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Capítulo XVIII

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CAPÍTULO XVIII

Defensa personal

—MIRA. ¿Ves? Los he traído —dije, mostrándole el pantalón a Narian para que lo examinara—. Ahora no tienes ningún motivo para oponerte a enseñarme defensa personal.

—Puedo oponerme porque no los llevas puestos —dijo en tono seco.

Sentí que me ruborizaba, y esperé que él no se diera cuenta de mi incomodidad.

—Tengo que cambiarme.

Miré a mi alrededor y sentí que me ruborizaba todavía más. Nos encontrábamos de pie en un claro del bosque al que habíamos llegado después de una excursión de quince minutos por otro camino estrecho. Habíamos dejado a Miranna y a Semari en el río, y Halias las distrajo para que pudiéramos irnos. Aunque habría preferido que el paseo fuera más corto, teníamos que alejarnos suficientemente del Recorah para que ni nuestras hermanas ni Halias nos encontraran. Pero lo peor del sitio que habíamos elegido era que no había lugar para que me cambiara, excepto los árboles que nos rodeaban.

Tadark, que no se encontraba a más de nueve metros de mí, absurdamente cerca después de la advertencia que le había hecho durante nuestra última visita, dirigía la mirada alternativamente hacia mí y hacia Narian con expresión de que no le gustaba el rumbo que la tarde estaba tomando. No me sentía especialmente a gusto con aquella situación. Mi incomodidad aumentó considerablemente al darme cuenta de que, sin la ayuda de mi hermana o de mi doncella, tendría que pedir a Narian o a Tadark que me desabrocharan el vestido. Me decidí por la opción menos mala y se lo perdí a Narian. Él asintió con la cabeza, así que yo me di la vuelta y él me recogió el largo pelo para colocármelo sobre el hombro izquierdo.

—La próxima vez deberéis recogeros el pelo o haceros una trenza —dijo en tono crítico mientras me deshacía los lazos del vestido—. O, mejor, cortadlo.

Lo miré fijamente, pero fui incapaz de decidir si hablaba en serio. Luego me dirigí hacia los árboles con toda la dignidad de que fui capaz.

—¡Insisto en que los dos os deis la vuelta! —grité, sin girarme.

Me escondí detrás de unos árboles y, después de mirar hacia el claro para asegurarme de que Narian y Tadark me habían obedecido, me quité el vestido. Me puse el pantalón tan deprisa como pude, pues no quería encontrarme con nadie todavía a medio vestir. No había traído ninguna camisa para ponerme con el pantalón, así que dejé la camisola que llevaba debajo del vestido. Aunque abultaba un poco, por otro lado rellenaba un poco los pantalones, que me quedaban bastante grandes. A pesar de ello, el pantalón me hubiera llegado hasta los tobillos de no haber sido por la inspirada ocurrencia de Miranna de darme unas cuantas cintas de cabello para que me lo sujetara a la cintura.

A pesar de la libertad de movimientos que daba la ropa de hombre, el pantalón me pareció extremadamente incómodo. La sensación de esa tela basta en las piernas me hizo desear volver a ponerme mi vestido habitual. Y lo que era peor, la sola idea de dejarme ver por mi guardaespaldas y por un joven a quien casi no conocía vestida de esa forma me resultaba inquietante. No llevar una pesada falda que me cubriera las piernas me hacía sentir expuesta.

Sin embargo, sabía que me había comprometido, y que no podía cambiar de decisión sin perder la dignidad, así que volví al claro y me enfrenté a Narian y a Tadark, que estaban el uno al lado del otro. Tadark se mostró incómodo; no quería mirarme directamente, como si yo fuera vestida de forma indecente, pero al mismo tiempo era incapaz de mirar a otra parte a causa de la profunda ridiculez de mi aspecto. Narian no pareció asombrado en absoluto, pues seguramente estaba menos acostumbrado a ver a una mujer vestida con nuestros vestidos que con lo que yo llevaba ahora.

Narian se colocó a mi derecha. Percibí una mirada de desconfianza en los ojos de mi guardaespaldas. Narian me cogió del hombro y tiró de mí para colocarme de espaldas contra su pecho. Me quedé rígida al notar su proximidad, pues, aunque él era sólo dos centímetros más alto, su constitución era musculosa y me di cuenta de mi propia vulnerabilidad.

—No os pongáis tensa —dijo, susurrándome al oído. Sentí su aliento en la mejilla y un estremecimiento me recorrió todo el cuerpo.

Me levantó los antebrazos por delante del pecho. Cerré los puños, pues reconocí la posición de lucha que él había adoptado cuando se había tenido que defender contra Steldor.

—Poned los pies separados a la distancia de vuestros hombros —indicó en tono enérgico—. Adelantad el pie izquierdo sólo un poco.

Me apartó ligeramente de él y fue a ponerse donde estaba Tadark, casi pisándole, para examinar mi postura. Solté el aire que había estado reteniendo en los pulmones sin saberlo.

—Ésta es la postura básica de lucha. Levantad el brazo izquierdo un poco más y relajad los músculos. Cuanto más tensa estéis, más despacio os moveréis. Ahora, lo primero que debéis aprender es a estar siempre alerta respecto a vuestro entorno. Cuando entréis en una habitación, debéis tomar nota mentalmente de todos los presentes, y tenéis que localizar cada una de las salidas por donde pudierais escapar. El momento oportuno para el enemigo es el momento en que bajáis la guardia.

Sin previo aviso, se giró, agarró a Tadark y, con fuerza, le hizo una llave que lo tumbó al suelo. Mi guardaespaldas, con un gruñido de dolor, aterrizó de espaldas ante mis pies con el cabello ceniciento totalmente despeinado.

—¿Alguna pregunta? —dijo Narian, sin ofrecerle la mano a Tadark para ayudarlo a ponerse en pie, como si mi guardaespaldas fuera simplemente un objeto que se utilizara para hacer demostraciones.

Tadark se sentó en el suelo y clavó los ojos en Narian con el rostro rojo de furia y vergüenza. Me asombré ante la audacia del joven, y no pude evitar llegar a la conclusión de que le había querido hacer saber a mi guardaespaldas quién mandaba. En cualquier caso, tenía que admitir que lo había dejado claro.

Narian caminó hasta un árbol grande que se encontraba al final del claro. Se colocó detrás de él y, al cabo de un momento, reapareció con una espada corta enfundada en la mano, parecida a los cuchillos largos que London llevaba pero más ornamentada.

Cuando Narian volvió al lugar en que nos encontrábamos, Tadark ya se había puesto de pie y estaba dispuesto a cargar contra él, a punto de soltar un grito de batalla, pero se contuvo al darse cuenta de que el joven no se disponía a enfrentarse a él. Me sentí agradecida, sobre todo por Tadark. Pero, más allá de eso, me preocupaba que Narian hubiera aparecido con un arma por segunda vez.

—¿De dónde la habéis sacado? —pregunté, al ver que Tadark agarraba firmemente la empuñadura de su espada.

—La tomé prestada —repuso Narian, desenfundándola y ofreciéndomela.

—¿De quién? —Insistí, mientras sujetaba la espada con torpeza, pues nunca había tenido una entre las manos.

—De Koranis.

—¿Y sabe Koranis que habéis tomado prestada su espada?

Narian ladeó la cabeza y miró hacia arriba, como si estuviera imaginando lo que su padre estaría haciendo en ese preciso momento.

—Quizás ahora ya sí. Así que sugiero que no perdamos el tiempo. —No había ni rastro de remordimiento en su voz. Se colocó a mi lado y ajustó mi empuñadura.

Ahora que yo sujetaba la espada correctamente, empezó a enseñarme algunos movimientos básicos. Gemía de frustración cada vez que no conseguía seguir sus instrucciones, pues cometía error tras error. Al cabo de un rato me permitió tomar un descanso, así que reposé, con la frente perlada de sudor, a pesar del frío de ese día de septiembre.

—¿Por qué es tan fácil para vos? —pregunté, y me sonrojé ante mi propia tontería, pues seguro que cualquier chico hytanicano tenía suficiente experiencia militar para instruirme en lo que Narian me estaba enseñando ahora.

Narian, a diferencia de mí, no pensó que esa pregunta fuera relevante.

—Me han enseñado a utilizar distintas armas.

—Supongo que vuestro entrenamiento ha sido similar al de los chicos de Hytanica —dije, como pensando en voz alta. Esperé a que confirmara mi afirmación, pero entonces me di cuenta de que él no podía saber cómo formábamos a nuestros jóvenes—. En Hytanica, los chicos entran en la academia militar a los catorce años, así que vos estaríais en el tercer año si hubierais crecido aquí.

Él me dirigió una mirada extraña, como si no comprendiera mi interés en el tema. Luego pareció que decidía que mi curiosidad era solamente eso: curiosidad.

—Cuando cumplí catorce años, ya hacía ocho que me estaba entrenando.

No dije nada, con la esperanza de que no hiciera falta, pues fui incapaz de pensar. Si me estaba diciendo la verdad, él habría empezado su entrenamiento militar a los seis años. A los seis años de edad. No era capaz de imaginar qué técnicas de lucha se podían enseñar a un niño de seis años, y lo único que pude pensar fue que su respuesta dejaba claro por qué los cokyrianos eran unos guerreros tan temibles.

—¿Os enviaron a la escuela militar a los seis años? —pregunté, finalmente.

Los chicos permanecían internos en nuestra academia militar durante todo el año, e intenté imaginar lo que podía significar para un niño de seis años que lo separaran de su familia.

—No exactamente.

—Entonces, ¿os enseñó vuestro padre?

Aquélla era la única alternativa que un chico de Hytanica habría tenido para aprender esas técnicas si no era en la escuela militar.

Narian soltó una carcajada amarga.

—«Padre» no es un nombre adecuado para quien me enseñó.

Sus palabras eran vagas, y quedó claro que no deseaba hablar más del tema. Decidió que mi descanso había terminado y empezó a enseñarme unos cuantos movimientos defensivos. Esa noche, cuando mi hermana y yo volvimos al palacio, me dolían tanto los brazos que era incapaz de levantar una taza de té.

Al cabo de una semana, volvimos a subir a la calesa para ir hasta la casa de campo de Koranis. Mientras recorríamos los campos vi que los aldeanos trabajaban la tierra. Era una señal de que se acercaba el torneo y la feria que se celebraban al final de la cosecha, algo que nos emocionaba a todos.

Llegamos a la casa de campo de Koranis. Por la mandíbula apretada de Tadark, me di cuenta de que mi guardaespaldas continuaba siendo contrario a que Narian me enseñara defensa personal. Por mi parte, esperaba ansiosa las enseñanzas de Narian y había estado practicando los movimientos que me había enseñado con la media espada; para ello había empleado las herramientas que tuve a mano: un cepillo de pelo y un atizador de fuego. Había vuelto a llevar el pantalón. Inicialmente había considerado la posibilidad de llevarlo puesto debajo de la falda, pero al final había desistido, pues no tenía ganas de sentir esa tela basta en mis piernas durante todo el trayecto. Pero, para poder cambiarme con mayor facilidad, había llevado una camiseta y una camisola sencillas, y me había recogido el pelo en una trenza para no provocar las críticas de Narian.

Después de saludar a Koranis y a Alantonya, mi hermana y yo, acompañadas por Semari, Narian y nuestros guardaespaldas, salimos a disfrutar del día. El tiempo continuaba siendo frío, y Alantonya había sugerido que, en lugar de ir al río, fuéramos a buscar moras al final del bosque. Nos llevamos unas cuantas cestas hechas con hojas de sauce para llenarlas, pues en esa época del año había muchas moras.

Para no tener que transportar a pie las cestas llenas hasta la casa, decidimos que nos llevaríamos la calesa. Halias tomó las riendas para que nuestro cochero no tuviera que aburrirse mientras nosotros recogíamos la fruta; me senté delante, con él. Miranna y Semari iban en el asiento de detrás con las cestas a los pies. Tadark montó su caballo y Narian obtuvo permiso para montar el alazán de Halias, con lo que se evitó el esfuerzo de ensillar uno de los caballos de su padre. Así pues, los seis nos pusimos en camino.

Los morales no estaban lejos del inicio del camino que habíamos tomado la vez anterior para llegar hasta el río; estaban a menos de cuatrocientos metros. Las hojas de los árboles y de los arbustos ya habían empezado a cambiar de color y las tierras de Koranis habían adquirido unos hermosos tonos dorados, naranjas y rojizos. Pensé que era imposible que las tierras del barón fueran más hermosas, pero la gama de colores del bosque resultó impresionante.

Cuando llegamos a nuestro destino, Halias ató los caballos al tronco de un árbol y me ayudó a bajar. Antes de que pudiera hacer lo mismo con Miranna y Semari, éstas ya habían saltado al suelo con las cestas y corrían hacia los arbustos.

Eché un vistazo al asiento de atrás de la calesa, donde había escondido el pantalón antes de salir de la ciudad. Puesto que Narian no había intentado hablar conmigo, no sabía si estaría de humor para darme la clase ese día. Deduje que no, así que cogí una cesta con intención de unirme a las chicas, pero me quedé helada al ver que Halias se acercaba al joven, que acababa de desmontar.

—Debo registraros por si lleváis armas. Son órdenes del capitán de la guardia.

Sin oponerse, Narian se subió la manga izquierda y se sacó una daga de una funda que llevaba atada al antebrazo.

—No encontrarás ninguna otra —dijo, mientras se la daba a Halias.

Halias lo miró fijamente a los ojos un momento, luego metió la daga en una de las alforjas y fue a vigilar a las chicas. Narian se acercó a mí tranquilamente; reprimí mis ganas de preguntarle si el arma que le había entregado a Halias también la había tomado prestada de Koranis.

—Saca tu paquete de debajo del asiento y dile a tu guardia que traiga su caballo —me susurró al oído al pasar por mi lado.

Asentí con la cabeza, maravillada ante su capacidad de observación. Guardé disimuladamente mi cesta.

—Lleva el caballo contigo —le dije a Tadark, que se encontraba allí cerca.

Él arqueó una ceja en señal de interrogación, pero yo me encogí de hombros, como diciendo que no sabía más que él sobre por qué teníamos que llevar el caballo. Tadark frunció el ceño al darse cuenta de que debía de tratarse de una idea de Narian, pero fue hasta su caballo para desatarlo.

Narian se encontraba a cincuenta metros de donde Semari y Miranna estaban recogiendo moras. Halias estaba entre él y las chicas, de espaldas a mí. Mientras me dirigía hacia donde estaban las chicas, Narian desapareció en el bosque. Miré entre los árboles para ver a dónde había ido y distinguí un estrecho camino que se ensanchaba progresivamente a medida que se internaba en el bosque. Eché un último vistazo a los demás, que estaban a mi derecha, entré en el bosque y empecé a avanzar por el camino. Al cabo de un momento, Tadark se acercó desde la izquierda llevando a su caballo de las riendas después de alejarse con cuidado de los demás para no llamar su atención. Más adelante, en el camino, vi a Narian, que me esperaba.

—¿Adónde vamos? —pregunté mientras me acercaba a él.

—Al claro —contestó en un tono que indicaba que mi pregunta era absurda—. Tendréis que poneros el pantalón otra vez.

Se dio la vuelta y continuó avanzando. Mientras subíamos por una pequeña ladera, empecé a sentir que la falda me pesaba mucho y lo llamé, casi sin respiración.

—Quizá debería cambiarme ahora. Me sería mucho más fácil caminar.

Él se detuvo y me miró, asintiendo en silencio. Me coloqué tras unos árboles y me puse el pantalón con torpeza. Esta vez salí sin dudar ni un momento. Después de poner la falda en la cesta y dársela a Tadark, volví a seguir a Narian.

Cuando llegamos al claro, Narian se colocó detrás del mismo árbol desde donde la otra vez sacó la media espada, pero esta vez salió con una larga cuerda enrollada. Me la dio y fue hasta el caballo de Tadark.

—Hoy no vamos a luchar, si eso es lo que ibas a preguntar —dijo Narian, adivinando mis pensamientos. Esa simple afirmación me llenó de miedo.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunté con aprensión mientras él desensillaba al caballo.

Tadark se puso tenso y frunció mucho el ceño, pero Narian no le hizo caso. Dejó la silla en el suelo, cogió las riendas, que todavía estaban en manos de mi guardaespaldas, y trajo al caballo hasta donde me encontraba yo.

—No creo que las mujeres de Cokyria monten a caballo —dije, esperando equivocarme acerca de sus intenciones.

—La mujer que me crió es una de las mejores amazonas del reino —me dijo.

Era la segunda vez que hacía referencia a alguien de su infancia. Pero me encontraba demasiado concentrada en mi situación para prestar mucha más atención a ese tema.

—¿No esperaréis que suba encima de ese animal, no? —dije, dispuesta a negarme con todas mis fuerzas.

—¿Queréis que continúe enseñándoos? —replicó él mientras cogía la cuerda que yo tenía en la mano y la ataba a la brida del caballo.

Fruncí el ceño, no me gustaba el rumbo que estaban tomando las cosas.

—Yo… sí.

—Entonces os sugiero que subáis a ese caballo. —Habló con un ligerísimo tono de humor.

Narian ató las riendas juntas y las pasó por encima del cuello del animal. El caballo era de un color castaño oscuro, con la cola y la crin negras; a pesar de que permanecía tranquilo, estaba convencida de haber visto un brillo maligno en sus ojos. Solté un bufido y di una patada en el suelo.

—No me gustan los caballos —dije, a pesar de que tenía la impresión de que no podía hacer nada por hacerle cambiar de opinión.

Lo miré casi suplicando, pero él se limitó a permanecer al lado del caballo dándole palmaditas en el cuello con gesto distraído y a mirarme con aire imperativo. Inspiré con fuerza y, a regañadientes, me acerqué al animal. Luego esperé a que él me alzara hasta su grupa, pero Narian no hizo nada parecido. Colocó una rodilla en el suelo para ofrecerme su pierna como peldaño para que yo pudiera subir sola. Por mucho que lo deseara, mi orgullo no me permitía echarme atrás, a pesar de que el caballo parecía haberse hecho más grande en los últimos segundos. Si Narian creía que podía subir sola encima de ese animal, entonces tenía que demostrarle que así era. Puse el pie izquierdo sobre su pierna y me icé intentando no perder el equilibrio en ningún momento.

—Cogeos de la crin —me indicó Narian, e hice lo que me decía y enredé los dedos en el pelo del animal.

Sorprendentemente, conseguí subir al primer intento, aunque sobre mi estómago. Me esforcé por no resbalar hacia el otro lado y tuve que emplear todas mis fuerzas para pasar la pierna derecha por encima del animal y sentarme.

Cuando lo conseguí, sonreí, triunfante. Tadark, que se encontraba en el extremo del claro al lado de la silla de montar, me miró con desconfianza. Procuré no hacerle caso y observé a Narian, que meneaba la cabeza, divertido.

El chico hizo que el caballo empezara a caminar y el animal enseguida se puso a dar vueltas a su alrededor a paso ligero.

—Sentaos erguida, pero no estéis tensa —me dijo Narian en tono alegre y tranquilo—. Podéis soltar la crin. Os prometo que no os caeréis.

Solté la crin, a la que me había estado sujetando con fuerza, y puse las manos sobre las piernas. Sentada encima del caballo, sin haber sufrido ningún daño después de haber subido sola, empecé a pensar que había sido una tonta por haber tenido tanto miedo a montar.

—Relajad las piernas —indicó Narian, y le obedecí.

Al hacerlo, mis caderas empezaron a moverse al ritmo del caballo y me pareció que montar era como una versión mejorada de andar. A pesar de que detestaba tener que admitirlo, me lo estaba pasando bien y no podía dejar de sonreír.

—Lo estáis haciendo bien —me dijo Narian—. Quizás os convirtáis en una amazona.

—¿Qué más tengo que saber?

—Volved a sujetaros a la crin y os lo enseñaré —me dijo, y sentí que mi ansiedad aumentaba.

Me agarré a los gruesos mechones del caballo y Narian chasqueó la lengua para poner al caballo al trote ligero.

Instintivamente, me incliné hacia el cuello del animal y me agarré con fuerza a su crin, segura de que me iba a caer. Empecé a rebotar como un pez atrapado en la orilla del agua; lo único que deseaba era que la lección de montar terminara.

—Sentaos —gritó Narian—. Tenéis que sentaros y moveros con el caballo, igual que antes.

—¡Pero eso es imposible! —grité, con voz entrecortada a causa de los golpes que mi montura daba contra el suelo con los cascos.

—No es imposible. Simplemente tenéis que intentarlo. Empujaos con las manos para sentaros erguida.

Si hubiera sido capaz de prestar atención a lo que me decía, sus palabras hubieran sido tranquilizadoras. Pero estaba demasiado aterrorizada ante la posibilidad de caerme al suelo. Hacía mucho rato que el orgullo y la determinación de no decepcionar a Narian habían desaparecido; lo único en que me podía concentrar era en sobrevivir.

—Alera, no me estáis escuchando —dijo. Pensé que empezaba a divertirse conmigo.

—¡No puedo!

Narian hizo que el caballo se detuviera y se acercó a mí recogiendo la cuerda a su paso. Me senté, temblando. «Quizá me ha dejado por inútil», pensé con agitación y recé mentalmente para que me ayudara a desmontar.

Narian desató el extremo de la cuerda de la brida y la tiró al suelo.

—Moveos hacia delante —dijo.

—¿Qué?

—Avanzad hacia el cuello —repitió despacio, como si creyera que montar me había trastocado el cerebro.

Me arrastré hacia delante, decepcionada al ver que la lección no había terminado. Inmediatamente, antes de que tuviera tiempo de pensar nada, él se agarró a la crin y montó sin ningún esfuerzo detrás de mí. Puso una mano en mi cintura y me atrajo hacia él para que quedara en la posición correcta sobre la grupa del animal.

Entonces cogió las riendas con las dos manos y chasqueó la lengua, y el animal volvió a ponerse al trote. Estaba tensa por varios motivos: el paso del caballo no era más cómodo que antes y, además, Narian estaba tan cerca de mí que yo me veía casi obligada a apoyarme en él.

Si ya me sentía nerviosa, lo que él hizo a continuación me causó una gran impresión: dejó caer las riendas, que todavía estaban atadas para que no cayeran hasta el suelo, y me puso las manos en las caderas.

—Estáis demasiado tensa —dijo en tono tranquilizador—. Dejaos llevar por el paso del caballo; vuestro cuerpo ha de moverse con él.

Guió mis caderas con sus manos siguiendo el ritmo del animal.

Empecé a sentir que el calor de sus manos se extendía por todo mi cuerpo.

Entonces empezó a parecerme que el trote era más suave y más fácil de soportar, y otra vez tuve que esforzarme por no sonreír ante ese logro. Trotamos en círculo igual que yo había hecho cuando Narian estaba en el suelo y el caballo respondía a la presión que él ejercía con sus piernas. Luego hizo que el caballo trotara en dirección contraria y la rapidez de movimientos del animal me asustó. Por suerte, sentir sus manos sobre mis caderas hacía que no tuviera miedo.

—No es tan difícil, después de todo —dije, orgullosa de mi nueva habilidad.

—Me alegro de que lo penséis, porque hoy todavía nos queda una lección.

Soltó una carcajada y, soltando mis caderas, me pasó un brazo por la cintura. Sin avisar, me hizo inclinar hacia un lado. Solté un grito de alarma al ver que estábamos a punto de caer al suelo.

Narian dio un giro, de tal forma que aterricé encima de él. El golpe contra el suelo me cortó el grito en la garganta y, por un momento, no pude reaccionar. Me puse en pie, horrorizada al darme cuenta de que mi posición encima de él no era muy decente.

—¿Qué clase de lección ha sido ésa? —pregunté en tono estridente.

No podía creer que, después de haberme prometido que no me caería del caballo, me hubiera hecho caer de forma deliberada. Estaba demasiado atónita para sentirme enojada, aunque el enfado pronto ganaría su terreno.

Narian se había apoyado sobre un codo y, para mi sorpresa, empezó a reírse. Tenía el rostro iluminado y parecía una persona completamente distinta, con las mejillas rojas de felicidad y con una expresión brillante y abierta en sus ojos azules. Por un instante me olvidé de mi enojo y de mi incredulidad, al ver por primera vez una sonrisa verdadera en su rostro.

—Estáis… riendo —dije, sin sentirme ofendida por que se estuviera riendo de mí. Más bien, sentía curiosidad. Siempre había ocultado sus sentimientos; me sentía una privilegiada por ser la persona ante la que parecía bajar las defensas.

Narian se puso en pie y dejó de sonreír. Me miró con afecto un momento antes de que su expresión adquiriera la precaución de siempre, como si considerara que esa repentina muestra de emoción hubiera sido un error.

—Ahora que sabéis que no pasa nada si caéis —dijo, simplemente—, en el futuro os preocupará menos.

En ese momento, Tadark avanzó hacia Narian con expresión enojada y con la mano en la empuñadura de su espada. Se detuvo justo delante de él.

—¡Apartaos de mi princesa! —gritó, a pesar de que la distancia entre nosotros desde que habíamos caído al suelo era de varios metros y de que ninguno de los dos había hecho nada por acortarla.

Narian no cambió de expresión, pero pareció que sus ojos brillaban, como si se divirtiera, pues Tadark había adoptado la postura de un niño que tiene una rabieta.

—¡Esto es tan indecente que no puedo ni soportarlo! ¡Mujeres con pantalón, mujeres a caballo! No sé dónde tenéis la cabeza. ¡Se hubiera podido hacer daño! ¡Hubiera podido morir! Vuestro comportamiento es intolerable. —Se giró hacia mí y añadió—: ¡El de los dos! No me importa lo que digáis, princesa. Ya no me importa si pierdo mi puesto o no… ¡Se han terminado las lecciones! ¡Os hubierais podido hacer daño! Por no mencionar lo horriblemente poco adecuado que es para una dama de la familia real estar…, estar…

Hizo un gesto brusco con la mano refiriéndose a mi aspecto. Tenía el rostro rojo, apretaba la mandíbula y parecía incapaz de pronunciar las palabras adecuadas.

—Y vos… —dijo, señalándolo con un dedo acusador—, ¡ibais sentado demasiado cerca de ella!

Tadark se acercó a su montura, que se encontraba comiendo hierba tranquilamente, y cogió las riendas con gesto brusco. Condujo el caballo hasta donde yo había montado, le puso la silla y la ató con gesto violento.

—Volvemos —anunció, sin dar oportunidad a discutir.

Le dirigí una mirada compungida a Narian, esperando que Tadark no lo hubiera ofendido, pero él no reaccionó. Se limitó a seguir a mi animoso guardaespaldas y a su caballo. Sabía que debía sentirme enojada por el comportamiento de Narian, pero en lugar de eso me irritaba que Tadark nos hubiera interrumpido y hubiera puesto punto final a la lección.

Nos detuvimos a medio camino para que pudiera cambiarme de ropa y luego continuamos. Llegamos al final del bosque justo cuando Miranna y Semari, cansadas ya de recoger moras, empezaban a buscarnos.

—Ah, estáis ahí —dijo Miranna, mirándonos a Narian y a mí de forma significativa—. ¿Dónde os habíais metido?

—Fuimos a pasear —expliqué con tranquilidad.

—¿Con el caballo de Tadark?

Hice un gesto hacia mi guardaespaldas, como insinuando que él había querido que el caballo nos acompañara. Luego nos sentamos a la sombra para comer las deliciosas moras que Miranna y Semari habían cogido. Cuando terminamos, las chicas subieron a la calesa y nosotros colocamos las cestas a sus pies. Al subir al duro banco de madera delantero con Halias, esbocé una mueca de dolor, pues montar a caballo, o quizá caerme de él, me había dejado dolorida.

—¿Sucede algo, princesa? —me preguntó Halias al ver que yo reprimía una exclamación.

La mirada que me dirigió me hizo saber que era totalmente consciente de que yo no había participado en la actividad general.

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