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Capítulo XXV

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CAPÍTULO XXV

Es duro ser rey

LOS GUARDIAS abrieron las puertas que daban a la antesala y Steldor apareció por ellas, magnífico con su jubón de piel negra de mangas largas, su característica espada enfundada en su costado izquierdo, y la daga, en el derecho. Con paso estudiado y mirada al frente, inició el largo recorrido hasta el centro del salón de los Reyes, en dirección a la familia real. Solamente se oía el sonido de sus pasos sobre el suelo de piedra y el crepitar de los troncos de las chimeneas que había en las paredes este y oeste. Mis padres ocupaban sus tronos y los guardias personales del Rey se encontraban en su formación habitual. Miranna y yo estábamos sentadas a la izquierda de nuestra madre con Halias y Destari a nuestro lado. Todo el mundo observaba a Steldor.

Habían pasado tres días desde el torneo, y Steldor había tenido tiempo de recuperarse de las heridas que había recibido durante la supuesta exhibición. El único signo que le quedaba de la lucha era un ligero cardenal en la mandíbula. Cannan, que se encontraba al lado del trono de mi padre, había solicitado esa audiencia con la familia real, aparentemente a instancias de su hijo. Por mi parte, sospechaba que Steldor no había sido informado de esa reunión hasta que ésta se hubo acordado. El propósito de la audiencia no se había comunicado, pero no hacía falta ser muy avispado para intuirlo.

Cuando Steldor llegó delante del estrado, se postró sobre una rodilla y bajó la cabeza ante el Rey.

—Levántate —dijo mi padre, por primera vez con expresión seria ante el hijo del capitán.

—¿Tengo permiso para hablar, majestad? —preguntó Steldor mientras se ponía en pie.

—Concedido.

—Me presento ante vos humildemente para pediros perdón por mi comportamiento, en especial durante la exhibición de lucha del torneo. —La voz de Steldor sonó fuerte y modulada; sus ojos oscuros se mantenían fijos en mi padre—. Actué sin reflexionar, señor, y permití que mi temperamento y mi carácter competitivo se impusieran a mi razón. Merezco la desgracia que he atraído sobre mí, pero haber traído la desgracia sobre vos y vuestra familia es inexcusable.

Steldor calló, dejando que las últimas palabras de su confesión resonaran en el ambiente, y dirigió su atención hacia mí.

—Le pido perdón a la princesa Alera, puesto que no fui capaz de cumplir con mi deber de acompañante después del incidente.

La disculpa no me conmovió en lo más mínimo, y me permití una expresión de desdén. Era evidente que Steldor había decidido que, puesto que su padre lo obligaba a disculparse ante toda la familia real, lo haría de forma elocuente, y lo estaba consiguiendo. Me di cuenta de que mi padre empezaba a ceder; lo hubiera perdonado con sólo esas palabras.

Después de una estudiada pausa, el contrito soldado continuó, dirigiéndose de nuevo al Rey.

—También quisiera expresar arrepentimiento de parte de mi padre por haberme atendido de forma innecesaria cuando debería haber vuelto inmediatamente al lado de vuestra majestad. —Miró un momento a Cannan y arqueó una ceja con una ligera expresión irreverente en los ojos—. Aunque el deber hacia un hijo es importante, el deber hacia un rey es supremo.

Cannan parecía ligeramente descontento, pero no sorprendido, como si hubiera esperado esa burla.

Al terminar, Steldor se arrodilló de nuevo.

—Con un profundo arrepentimiento y como acto de contrición, ofrezco mi dimisión como comandante de campo ante mi rey.

Bajó la cabeza, en una actitud que era la viva imagen del arrepentimiento. Me pregunté cuántas veces habría ensayado esa convincente representación. Steldor había realizado una oferta que mi padre nunca aceptaría, pero que lo hacía aparecer como el hombre más arrepentido del mundo. No me podía creer semejante audacia, y mucho menos la credulidad de mi padre, que se puso en pie para hablar.

—Eso no es necesario, joven. Se aceptan tus disculpas.

—Gracias, señor —contestó Steldor en tono solemne y con un gesto excesivamente respetuoso al levantar la cabeza. Cualquiera que lo conociera podía percibir la arrogancia que emanaba todo su cuerpo.

Mi padre alargó la mano para que Steldor se levantara y besara el anillo real, complacido por la forma en que el hijo de Cannan había cargado con la culpa de que la exhibición hubiera salido mal. Steldor, con una última y elegante inclinación de cabeza, se dio la vuelta y se alejó de nosotros con el mismo paso seguro y regular de antes, en dirección a la puerta de la antesala.

Al cabo de una semana, a media tarde, mi madre, Miranna y yo nos encontrábamos tomando el té en la pequeña sala destinada a tal efecto que se encontraba en el piso principal del palacio. Estábamos sentadas a una bonita mesa, en el centro de la habitación, bañadas por los rayos del sol que entraban por la ventana y disfrutando de la vista del patio oeste, que se encontraba en pleno esplendor otoñal.

Nuestra conversación giraba alrededor de una amplia variedad de temas, desde las últimas y raras vestiduras que habíamos visto entre la gente noble que había asistido al torneo hasta los viejos amigos y conocidos con que mi madre se había encontrado en la feria. Por suerte, no había salido el nombre de Steldor, ni tampoco se había hecho mención de mi estado distraído. Intenté participar en la charla con mi madre y mi hermana, pero me resultaba difícil concentrarme, igual que me había estado sucediendo desde el día de la exhibición.

No había vuelto a ver a Narian desde que nos besamos ese día, y me preguntaba si él se sentiría tan confuso como yo. Mi respuesta ante su beso había dejado claro cuáles eran mis sentimientos hacia él, pero no podía comprender por qué sentía lo que sentía. Me había marchado inmediatamente y sin decir una palabra. ¿Y si le había dado la impresión equivocada de que yo no correspondía a su afecto?

Un golpe en la puerta interrumpió mis pensamientos. Destari dejó entrar a Orsiett, el guardia de elite que había sido el segundo guardaespaldas de Miranna durante la búsqueda del traidor y que ahora trabajaba como ayudante de Cannan.

—Destari —dijo en tono de urgencia—, necesito hablar contigo.

Destari miró a Halias con preocupación, salió al pasillo y cerró la puerta. Nosotras miramos a Halias con expresión interrogativa, pero él se encogió de hombros. Uno de los guardias de palacio que acompañaban a mi madre a todas partes se acercó a la puerta para escuchar la charla que se desarrollaba al otro lado. En esos momentos, la puerta se abrió y el guardia se vio obligado a apartarse. Destari volvió a entrar en la habitación.

—Halias, debemos acompañar a las princesas y a la Reina a sus aposentos inmediatamente.

—¿Por qué? —preguntó Halias mientras se colocaba al lado de Miranna.

—Un cokyriano ha llegado a palacio para hablar con el Rey.

—¿Qué? —preguntó mi madre en un susurro, que se llevó la mano hasta el cabello. Pude ver intranquilidad en sus ojos azules. Se acercó a Miranna y puso una mano temblorosa sobre el hombro de mi hermana.

—Todavía no sabemos por qué está aquí —continuó Destari—. Llegó portando una bandera blanca. Las tres debéis regresar a vuestros aposentos hasta que se sepa el propósito de esta visita.

Halias no dijo nada, sino que mantuvo la mirada fija hacia delante. Llevaba el cabello peinado hacia atrás, como era habitual, y eso hacía resaltar la pronunciada línea de su mandíbula. Salimos de la sala del té rodeadas por nuestros guardias. Miranna nos observó con expresión preocupada a su guardaespaldas y a mí, en busca de una seguridad que no podía ofrecerle, pues era incapaz de oír otra cosa que no fuera el zumbido de mi propia sangre en las venas. Todo lo que sabía de los cokyrianos era que actuaban, atacaban y mataban sin previo aviso. ¿Por qué habían decidido ahora venir a hablar? Pensé en Narian. ¿Habrían venido, tal como London había predicho que harían, para reclamarlo? Y si ése era el caso, ¿podríamos mantenerlo a salvo?

A Miranna y a mí se nos permitió permanecer juntas en mis aposentos; a mi madre la acompañaron hasta los suyos por motivos de seguridad. Si los cokyrianos estaban tramando una estrategia para hacer daño a la familia real, estar separados les complicaría las cosas.

Cuando hubieron pasado más de dos terribles horas, Orsiett volvió y nos informó de que teníamos que presentarnos en el estudio de mi padre. Acompañadas por nuestros guardaespaldas, bajamos por la escalera de caracol, giramos a la derecha precedidas por Orsiett y entramos en la sala del Rey. Desde allí, fuimos al salón de los Reyes y lo cruzamos hasta llegar al estudio, al que se accedía por una puerta que quedaba a la derecha de los tronos.

Mi madre estaba sentada en el sofá, y mi padre ocupaba el sillón que estaba a su lado; inclinado hacia ella, le cogía una mano. Ambos tenían una expresión seria en el rostro. En cuanto entramos, él nos hizo un gesto para que tomáramos asiento. Miranna se sentó en el otro extremo del sofá y yo en un sillón, enfrente de mi padre. Destari y Halias permanecieron de pie y con las manos a la espalda.

—Ya he informado a vuestra madre de esto —nos dijo con seriedad—. El mensajero cokyriano vino con una petición. La gran sacerdotisa de Cokyria desea una audiencia con la familia real, y yo se la he concedido.

Miranna reprimió una exclamación.

—No hay razón para tener miedo —dijo él de inmediato—. Los cokyrianos vienen bajo la bandera de la tregua, y no nos van a faltar guardias en la sala del Trono, mañana.

—¿Crees… que están aquí por Narian? —pregunté tartamudeando.

—Si es así, lord Nar…, lord Kyenn está a salvo. Cannan ha mandado llamarle ahora mismo. Lo traerán a palacio y se quedará con nosotros hasta que conozcamos cuáles son las intenciones de los cokyrianos y evaluemos la situación.

Asentí con la cabeza, fingiendo mantener la compostura, pero por dentro me hervía un torbellino de dudas. Entonces me di cuenta de un pequeño detalle y me atreví a corregir a mi padre.

—Él prefiere que lo llamen Narian.

Mi padre me miró un momento, como si quisiera averiguar por qué eso era importante para mí, y luego volvió a centrarse en el tema.

—Os quedaréis en vuestros aposentos hasta el momento de ir al salón de los Reyes, mañana. —Dirigiéndose a Halias y a Destari, añadió—: Vigilaréis durante la noche, como precaución extra.

Nuestros guardaespaldas asintieron con la cabeza e hicieron una reverencia. A continuación nos fuimos, y dejamos solos a mi padre y a mi madre en el estudio.

En mis aposentos, me senté en la sala, aturdida, mientras Destari se colocaba en la puerta.

—El Rey tiene razón, Alera —dijo, en un intento de tranquilizarme—. No corréis ningún peligro.

—¿Y Narian? —pregunté, retorciéndome los dedos de las manos.

—El capitán lo mantendrá a salvo. Lo que pueda deparar el futuro, no lo puedo decir.

Los guardias de palacio estaban apostados por todo el perímetro de la sala del Trono y parecían idénticos los unos a los otros, vestidos con las túnicas de color azul y oro, las espadas en los costados y las largas lanzas en las manos. Mis padres, con las vestiduras reales y las coronas, estaban sentados en sus tronos. Miranna y yo ocupábamos las sillas que había a la izquierda de nuestra madre y llevábamos túnicas con brocados de oro y unas diademas de perlas sobre el cabello, recogido en largas trenzas. A pesar de las brillantes ascuas de las chimeneas, la sala estaba helada, por lo que metí las manos debajo de la manta dorada de piel de zorro que tenía sobre el regazo. Los doce guardias de elite que protegían a mi padre formaban dos arcos, uno a cada lado de la familia real. Destari se encontraba de pie detrás de mi silla, y Halias, detrás de la de Miranna. Cannan, como siempre, estaba a la derecha de mi padre. Kade, el sargento de armas, se había apostado al lado de mi madre.

Al igual que los guardias de palacio que estaban apostados a lo largo de los muros, los guardias de elite llevaban uniforme y tenían las armas a mano: una formidable espada larga, una espada corta que llevaban colgada a la espalda y una daga de doble filo que les colgaba del cinturón.

Mi padre se puso en pie. Tenía un aspecto majestuoso, vestido con su túnica de color azul real. Las puertas de la antesala se abrieron de par en par y los guardias de palacio asieron las armas con firmeza. La tensión aumentó en la silenciosa sala mientras el contingente de Cokyria avanzaba, encabezado por la mujer que una vez había sido nuestra prisionera. Las pisadas resonaban en la quietud de la habitación.

La Gran Sacerdotisa mantenía sus impresionantes ojos verdes fijos en mi padre mientras avanzaba hacia los tronos acompañada por seis guardias, dos a cada lado y dos a sus espaldas. Llevaba una túnica negra, un pantalón del mismo color y una espada enfundada en un costado. Tanto la túnica como la capa que llevaba a la espalda tenían un pespunte de color rojo. En la mano derecha llevaba un anillo y del cuello pendía el colgante que escondía una daga, pero no llevaba corona.

Sus guardias, todas mujeres, iban vestidas también de color negro, pero sus camisas se abotonaban a un costado de forma asimétrica, igual que la chaqueta que Narian había llevado durante la celebración en su honor que se había llevado a cabo en palacio. Las ropas no eran ajustadas, estaban diseñadas para permitir la facilidad de los movimientos, y cada una de las mujeres llevaba una espada a la cadera, un arco a la espalda y una daga enfundada en la caña alta de las botas.

La Gran Sacerdotisa se detuvo a cincuenta metros del estrado y miró con desconfianza a su rey enemigo. El cabello, que llevaba cortado a la altura de la mandíbula, le caía a ambos lados del bronceado rostro. No realizó ningún gesto de respeto ni de deferencia ante mi padre —un dirigente no hacía una reverencia ante otro dirigente—, sino que esperó en silencio y con actitud altiva.

—Exponed al asunto —ordenó mi padre. La tensión en la sala era casi insoportable, y sus palabras sonaron tan heladas como el ambiente.

La Gran Sacerdotisa no dudó en hablar y, cuando lo hizo, pareció que todo su cuerpo emanara un poder que yo no había visto nunca.

—He venido a exigir el regreso del chico cokyriano que se encuentra aquí en Hytanica. ¿Sabéis de quién hablo?

—Sé de un chico que fue secuestrado de pequeño y que fue criado en Cokyria, pero que ahora ha encontrado su verdadero hogar en Hytanica —repuso mi padre.

A la Gran Sacerdotisa no le gustó la respuesta de mi padre.

—Sabéis que estamos hablando del mismo chico —dijo, controlando la impaciencia.

Mi padre reaccionó con una táctica nueva.

—¿Qué motivo tiene la gran sacerdotisa de Cokyria para desear el regreso de un chico fugitivo?

—Desearía el regreso de cualquier cokyriano retenido en Hytanica —contestó ella en tono beligerante.

—Nosotros no hemos obligado al chico a quedarse aquí —repuso mi padre, molesto por su insinuación—. Se ha quedado por deseo propio.

—Entonces, ¿le permitirías regresar si él así lo decidiera?

Después de pensar un momento, mi padre respondió:

—Sí, lo haría.

La Gran Sacerdotisa planteó su segunda petición con voz fuerte y clara.

—Insisto en que se me permita hablar con Narian.

Por primera vez, mi padre miró a Cannan, y el imponente capitán de la guardia dio un paso hacia delante. Los perceptivos ojos de la mujer se dirigieron a Cannan y a mi padre alternativamente, como intentando establecer el equilibrio de poder que había entre ellos.

—Mandaremos que lo traigan —dijo Cannan con la mandíbula apretada, poniendo en voz alta la petición que el Rey le había hecho en silencio. Sus ojos oscuros eran fríos y duros; me di cuenta de lo difícil que les resultaba a aquellos que habían combatido en la guerra hablar y actuar de manera civilizada.

—Mis guardias os escoltarán hasta la sala de reuniones mientras esperamos su llegada —dijo mi padre. La necesidad de mostrarse hospitalario disimulaba el aborrecimiento que sentía por aquella gente. Luego se dirigió al sargento de armas—: Kade, prepara la escolta necesaria y notifica a las cocinas que traigan un refrigerio a nuestros visitantes.

Kade ejecutó las órdenes de mi padre rápidamente. Los guardias de palacio se colocaron delante y detrás de las siete cokyrianas; las superaban en número, casi las doblaban, y las acompañaron fuera del salón de los Reyes, por la antesala, hasta la sala de reuniones. Cuando se cerraron las puertas de la sala del Trono, volvió a imponerse el silencio.

La familia real se trasladó al estudio del Rey mientras Cannan y un guardia de elite iban a buscar a Narian, que se encontraba en la habitación de invitados del tercer piso. Había pasado la noche allí. Le habían dicho que se quedara en su habitación para que pudieran llamarlo si su presencia era necesaria y, lo que quizá era más importante, para que los cokyrianos no supieran que se encontraba en el palacio.

Después de entrar en el estudio de mi padre, Destari, Halias y varios guardias personales de palacio se quedaron al otro lado de la puerta. El resto de los guardias de palacio y de los guardias de elite permanecieron en el salón de los Reyes. El estudio también me pareció terriblemente frío, a pesar del fuego que crepitaba en la chimenea, y me senté en un sillón lo más cerca que pude del fuego. A pesar de que en la habitación sólo nos encontrábamos nosotros, nadie habló. El silencio se rompió al cabo de unos minutos, cuando oímos unos rápidos golpes en la puerta y Cannan entró con Narian. Igual que Steldor, Narian también tenía cardenales en la cara, pero él los tenía en la sien y en la mandíbula.

Narian echó un vistazo a la habitación. Recordé la lección de defensa personal en la que me dijo que siempre tenía que observar a mi alrededor y tomar nota de todos los presentes y de todas las salidas. ¿Actuaba así casi de forma automática?

—He informado a Narian de la petición de la Gran Sacerdotisa —dijo Cannan mientras cerraba la puerta.

Mi padre asintió con la cabeza. Luego se dirigió al joven, que estaba de pie ante él con actitud respetuosa.

—¿Deseas hablar con ella?

La mirada de Narian era helada y parecía haberse distanciado de toda emoción.

—No, majestad, no lo deseo.

—Muy bien. Y sobre la otra petición… ¿Deseas volver a Cokyria?

Narian no cambió la expresión del rostro ni el tono de la voz.

—No, no lo deseo.

—Entonces debes quedarte aquí —decidió mi padre.

Estaba claro que pensaba que la frialdad de Narian era un intento de ocultar la ansiedad que sentía. Por mi parte, dudaba de que Narian tuviera miedo, pero sus emociones me resultaban imposibles de descifrar.

Cannan acompañó a Narian fuera del estudio y mi padre ordenó que la delegación de Cokyria se presentara ante nosotros de nuevo. Los reyes volvieron a sus tronos, y Miranna y yo a nuestros asientos, acompañadas de nuestros guardias. Cannan salió de su despacho, adonde había llevado a Narian, y se colocó al lado de mi padre justo en el momento en que se abrían las puertas de la antesala.

La Gran Sacerdotisa y sus guardias entraron de la misma manera que lo habían hecho antes, pero esta vez iban acompañadas por Kade y por los guardias hytanicanos que habían esperado con ellos en la sala de reuniones. Cuando los guardias de palacio hubieron ocupado de nuevo sus puestos a lo largo de los muros de la sala, los cokyrianos se acercaron al estrado y la Gran Sacerdotisa se detuvo delante de mi padre.

—Narian no va a encontrarse con vos —anunció—, y tampoco va a volver a Cokyria.

Los ojos de la Gran Sacerdotisa centellearon, pero la expresión de su rostro permaneció serena.

—Decid lo que deseéis, rey hytanicano, pero Narian debe estar bajo mi custodia —repuso ella con un claro tono de desafío—. Nos lo podéis entregar de forma voluntaria o nos lo llevaremos a la fuerza. Os aconsejo que lo penséis detenidamente. Espero vuestra respuesta mañana por la mañana.

Hizo un gesto a sus seis guardias y salieron en formación. El eco de los pasos, igual que el de sus palabras de amenaza, quedaron en el aire.

Cuando las puertas de la antesala se hubieron cerrado detrás de los cokyrianos, todos los reunidos en la sala del Trono empezaron a hablar, incluidos los guardias de palacio y los guardias de elite, pues casi todo el mundo sentía cierto miedo. ¿Qué había querido decir ella con «nos lo llevaremos a la fuerza»? ¿Tendrían pensado los cokyrianos volver a empezar una guerra? ¿Proteger a Narian pondría en riesgo todo el reino? Y lo que era más acuciante, ¿cómo debían responder los hytanicanos cuando la Gran Sacerdotisa volviera, mañana por la mañana?

La discusión aumentó de volumen a medida que las sugerencias eran descartadas. Mi padre hablaba con Kade y con Cannan, que era el único de toda la habitación que había permanecido tranquilo.

Me sentía más angustiada que nunca. La mirada de Miranna me dijo que ella sentía lo mismo. Narian había salido del despacho de Cannan y observaba el alboroto; se había apoyado en la pared y tenía una expresión de preocupación poco característica en él.

—¡Silencio! —gritó Cannan de repente, y todo el mundo se quedó mudo—. Eso está mejor. —Gruñó. Luego se presionó el puente de la nariz, cerró los ojos y se sumió en sus pensamientos.

Pero una voz decidida interrumpió el silencio.

—Iremos a buscar a London, señor.

Por un momento, todo el mundo miró a Halias, que mostraba una actitud decidida; tenía los brillantes ojos azules clavados en el rostro de Cannan y todo el mundo dirigió la atención al capitán de la guardia. Cannan miró a Halias con el ceño fruncido durante varios minutos sin molestarse en disimular la intensidad de su mirada. Finalmente, se dirigió a Destari.

—¿Sabes dónde está London?

—Sí, señor, lo sé.

—Ve a buscarlo y tráelo aquí. Asegúrate de que comprende cuál es la situación.

Destari asintió con la cabeza y salió de la habitación por las puertas de la antesala.

La sala del Trono volvió a llenarse de murmullos y yo intenté captar la mirada de Narian varias veces. Pero él tenía la atención dirigida a otra parte. No pude evitar pensar que lo hacía deliberadamente.

Cuando Destari hubo salido, mi padre se giró hacia mi madre, hacia Miranna y hacia mí.

—No tenéis que quedaros. Sería mejor que os retirarais a vuestros aposentos mientras los hombres discuten este tema.

Mi madre asintió con la cabeza; tenía el rostro pálido, y mi padre intentó tranquilizarla.

—Ya hemos negociado con los cokyrianos en otras ocasiones, y también sabremos manejar esta situación. No hay por qué tener miedo.

Mi madre se puso en pie, y ella y Miranna se marcharon acompañadas por varios guardias, aunque Halias permaneció en la sala del Trono. Yo no hice ningún gesto de seguirlas y mi padre me miró con expresión socarrona.

—Me gustaría quedarme. No interrumpiré nada; sólo quiero saber qué decisión se toma sobre Narian.

Aceptó, demasiado distraído por el asunto para discutir, y yo me hundí en la silla tanto para entrar en calor como para pasar desapercibida. Cannan se acercó a mi padre y entablaron una conversación en voz baja. Cuando terminaron, el capitán le hizo una seña a Narian, que continuaba observando a todo el mundo. El joven se apartó de la pared y se acercó; al llegar a donde estaba mi padre, le hizo una reverencia y se colocó entre los dos hombres.

Cannan observó al joven durante un largo momento, pero Narian lo miró a los ojos sin mostrar el menor signo de incomodidad. Finalmente, Cannan habló.

—La Gran Sacerdotisa no se ocuparía personalmente de cualquier chico cokyriano. Ha llegado la hora de que nos cuentes cuál es tu relación con ella.

El corazón me dio un vuelco al oír las palabras de Cannan, y empecé a juguetear con el pelo de la manta que tenía en el regazo. Mi padre me miró y tuve que dejar las manos quietas, pues no quería que ese gesto nervioso llamara la atención de Cannan y éste pensara que yo sabía algo importante relacionado con esa pregunta. A pesar de que no estaba segura de hasta qué punto Narian sería sincero, sabía que yo no sería capaz de esconderle nada al capitán si éste me pedía información.

Narian no dijo nada y mantuvo una expresión inescrutable.

—Quizá no eres más que un fugitivo —continuó Cannan, clavando la mirada en el rostro del joven de dieciséis años. Narian no dijo nada, y Cannan se dirigió al Rey—: Si ése es el caso, señor, no veo ninguna necesidad de iniciar una guerra sólo para proteger a un hijo del castigo de sus padres.

No sé si Cannan estaba sugiriendo de verdad que entregáramos a Narian a la Gran Sacerdotisa, pero sentí que el estómago se me encogía sólo de pensarlo. Miré hacia las puertas de la antesala con la esperanza de que esa conversación terminara antes de que llegaran London y Destari, pues estaba segura de que ellos ofrecerían al capitán la información que buscaba.

—No puedo hablar del motivo por el que me raptaron cuando era un niño —respondió Narian finalmente, intimidado.

Me pregunté si no estaría interpretando un papel.

—Tal como os he dicho antes, no supe que era hytanicano hasta el verano pasado. Entonces viajé hasta aquí para averiguar mis orígenes. La Gran Sacerdotisa insiste en mi regreso porque fui criado, igual que otros, para servirla, y no le gusta perder una cosa que valora. —Hizo una pausa, bajó la cabeza y los mechones dorados de su pelo ocultaron la expresión de su rostro—. No sufriría, tal como habéis dicho, un simple «castigo» paterno si me entregan a su custodia.

Al cabo de un instante, Narian dirigió sus ojos azules de expresión torturada hasta los ojos oscuros y amables de mi padre, pues sabía que él era el más débil.

—No siento ninguna lealtad hacia Cokyria, majestad. Aunque acataré sin discusión cualquier decisión que toméis respecto a mi futuro, os pido que permitáis que Hytanica sea mi hogar. —Había un tono de súplica en su voz, aunque no podía dejar de cuestionarme su sinceridad.

Mi padre, con toda su compasión, no pudo negarse.

—Cannan, mi decisión continúa en pie. Le daremos la misma protección que le daríamos a cualquiera de nuestros hijos.

El capitán miró de nuevo a Narian, evaluándolo con la mirada, y me pareció que sabía que el joven ocultaba algo. Pero no continuó con el tema.

—Debes volver a mi despacho —dijo el capitán.

—Gracias, señor —le dijo Narian a Cannan. Luego, le hizo una reverencia a mi padre—. Gracias, majestad.

Esta vez, el alivio que detecté en el tono de su voz me pareció sincero. Hizo lo que le habían dicho y se dirigió hacia el despacho del capitán, aunque no entró en él, sino que volvió a apoyarse en la pared. Mientras esperábamos a que llegaran London y Destari, continué reflexionando sobre la explicación deliberadamente ambigua de Narian. A pesar de que, estrictamente hablando, había sido sincero, sus palabras cuidadosamente elegidas se podían interpretar de más de una manera. «No puedo hablar del motivo por el que me raptaron» sería interpretado por mi padre como «no conozco el motivo» y no como «lo conozco, pero no lo revelaré».

London y Destari llegaron al cabo de media hora. Caminaron hasta el centro de la sala del Trono juntos, y los guardias de la habitación permanecieron en silencio; todos observaron el avance del hombre a quien habían llamado «traidor». Sabía que algunos de ellos no lo creían, entre ellos Cannan, a pesar de que había participado en la decisión de despedir a mi antiguo guardaespaldas. Si Cannan pensara de verdad que London era un traidor, no le hubiera permitido entrar en palacio de ninguna manera, excepto para ir a las mazmorras.

London no dijo nada, sino que observó al capitán, que se encontró en una situación bastante incómoda. Cannan apretó la mandíbula varias veces y, al final, formuló la pregunta.

—London, tú conoces a los cokyrianos mejor que nadie. ¿Qué sugieres que hagamos?

—¿Qué consejo militar puede ofrecer un plebeyo al capitán de la guardia? —repuso London, que eludió la pregunta y levantó una ceja con actitud mordaz.

Cannan dirigió una mirada asesina a su antiguo guardia, pero luego se aclaró la garganta.

—Por la autoridad que me confiere mi cargo de comandante del Ejército de Hytanica, te devuelvo tu posición como guardia de elite del Rey y tu antiguo cargo de capitán segundo.

De algún modo, de una manera que parecía imposible, mi horrible error acababa de ser reparado. Quizás ahora encontraría la manera de perdonarme. Me sentía tan eufórica que tuve que contenerme para no ir corriendo hasta él. London, por su parte, mostró su agradecimiento con una simple inclinación de la cabeza y sin cambiar de actitud.

El capitán no estaba dispuesto a dejar que London disfrutara mucho del momento.

—Bueno, ¿cómo propones que actuemos? —preguntó.

—La verdad es que es muy sencillo —respondió London, tomando el control. Dirigiéndose a mi padre, preguntó—: ¿Tenéis intención de devolver al chico, majestad?

—No —contestó mi padre—. Es hytanicano y, como tal, tiene asegurada la protección.

—Tenemos que hacer lo siguiente —el tono de voz de London indicaba que no aceptaría ninguna contradicción—: informaremos a los cokyrianos de que hemos decidido que Narian regrese, pero que necesita tiempo para despedirse de su familia. Les diremos que lo llevaremos al puente dentro de cinco días y que, en ese momento, lo ofreceremos a su custodia.

»Durante estos cinco días, Hytanica debe prepararse para la respuesta que los cokyrianos puedan dar cuando se enteren de que no les vamos a devolver a Narian. Deberemos reunir las fuerzas necesarias para proteger la ciudad, llegado el caso.

—¿Y sobre el encuentro? —preguntó el Rey—. ¿Lo ignoraremos por completo?

—Me encontraré con los cokyrianos a la hora y en el lugar acordados para intentar impedir sus represalias. —Esa afirmación suscitó unos cuantos murmullos de desconfianza, pero él no les prestó atención—. Yo informaré a la Gran Sacerdotisa de que reclamamos a Narian como hytanicano por derecho de nacimiento y por elección suya, y que no lo entregaremos a su custodia.

A pesar de los murmullos de desaprobación de los allí reunidos, Cannan y mi padre aceptaron con un asentimiento de cabeza la estrategia de London. El Rey despidió a sus guardias personales, y Cannan y London se dirigieron al despacho del capitán para discutir los aspectos técnicos del plan. Al pasar por delante de Narian, sus ojos azules no se apartaron ni un momento del rostro de London.

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