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Capítulo XXVII

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CAPÍTULO XXVII

Una lección de historia

DURANTE los días posteriores al encuentro en el mercado vi poco a Steldor, y todavía menos a Narian, lo cual resultó frustrante. Lo veía alguna vez en el palacio, pero nunca pude hablar con él abiertamente. Parecía especialmente reacio a decir nada mientras London estaba conmigo, y su falta de franqueza me desanimaba.

Nos encontramos en el vestíbulo principal cuando se reunió con Miranna y conmigo para decorar el palacio. Aunque había depositado todas mis esperanzas en aquella ocasión, la conversación fue fugaz. Había tanta gente a nuestro alrededor que no pudimos decirnos nada importante. Al final de la tarde volví a mis aposentos descorazonada, despedí a Destari y permanecí en mis habitaciones hasta la hora de irme a dormir. Sin embargo, me encontraba demasiado excitada como para conciliar el sueño, así que cogí un libro de una de las mesas cercanas al sofá, pues pensé que leer un poco me distraería de mis problemas. Me hundí en uno de los sillones, al lado de la chimenea para recibir el calor del fuego, y abrí el libro por la primera página.

Oí un ligero ruido procedente de mi habitación, no más fuerte que el chirrido de un postigo, pero como no oí nada más, me concentré en el libro y leí hasta que se me cerraron los ojos.

Bostezando, me puse en pie y dejé el libro en el sillón. Me sentía agradablemente desorientada. Mientras me dirigía hacia mi habitación, miré hacia la ventana que había al lado del balcón y percibí un pequeño movimiento. Me detuve y la somnolencia desapareció. Había luna llena, y su luz atravesaba el cristal de la ventana y dibujaba un cuadrado iluminado en el suelo. Justo en su borde, al lado de la ventana, distinguí la silueta de un hombre que se acercaba a mí en un silencio terrorífico.

Antes de que pudiera librarme de la parálisis que me impedía respirar, el hombre habló en tono amable y familiar.

—No tengáis miedo, Alera. Sólo quería hablar con vos.

—¡Narian! —exclamé—. ¿Cómo habéis entrado?

—Entré por las puertas del balcón.

Lo miré, asombrada.

—No podéis hablar en serio… ¿Cómo esquivasteis a los guardias del patio?

—No fue tan difícil. —Hizo un gesto hacia el balcón, que quedaba a sus espaldas, y añadió en tono irónico—: Por cierto, quizá queráis poner unas rejas en esas puertas.

Nos miramos a los ojos durante un angustioso momento, sin saber qué decir. Entonces Narian avanzó. Al ver que se acercaba, el corazón se me aceleró, pero no a causa del miedo. A pesar de que había deseado estar con él, no estaba en absoluto preparada para manejar el anhelo que ahora me embargaba.

Sin apartar sus imperiosos ojos azules de mi rostro, Narian alargó una mano y me sujetó la barbilla. Entonces se inclinó y me acarició los labios con los suyos. No me resistí, y él puso la otra mano en la parte inferior de mi espalda, atrayéndome hacia él y apretando los labios contra los míos con más ardor. Cerré los ojos y pasé los brazos por encima de sus hombros. Mientras le devolvía el beso, mis dedos juguetearon con su grueso cabello dorado.

Al cabo de un momento, apartó los labios de los míos y me rozó la frente con ellos.

—Empezaba a pensar que lo había imaginado —me susurró al oído.

Me acurruqué en su pecho mientras me abrazaba. Su olor a cuero, pino y cedro me envolvía. Poco a poco recuperé el sentido común y tuve que reprimir una exclamación al darme cuenta de lo poco apropiada que era aquella situación. Había un hombre en mi dormitorio, de noche, cuyos labios habían estado sobre los míos, y en cuyo abrazo me encontraba, sin ninguna carabina a mi lado. Me obligué a apartarme de él y, al hacerlo, Narian dejó deslizar sus manos por mis brazos y enredó sus dedos entre los míos.

No dijo nada, seguramente porque reconoció lo poco apropiada que era la situación. Me condujo hasta las puertas del balcón y, una vez allí, me miró con una sonrisa.

—¿Vamos?

—¿Qué queréis decir? —pregunté, sintiendo duda y curiosidad.

—Puedo sacaros de aquí.

A pesar de que el sentido común me decía que debía negarme, la idea de hacer algo atrevido e impulsivo me resultaba enormemente atractiva, especialmente hacerlo en su compañía, así que asentí con la cabeza.

Narian cogió un paquete que se encontraba en el suelo, al lado de la ventana, y que yo no había visto y lo abrió. Luego me lanzó unas ropas negras.

—Id a poneros esto y traedme uno de vuestros vestidos más sencillos para que tengáis algo que poneros más tarde.

Le llevé un sencillo vestido de lino y luego me fui al baño para ponerme las ropas que me había dado. Durante mis clases de defensa personal me había acostumbrado a llevar pantalón, así que en ese momento no me resultó extraño ponérmelo, aunque sabía que me habría sentido de otra forma si hubiera tenido que hacerlo delante de cualquier otra persona que no fuera Narian.

Cuando volví al balcón, Narian se apartó la capa negra de los hombros, se quitó el jubón de piel negra y manga larga y me ayudó a ponérmelo para que no cogiera frío. Luego volvió a ponerse la capa y se cubrió el cabello con una capucha para resultar casi invisible en la oscuridad de la noche. Yo no necesitaba cubrirme el cabello, puesto que ya era oscuro.

Narian se agachó y abrió una de las puertas del balcón mientras me indicaba con un gesto que yo hiciera lo mismo. Los dos salimos al aire frío de la noche. Él cerró las puertas detrás de nosotros, recogió una cuerda enrollada que se encontraba en el suelo, con la cual había trepado hasta mi habitación, y le hizo un lazo en uno de los extremos.

—Poned los pies aquí dentro —me dijo, sujetando el lazo.

Me levanté y puse los pies tal como me había indicado. Entonces, me ató la cuerda alrededor del cuerpo y ató el otro extremo en la barandilla.

—Voy a bajaros —me informó—, pero tenemos que esperar.

Señaló hacia la torre que había al final del muro del patio, y vi que el guardia que patrullaba por la pasarela de tablones acababa de girar por la esquina y caminaba hacia el norte, en dirección a nosotros, por el lado oeste del muro.

Narian me empujó para ocultarme en las sombras que proyectaba el palacio. Permanecimos inmóviles mientras el centinela cambiaba de dirección y empezaba a caminar hacia el sur. Cuando llegara a la esquina, pasaría por la torre y continuaría hacia el este, a lo largo del patio, hasta el punto en que éste se encontraba con el patio central. Luego volvería por el mismo camino.

Narian me levantó sin esfuerzo por encima de la barandilla y empezó a bajarme hacia el suelo. Me temblaron las manos y el corazón me latió con fuerza hasta que puse los pies en el suelo y supe que estaba a salvo. Me oculté en la sombra de la pared, tal como Narian me había indicado que hiciera, pero me sentía un poco mareada por el riesgo que estaba corriendo. Él bajó por la cuerda, me la desató del cuerpo y la lanzó a un lado del balcón, cerca del palacio, para que fuera menos visible.

El centinela volvía a recorrer el mismo camino y pronto volvería a pasar por la torre y giraría hacia el norte, así que nos quedamos donde estábamos. Cuando el hombre hubo completado el trayecto y volvía a alejarse de nosotros, Narian me tomó de la mano y me condujo por el patio hasta el otro muro. Luego avanzamos hacia la escalera que subía hasta la torre, a pocos metros del guardia que avanzaba por la pasarela, por encima de nosotros.

Esperamos unos momentos a que el guardia avanzara por la torre; entonces Narian me hizo una señal para que trepara por la escalera. Obedecí, un tanto temerosa por tener que subir cuarenta y cinco metros por ese destartalado artefacto. Narian subió detrás de mí colocando las manos en la barandilla para darme seguridad.

Cuando llegamos a la torre, el helado viento de la noche me revolvió el pelo y las puntas de las orejas se me enrojecieron. Temblé tanto de frío como de emoción. A Narian no parecía afectarle la temperatura. Sin perder tiempo, sacó otra capa de su bolsa y me la puso, igual que había hecho en el balcón. Nos dirigimos hacia el lado oeste de la torre, alejándonos del centinela, y Narian me levantó por encima del muro y me depositó con cuidado en el suelo. Para disgusto mío, la cuerda aterrizó a mis pies. No podía ver nada a pesar de que miraba hacia arriba, pero antes de que la confusión que sentía se convirtiera en miedo, oí el sonido leve de una capa y Narian aterrizó en el suelo.

—No podía dejar la cuerda colgada ahí —susurró.

Me asombré ante lo que estábamos haciendo: Narian acababa de ayudar a una princesa vestida con atuendos de hombre a escapar del palacio en medio de la noche y había saltado un muro para unirse a ella. También me sentía un poco incómoda por la facilidad con que había esquivado a los guardias de palacio, tanto cuando vino a buscarme como cuando nos marchamos.

Narian volvió a cogerme de la mano para conducirme cuesta abajo, hasta los manzanos que se extendían entre el palacio y el complejo militar. Caminamos en silencio hasta que llegamos al lugar en que Narian había atado a su caballo.

—¿Os apetece cabalgar a medianoche? —preguntó, sin que fuera una pregunta de verdad, pues sabía que no aceptaría un «no» por respuesta.

Asentí con la cabeza mientras él desataba al caballo alazán y se acercaba a él. Por suerte el animal estaba ensillado, lo cual me permitía subir utilizando el estribo en lugar de la rodilla de Narian.

Cuando estuve sentada encima del caballo, Narian me lanzó las riendas y saltó a su grupa igual que había hecho durante la lección de montar. Hizo que el animal se pusiera en marcha con un chasquido de la lengua y yo le di las riendas en cuanto me paso los brazos por la cintura.

Nos acercamos a la oscura ciudad sin pronunciar ni una palabra, a pesar de que el silencio que había entre nosotros no era incómodo. Me sentía feliz de estar con él y de vivir una aventura. El frío que sentía desapareció mientras cabalgábamos, en parte por el calor del animal y en parte por el calor del cuerpo de Narian contra el mío.

La ciudad estaba más tranquila de lo que yo nunca la había visto, y parecía casi un lugar distinto. Las calles estaban vacías, excepto por algún guardia de patrulla que no nos prestó atención. Me encantaba esa nueva libertad, estar al aire libre sin necesidad de esconder que Narian y yo estábamos juntos, y sin ningún guardaespaldas que nos separara.

Avanzamos por la ciudad sin hablar. De vez en cuando se oía el ruido de los cascos del caballo contra los adoquines del suelo o el eco ahogado de sus pisadas sobre la tierra batida. Las casas y sus habitantes parecían sumidos en un profundo sueño. La luna y las estrellas, que se reflejaban en el polvo de nieve del suelo, eran nuestra única iluminación; de vez en cuando, la intensidad de la luz aumentaba ante la antorcha de un guardia o el destello de una vela en alguna ventana. En ese silencio casi absoluto, pronto fui consciente del sonido de la respiración de Narian y, automáticamente, la mía adquirió el mismo ritmo. A pesar de que, en realidad, lo conocía muy poco, nunca me había sentido tan unida a una persona; por otro lado, y a pesar de la preocupación de London, también me sentía más segura.

No sabía cuánto tiempo había pasado. Me di cuenta de que habíamos dado la vuelta a las caballerizas reales, justo al este del palacio, y sonreí al averiguar de dónde había sacado Narian el caballo. Desmontó y, para mi alegría, pues no estaba acostumbrada a recibir su ayuda, me dijo que pasara la pierna por encima de la silla y que me dejara caer entre sus brazos hasta llegar al suelo.

Ninguno de los mozos estaba trabajando a esa hora de la noche, así que esperé en la puerta mientras Narian dejaba el caballo en su sitio. El establo estaba tenuemente iluminado por la luz de la luna, que atravesaba las ventanas, y aunque de las paredes colgaban lámparas a intervalos regulares, no nos atrevimos a encender ninguna para no llamar la atención.

Después de atender al caballo, Narian regresó a donde me encontraba y me condujo hasta un montón de heno que había en la parte posterior del establo. No hablamos, pero mientras se sentaba en el heno me hizo un gesto para que lo imitara. Me senté y él pasó una manta por encima de ambos. Sentía un cansancio agradable en el calor de la manta y, rodeada por el brazo de él, apoyé la cabeza en su hombro con una felicidad inexpresable.

Al cabo de un momento, Narian se apoyó contra la pared y noté un cambió en su humor.

—Háblame de London —murmuró, cuando ambos estuvimos acomodados de nuevo.

—¿Qué deseas saber? —contesté, sorprendida por su interés.

—¿Cuánto tiempo ha sido tu guardaespaldas?

—Desde que tengo uso de razón. Tomó ese puesto cuando yo era una niña.

—¿Estuvo en la guerra?

—Sí, al principio de su carrera militar era explorador y, en algún momento, durante la guerra, empezó a dirigir a las tropas en la batalla. —Sentí una culpa ya conocida, pues me daba cuenta de lo poco que me había preocupado por saber nada acerca de London durante esos años; no podía decir de él más que unas pocas cosas.

—¿Cuántos años tiene?

—Como Destari y Halias…, quizás unos treinta y cinco o cuarenta años.

Narian asintió, pero me di cuenta de que ésa no era la respuesta que había esperado, pues London parecía mucho más joven de lo que era.

—¿Cómo sabe tantas cosas de Cokyria?

—Fue prisionero durante diez meses al final de la guerra. —Respondí, y noté que Narian tensaba ligeramente el cuerpo.

—¿Diez meses? —repitió, despacio y en tono de incredulidad—. El enemigo no acostumbra a aguantar ni diez días cuando el Gran Señor le ofrece su hospitalidad.

—No sabemos gran cosa de lo que le sucedió durante ese tiempo —dije, con el ánimo entristecido al imaginar a London sufriendo las penalidades de un prisionero.

Narian estaba asombrado.

—Pero ¿cuándo regresó London a Hytanica? ¿Cómo sobrevivió? El Gran Señor no libera a los prisioneros de guerra.

—London escapó. Después de que los cokyrianos te secuestraran, debieron de tener mucha prisa por marcharse de nuestras tierras y quizá relajaron su vigilancia. No sé nada más de eso, excepto que estaba bastante enfermo cuando regresó. Cuando se hubo recobrado, lo nombraron miembro de la Guardia de Elite en reconocimiento a su valentía y a su servicio al reino. Enseguida pasó a ocupar el cargo de guardaespaldas.

Narian permaneció en silencio, satisfecho por lo que le había contado. Entonces me di cuenta del motivo de su interés y me incorporé para mirarlo a los ojos.

—¿Por qué estabas tan interesado en el anillo de London?

—Es cokyriano —dijo, mirándome intensamente—. Tiene un gemelo, y lo lleva la Gran Sacerdotisa. El que lleva London pertenece al Gran Señor. Se creyó que se había perdido durante la batalla.

Miré a Narian con incredulidad. ¿Había conseguido London, durante su cautiverio, robar el anillo del Gran Señor? Parecía más plausible que se hubiera encontrado con él en el campo de batalla.

Entonces me di cuenta de lo poco que sabía sobre la historia de la enemistad entre Hytanica y Cokyria.

—Narian —dije, bajando la vista; sabía que él era una de las pocas personas que querrían desear hablar de ese tema conmigo—, ¿sabes cómo empezó la guerra? He oído mucho sobre ella, pero nunca sobre su inicio.

Narian rió, probablemente porque sabía que aquella pregunta era muy inadecuada para una mujer hytanicana. Levanté la cabeza y vi que su expresión era tierna y clara. Casi podía verle el alma en los ojos.

—Puedo contarte lo que los cokyrianos creen sobre cómo empezó —respondió, con cierto tono divertido en la voz.

Asentí con la cabeza con entusiasmo y me apoyé otra vez en su hombro, dispuesta a escuchar.

—Hace un siglo, un rey de Hytanica mandó a su hijo mayor y heredero como embajador a Cokyria para cerrar un tratado de comercio entre los dos reinos. Hytanica quería ofrecer cereales a nuestro montañoso reino a cambio de algunas de las joyas elaboradas con los metales preciosos de nuestras minas. Por desgracia, la provinciana actitud del embajador acerca de que los hombres son superiores a las mujeres no fue bien recibida. Cuando lo llevaron ante la emperatriz de Cokyria, la insultó, pues se negó a negociar con una mujer. La emperatriz lo hizo ejecutar por su insolencia. Cuando Hytanica se enteró de su muerte, el Rey se enojó y atacó Cokyria con toda la fuerza de su ejército. Nosotros nos vengamos, y la lucha no cesó a partir de ese momento.

—¿Cien años de muertes porque una persona insultó a otra? —Me incorporé y lo miré boquiabierta y embargada por el horror—. ¿Por qué se manejó con tanta rudeza la actitud del embajador?

Narian se removió, inquieto, a causa de mi tono acusador.

—La emperatriz de Cokyria era una mujer orgullosa y digna; exigía respeto y obediencia, y cuando no lo obtenía, no había perdón. El embajador debería haber estudiado nuestro protocolo antes de encontrarse con nuestro dirigente. No darse cuenta de la necesidad de hacerlo resultó doblemente insultante, y su arrogancia se manejó con rapidez y severidad…, con la muerte.

—¿Y nadie ha intentado negociar un tratado desde entonces? —Insistí, sintiéndome a la vez enojada y fascinada por la información que Narian me estaba ofreciendo.

—Cuando la emperatriz murió, sus hijos, el Gran Señor y la Gran Sacerdotisa, obtuvieron el poder y heredaron su odio hacia Hytanica. El Gran Señor no aceptaría ningún tratado, y está firmemente decidido a conquistar esta tierra.

No supe qué responder, así que jugué con el heno, intranquila, mientras escuchaba los bufidos de los caballos en el establo. Narian arqueó las cejas, y supe que estaba a punto de hacerme otra pregunta.

—¿Adónde conduce el túnel? —preguntó.

Me quedé boquiabierta.

—¿Cómo sabes lo del túnel?

—La verdad es que no lo he sabido seguro hasta ahora. Hace un tiempo descubrí que el suelo de uno de los establos que no se utilizan cedía más que el suelo del resto, y supuse que escondía un túnel para escapar. Acabas de confirmarme esa intuición.

Me esforcé por mantener la compostura, pues me sentía un poco insultada de que utilizara esa treta para obtener información de mí, pero antes de que pudiera responder, él repitió la pregunta.

—¿A qué parte de palacio da el túnel?

Me sentí confusa, pues sabía que ésa era una información que no podía dar. Muy pocas personas sabían que había, de hecho, dos túneles que conducían fuera de palacio y que eran de uso exclusivo de la familia real, por si las circunstancias aconsejaban una huida rápida y en secreto. Por otro lado, Narian ya conocía la existencia del túnel y yo no tenía ninguna duda de que acabaría encontrando el punto en que éste conectaba con el palacio. Me debatí internamente para tomar una decisión y me di cuenta de que Narian me estaba observando.

—Alera —dijo en tono tranquilizador—, no tienes que decirme nada que no debas decirme. Olvidemos que te lo he preguntado.

Me sonrió con tranquilidad y volvió a rodearme con su brazo para que me apoyara en su pecho. Cuando mi incomodidad desapareció, recordé una cosa que me despertaba la curiosidad.

—Nunca he estado en las montañas —murmuré—. Dime cómo son.

Narian empezó a describir la desnuda belleza de la tierra en que había vivido con un ligero tono de añoranza. El ritmo pausado de su voz y el dulce olor del heno eran reconfortantes y empecé a sentir los párpados pesados. Justo antes de quedarme dormida, segura entre sus brazos, se me escapó en un susurro:

—El túnel da a la capilla.

—Alera, Alera, despierta.

La voz de Narian penetró lentamente en mi profundo sueño y abrí los ojos con renuencia. Por un momento me sentí desorientada, pero al verlo mirar a través de una de las ventanas, los recuerdos de la noche me invadieron y me desperté de inmediato. Teníamos que volver a palacio.

—Tienes que cambiarte de ropa —indicó Narian lanzándome el vestido que yo le había dado antes para que lo guardara en su bolsa—. Tenemos que irnos antes de que lleguen los mozos del establo.

Asentí con la cabeza y miré a mi alrededor en busca de un lugar donde cambiarme de ropa sin ser vista. Al no encontrar nada más adecuado, entré en una de las casetas que estaba vacía y, al cabo de unos minutos, salí con mi vestido color crema. Narian no se había movido de donde estaba y yo le di las ropas negras. Me puse a su lado y lo observé mientras él las guardaba en la bolsa.

Por la luz grisácea que se colaba por las ventanas supe que el sol estaba saliendo en ese preciso momento.

—¿Cómo vamos a volver a palacio? —pregunté con cierto tono de pánico en la voz.

—Entraremos por la puerta principal.

Incapaz de pensar en una alternativa mejor, asentí con la esperanza de que Narian supiera lo que hacía. Alargó la mano para quitarme un poco de heno que se me había enredado en el pelo y yo sentí que las mejillas se me ruborizaban.

—Me temo que no estoy muy presentable.

Sonrió con afecto, me cogió de las manos y me atrajo hacia él.

—Te prefiero en pantalón —bromeó, y me levantó el rostro para darme un suave beso—. Pero, aparte de eso, estás bien.

Yo estaba temblando de frío. Narian me colocó la capa por encima de los hombros y se puso el jubón. Luego abrió las puertas del establo y caminamos hacia las puertas del patio. La escarcha del suelo crepitaba a nuestro paso.

—¡Alto! ¡Decid adónde vais!

Uno de los guardias de palacio que hacía su turno nos había visto; antes de que yo pudiera responder, me reconoció y abrió mucho los ojos, asombrado.

—¡Princesa Alera! ¿Qué estáis…? ¿Adónde habéis…? ¿Cómo habéis…?

—Una buena mañana para dar un paseo, ¿no te parece? —lo interrumpió Narian con tranquilidad.

—Sí, por supuesto —contestó el centinela mirándonos alternativamente a Narian y a mí. Dio un golpe a la puerta y le dijo al guardia que se encontraba al otro lado que nos dejara pasar.

Cuando las puertas se abrieron, levanté la vista y vi que los guardias de las torres también nos estaban mirando con expresión confusa. Al darme cuenta de lo incongruente que era la situación, tuve que bajar la cabeza para que no vieran mi sonrisa.

Caminamos por el sendero de piedras blancas del patio central hasta la puerta principal de palacio, donde volvimos a interpretar la misma escena. Finalmente conseguimos que nos dejaran pasar y entramos en el vestíbulo principal. Albergaba la esperanza de que, al ser tan temprano, no nos encontráramos con ninguno de los guardias personales de la familia real, pues éstos harían muchas más preguntas que los guardias que patrullaban los pasillos durante la noche.

Subimos por la escalera principal y, después de despedirnos en un susurro, continuamos en direcciones distintas, yo hacia mis aposentos y Narian hacia la parte posterior del palacio, donde se encontraba la escalera que conducía a las habitaciones de los invitados.

A causa del cansancio, de la felicidad que sentía y de lo atrevido de nuestros actos, me sentía un poco aturdida cuando llegué a mi sala. Me retiré a mi dormitorio y me metí en la cama sin intención de quedarme dormida, sino para que mi doncella personal y mis guardaespaldas no detectaran ningún cambio en mi rutina cotidiana. Siempre y cuando ninguno de los centinelas mencionara la hora inusual de nuestra llegada a Cannan, a Kade o a mi padre, nadie nos descubriría. Sonreí al recordar lo que habíamos hecho y me pregunté si Narian sentiría tanta alegría como yo.

Me hizo otra visita al balcón antes de Navidad, pero en lugar de salir de palacio, simplemente charlamos. Mientras estábamos sentados en mi sala, disfrutando de la calidez de la compañía mutua así como del calor de la chimenea, Narian me contó que ya había cumplido diecisiete años, aunque se vio obligado a confesarme que no estaba seguro de qué día había sido, sólo de que había sido en diciembre. Aunque sus padres conocerían la fecha exacta, Narian estaba lejos de su familia por dictado de Koranis. Le deseé un feliz cumpleaños y sentí una gran tristeza al pensar que ya no tenía una familia de verdad, ni en Cokyria ni en Hytanica. Narian no mostraba emoción alguna al respecto, pero cuando se preparaba para marcharse me pareció que sus ojos brillaban menos de lo habitual.

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