Legacy

Legacy


Capítulo III

Página 6 de 39

CAPÍTULO III

Enemigos descubiertos

ME ENCONTRABA de nuevo en mi salón, caminando arriba y abajo. Estaba demasiado intrigada y perpleja para sentarme o descansar un poco. Me habían escoltado hasta mis aposentos por seguridad; uno de los soldados hacía guardia dentro de la sala, junto a mí, y dos más se habían apostado en el pasillo. El guardia que reemplazaba a London temporalmente estaba de pie delante de la chimenea e intentaba no mostrarse demasiado incómodo por estar en mis aposentos. Llevaba el uniforme de los guardias de palacio: pantalón negro y una túnica azul hasta las rodillas con una banda dorada en el centro. La espada, que le habían dado al finalizar su periodo de entrenamiento en el regimiento, colgaba de su cinturón. Era sólo unos años mayor que Steldor y estaba claro que no había esperado acabar protegiendo a la princesa de Hytanica.

—¿Sabes qué es lo que está pasando? —pregunté con atrevimiento.

El silencio roto sobresaltó al joven.

—Creo que vos tenéis una idea más acertada sobre lo que está sucediendo que yo, alteza. —Se encogió de hombros, como pidiendo disculpas, pero noté la curiosidad en sus ojos—. Si no os molesta que os lo pregunte, princesa Alera…, ¿qué sucedió exactamente en el jardín?

Dejé de caminar arriba y abajo y le conté toda la historia, sin olvidar lo que London había dicho de la intrusa.

—¿Cokyrianos? —preguntó, parecía muy asombrado.

—Eso es lo que dijo London.

—¿Qué están haciendo aquí?

—Bueno, la verdad es que sólo había uno.

—Nunca hay sólo uno, princesa.

—Pero ¿qué significa? —pregunté, en tono de queja. Me parecía que me decía sandeces.

Se hizo un silencio denso, y yo me hubiera reído de esa actitud dramática si no hubiera sido por las palabras que siguieron:

—Cuando me entrenaba para convertirme en guardia de palacio —dijo, sacando pecho con orgullo—, recibí instrucción de los mejores hombres del Ejército, la mayoría de ellos veteranos de guerra.

Asentí con la cabeza y me detuve con los puños cerrados y clavándome las uñas en las palmas de las manos por el nerviosismo. Entonces se oyó un golpe en la puerta y me precipité hacia ella, ansiosa. Pero era solamente un sirviente que venía a encender el fuego, pues la habitación se estaba quedando fría. Al final me senté en el sofá de terciopelo de color burdeos y empecé a hojear un libro, intentando distraerme mientras las horas pasaban lentamente.

Justo cuando mi paciencia empezaba a agotarse, se oyó otro golpe en la puerta y London entró en la sala. Despidió con un gesto al hombre que lo había sustituido, quien me saludó con la cabeza y salió precipitadamente. Parecía que el Guardia de Elite estaba de muy mal humor.

—¿Quién es esa mujer? —pregunté. Me puse en pie, y el libro que tenía en el regazo cayó sobre el sofá.

—Supongo que os referís a la mujer del jardín —repuso London, que se apoyó contra la pared. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y parecía contemplar detenidamente los diseños de la alfombra que cubría casi todo el suelo de madera. O bien estaba profundamente sumido en sus pensamientos, o bien no quería satisfacer mi interés.

—Antes me preguntaste si tenía alguna idea de quién había entrado en mi «querido jardín». Creo que fueron ésas tus palabras exactas. Ahora quiero saberlo.

London aguantó con estoicismo mi indignación.

—Siento… haberos hablado así antes. —Me miró directamente a los ojos con expresión sincera y mi irritación se disipó.

—Sólo manejabas la situación como podías —dije, acercándome a él—. Nadie puede culparte por eso. Bueno, dime, por favor, quién es.

—Se llama Nantilam —contestó, e hizo un gesto con la mano como si quisiera espantar una mosca molesta.

Fruncí el ceño, concentrada: ese nombre me sonaba vagamente familiar.

—¿Quién es? —pregunté, finalmente, incapaz de recordar ningún detalle.

—Nantilam…, estoy seguro de que habéis oído hablar de ella. Es… —London se interrumpió y movió la cabeza frunciendo el ceño—. Ya he hablado demasiado.

Se apartó de la pared y se acercó a la chimenea para añadir un poco de leña al fuego.

—London —supliqué, siguiéndolo—, si no quieres decírmelo por miedo a enojar a mi padre, te prometo que nada de lo que me digas llegará a sus oídos. Sé perfectamente que él piensa que estos asuntos no son adecuados para una mujer, y tú no serías el único con quién se sentiría descontento. Bueno, ¿quién es?

London me miró un momento, pero accedió a hablar:

—Nantilam es la gran sacerdotisa de Cokyria. Se podría decir que es la reina, pero no tiene ningún vínculo matrimonial con el Gran Señor. Son parientes.

—¿Y qué es lo que quiere, exactamente?

London suspiró ante mi absoluto desconocimiento de los cokyrianos.

—En Cokyria, a las mujeres se las tiene en mayor estima que a los hombres. Las mujeres siempre han dirigido el reino. Ahora, por motivos olvidados hace mucho tiempo, la Gran Sacerdotisa y su hermano, el Gran Señor, reinan juntos en Cokyria. El Gran Señor se deja ver muy poco y es muy temido; su función es la de proteger y defender a la Gran Sacerdotisa y a la gente de Cokyria. Nantilam es quien gobierna Cokyria en todos los otros aspectos.

—¿Por qué la gente teme tanto al Gran Señor? —pregunté, curiosa.

—No lo ven como una persona, como nosotros vemos a nuestro rey. Es un señor de la guerra, fiero, maligno y terrorífico, y sus cualidades se han exagerado durante décadas a través de las leyendas y los mitos. Dicen que tiene el poder de hacer magia negra, de engendrarla desde su perversa alma. Dicen que puede matarte o hacerte algo peor sólo con un gesto de la mano. Y no son solamente los cokyrianos quienes cuentan estas historias; los hytanicanos también juran que son ciertas. Hay soldados que se encontraron con él en el campo de batalla y nunca más volvieron a ser los mismos; además, pocos de ellos volvieron.

—¿Tú lo has visto alguna vez? —pregunté, con emoción.

Sabía muy poco del pasado de London, aparte de que había luchado en la guerra: él era, en primer lugar y por encima de todo, soldado de Hytanica, y lo había sido antes de ser miembro de la Guardia de Elite del Rey. Nunca le había hecho preguntas sobre su vida y él jamás me había contado nada al respecto.

London se dio la vuelta, miró el fuego, que crepitaba en la chimenea, y permaneció un largo rato en silencio.

—Sí, lo vi —dijo, por fin.

Mi extremada curiosidad pudo conmigo y quise saber más.

—¿Cómo es?

—Estábamos hablando de Nantilam —dijo London con rigidez y mirándome otra vez a los ojos. Su expresión me prohibía continuar insistiendo.

Cedí y dejé de presionarlo, esperando no haber acabado con sus ganas de compartir conmigo lo que sabía de Nantilam.

—Entonces, cuéntame más cosas de la Gran Sacerdotisa.

Me sentí aliviada al ver que me hacía un gesto para que me sentara y volví a instalarme en el sofá para que continuara hablando.

—No sabemos mucho de ella. A pesar de lo misterioso que es, sabemos más acerca del Gran Señor que de la Gran Sacerdotisa. Puesto que ella no ha luchado en la guerra, no era importante para nosotros…, hasta esta noche. Ahora tenemos que averiguar qué hacía en el jardín del palacio de Hytanica.

—¿Adónde la han llevado?

—La he mandado a las mazmorras, ¿recuerdas?

—¿Qué harán con ella?

London suspiró, claramente cansado de mi tenaz interés.

—Pasará la noche en la celda y mañana la llevarán a la sala del Trono para ser interrogada.

—¿Se me permitirá estar ahí?

—Bueno, eres miembro de la familia real. —London, con gesto cansado, se pasó una mano por el pelo plateado—. A pesar de todo, tu padre puede prohibir que asistas.

Fruncí el ceño. Conocía demasiado bien las restricciones que nacían del excesivo celo de mi padre por protegernos.

—El año que viene seré reina. Debo prepararme de todas las formas posibles, y eso implica conocer al enemigo, ¿no es así?

—Sí, pero no serás rey. No estará en tu poder tomar decisiones importantes para el reino, así que tu conocimiento sobre el enemigo, como lo llamas, no tiene importancia.

Estaba que echaba chispas por dentro porque sabía que London tenía razón y que mi padre, probablemente, me prohibiría asistir al interrogatorio.

—No me importa —repliqué en un arrebato de inmadurez—. Estaré allí, no importa lo que diga mi padre.

London se encogió de hombros con gesto despreocupado.

—Deberíais iros a la cama. Mañana será un día importante, estoy seguro.

Me dispuse a irme a la cama, confiada por que los guardias de palacio permanecían apostados al otro lado de la puerta hasta la mañana. Conocía bien a Cannan y a Kade, así que sabía que habrían considerado que esa noche era necesario tomar precauciones extras. Apagué la lámpara y me metí bajo la colcha. Mi cuerpo, exhausto, luchaba contra la inquietud de mi mente: el primero buscaba el sueño mientras que el segundo intentaba encontrar la mejor forma de abordar a mi padre por la mañana. Finalmente ganó el cuerpo y caí en un sueño profundo sin haber elaborado ningún plan.

—¡Padre! —llamé, y mi voz resonó en la enorme sala del Trono, que era como una caverna, con las paredes y el suelo de piedra y el techo de vigas de roble a siete metros de altura.

Acababa de salir el sol y la débil luz que se filtraba por las altas ventanas de la pared norte no conseguía disipar la sombría atmósfera de la mañana. Yo me había levantado temprano, decidida a estar presente cuando la prisionera fuera llevada al salón para ser interrogada, y acababa de iniciar mi ataque de persuasión contra el Rey.

En el extremo más alejado del salón había un espacioso estrado de mármol, desde donde, sentado en su trono incrustado de piedras preciosas, mi padre me miraba. El trono de mi madre se encontraba a su izquierda, pero estaba vacío. Si era por propia elección o por orden de mi padre, no lo sabía. A la izquierda del trono de la Reina había dos sillas que Miranna y yo utilizábamos en las ocasiones en que acompañábamos a mis padres en el salón de los Reyes, que era como también se conocía aquel lugar.

Mientras recorría la distancia que nos separaba, con London siguiéndome de cerca, mi padre se levantó del trono con un gesto de desaprobación que se veía intensificado por los austeros rostros de los retratos de mis antepasados, retratos que colgaban a ambos lados de la sala. El Rey se sorprendió ante mi poco convencional entrada, al igual que los doce guardias de elite que estaban apostados a ambos lados del trono y cuyos rostros mostraban la misma expresión que la de mi padre. Solamente Cannan, que se encontraba a su derecha, parecía imperturbable.

—Alera —dijo mi padre en un tono de voz bajo, pero sin dejar de fruncir el ceño—. No deberías estar aquí.

—He venido a presenciar el interrogatorio. No veo ningún motivo para que deba quedarme en mis aposentos.

—Pero debes quedarte en tus aposentos. No expondré a mi hija a la vileza de la criatura que están a punto de traer ante nosotros.

—No soy una niña. Seré reina dentro de un año. Y ya he estado expuesta ante ella, porque fui yo la que resultó amenazada en el jardín. De todos los que nos encontramos aquí, soy yo quien más se merece conocer el significado de este incidente.

Mi padre, que ya tenía la cabeza centrada en los asuntos del día, se quedó sin palabras. Hizo un gesto con los labios como si fuera a contestarme, pero no emitió ningún sonido. Antes de que pudiera denegar mi petición, la puerta del otro extremo de la sala se abrió y supe que estaban a punto de traer a la prisionera a la sala del Trono.

—Quédate —dijo, en tono irritado.

—Gracias. —Repuse.

Ambos ocupamos nuestros asientos. London se colocó detrás de mí. Por la puerta que conducía a las mazmorras apareció Kade seguido de dos guardias que llevaban a la cokyriana. Las mazmorras eran un lugar completamente desagradable que yo había visitado solamente una vez en la vida gracias a la predisposición de London a satisfacer la curiosidad de una niña de diez años. Había muchas celdas de muros de piedra, el suelo estaba sucio y las puertas eran de madera muy gruesa y tenían solamente una pequeña ventana por la que a duras penas se veía el rostro completo de los prisioneros. Era un lugar oscuro, iluminado únicamente por unas antorchas colgadas de los muros del pasillo, y la humedad hacía sentir un frío que no se podía olvidar aunque uno tuviera la fortuna de ser liberado.

No sabía cómo la mujer que acababan de llevar ante el rey había podido soportar aquellas horas bajo nuestra custodia. Las sombras de su rostro dejaban claro que había pasado una noche muy dura, pero, a pesar de ello, era una mujer impresionante. Tenía los ojos grandes y verdes que brillaban con una rica gama de tonos, algunos como de mar embravecido y otros como la luz de primavera. El cabello, aunque descuidado, era de un hermoso y denso color rojizo y le caía en mechones desiguales por debajo de la curva de la mandíbula. Su piel tenía un tono dorado, como si se hubiera pasado la vida expuesta constantemente a la luz del sol. Iba vestida de negro: la camisa y las mallas habían sido confeccionadas con una tela suave y ligera. Del cuello le colgaba un collar de plata muy poco común: era más estrecho en la parte inferior y se hacía ligeramente más ancho hacia arriba, a medida que dibujaba una elegante curva de cinco centímetros, donde se engarzaban, sobrepuestas las unas sobre las otras, unas seis piezas de plata con diseños que recordaban las hojas de una espada o las hojas de la hierba mecida por el viento.

—Dinos quién eres —exigió mi padre, mirándola, y con el tono imperioso y desagradable que reservaba para los criminales o para las hijas de intolerable mala conducta.

La prisionera, que tenía las manos atadas delante del cuerpo, no respondió. Elevó un poco el torso y puso un pie en tierra, para quedar apoyada solamente en una rodilla. Agachaba la cabeza, aunque lo más seguro es que no fuera por respeto.

—Responde, cokyriana —ordenó de nuevo mi padre.

Me sentía confundida ante esa escena, pues no veía necesario presionar a la mujer para que confesara su identidad.

Ella continuó sin responder, pero levantó la cabeza lentamente y miró a su enemigo a los ojos directamente, de forma casi desafiante. Tenía un aura de poder inconfundible.

—¿Necesito recordarte que te encuentras en nuestro poder, y que tenemos la capacidad de obligarte a hablar? Harías bien en cooperar.

Al final Nantilam habló. Su tono fue desdeñoso.

—Y vos haríais bien en dejarme ir, porque no estoy ni estaré nunca bajo vuestro poder, perro hytanico.

El insulto todavía no había llegado hasta mis oídos cuando noté, más que oí, que London saltaba desde el estrado y aterrizaba delante de la prisionera. Le dio un rápido golpe en el pecho y la tumbó en el suelo. Me agarré con fuerza a la silla, con miedo de que su odio hacia los cokyrianos le hubiera hecho perder la razón. Vi horrorizada que London se dejaba caer al lado de Nantilam y que una de sus espadas oprimía su garganta. Había clavado sus profundos ojos azules en los ojos verdes y beligerantes de la mujer.

—¿De dónde ha sacado el arma?

Cannan bajó los escalones del estrado. Tenía la mandíbula apretada por la rabia. Se detuvo al lado de London y levantó a Nantilam del suelo. Mi guardaespaldas se puso inmediatamente en pie. Entonces oí —un ruido muy ligero comparado con los latidos de mi corazón— caer al suelo la daga que la mujer tenía en la mano.

London alargó una mano, cogió el collar de plata de la prisionera y lo examinó concienzudamente, pues parecía que el colgante estaba roto. Recogió la daga del suelo y la hizo encajar en un extremo del colgante.

Mi padre se había puesto en pie y, con gesto nervioso, jugueteaba con el anillo real que llevaba en la mano derecha. En su expresión se leía una mezcla de desagrado y miedo.

—Lleváosla —ordenó—. Volved a traerla ante nosotros dentro de unos días, cuando tenga la lengua más suelta.

Kade hizo una señal a sus guardias, que cogieron a la prisionera por los brazos y la apartaron de London y Cannan. Ella no se resistió, pero no apartó su fría mirada del rostro de mi padre.

Mientras los hombres hablaban, pensé en la pregunta que el Rey había repetido.

—Padre —dije cuando tuve, por fin, oportunidad de acercarme a él—, ¿por qué le has preguntado el nombre, si ya sabemos quién es?

Mi padre levantó las cejas, desconcertado.

—No sabemos quién es ni qué está haciendo en Hytanica. Lo único que sabemos es que es una cokyriana que ha irrumpido en nuestra casa, e intentamos averiguar el motivo. —Me miró con atención y con el ceño fruncido—. ¿Qué te hace pensar lo contrario?

—Lo siento —tartamudeé—. Estaba equivocada.

Abandoné el salón de los Reyes en un estado de gran confusión y deseando poder hablar con London, que estaba enzarzado en una discusión con Cannan. Pero sabía que pronto retomaría sus deberes como guardaespaldas y que tendría oportunidad de satisfacer mi curiosidad y de despejar mi confusión.

Ir a la siguiente página

Report Page