por qué se llevaron a Eden. La peste… Sé que los ricos lo tienen muy fácil: hay nuevas vacunas cada año y todos los medicamentos que quieran. Pero me parece extraño… ¿Nunca te has preguntado por qué no desaparece del todo la epidemia? ¿Por qué rebrota con tanta frecuencia?

Clavo los ojos en los suyos.

—¿Qué insinúas?

—Lo que quiero decir es que… —consigue enfocar la mirada—. Mira: ayer, cuando me sacaron de la celda, vi cifras de color rojo estampadas en la puerta de algunos de los laboratorios de la intendencia. Ya había visto esos números antes, en Lake. ¿Por qué se ven en los sectores más pobres? ¿Qué hacen ahí? ¿Qué están inyectando en esos sectores?

Entorno los ojos.

—¿Crees que la República se dedica a infectar a la gente a propósito? Day, estás entrando en terreno peligroso.

Pero eso no lo detiene; su tono de voz es cada vez más urgente.

—Por eso quieren a Eden —musita—. Para ver cómo evoluciona la nueva mutación del virus. ¿Para qué, si no?

—Lo que quieren es evitar que se extienda una nueva epidemia. —Day suelta otra carcajada rota por la tos.

—No. Lo están usando. Lo están usando… —su voz se hace débil—. Lo están usando… —se le empiezan a caer los párpados: el esfuerzo de hablar lo ha dejado exhausto.

—Deliras —replico.

De pronto me doy cuenta de algo extraño: mientras el simple contacto con Thomas me produce repulsión, la cercanía de Day no me provoca nada parecido. Debería asquearme, pero no lo hace.

—Propagar calumnias como esa supone una traición contra la República —le advierto—. Además, ¿por qué iba a autorizar el Congreso una cosa así?

Day fija sus ojos de nuevo en los míos; cuando creo que no tiene fuerzas suficientes para contestar, su voz suena con más firmeza que antes.

—Piénsalo. ¿Cómo hacen las vacunas que les suministran todos los años? Siempre funcionan. ¿No te parece raro que haya vacunas que respondan a cada nuevo brote de peste en cuanto aparece? ¿Cómo son capaces de predecir qué vacuna van a necesitar?

Me pongo en cuclillas. Jamás me he cuestionado la campaña anual de vacunación a la que estamos obligados a someternos; nunca he tenido motivos para hacerlo. ¿Y por qué iba a desconfiar?

Papá trabajaba tras aquellas puertas, buscando nuevos sistemas para combatir la peste. No: me niego a seguir escuchando esto. Recojo la capa del suelo y la sujeto bajo el brazo.

—Una cosa más —musita Day mientras me levanto. Bajo la vista: sus ojos azules me queman—. ¿De verdad crees que llevan a los niños que suspenden a campos de trabajo? June, los únicos campos de trabajo son los depósitos de cadáveres del sótano del hospital.

No puedo quedarme aquí ni un segundo más. Me alejo de la plataforma, de Day. El corazón me golpea en el pecho. Los soldados, formados en una hilera junto al montacargas, se ponen todavía más firmes cuando llego a su altura. Me las ingenio para que mi expresión parezca irritada.

—Quítenle las cadenas —le ordeno a uno—. Bájenlo a la enfermería para que le curen la pierna. Denle un poco de comida y de agua. Si no, no sobrevivirá a esta noche.

El soldado se cuadra, pero no me molesto en mirarlo antes de cerrar la puerta.

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