Legacy

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Capítulo XV

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CAPÍTULO XV

Enigma

LA LLUVIA de la noche anterior había formado surcos en la carretera y la calesa traqueteaba desagradablemente mientras avanzábamos hacia la casa de campo del barón Koranis y de su familia. Miranna iba sentada a mi lado y observaba el paisaje mientras los negros caballos frisones trotaban conducidos por el guardia de palacio. Nuestros guardaespaldas nos acompañaban en sus propias monturas. Yo miraba hacia delante, emocionada pero un tanto irritada porque Tadark cabalgaba demasiado cerca de la calesa. Supuse que su exceso de celo se debía a que la casa de Koranis se encontraba en la frontera este de nuestro reino, en dirección a Cokyria.

Miranna lo había organizado todo de tal forma que nuestros padres creyeran que hacíamos el viaje para ver a Semari. Si hubieran sabido cuál era nuestro verdadero propósito, no nos habrían permitido ir. Me sentía un poco culpable, aunque no por permitir que Miranna engañara a mis padres, sino por provocar que Alantonya tuviera que prepararlo todo para que pudiéramos volver a ver a su hijo, cuya intimidad, sin duda, íbamos a invadir.

A pesar de los ánimos que me daba Miranna, a mí me resultaba imposible ver a Narian como un pretendiente. Era un año más joven que yo; según los criterios de Hytanica, ni siquiera era adulto. Pero la edad no era mi única preocupación.

Narian constituía un enigma, un completo misterio para mí, para mi padre, para su familia y para Cannan. Se sabía muy poco de él como para poder tener mucha fe en su persona. Y después del incidente que se produjo durante la celebración en su honor… Habían pasado ya cinco días, pero lo tenía muy presente. Era muy joven, pero, al mismo tiempo, no se percibía una inocencia juvenil en él, cosa que me confundía y me intranquilizaba.

Al cabo de una hora más de viaje, nos detuvimos delante de la casa de Koranis. Halias y Tadark desmontaron y nos ayudaron a bajar de la calesa. No podía dejar de observar la propiedad. Sólo había estado en esa casa de campo unas cuantas veces. Aunque me llevaba bien con todos los miembros de la familia Koranis, no era especialmente amiga de nadie, como lo era Miranna de Semari. Mi hermana había ido a la casa con frecuencia durante su infancia, pero pocas veces la había acompañado.

La casa era grande y estaba bien construida. Tenía dos pisos de altura y se levantaba sobre unos cimientos de piedra. Las paredes estaban hechas de adobe y cañas, forradas de madera, y todas las habitaciones tenían ventanas con cristales. La casa estaba pintada de color crema por fuera y las paredes exteriores estaban cubiertas de enredaderas. El tejado era de tejas oscuras; el césped que rodeaba el camino de piedra que conducía a la puerta era de un vivo color verde.

Todavía no había acabado de verlo todo cuando Semari salió corriendo por la puerta principal y llegó hasta nosotras. Nos hizo una reverencia; luego, dejando toda formalidad de lado, empezó a parlotear con mi hermana. Al cabo de unos minutos, Alantonya salió de la casa seguida por Charisa y Adalan, que permaneció detrás de su madre mientras esperaban a que nos acercáramos.

—Altezas —dijo, saludándonos con una rápida reverencia. Sus hijas pequeñas la imitaron.

Alantonya nos invitó a entrar en la casa y a sentarnos en el salón, exquisitamente decorado, y pronto empezamos a charlar de cosas triviales. Al cabo de media hora, un sirviente entró para anunciar que iban a servir el té, y Alantonya nos informó de que íbamos a tomarlo en el patio de atrás. Mientras nos acompañaba hasta el otro extremo de la casa, pasamos por varias habitaciones lujosamente amuebladas que hacían evidente la riqueza de Koranis. Miré hacia atrás buscando a Narian por última vez cuando salimos por la puerta trasera de la casa, pero sin ningún resultado. Había esperado verlo, pero, al parecer, no estaba en casa.

En el verde y blando césped vimos, delante de nosotras, una pequeña mesa redonda preparada para seis personas. Un gran arce la protegía del sol. A pesar de que los días todavía eran cálidos, se hacían más húmedos a medida que nos acercábamos al final de agosto, y esa tarde hacía un poco de frío. Al sentarnos a la mesa eché un vistazo por el terreno del barón. A mi derecha, debajo de un cielo libre de nubes, se extendían unos campos enormes; a mi izquierda y por delante de mí, el terreno se elevaba hasta un bosque. Me maravillé ante la sin par belleza de ese lugar.

Continuamos charlando de cosas triviales. Charisa y Adalan no dijeron ni una palabra; posiblemente tuvieran miedo de cometer algún error de protocolo.

Felicité a Alantonya por la belleza de su casa y le pregunté por la propiedad.

—¿El barón es el propietario de toda la tierra que hay entre la casa y el bosque?

—Sí —respondió Alantonya, que dio un sorbo a su té—. Lord Koranis es propietario de más de cien acres, la mayoría para cultivo. Heredó parte de la tierra, y parte la recibió como regalo del Rey. El resto, la compró. Pero también posee parte del bosque. Cuando tomó posesión de la tierra por primera vez, contrató a unos cuantos habitantes del pueblo para que cortaran árboles e hicieran caminos para poder transitar a caballo. Ahí es donde se encuentra ahora: cabalgando con Kyenn y Zayle.

Asentí con la cabeza. Ahora comprendía a qué se debía la ausencia de Narian, pero no pude evitar sentirme abatida. Después de todo, habíamos ido allí para verlo a él. Cuando terminamos el té, Alantonya hizo una propuesta.

—Semari, quizás os gustaría ir a caminar por la orilla del río. Hace una tarde muy agradable, y un paseo os sentará bien.

—¡Buena idea! —aceptó Semari con alegría, y tiró de la mano de mi hermana para que se pusiera en pie—. ¡No está muy lejos del inicio del bosque, y es tan bonito!

Miranna y Semari se alejaron de la casa seguidas por Halias, y yo me quedé un momento más con nuestra anfitriona para darle las gracias.

—Ha sido un placer —dijo Alantonya, que se puso en pie y me dedicó una reverencia. Luego pidió a sus hijas pequeñas que la acompañaran al interior de la casa.

Me apresuré a seguir a las chicas. Tadark me pisaba los talones. Aunque no iba vestida para hacer una excursión como ésa, pronto les di alcance, pues ellas avanzaban a paso lento. Yo llevaba dos faldas sobre un camisón blanco: la falda de encima era de color rosa, y el corpiño, atado a ambos lados, era del mismo color. Pronto sentí los efectos del esfuerzo físico. Calzaba unos zapatos de suela blanda confeccionados con una suave piel de cabra. Miranna iba vestida de forma similar, pero su vestido era de color amarillo pálido.

Las tres, seguidas por nuestros guardaespaldas, avanzamos por la ladera hasta el bosque, donde seguimos un sinuoso camino cubierto de hojas y de raíces que todavía estaba surcado por el agua, pues el sol no llegaba al suelo del bosque. El húmedo follaje y la tierra mojada emanaban un ligero olor a moho, un olor que siempre asociaba con los gusanos de tierra que aparecían en el suelo del jardín de palacio después de llover.

Al cabo de poco rato, Semari nos llevó hacia la derecha por un camino más rocoso que pronto se abrió directamente a un pequeño claro que bordeaba la ribera del río Recorah. Las ramas de los árboles colgaban más allá del límite del claro: parecía que los troncos obedecieran una línea invisible, pero que fueran incapaces de sujetar sus ramas y hojas. El espacio al aire libre que había entre los árboles y el río tenía solamente unos treinta y cinco metros, y la proximidad de los árboles ofrecían sus sombras al tiempo que parecían magnificar el sonido del agua.

Observé el tumultuoso y rápido torrente y me di cuenta de que en ese punto era profundo, incluso delante de la parte de roca de la orilla, tan profundo que me hubiera cubierto por completo a sólo unos pasos de donde me encontraba. La risa de Semari me sacó de mi ensoñación y levanté la vista. Vi que las chicas se alejaban siguiendo la corriente del Recorah. Suspiré y las seguí otra vez.

Las dos amigas se detuvieron al lado de un montón de rocas y piedras que parecían erigirse en centinela al lado del río; los rugosos perfiles de las piedras se levantaban por encima de la corriente. Semari subió a una de las rocas y Miranna la siguió, pero yo preferí quedarme a unos metros de distancia, cautelosa ante esa impetuosa corriente.

Allí los árboles se encontraban más cerca del río, lo cual hacía que el ambiente fuera lúgubre. Miré hacia arriba de la corriente y vi los restos del puente que, anteriormente, había permitido el paso hacia el este. Lo habían quemado durante la guerra y nunca lo habían reconstruido. Al otro lado del río desde donde nos encontrábamos, el terreno se hacía más rocoso y el follaje menos denso a medida que se acercaba al pie de la cordillera Niñeyre. Esa zona, poco acogedora, estaba prácticamente deshabitada; poblada en ocasiones por nómadas, pues se volvía más ventosa y seca a medida que se alejaba del agua. Era el terreno que los cokyrianos tenían que cruzar para entrar en nuestro reino, pues afirmaban que la zona desértica de la montaña era de su propiedad.

Miranna se puso en pie encima de una roca y dio un paso hacia delante para mirar hacia el agua.

—¿Qué haces, Mira? —preguntó Semari, girándose para ver mejor a su amiga.

—Quiero saber si se ve algún pez. Temerson me dijo que sus escamas brillan a la luz del sol.

—No vas a ver ningún pez en esta parte del río —se rió Semari—. El agua va demasiado deprisa.

—Podríais bajar —les dije, aprensiva. Lo último que quería era que mi hermana se cayera al Recorah.

Miré a Halias y a Tadark, que habían avanzado siguiendo la línea de árboles con nosotras y que ahora charlaban en el claro. Tadark estaba agachado al lado de un enorme sauce, pero Halias permanecía en pie y tenía los ojos fijos en su protegida.

—Como quieras —dijo Miranna a regañadientes mientras se agachaba sobre las piedras para que el descenso fuera más fácil. Justo cuando lo hizo, oí el sonido metálico de algo que rebotaba en la piedra y caía al agua.

—¡Oh, no! —exclamó Miranna, inclinándose hacia delante—. ¡La pulsera! ¡Se ha caído al río! —Se puso de rodillas, dispuesta a intentar cogerla.

—¡Baja de ahí ahora mismo! —ordené, sintiendo la obligación de protegerla, en mi papel de hermana mayor.

Miranna me miró, enfurruñada, pero bajó de las rocas.

—¿Y qué pasa con mi pulsera? Se ve desde aquí…, está allí, atascada entre dos rocas.

Ella y Semari se acercaron a mí. Mi hermana tenía una expresión decididamente enfadada. Volví a mirar a Halias, que se había relajado al ver que Miranna volvía a estar en el suelo. Por un momento pensé en llamarlo para que fuera a buscar la pulsera de mi hermana, pero lo pensé mejor. A pesar de que a las chicas les parecía que eso era terriblemente importante, yo pensaba que era bastante trivial y que me hubiera avergonzado hacer que cualquiera asumiera esa ridícula tarea, especialmente un miembro de la Guardia de Elite de Hytanica.

—Yo intentaré cogerlo. —Gruñí finalmente.

Subí con mi torpeza característica a la roca que sobresalía sobre el río. Me agaché. Vi la pulsera de Miranna justo delante de mí, brillando bajo la luz del sol, entre las últimas dos rocas grises que había en el agua. Avancé con cuidado hacia ella. Como no podía alcanzarla desde donde estaba, me senté y continué avanzando apoyándome en los cantos irregulares de las piedras. Cuando me pareció que la pulsera estaba a mi alcance, me sujeté a la piedra que me pareció más segura y me incliné hacia delante con un brazo extendido para rescatar la pulsera de las garras del Recorah.

Sin embargo, no estaba suficientemente cerca. Esbocé una mueca de frustración y me solté un poco de la piedra para ganar unos centímetros.

Entonces todo sucedió muy deprisa. Sólo había aire entre mis dedos; mis brazos se movieron como si fueran independientes de mi cuerpo, intentando desesperadamente agarrarse a algo, pero no había nada a lo que sujetarse y no pude evitar caer en la espumosa agua. Primero un hombro y después las caderas y las piernas: oí a lo lejos un chillido, de Miranna o de Semari; el agua ya me entraba por la boca y no me permitió emitir un grito similar al suyo.

El torrente se arremolinaba a mi alrededor, amenazando con engullirme del todo, mientras tosía y movía brazos y piernas, presa del pánico y completamente segura de que iba a ahogarme. Justo cuando la corriente estaba a punto de arrancarme de las piedras del suelo, sentí que un par de fuertes brazos me arrastraban hasta la orilla. Mi vestido, ahora empapado y extraordinariamente pesado, parecía no querer abandonar las aguas del río, pero eso no amedrentó a mi salvador. Extrañamente, el primer pensamiento que me vino a la cabeza mientras tosía y luchaba por llenarme los pulmones de aire fue que London había aparecido y me había salvado. Cuando pude empezar a respirar con mayor facilidad, miré el rostro del hombre en quien me apoyaba y me embargó una conmoción tan intensa como la que acababa de sentir al caerme al río.

Narian. Narian me había sacado del río. No sabía que estaba ahí, pero, de alguna manera, estaba suficientemente cerca para llegar hasta donde me encontraba a tiempo de salvarme, y sin caer él al agua.

—¿De dónde…? —farfullé, incrédula.

—Bajaba por el camino —dijo, saltando de las rocas—. Os vi caer.

Cuando me ofreció la mano, Halias lo apartó a un lado y me puso en pie. Era evidente que el guardia de elite me había visto caer al agua, pero no estaba suficientemente cerca para ayudarme. Narian debía de haberse encontrado realmente muy cerca para haber podido cogerme antes de que la corriente del río me arrastrara: mucho más cerca que ninguno de mis guardaespaldas y, definitivamente, más cerca de lo que quedaba el camino.

—¿Estáis bien, princesa? —preguntó Halias en tono ansioso—. ¿Os habéis hecho daño?

—Estoy bien —le aseguré, a pesar de que mi corazón continuaba latiendo con fuerza, pues me daba cuenta del grave peligro del que acababa de escapar. Pero fingí que temblaba por el frío del agua.

Miranna y Semari, que se habían abrazado mutuamente como si tuvieran miedo de caerse al río, corrieron hacia mí. Miranna me abrazó al ver que estaba viva, y luego ella y Semari empezaron a reír de alivio. Incluso yo tuve que reír un poco al pensar en mi poco elegante entrada en el agua.

Miranna empezó a escurrirme el agua del cabello y Halias me ofreció su jubón. A pesar de que se quedó solamente con la camisa blanca como abrigo, insistió en que me lo pusiera para entrar en calor. Miré mi falda: estaba arrugada y empapada, y entre sus pliegues se había acumulado la tierra tras haberme arrastrado por encima de las rocas. Miré a Narian y vi que también tenía la camisa y el pantalón mojados por haberme sujetado.

Halias también miraba a Narian, aunque su expresión era mucho más desconfiada que la mía. Me di cuenta de que la situación debía de resultar confusa para él y para Tadark, que se había quedado unos pasos alejado, demasiado tembloroso para acercarse (yo era, después de todo, responsabilidad suya). Ambos habían sido entrenados para reaccionar en cuanto cualquier mirada desleal se dirigiera hacia la familia real, y a pesar de ello un joven de dieciséis años les había pasado desapercibido. Además, ese chico acababa de salvar la dignidad, tal vez la vida, de una de sus protegidas.

—¿Qué sucede ahí? —preguntó una voz de hombre.

Koranis, sin aliento y seguido por Zayle, salió de entre los árboles, procedente del camino. Al encontrarse con la escena abrió mucho los ojos, asombrado.

—Dios Santo, princesa Alera —exclamó—. ¿Qué le ha pasado a vuestro vestido?

Miró a los que se encontraban a mi lado y frunció el ceño al ver el estado de la vestimenta de su hijo.

—Caí —me apresuré a decir, haciendo un gesto con la mano hacia el río—. Nar… Kyenn me ha salvado. —Miré a Narian para ver cómo reaccionaba ante el nombre con que me había referido a él, pero su rostro era inescrutable—. Le estoy muy agradecida.

—Deberíais volver a la casa sin más demora —ordenó Koranis, a pesar de que mi estado lo hacía obvio—. Seguro que tenemos algún vestido para que os podáis cambiar. —Miró a Narian y concluyó, de forma autoritaria—: Kyenn y yo os acompañaremos. A él también le irá bien cambiarse de ropa.

—Gracias por vuestra ayuda, pero, por favor, no quiero que esto arruine la tarde a todo el mundo —declaré con educación pero con firmeza—. No me he hecho daño en absoluto, y no hace falta que me escoltéis hasta la casa, pues la baronesa estará allí para ayudarme. Preferiría que descansarais en lugar de tener que molestaros más.

—¡Oh, por favor, papá! —imploró Semari—. Quédate un rato más. Tú y Zayle acabáis de llegar.

Koranis permaneció indeciso un momento; recordé que Semari me había contado que su padre tenía que vigilar a Narian. Probablemente preocupado por el hecho de que su hijo caminara por el bosque con la princesa de Hytanica, se giró hacia Halias. El guardia de elite hizo un gesto afirmativo con la cabeza y él dirigió una sonrisa indulgente a su hija.

—Supongo que me puedo quedar un rato —anunció el barón—. Kyenn, tú volverás a casa con la princesa Alera y su guardaespaldas.

Por la expresión de Narian me di cuenta de que detestaba el aire dictatorial de su padre, igual que por la mirada de Tadark supe que la perspectiva de ser mi única defensa contra Narian lo empezaba a poner enfermo. Era evidente, por la reacción de mi guardaespaldas, que en palacio habían corrido rumores acerca de la reciente confrontación entre Steldor y Narian.

—¿No te dará miedo un adolescente, no? —le dijo Halias, irritado, a Tadark.

—No —repuso el otro guardia, sacando pecho como una pequeña lechuza ofendida.

Halias se dio cuenta de que no era verdad y le dijo en un tono casi inaudible:

—¡Por Dios, Tadark, ni siquiera va armado! ¿Cómo, siendo tan cobarde, entraste en la Guardia de Elite?

No dejaba de sorprenderme cómo Tadark era capaz de irritar a las personas más tolerantes. Era casi imposible enojar al capitán segundo, pues tenía un carácter muy amable, pero él lo había conseguido sin ningún esfuerzo.

—Ven, Tadark —interrumpí, para evitar que la conversación se tornara más tensa—. Me gustaría volver dándome un poco de prisa.

Mi guardaespaldas se ruborizó, pero se adelantó para abrir la marcha y yo lo seguí. Me preguntaba dónde estaría Narian, pues había desaparecido en cuanto Koranis le había dicho que se fuera, aunque dudaba que lo hubiera hecho por obedecer sin más. Quizá no le gustaba el grupo que nos habíamos reunido en el claro, o tal vez no le apetecía en absoluto acompañarme.

Cuando llegábamos al final del estrecho sendero que llevaba hasta el camino principal, vi que Narian estaba apoyado en un árbol, esperándonos. El joven se colocó a mi lado y Tadark lo miró con desconfianza; se llevó la mano a la empuñadura de la espada y se quedó detrás de nosotros para vigilar mejor la conducta de Narian.

Caminamos por entre los árboles sin decir palabra. Tenía muchas ganas de hablar con él, pues nunca en la vida me había sentido tan intrigada por una persona, pero él parecía estar a gusto con el silencio. Los únicos sonidos eran el roce de mi vestido y de mis zapatos en el suelo.

Narian avanzaba con agilidad. Yo me recogí la falda del vestido para que mis movimientos fueran más libres, pero no sirvió de nada. Deseaba salir del bosque. Por la luz del sol que se filtraba hasta el camino me di cuenta de que la arboleda era cada vez menos tupida y recé para no caerme antes de llegar al final del camino.

—¿Siempre os vestís así? —Narian se había detenido quince pasos por delante de mí para ver si lo seguía.

Lo miré como si acabara de soltar un montón de blasfemias. Estaba asombrada de que hubiera hablado.

—Normalmente el vestido está más limpio. —Repuse, mirando mi desordenado atuendo y apartándome el pelo mojado de la cara.

—Quiero decir si siempre lleváis esas faldas tan poco prácticas —aclaró él, que me observó mientras yo me esforzaba por avanzar hacia él sin tropezar con la gruesa tela que me colgaba sobre las piernas.

—¿Poco prácticas? —Lo miré con el ceño fruncido, sin saber si eso era un insulto.

—Bueno, sí. Sin duda os hubierais ahogado por el peso del vestido si yo no hubiera estado allí para evitarlo.

Me detuve a pocos pasos de él y contesté:

—Creo que no pensé en el riesgo de caer en un río y de estar a punto de ahogarme cuando elegí el vestido esta mañana.

—Bueno, ¿y en qué pensasteis?

—¡No lo sé! —Repuse, molesta por la sutil crítica de su tono de voz. Dije lo primero que me pasó por la cabeza—: ¡En el tiempo!

—¿En el tiempo? —repitió él, arqueando una ceja con expresión burlona.

—¿En qué hubierais querido que pensara?

—En ir protegida. Las mujeres cokyrianas sólo llevan vestido en las ocasiones muy formales, e incluso entonces llevan armas. Vos no tenéis ninguna habilidad para llevar un arma.

—Para eso está él —repliqué, haciendo un gesto en dirección a Tadark.

—¿Él es vuestra única protección?

—Sí, en una salida como ésta, sí —confirmé, perpleja por su interés, pero decidida a terminar con esa conversación—. En situaciones más importantes, me vigilan varios guardias.

—Decidme —murmuró, acercándose un poco—, ¿cómo os protegería ahora vuestro guardia?

La cercanía de Narian era perturbadora; empecé a temer que Tadark estuviera perdido en alguna ensoñación.

—¿Contra qué necesitaría protección en estos momentos? —pregunté, despacio, incapaz de apartar la mirada de sus intensos ojos azules, que se clavaban en los míos a pesar de que yo lo miraba con suspicacia.

Vi un centelleo, un brillo de metal a la luz del sol, y supe, antes de que él se dispusiera a atacar, que había sacado una daga con la mano derecha. Vi que la hoja se acercaba hacia mí. El terror me asaltó al darme cuenta de que mi vida podía correr peligro de nuevo. Entonces Narian se agachó y cortó la parte delantera de mi falda por debajo de las rodillas de tal forma que mis piernas quedaron indecentemente expuestas a la luz del día.

Me quedé paralizada, demasiado horrorizada para moverme. Tadark llegó a mi lado enseguida con la espada desenfundada, como si fuera a protegerme, aunque era obvio que hubiera llegado demasiado tarde en caso de que Narian hubiera querido hacerme daño de verdad.

—Apártate de la princesa —ordenó Tadark.

Narian miró la hoja de la espada sin inquietarse. Luego se apartó un poco hacia atrás hasta que quedé fuera de su alcance. Dio la vuelta a la daga en el aire con agilidad, la atrapó por la hoja y se la ofreció a mi guardaespaldas.

—Supongo que vas a ordenarme que entregue mi arma —explicó con calma.

Tadark no dijo nada, pero cogió el cuchillo que Narian le tendía.

—No es una gran pérdida para mí —continuó diciendo el joven mientras Tadark se guardaba la daga en el cinturón—. Un cokyriano nunca se queda sin un arma.

No quise perder tiempo en pensar qué habría querido decir, pues sentía que la rabia crecía rápidamente en mi interior.

—¡Mirad lo que habéis hecho! —le recriminé, sintiéndome profundamente enojada—. ¡El vestido está destrozado!

Narian me observó como si nada.

—Ahora caminar os será mucho más fácil. Y debo decir, princesa, que vuestro vestido no tenía muchas posibilidades.

Abrí la boca esperando poder responder algo adecuado, pero no se me ocurrió ninguna respuesta. Antes de que pudiera recuperar la compostura, él empezó a caminar y yo lo seguí meneando la cabeza, asombrada ante su atrevimiento. Pero tuve que admitir, aunque fuera a regañadientes, que no tropecé ni una sola vez más.

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